Un artículo de Francisco Bompadre  (*)

Los sucesos ocurridos principalmente en la ciudad de Santa Rosa nos dejan algunas enseñanzas, interrogantes y deudas. Veamos.

Primero que nada hay que destacar que fue un grupo muy minoritario de la Policía de la Provincia de La Pampa, y básicamente integrado por la suboficialidad, esto es, los miembros policiales en teoría menos preparados, que menos se han formado y que por ende, no llegarán a estar al frente de una comisaria, unidad regional o de algún departamento policial del comando de jefatura. En este punto entonces, sale fortalecida la oficialidad y el comisariato.


Segundo, el conflicto que se inició con un petitorio anónimo, entregado a la prensa y por parte de un civil, se podía rastrear en los facebook de varios de los cabecillas del acuartelamiento desde algunos días antes. No hace falta demasiada burocracia ni inteligencia para ir midiendo el clima institucional de una policía con las dimensiones de la nuestra. Esto significa que el Jefe de Policía no pudo generar los mecanismos institucionales que le permitieran prever la dimensión del conflicto y la radicalidad de la demanda. Luego de más de 10 años al frente de la institución, debe considerarse un serio déficit de conducción policial la situación descripta. A esto se le agrega que ni el Jefe ni el Subjefe de Policía, ni el titular de la UR-I fueron aceptados como interlocutores válidos en la negociación, lo que implica un tiro por elevación contra la cúpula policial, sin precedentes. En este punto salen debilitados el Jefe y el Subjefe de Policía.

Tercero, la toma de las seccionales en nuestra ciudad es un hecho muy grave. Pero la del edificio de la Jefatura es gravísimo: un claro mensaje sobre la situación de debilidad extrema en que queda la cabeza de la policía provincial. El edificio intrusado es la sede del poder político dentro de la institución, y ese hecho conlleva una precariedad jerárquica en la cadena de mando que el ministro del ramo deberá solucionar antes que tarde. En este punto sale fortalecido el Ministro de Gobierno, Justicia y Seguridad, quien rápido de reflejos no especuló sobre su situación personal y privilegió lo institucional haciendo frente al grupo sedicioso en donde era más fuerte. 

Cuarto, los reclamos salariales, la mecánica de pago de los servicios adicionales y las condiciones laborales de la suboficialidad deben ser atendidos, sin prejuicio alguno. Aunque por las vías institucionales y legales correspondientes, por su puesto. De todas maneras, considerando las circunstancias del miércoles a la noche, fue acertado desactivar el conflicto primero que nada. Es una posición extrema sostener que no puede negociarse con las armas arriba de la mesa, porque más allá de la petición de principio, si se producía algún saqueo o había víctimas fatales que lamentar, la ciudadanía le hubiese cargado la responsabilidad (y con razón) a las autoridades políticas. Esto no implica que ahora no se caiga con todo el peso de la ley sobre los cabecillas y los que cometieron delitos. Si se acordó que no iba a haber sanciones administrativas, se debe respetar lo pactado. Lo que no se puede es garantizar la impunidad en lo relativo a los delitos, dado que investigarlos y juzgarlos no es una atribución que el Poder Ejecutivo pudiera ofrecer en una negociación, le corresponde a otro poder: el judicial. En este punto sale fortalecida la suboficialidad porque se puso en el tapete las condiciones laborales de sus miembros. Pero al mismo tiempo los cabecillas quedan en una posición de extrema debilidad.

Quinto, no comparto que se nacionalice lo sucedido en Santa Rosa/Toay (y en menor medida en Gral. Pico, Eduardo Castex, 25 de Mayo y General Acha). Lo que nosotros vivimos no puede catalogarse de un golpe blando, y eso por varias cuestiones:
1) No estaba la mayor parte de la Policía de acuerdo con la medida tomada, sino un grupo reducido junto a sus familiares.
2) Había muchos reclamos de índole salarial y laboral en el petitorio.
3) La oficialidad patrulló la ciudad y custodió algunos comercios que iban a ser blanco de posibles saqueos.
4) El acuartelamiento de la ciudad de Santa Rosa se vio fogoneado por la situación vivida en otras provincias, en donde efectivamente puede haber otros fines e intereses más heterogéneos en el medio.  
5) La sola presencia de la Gendarmería y la Prefectura hicieron tomar conciencia a los insubordinados de la debilidad política en la que se encontraban. 

Sostener que se trató de un acto destituyente lo ocurrido en nuestra provincia, implica exagerar lo sucedido. Es cierto que suena rimbombante, y hasta podemos pensarlo durante algún momento. Pero si reflexionamos un poco más llegamos a la conclusión que un acto con esas intenciones no se organiza de la misma manera que tiramos 3 choripanes a la parrilla. Requiere planificación, recursos, acuerdos políticos y policiales previos, hegemonía dentro de la propia Policía para llevar a cabo la medida, inacción de la Cámara de Diputados en permitir la presencia de las tropas federales en nuestra provincia, saqueos masivos efectivos, algún policía accidentado adrede para caldear los ánimos de los que dudaban dentro de la institución, y una fuerte campaña de desinformación, que en nuestro caso no pasó de ser tenue.

 
Resumiendo: lo sucedido fue muy grave, pero es un error político creer que fue una acto destituyente y de esa manera englobar a toda la institución policial. La democracia no se preocupó demasiado en estos 30 año de la Policía (que no es sólo la compra de más patrulleros y la incorporación de más agentes a sus filas): la normativa de facto que aún regula la actividad es una prueba difícil de refutar. Buena parte de la policía se mantuvo en sus funciones, lo que es un punto a destacar y a potenciar dentro de la institución (sería un grave error unir lo que estuvo desunido). Los acuartelados no midieron la soledad en la que estaban y su falta de plan b, aunque hay que reconocer que pusieron en discusión la situación laboral de los agentes. El Poder Judicial tiene todas las herramientas para actuar y recuperar algo de su legitimidad tan deteriorada. La sociedad santarroseña estuvo muy firme en repudiar lo sucedido, a diferencia de la Cámara de Diputados, que estuvo más bien tibia. Ahora empieza el verdadero desafío para todos: la democratización de la Policía de la Provincia de La Pampa. Ya nadie puede hacerse el desentendido.  

(*)  Abogado y Especialista en Filosofía Política.








Independientemente de las condiciones de probabilidad y las circunstancias estructurales y superestrucurales mediante las cuales se pueda explicar la gravísima escalada de alzamientos policiales en todo el país, una cosa queda clara: esto no tiene que ver (solamente) con un reclamo salarial (más allá de la justicia de todo reclamo de los trabajadores en ese sentido, máxime cuando los mismos se producen en un período histórico de máxima producción de plusvalía), sino que forma parte de una saga de acontecimientos que desde hace años ha incorporado la derecha continental para condicionar –cuando no derrocar- a los gobiernos autonómicos de la región.
Mucho se ha dicho sobre el  rol contemporáneo de ciertos poderes fácticos, en el que las policías, las gendarmerías, los servicios penitenciarios, las burocracias judiciales y otras corporaciones que poco o nada han hecho en materia de democratización interna, aparecen señaladas por la historia recientes como protagonistas principales de los nuevos golpes de estado. Por supuesto, en complicidad con poderosas corporaciones y los sectores más conservadores de la política.
Los ejemplos sobran en América Latina: Venezuela, Ecuador, Paraguay, Bolivia, Honduras y Argentina.

En cada uno de estos casos, se pone en práctica meticulosamente la doctrina de los “golpes blandos”, paso por paso.


En Argentina, la derecha lo ha intentado todo, desde la “crisis del campo” (y aún antes de ese estallido patronal sojero) hasta ahora. Y nada le ha dado los resultados esperados. Ahora van por el incendio total. Por el holocausto social que Zaffaroni presagiaba hace más de una década. El estado de policía en su más dramática expresión.
El gobierno argentino, lamentablemente, ha perdido una década en materia de democratización de sus fuerzas de seguridad. Los intentos de transformación interna de las fuerzas policiales, aislados y sin apoyo político decidido, sucumbieron sin solución de continuidad. Las policías, ahora, se comportan como una fuerza de ocupación. Como el brazo armado que extorsiona a los poderes democráticos y conserva la fuerza brutal y corporativa para propiciar “cualquier” salida frente al caos que ellos mismos crean, fomentan y producen. Gestionar ese caos es una tarea no menor, que no debería incluir ningún tipo de capitulación por parte de la democracia. Pienso en movilizaciones pacíficas en todo el país para defender las instituciones democráticas. Un ejercicio que pondría a prueba la consistencia de los experimentos sociales de nueva militancia intentados por el kirchnerismo.
Porque si algo no puede alegar el gobierno es sorpresa o desconocimiento. El rol de las policías se ha desguasado en todo el mundo. Durante la guerra serbo-croata, este último país, que carecía de ejército regular, armó a su policía para colaborar decisivamente, mediante un enfrentamiento “exitoso”, con el colapso de la experiencia socialista yugoslava. También allí la policía croata jugó un papel preponderantemente regresivo y al servicio de los intereses imperiales. Y quien contribuyó a proporcionarle 5.000 toneladas de armas a esas fuerzas de seguridad fue, nada más y nada menos, que el estado argentino. De modo que resulta difícil soportar que se alegue imprevisión o estupefacción en este caso. Las distintas agencias del gobierno argentino, federales y provinciales, conocen perfectamente la matriz ideológica de sus fuerzas de seguridad. Cualquiera sea el curso que acierten a tomar estos acontecimientos, algo habrá cambiado en la Argentina. Y ese cambio, implica la necesidad impostergable de realizar transformaciones democráticas de fondo en estas corporaciones armadas.


A partir de los hechos que se suceden actualmente en distintas provincias argentinas, reeditamos una entrevista que le hicimos al Profesor Zaffaroni durante  2002, y que reprodujéramos en este mismo espacio en el año 2009. Un ejercicio de anticipación que no tiene desperdicios y conserva una dramática actualidad.


¿Cuál o cuáles son, a su entender, los instrumentos para acotar la violencia –legitimada e ilegítima- de los aparatos represivos del Estado en América Latina?.
“Primero, sería necesario jerarquizar a las policías y convertirlas en verdaderas policías comunitarias. El gran peligro de los aparatos de poder aquí no son los servicios de inteligencia, sino las policías comunes, que se autonomizan. De este modo reciben el poder que otrora era de las fuerzas armadas y comienzan a protagonizar golpes de estado. Si bien no asumen el poder, derrocan políticos cuando no les gustan (caso Rio de Janeiro, golpe interno en Plaza de Mayo en diciembre del año 2001). Sería necesario permitir que se sindicalicen para desarmar el poder de las cúpulas corruptas, terminar con la recaudación y las cajas y darles salarios y condiciones dignas de trabajo. En otro orden sería necesario reforzar la selección de los magistrados por concurso en toda la región y la autonomía de los poderes judiciales. Desde lo académico impulsar discursos realistas y no meramente tecnocráticos. Despertar la conciencia jurídica hacia la verdadera función de lo judicial, que es de contención y de vigilancia de las agencias ejecutivas”.




¿Hacia dónde cree que evolucionarán finalmente las nuevas formas de violencia estatal frente a las protestas colectivas y, en su caso, por qué motivos? Cómo aprecia que podría evolucionarse hacia una idea de resolución de conflictos que rompa y supere la lógica binaria de responder a la creciente violencia social con mayor violencia de las agencias estatales?

“Evolucionan hacia el aumento de las contradicciones entre los sectores excluidos. Criminalizados, victimizados y policizados provienen del mismo sector social excluido. El fomento de la violencia entre ellos es funcional al mantenimiento de sus condiciones de exclusión. En tanto se maten entre ellos no tomarán conciencia de su situación y no podrás coaligarse y tener protagonismo político. Es la forma de controlar socialmente y por la violencia a la masa de pobreza generada por los programas de contracción económica del FMI que buscan reducir las importaciones con la disminución del consumo, para mantener balances comerciales favorables que produzcan divisas y permitan el pago de los intereses de la deuda externa. El pronóstico es negro si continúan las presentes condiciones. Cambiará si se logran aumentar las exportaciones con valor agregado o si una conmoción política genera conciencia social en los excluidos. La técnica de control social de los excluidos no será rodear las villas y favelas con los cosacos, sino hacer que se maten solos. Es lo que no entienden quienes piensan en el siglo pasado. Para que esto se produzca se necesitan varias condiciones: 1) de política general, o sea, conciencia política en la clase dirigente. Creo que el vacío no se sostiene, algo va a suceder, es la lógica de la política, ningún espacio queda vacío y las viejas dirigencias están agotadas. 2) condiciones económicas, no es comprensible que el 5° exportador de alimentos del mundo tenga gente buscando hamburguesas podridas en la basura, que una población entrenada a la producción industrial tenga un 30% de desocupación mientras se exportan productos sin valor agregado, ganado en pie, petróleo crudo, etc.

3) las ONGs, las iglesias, los movimientos barriales, en algún momento se darán cuenta de que la lucha por el poder es lucha por el saber y el know how. Es inevitable. Empezará una competencia por el saber entre excluidos e incluidos. El 70% de la población no se va a suicidar, de eso estoy seguro. 4) Los medios masivos tendrán que asumir cierta responsabilidad o se desacreditarán totalmente ante la población”.
¿Puede esperarse que “esta” agencia judicial opere efectivamente como límite al poder punitivo estatal, atento a las rémoras de una ideología conservadora y una extracción de clase (una cultura, en suma) más compatible con el statu quo que con actitudes democráticas y progresistas que caracteriza a muchos de sus integrantes? La misma pregunta le formulo respecto a la agencia policial, en muchos casos sospechada de represión y corrupción.

Creo que si se sindicalizan las policías, por su extracción social y por su experiencia directa con la realidad cotidiana, producirían un cambio bien profundo a mediano plazo. El problema es que hoy hablan por sus cúpulas y éstas son corruptas porque las estructuras les exigen que lo sean. Una discusión horizontal de las condiciones de trabajo las cambia. En cuanto al judicial, creo que la selección por concurso cambiará notoriamente su perfil. Además, hay una responsabilidad que es nuestra. Debemos generar discursos progresistas en el campo jurídico. La academia, con su encierro, su tecnocracia, su formación de abogados tradicionalista, es bien responsable de lo que sucede. Incluso los sectores progresistas, que hicieron un discurso político pero no técnico, como si fuesen esquizofrénicos. Creo mucho en el poder del propio discurso jurídico, al menos para crear mala conciencia en la gente, lo que no es secundario. La mala conciencia es un motor importante.


Finalmente: ¿qué rol adjudica a los juristas y académicos más o menos allegados a las disciplinas penales, en orden a la construcción de un nuevo abordaje con relación a los conflictos y la violencia social del continente?
Vuelvo a lo anterior. Los jueces, fiscales y abogados no salen de una incubadora, sino de las universidades, que somos las usinas ideológicas del sistema penal. Si seguimos con discursos de tipo neokantiano, o parecidos, enseñando que somos técnicos y no políticos, y nos olvidamos que una dogmática jurídica es un programa político que debe ser aplicado por un poder del estado, estamos jodidos y no haremos nada. Si respondemos a nuestra realidad y a sus necesidades y hacemos un discurso técnico orientado a una política progresista, es lógico que no todos lo asuman, pero por lo menos habrá siempre un discurso alternativo y eso genera mala conciencia incluso en los que se refugian en lo aséptico y repiten la experiencia del neokantismo mezgeriano, que pasó desde el imperio guillermino hasta la república federal diciendo lo mismo, como si nada cambiase. No podemos seguir esos caminos en Latinoamérica, salvo que pensemos en darle un discurso a una corporación para que pase por sobre el genocidio sin mirar.



Un reportaje de Eduardo Luis Aguirre.


* Aclaración: Este reportaje fue efectuado el 16 de julio de 2002, en el marco del Doctorado en Sociedad de la Información y el Conocimiento de la UOC, y de la asignatura “Gestión del Caos. Introducción a la Conflictología”.


Permítasenos reiterar que el Derecho penal contemporáneo presenta, en todo el mundo, algunas características distintivas que es necesario poner de manifiesto, por su gravedad intrínseca y sus potenciales consecuencias genocidas.
Existe una hipertrofia irracional del Derecho penal, que supone una opción clara, por un derecho penal máximo, opuesto a un sistema democrático (ver sobre el particular,Rivera Beiras, Iñaki, en http://www.eldiario.es/catalunya/Inaki-Rivera-penal-opuesto-democratico_0_201929823.html) sostenido en la convicción  mítica (y errática) que la coerción punitiva podrá prevenir, disuadir o conjurar conductas que se consideran lesivas de bienes jurídicos o verdaderas amenazas para esos mismos bienes, personas o agregados de tales. O, al menos, que servirá para eliminar del paisaje social a los  “otros”, considerados indeseables, peligrosos e irrecuparables, en términos de la supuesta necesidad de reorganizar las sociedades con arreglo a la escala de valores y las pautas de vida hegemónicas. Los condimentos imprescindibles que permitieron sentar las bases de todos los genocidios, incluido, desde luego, el argentino.
En ese marco de creencias fatuas, la forma más usual de resolución de los conflictos es la judicialización y la condena a una pena de prisión. En casi todo el mundo, las tasas de encarcelamiento han subido exponencialmente en la modernidad tardía.

Los discursos progresistas de los expertos, que fueron una referencia hasta bien entrada la década de los 70’, cayeron en los años 80’ en una crisis sin precedentes. 

Así como las consignas de la socialdemocracia de posguerra habían sido “control económico y liberación social”, el reverdecer conservador dio un giro de ciento ochenta grados y proclamó “libertad económica y control social”[1].
Lo que sobreviene, entonces, es una acentuación de la prisionización como respuesta institucional excluyente, perpetrada contra jóvenes, pobres, extranjeros, foráneos, insumisos y disidentes, con su consecuente explosión demográfica de las cárceles y demás establecimientos coactivos de secuestro oficial[2]
El crecimiento de la criminalización de situaciones sociales problemáticas configura una consolidación del estado de policía -por oposición al Estado constitucional de Derecho- y una legitimación de un derecho penal de excepción.
El aumento sostenido de la población reclusa es un dato objetivo difícilmente contrastable, que en líneas generales no se ha revertido en los últimos años, ya que las tasas de encarcelamiento siguen aumentando en forma sostenida en la mayoría de los países del mundo.
Pero más allá de esta circunstancia cualitativa, debe anotarse que el “prestigio” de la cárcel ha alcanzado niveles impensados. Se proclama ahora, a diferencia de lo que ocurría durante el auge del correccionalismo criminológico, es que la prisión “funciona”, y se reactualiza en clave postmoderna el concepto de “pena merecida”[3].
Existe en todo el mundo, en síntesis, la suposición de que no deben tolerarse las violaciones a los derechos, cualquiera sea el lugar donde ocurran, y que la reacción frente a esas afectaciones ha de efectuarse mediante una intervención y una pena, respecto de os extraños irrecuperables.
En esos procesos asimétricos de construcción de las normas penales del tardocapitalismo, la potestad para decidir qué conductas serán penalizadas, es patrimonio exclusivo y excluyente de unas pocas personas, generalmente representantes de intereses de clase o corporativos.
Por eso, normalmente, la violencia reglada institucional recaerá más severamente sobre los sectores vulnerables de las sociedades, previamente estigmatizados en base al prejuicio, supuesto éste que se reproduce, insistimos, tanto a nivel interno como internacional.
La particularidad que exhibe el nuevo sistema globalizado radica no solamente en la reproducción de la nueva relación de fuerzas, sino también en la capacidad de presentar dicha fuerza como un bien al servicio de la justicia y de la paz en un contexto de expansión de la ideología securitaria[4].
Como consecuencia de lo expuesto, sobreviene una desformalización y funcionalización del Derecho criminal, con inexorable flexibilización de las garantías penales, procesales y ejecutivas de la pena[5], de las que las cárceles de Guantánamo dan debida cuenta.
En todo el planeta, las tendencias modernas a “luchar contra la criminalidad” y la “inseguridad”, suponen reprimir rápida y ejemplarmente los problemas y conjurar las amenazas que impactan más fuertemente en la opinión pública.
Esas iniciativas recurren en la mayoría de las situaciones a un aumento de los montos de las penas, con finalidades preventivo-generales e  intimidatorias.
En materia procesal, las reformas tienden a acelerar, acortar, abaratar y desformalizar los procesos, allanando todos los “obstáculos” que lo perturben.
Las reformas que tienden a abogar por el derecho de las víctimas se hacen a costa de los derechos de los inculpados y las víctimas, contradiciendo las especulaciones históricas de los procesalistas, ingresan al proceso a reclamar la más grave punición, antes que a restablecer el equilibrio afectado por la ofensa.
Estas -y otras- claves funcionalistas, en síntesis, resumen el rumbo de las reformas político criminales de la tardomodernidad[6].
Esta es una tendencia que ya no se limita a criminalizar a sujetos individuales, sino que ese control se expresa de manera “glocal” y grupal y su objeto de control es la rebelión de los excluidos[7] y de los que se alzan –muchas veces inorgánicamente-contra un estado de cosas que intuyen injusto.
La rebelión de los diversos, los excluidos, los distintos, los rebeldes, en definitiva, los “otros”, son la nueva excusa que se pretende con frecuencia asimilar al “terrorismo”, para habilitar la violencia legitimada únicamente por su eficacia. “Se difumina la distinción entre el “enemigo”, tradicionalmente concebido como exterior, y las “clases peligrosas”, tradicionalmente interiores, en tanto que objetivos del esfuerzo bélico”[8].
Parece comprensible, con estas claves, que en cualquier sociedad exista una dosis de temor o desconfianza hacia aquellos que son asumidos diferentes.
No obstante, estas tendencias reactivas se han magnificado al punto de incorporarse a los regímenes sociales y políticos del mundo contemporáneo.
La desconfianza hacia los otros, concluye articulándose con la indiferencia respecto de la posibilidad de que se los prive de la plena condición de ciudadanos.
Lo que les pase a aquéllos, en términos de destitución de ciudadanía -pérdida de derechos civiles, económicos, soberanos, medioambientales y políticos-, no importa demasiado al resto, y en todo caso esos procesos “descivilizatorios” se perciben como un costo no demasiado oneroso a pagar para conservar un determinado orden social[9], al que se asimila con la “seguridad jurídica”, a la sazón una nueva forma de interpretar las nuevas formas de explotación y expoliación.

Esa “desconfianza” en los otros, alcanza también, y muy especialmente, a los que encarnan el rol de gobernar la penalidad, sus instituciones, sus narrativas y prácticas colectivas, e influye decididamente en la construcción de las nuevas relaciones sociales, explicando, entre otras cosas, el peligro, el riesgo y el auge de nuevas formas de control punitivo.
Por su parte, para el sofista del Anónimo de Jámblico “sólo la sumisión a la ley, o sea, el estado de legalidad, hace posible la vida en común. Para este sofista anónimo, el estado de legalidad es uno de los bienes supremos, pues “una legalidad debidamente establecida origina la confianza que produce grandes beneficios a toda la colectividad”. El estado de ilegalidad, por el contrario, es uno en que reinan la desconfianza y el riesgo permanente, lo cual da lugar a una falta la seguridad cognitiva de los comportamientos personales, y por ello, a que los hombres experimenten el temor y el miedo. Por esto, y puesto que “los hombres no son capaces de vivir sin leyes ni justicia”, a quienes no se someten a la ley les sobreviene la guerra que conduce a la sumisión y a la esclavitud con más frecuencia que a quienes se rigen por una recta legalidad”[10].
Las sociedades de riesgo son, precisamente, aquellas donde la producción de riqueza va acompañada  de una creciente producción social de riesgos[11].
El aumento de los riesgos está produciendo consecuencias trascendentales en el ámbito de la política, el biopoder y la gubernamentalidad de los agregados sociales actuales.
El primer efecto lo constituye la necesariedad de la implementación de políticas públicas tendientes a gestionar, esto es, a controlar los riesgos, cada vez más visibilizados por la opinión pública, e internalizados por la multitud como los nuevos miedos derivados de la modernidad tardía.
El “riesgo”, como el miedo, termina completando, entonces, un nuevo metarrelato cuya densidad sería capaz de sustituir y recomponer los paradigmas totalizantes en aparente retirada, cohesionar los discursos y los sistemas de creencias e imponer políticas públicas defensistas.
Estas características se observan, particularmente, en lo que atañe a las respuestas institucionales que se adoptan en materia de conflictividad social en todo el mundo, ya sea adelantando la punición, inocuizando a los especialmente peligrosos y propiciando estrategias de control que recurrentemente menoscaban las libertades públicas y las garantías individuales decimonónicas, adoptadas siempre en aras de una mayor “seguridad”, una suerte de “concepto estrella” del Derecho penal actual[12], al que todo le está permitido, sencillamente porque “todos estamos en peligro”. Y todos lo estamos, porque el riesgo está identificado como riesgo de daño o de peligro.
Se trata de un riesgo “negativo”, que el Estado debe gestionar como fin primordial que dota de sentido su razón de ser postmoderna, dejando de lado las expectativas asegurativas que caracterizaron al Estado de Bienestar; por ejemplo, la justicia distributiva y la igualdad, la seguridad social, la estabilidad en el empleo, los miedos a los malestares de clase, etcétera[13].
El riesgo, de tal suerte, opera como una forma de gobierno de los (nuevos) problemas “a través de la predicción y la previsión. Se trata de una tecnología que es común y familiar en el campo de la salud pública”, pero que se extiende especialmente a la justicia penal, “un campo en el que el riesgo se ha vuelto cada vez más importante como una técnica para ocuparse de aquellos condenados por delitos, pero también para la prevención del delito”. (…) “El lugar central ocupado por el riesgo en el gobierno contemporáneo es un reflejo de un cambio epocal en la modernidad. Este desplazamiento epocal desde la “modernidad industrial” hacia la “modernidad reflexiva” es vinculado  con la aparición de los “riesgos de la modernización”, tales como el calentamiento y el terrorismo globales. Producto del despliegue de las contradicciones del modernismo industrial -especialmente del rápido y autodestructivo desarrollo del cambio tecnológico conducido por el capitalismo- estos riesgos amenazan a la existencia humana y crean una nueva “conciencia del riesgo” que, a su vez, se torna el rasgo organizador central de la emergente “sociedad del riesgo”. (…).. En otras palabras, aunque las divisiones sociales tales como la clase y el género no desaparecen, son reconstituidas en comunidades de seguridad y protección, unidas más por los riesgos compartidos que por las necesidades materiales en común. En esta era, las instituciones y concepciones centrales de la modernidad son puestas en cuestión: hasta el progreso en sí mismo se vuelve algo que es puesto en duda y sobre lo que se reflexiona críticamente”[14].
Esa conciencia de los riesgos presentes, parte fundamental de una cultura  postmoderna hegemónica unidimensional, se vale de un retribucionismo y un prevencionismo extremos para confirmar la vigencia de las normas sociales y anticiparse a “riesgos futuros” ocasionados por los peligrosos, mediante un “derecho” (interno y supranacional) en estado de permanente excepción[15].
A estas decisiones draconianas recurrentes, conduce el segundo efecto de la gubernamentalidad de las sociedades de riesgo, que está dado por el fracaso de las políticas públicas en la gestión de administración y control de los peligros, y la necesidad de los gestores institucionales de apelar a un urgente populismo punitivo como única forma de conservar sus precarios y efímeros consensos.
El Derecho penal establece, de esta manera, formas específicas de reacción punitiva no sólo contra infractores incidentales de la ley, sino también contra quienes frontalmente desafían el ordenamiento jurídico con el que se identifica la Sociedad y a los que la dogmática funcionalista denomina enemigos, en cuanto conculcan las normas de flanqueo que constitucionalmente configuran la Sociedad, revelan singular peligrosidad y no pueden garantizar que van a comportarse como personas en Derecho, esto es, como titulares de derechos y deberes[16]. Con ellos el Estado no dialoga, sino que los amenaza y conmina con una sanción en clave prospectiva, no retrospectiva, esto es, no tanto por el delito ya cometido cuanto para que no se cometa un ulterior delito de especial gravedad (v.gr., la configuración típica de la tenencia de armas o explosivos o actos de favorecimiento del terrorismo, como delitos autónomamente incriminados, para evitar la comisión de un atentado terrorista de gran magnitud destructiva).
Se ha afirmado al respecto que “… el Derecho penal del enemigo es, tal y como lo concibe Jakobs, un ordenamiento de combate excepcional contra manifestaciones exteriores de peligro, desvaloradas por el legislador y que éste considera necesario reprimir de manera más agravada que en el resto de supuestos (Derecho penal del ciudadano). La razón de ser de este combate más agravado estriba en que dichos sujetos (“enemigos”) comprometen la vigencia del ordenamiento jurídico y dificultan que los ciudadanos fieles a la norma o que normalmente se guían por ella (“personas en Derecho”) puedan vincular al ordenamiento jurídico su confianza en el desarrollo de su personalidad. Esa explicación se basa en el reconocimiento básico de que toda institución normativa requiere de un mínimo de corroboración cognitiva para poder orientar la comunicació en el mundo real. De la misma se deriva, no sólo un derecho a la seguridad (Recht auf Sicherheit), sino un verdadero derecho fundamental a la seguridad (Grundrecht auf Sicherheit)”[17].
Es necesario, no obstante, establecer algún tipo de precisiones con respecto al Derecho penal de enemigo, toda vez que la noción ha sido simplificada, muchas veces descontextualizada y desinterpretada en lo que tiene que ver con su filiación histórica, sociológica y política.
Se tiende a creer, en general, que la noción de “enemistad” en el Derecho penal es el producto exclusivo de una construcción funcionalista sistémica, anatemizada por conservadora según la particular visión de algunos penalistas, que pretenden hallar la génesis de la misma en el pensamiento de Niklas Luhman, de Carl Schmitt, o más recientemente de Günther Jakobs, a los que generalmente remiten[18].
Así se ha afirmado que “no creo que me aleje demasiado de la realidad si digo que la expresión “Derecho penal del enemigo” suscita ya en cuanto se pronuncia determinados prejuicios motivados por la indudable carga ideológica y emocional del término “enemigo”. Este término, al menos bajo el prisma de determinadas concepciones del mundo (democráticas y, sobre todo, progresistas), induce ya desde el principio a un rechazo emocional de un pretendido Derecho penal del enemigo, y no sin razón, cuando volvemos la mirada a la experiencia histórica y actual, y desde ella contemplamos el uso que se ha hecho y que aún se hace actualmente del Derecho penal en determinados lugares”[19].
La historia resulta, como de ordinario acontece, bastante más compleja; y desde una multiplicidad de matices y relatividades nos plantea demasiadas perplejidades como para permitirnos incorporar subjetividades en este tipo de análisis, por respetables que pudieran éstas resultar.
Inicialmente, debemos reconocer que esta separación tajante entre Derecho penal de ciudadano y Derecho penal de enemigo no siempre encuentra su correlato en la realidad objetiva.
En todo enjuiciamiento por un hecho cotidiano, por ejemplo, efectuado de acuerdo a las reglas del Derecho penal de ciudadano, habrán de entremezclarse lógicas tendientes a la defensa de riesgos futuros (Derecho penal de enemigo), sencillamente porque todos los sistemas penales conservan rémoras de ambos paradigmas[20].
Y las conservan porque los sistemas jurídicos en la era del Imperio basan su legitimidad en la capacidad para llevar adelante objetivos éticos mediante la coacción. Pero aun así, en esta etapa transicional de consolidación del Imperio, aunque  actúe en un estado de excepción y mediante técnicas policiales, el derecho no tiene que ver con las dictaduras o el totalitarismo y el dominio de la ley continúa desempeñando un rol paradigmático.
Así, se ha señalado sobre el particular: “El derecho penal del enemigo es, aparte del nombre (aparte del nombre, que a mí personalmente no termina de convencerme, aunque se trata de una denominación estrictamente científica), una realidad en todos los ordenamientos democráticos del mundo, pero una realidad que ha de ser minimizada al grado mínimo de lo estrictamente necesario: esto es, a lo que el autor citado ha llamado “ámbito nuclear del Derecho Penal del enemigo…”[21].
En otros términos, coexisten en el Derecho contemporáneo, fragmentos de Derecho penal liberal y de Derecho penal de enemigo. Y al parecer, eso ha ocurrido en todas las etapas del capitalismo[22].
Por lo demás, aquellas perspectivas –como digo, fragmentarias, planteadas en términos de polarización y con evidentes desajustes históricos- impiden reconocer la verdadera matriz ideológica que campeaba entre los clásicos del liberalismo durante el capitalismo temprano, a partir de la construcción ideal del concepto fundacional del “contrato social”.
Justamente, la naturaleza cultural del contrato está fuertemente anudada a las concepciones binarias de la enemistad, que reproducen la posibilidad de la “amenaza” del Estado con relación a los infractores, tanto en el orden interno como internacional, y exhiben concepciones muy similares a los postulados preventistas y retribucionistas que se critican al derecho penal contemporáneo.
La visión reduccionista analizada concibe a la “modernidad”, en cambio, como un todo homogéneo y armónico, como un paradigma unitario que viene a superar el sistema de creencias del “Anciene Régime”  de la mano de un programa de libertades sin fisuras, que el imaginario de los juristas percibe generalmente como instituido para el conjunto social, sin exclusión alguna.
Debe recordarse, sin embargo, que el Derecho es también una parte de la superestructura social, un sistema de control social destinado a garantizar las nuevas relaciones de producción hegemónicas en cada período de la historia política.
Por eso, los derechos que otorgó el Estado liberal no pudieron trascender sus propios límites en términos de  autonomía relativa.
Esa autonomía relativa, propia de los Estados capitalistas, aunque se tradujera como una autoproclamación protectiva de los derechos de todos los ciudadanos, en realidad resguardaba  los intereses de las nuevas clases dominantes.
Podemos someter a prueba la consistencia de esta especulación, apelando al propio Rousseau y su visión respecto de los infractores del “pacto social”, acaso el soporte jurídico más relevante del sistema capitalista: “Para que el pacto social no sea, por lo tanto, una fórmula vana, contiene tácitamente este compromiso, el único que puede dar la fuerza a los demás: quien se niegue a acatar la voluntad general será obligado por todo el cuerpo, (…) lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, puesto que tal es la condición que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal, condición que forma el artificio del funcionamiento de la máquina política y única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos, tiránicos y sujetos a los más enormes abusos”[23]. “Todo malhechor, al atacar el derecho social, se convierte por sus delitos en rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar sus leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se da muerte al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Los procedimientos, el juicio, son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social y, por consiguiente, de que ya no es miembro del Estado. Ahora bien, como él se ha reconocido como tal, al menos por su residencia, debe ser separado de aquél mediante el destierro, como infractor del pacto, o mediante la muerte, como enemigo público; porque un enemigo así no es una persona moral, es un hombre, y entonces el derecho de guerra consiste en matar al vencido”[24].
En definitiva, el  pacto social fue una manera de legitimar al legislador una vez que entraron en crisis las tesis naturalísticas que explicaban dicha legitimación con arreglo a un mandato sobrenatural del que se hallaba investido el monarca.
El legislador había pasado entonces de ser un simple intérprete del derecho, a ser su creador. Y esto mereció una respuesta en términos de legitimación: el contrato[25].
Dejar de lado estas circunstancias históricas, podría comprometer seriamente una investigación que debe escrutar, entre otros conceptos, las similitudes y diferencias entre los derechos internos y el derecho penal internacional contemporáneo.
Por eso, precisamente, nos vemos determinados a advertir que esas postulaciones importan un esfuerzo ocioso, innecesario, realizado aparentemente para preservar a los clásicos del liberalismo de cualquier acercamiento o “contaminación” entre sus discursos y las tesis que legitiman  la guerra contra los terroristas internos, los enemigos con los cuales el estado no dialoga sino que, por el contrario, amenaza o directamente combate[26].
El concepto de enemistad, como podemos observar, es una formulación conceptual de los clásicos, probablemente anterior a ellos, que se utilizaba -como sigue ocurriendo en la actualidad- tanto en cuestiones de Derecho interno, como para resolver las diferencias planteadas entre los Estados.
La similitud entre el adelantamiento de la reacción punitiva, el deterioro de las garantías penales y procesales y la violación del  principio de proporcionalidad, manifestaciones éstas características del Derecho penal de enemigo, con la guerra preventiva moderna, no puede resultar más evidente.
En el examen del Derecho penal del enemigo y de las cuestiones dogmáticas que el mismo plantea en el actual sistema penal, se ha puesto de relieve desde una óptica estrictamente funcionalista normativa que “no se quiere negar que en los regímenes autoritarios se haga uso de normas de Derecho penal del enemigo. Al contrario. El Derecho penal del enemigo, en tanto consunto de normas, existe tanto en las dictaduras como en las democracias. Pero el problema en las dictaduras es de raíz. Las normas de Derecho penal del enemigo no son ahí ilegítimas porque el Derecho penal del enemigo lo sea per se, sino por el déficit de democracia que caracteriza a esos países. En definitiva, mientras en las dictaduras todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son ilegítimas per se, en las democracias todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son legítimas per se, en las democracias todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son legítimas per se, y tendrán esa presunción de legitimidad formal y material hasta tanto no se declare, por el Tribunal imparcial legítimamente establecido para ello, lo contrario. En última instancia, ahí, en la posibilidad de un control de legalidad objetivo e impacial, reside la diferencia entre una dictadura y una democracia”[27] .
El Derecho penal interno de los Estados, con estas categorías, tiende a parecerse cada vez más, en sus lógicas, a la guerra. Vemos como amigo y enemigo, ciudadano y enemigo, constituyen categorías centrales estimuladas por quienes tienen a su cargo el gobierno de la penalidad.
Por eso es que se hace sumamente difícil defender los derechos de los “otros”, sobre todo cuando se encuentran prisionizados: “La gente es muy ignorante en este sentido y solo piden que se pudran en la cárcel, o piensan exclusivamente en las víctimas de los delitos, creyendo en la falsa pedagogía de que porque se trituren los derechos de los presos se van a salvaguardar los derechos de las víctimas, lo cual es una pésima pedagogía. En este sentido no creo que haya ningún tipo de sensibilidad o en todo caso muy minoritaria frente a los derechos de las personas privadas de libertad. Hasta que a cada uno le toca por alguna razón en la vida conocer de cerca qué es de verdad el sistema penal y penitenciario. Hasta este momento es muy difícil entenderlo, que haya una cierta sensibilidad sobre el tema” (Rivera Beiras, artículo ya citado).
Es curioso. Estas posturas contrarían expresamente las grandes líneas filosóficas que se derivan de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, del propio Papa Francisco:  “44. Por otra parte, tanto los Pastores como todos los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que con tanta claridad enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales”.
“Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día. A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas”.
“45. Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino”.








[1]   Garland, David: “La cultura del control”, Editorial Gedisa, Barcelona, 2005, p. 174.
[2] Aguirre, Eduardo Luis: “Inseguridades globales y sociedades contrademocráticas. La desconfianza como articulador del nuevo orden y como enmascaramiento de las contradicciones Fundamentales” en “Elementos de Política Criminal. Un abordaje de la Seguridad en clave democrática”, Universidad de Sevilla, trabajo de investigación presentado para la obtención del DEA, Programa de Doctorado “Derecho Penal y Procesal”, Universidad de Sevilla, 2010.
[3]   Garland, David: “La cultura del control”, Ed. Gedisa, 2005, pp. 43 y 51.
[4]   Hardt, Michael - Negri, Antonio, op. cit., p. 31
[5]  Gomes, Luiz Flavio - Bianchini, Alice: “El Derecho penal en la era de la globalización”, Serie Las Ciencias Criminales en el Siglo XXI, Volumen 10, Editora Revista de los Tribunales, San Pablo, 2002, y Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de control social en las naciones sin estado”, disponible en www.derecho-a-replica.blogspot.com
[6]   Hassemer, Winfried: “Derecho Penal y Filosofía del Derecho en la República Federal de Alemania”, Portal DOXA de Filosofía del Derecho, Nº 8, p. 182, que se puede encontrar como disponible en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01471734433736095354480/cuaderno8/Doxa8_09.pdf
[7]  Sánchez Sandoval, Eduardo: conferencia dictada en el 8º Seminario Internacional del IBCCrim, San Pablo, 8 al 11 de octubre de 2002.
[8]   Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Multitud”,  Editorial Debate, Buenos Aires, 2004, p. 36.
[9]  Pratt, John: “Castigo y civilización”, Editorial Gedisa, Barcelona, 2006, p. 24.
[10] Gracia Martín, Luis: “Consideraciones críticas sobre el actualmente denominado “Derecho Penal de Enemigo”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, número 7,  2005, que se halla disponible en  http://criminet.ugr.es/recpc/07/recpc07-02.pdf
[11]  Climent San Juan, Víctor: “Sociedad del Riesgo: Producción y Sostenibilidad”, Revista de Sociología, N°. 82, 2006, p. 121, disponible en http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2263896.
[12]  Polaino Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p.76.
[13]    O´Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 168 y 169.
[14]    O´ Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 21 y 22.
[15]  Agamben, Giorgio: “Estado de excepción”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, p. 6.
[16]  Polaino Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p. 76.
[17]  Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial Dunken, Buenos Aires, 2011, pp. 426 s.
[18]    Marteau, Juan Félix: “Una cuestión central en la relación Derecho-Política. La enemistad en la política criminal contemporánea”, Revista “Abogados”, edición noviembre de 2003.
[19]  Gracia Martín, Luis: “Consideraciones críticas sobre el actualmente denominado “Derecho Penal de Enemigo”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, número 7,  2005, que se halla disponible en http://criminet.ugr.es/recpc/07/recpc07-02.pdf
[20]  Jakobs, Günther: “Derecho Penal del Ciudadano y Derecho Penal del Enemigo”, en “El Derecho Penal ante las sociedades modernas”, Editora Jurídica Grijley, Lima 2006, p. 23.
[21] Polaino Navarrete, Miguel: “¿Por dónde soplan actualmente los vientos del Derecho Penal?”, en Estudos em homenagem ao Prof. Doutor Jorge de Figueiredo Dias / coord. por Manuel da Costa Andrade, Maria Joao Antunes, Susana Aires de Sousa, Coimbra Editora, Universidad de Coimbra, Vol. 1, 2009 (Direito Penal), ISBN 978-972-32-1776-6,  p. 483.
[22]    Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 40.
[23] “El Contrato Social”, Primera Edición Cibernética, la cual aparece como disponible en http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/politica/contrato/libro1.html.
[24]    Sobre las posibilidades de una interpretación de los textos roussonianos en ese sentido, véase Pérez del Valle, en CPC, nº 75, 2001, pp. 597 ss.; y también Jakobs, en Jakobs/Cancio, (n. 1), pp. 26 s. 79 Véase Rousseau, Jean Jacques, El contrato social o Principios de derecho político, Libro Segundo, V, citado según la edición, con estudio preliminar, y traducción, de María José Villaverde, 4ª ed., Ed. Tecnos, Madrid, reimpresión de 2000, Lib. II, cap. V, pp. 34 s.
[25]  Hassemer, Winfried: “Derecho Penal y Filosofía del Derecho en la República Federal de Alemania”, Portal DOXA de Filosofía del Derecho, Nº 8, p. 176, texto que se puede encontrar como disponible en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01471734433736095354480/cuaderno8/Doxa8_09.pdf
[26] Aguirre, Eduardo Luis: “Consideraciones criminológicas sobre el derecho penal de enemigo”, disponible en http://derecho-a-replica.blogspot.com/2010/05/consideraciones-criminologicas-sobre-el.html
[27]  Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial Dunken, Buenos Aires, 2011, p. 453. 
Meses atrás, el Presidente de Bolivia, Evo Morales, había planteado la necesidad de construir en el marco del ALBA una agencia de defensa común latinoamericana, destinada a custodiar la paz en la región.
La iniciativa importaba un paso trascendental en términos de consolidación de las estrategias integracionistas del Cono Sur, sobre todo, por las motivaciones que sustentaban esa idea.
Morales apuntaba a establecer vínculos defensivos de tal intensidad y compromiso, que abarcaran un cambio cultural de las fuerzas armadas del Continente, en muchos casos cooptadas ideológicamente por paradigmas y sistemas de creencias afines al imperialismo y las clases y sectores dominantes internos. Esa sola razón, insisto, implicaba una vocación transformadora sin precedentes, una concepción verdaderamente revolucionaria, si se recorre la historia de las fuerzas armadas latinoamericanas durante las décadas de los años setenta y ochenta del siglo pasado.

Paradójicamente, la motivación podría revelarse como insuficiente, en la medida que no articulara las anunciadas estrategias, concernientes a la defensa exterior, con políticas comunes destinadas a garantizar la seguridad hemisférica, en los términos en que la misma es acuñada casi sin distinciones ni matices del Río Bravo al Sur.
La concepción de la “inseguridad” ha sido capturada por el arsenal retórico de las derechas latinoamericanas, y se la circunscribe, en esa clave y de manera interesada, a la mera posibilidad de ser víctima de un delito predatorio, de calle o de subsistencia. La inseguridad, de tal manera, se ha resignificado en la región, acotándosela a uno sola de las formas en la que la misma se expresa, por cierto relevante, en un Continente que tiene una de las tasas de violencia urbana más altas del mundo.
El delito ha pasado a ser un organizador de la vida cotidiana en América Latina.
En nombre de la inseguridad se controla, se vigila, y se gobierna. Se ganan elecciones y se esmerilan gobiernos.
Más aún, si se analizan los conatos destituyentes en lo que va de la nueva centuria, puede advertirse que las fuerzas armadas regulares, como tales, han intervenido únicamente en los casos del asalto a la residencia del ex-Presidente de Honduras, José Manuel Zelaya, y en el fallido golpe intentado contra el Gran Bolivariano. En ambas ocasiones, lo hicieron a la usanza de las tradicionales prácticas, aunque con resultados diametralmente diferentes, actuando en connivencia con sectores de poder locales y externos.
En el resto de las intentonas antidemocráticas latinoamericanas, han intervenido activamente otros actores mucho más vinculados a la “seguridad” que a la defensa. Ténganse presente, en ese sentido, la asonada policial contra el Presidente Correa, los planteos de las policías, los servicios penitenciarios, la prefectura naval y la gendarmería en Argentina, y el golpe judicial perpetrado en Paraguay contra el Presidente Lugo. En todos los casos, desde luego, han tenido un protagonismo central las grandes empresas mediáticas, los grandes grupos de presión y los poderes fácticos de cada país.
En otras ocasiones, los conatos incluyeron el protagonismo explícito de sectores de la oposición y de caceroleros e indignados que planteaban reclamos indeterminados, entre los que la demanda de mayor “seguridad” ocupaba –y ocupa- siempre un lugar preponderante.
En muchos casos, esos reclamos involucran la eliminación lisa y llana de los diferentes y los distintos del paisaje social, en lo que parece ser un nuevo huevo de la serpiente, versión postmoderna.
La doctrina de los golpes blandos de Gene Sharp, debe recordárselo, concibe una primera etapa de exacerbación de la criminalidad, para continuar con el calentamiento de la calle, la organización de manifestaciones de todo tipo, potenciando posibles fallas y errores de los gobiernos, la guerra psicológica, los rumores, y la desmoralización colectiva, hasta terminar con la dimisión de los gobernantes.
El “Plan Estratégico Venezolano”, que en realidad pretende estructurar una estrategia golpista a nivel continental, se propone generar emoción  mediante mensajes cortos sobre problemas sociales objetivos, que lleguen a la mayor cantidad de gente posible, provocando su descontento. Continúa con una práctica sistemática de sabotajes y crímenes, hasta crear en las calles situaciones de crisis que serían cubiertas tendenciosa y amañadamente por la gran prensa internacional, impidiendo distinguir agredidos de agresores, subvertir la realidad de los sucesos, y modelar una opinión pública global complaciente con una intervención armada extranjera. Una salida “a la Yugoslava”, en definitiva.
Por eso es que, a mi entender, la iniciativa del Presidente boliviano debe completarse con el diseño de políticas públicas unitarias en materia de seguridad humana, para todas las naciones aliadas del Continente. Con estrategias comunes democráticas, tolerantes, garantistas y de mínimo voltaje punitivo, para abortar cualquier espiral de violencia al que, sin ninguna duda, van a recurrir las derechas latinoamericanas. 

Más sobre este tema en http://127.0.0.1/wordpress/2013/08/13/hacia-una-politica-de-seguridad-y/





Por Ignacio Castro Rey.

“A menudo me parece que muchos de los más importantes poemas del siglo XX pudieran ser los más fraternales que jamás se hayan escrito. De ser así, esto nada tiene que ver con consignas políticas. Se aplica a Rilke, que era apolítico; a Borges, que era reaccionario; y a Hikmet, que toda su vida fue comunista”. John Berger
  
Todo lo que ocurre en la vida, individual y colectiva, es escandalosamente local: recordemos la muerte del pequeño tendero tunecino que desencadena la revuelta en los países árabes. Así es siempre, pues los individuos y las naciones viven en una especie de epicentro real (absoluto local, decía Deleuze) del cual todo movimiento visible es solamente una “réplica” posterior, como ocurre con los seísmos. Lo común, la comunidad surge siempre de una manera efímera, a veces insignificante.


Unacomunidad nace del acontecimiento de un encuentro, con o sin motivo de un antagonismo, pero un encuentro casi siempre contingente.
1
Si queremos recuperar una comunidad sin la cual es imposible hacer nada, tampoco elcuidado no doméstico de los otros, ni siquiera el cuidado (no narcisista) de sí, es necesario recuperar la fuerza de la referencia real, una vida inmediata (aquí, ahora) imposible de reproducir en el mito de la transparencia informativa, en el plano transitivo de la cultura o de la sociedad del conocimiento. ¿Lo local es una especie de multitud en acto? Cuando escuchó por vez primera Light my fire, Patti Smith tuvo que detener su coche. Sólo para percibir, es necesario pararse en cada momento crucial, sustraerse a la banalidad de un intercambio generalizado que nos anestesia; que desactiva nuestra autonomía, incluso cuando se presenta como algo alternativo.
2
Vivimos insertos, valga la expresión, en la corrupción estructural de la interactividad. Somos los nudos de una malla gigantesca, un conductismo de cien alternativas diarias, cristalizadas en el juego de mayorías y minorías. Izquierda Unida interpela al gobierno por lo que ha publicado El País, que a su vez publica unos documentos “a los que ha tenido acceso”. Etcétera. Información y movilización, acción y reacción, estímulo y respuesta: el parque humano ya no necesita normas explícitas porque la normativa se limita a cabalgar los incesantes eventos que surgen de un cuerpo social tan gigantesco como endogámico. El capitalismo vive en una sociedad que es “abierta” porque se cierra en cada punto, allí donde asoma cualquier promesa de exterior.
3
Si hubiese un registro creíble de la famosa “teoría de la conspiración” sería éste: las grandes corporaciones, los poderes mundiales, la sociedad entera no quieren que nadie esté a solas, que nadie interrumpa la comunicación para pensar y vivir según el diablo de su sombra. Dios ha muerto, vida el nuevo dios. De hecho, fijémonos, todas las películas de terror (también Gravity) comienzan con una interrupción de las comunicaciones. De ahí que los múltiples momentos de espera (al teléfono, en el metro, en cualquier cola numerada), en medio de nuestro “arresto domiciliario en el mañana”, estén entretenidos con pantallas y temas musicales. Una banda audiovisual acompaña nuestro encierro haciéndolo polimorfo, de paredes tan flexibles como el tono de cada franja horaria.
4
Peces y redes. ¿Vivimos en una piscifactoría tejida por miles de conexiones? La imaginación ha llegado al poder con esta prisión rizomática de chips rfid, una trama numérica que es curiosamente analógica de la adorable multiplicidad de la hierba. Por eso nuevo fetichismo tecnológico tiene un aire ecológico. Cada uno de nosotros siente mimado su narcisismo al verse personalizado en esta vibración universal. Es difícil no relacionar tal bloqueo interactivo con el éxito de las tecnologías de moda, las redes sociales y la multiplicación de las comunicaciones. ¿Cuál es el nombre de esta mutación antropológica que no se conseguiría sin la alianza profunda de derecha e izquierda? ¿Sedentarismo portátil? ¿Nomadismo masivo?
5
Atreverse a no ser visible, sin miedo a la marginalidad social que es el gran fantasma de la época. Buscar “vacuolas de no comunicación” (Deleuze) desde la que sea aún posible sentir algo exterior a la providencia informativa, sea mayoritaria o minoritaria. Pero estamos tan ocupados que no tenemos tiempo para nada, menos aun para pararnos. El real time supone de hecho la liquidación espacial, de ahí que use constantemente las metáforas de sus restos: portalsitiomuroperfilpestaña… Entre lo que nos llega por Internet, a través del móvil o Facebook, y lo que nos invade con la televisión o el periódico, apenas tenemos tiempo de sentir por cuenta propia, de vivir y pensar con las percepciones del entorno. Con los amigos no hacemos después otra cosa que darle vueltas a lo que ya hemos compartido en los jajaja incansables del encadenamiento global.
6
Y lo que está en peligro no es precisamente la privacidad individual. Al contrario, esto es lo que está blindado por doquier. Es la experiencia común la que está por todas partes cercada. Mi cuerpo, mi blog, mi piso, mi perfil, mi currículo, mis historias de pareja. Se ha dicho cien veces: nuestra espectacular movilidad es la de la indiferencia, la que tritura a diario cien mensajes, sean mayoritarios o alternativos. La izquierda participa de lleno en este “integrismo del vacío” propio de la cultura capitalista, en el nihilismo de la conexión perpetua. Tanto la economía como la tecnología tienen la misma lógica aséptica de la neutralización: aislamiento y conexión, narcisismo y socialización, obediencia y espectáculo. Parálisis de la acción: libertad obscena en la expresión. No hay ganancia sin pérdida, la vida común es así de terca: la multiplicación de las conexiones arrastra una caída en picado de las decisiones.
7
Nunca ha sido tan fácil liberarse, pasar a la clandestinidad, ser invisible en medio de esta organización espectacular y ciega de la visibilidad: basta con hacer una pausa e interrumpir las conexiones, dejar de participar, callarse, dar un paso al margen… Pero esto es lo que hoy nos da pánico, pues el primer recorte se ha realizado hace tiempo en el sujeto, expropiado de la ley de su gravedad, de la violencia de vivir; en suma, vaciado de la tecnología analógica necesaria para dialogar con las sombras que le tejen por dentro. Posiblemente a algo así se refería Sócrates con aquella misteriosa subordinación de la política a la ética. Es preciso mantener a raya el estruendo de Atenas con la sombra común que duerme dentro de cada hombre.
8
Rendirnos a la cobertura de la urgencia, a una velocidad que es la primera arma masiva del sistema, nos quita el suelo de reposo e invisibilidad desde el que podríamos sentir y pensar algo nuevo, decir algo distinto. El número febril de esta personalización en masa siente pánico ante lo cualitativo sin dígito, la inmediatez sin equivalencia. Tal miedo produce una insularización sin precedentes. Al no admitir nada dentro (esa idea fue machacada como una superstición propia de la “ideología alemana”), la conciencia se queda en un mero reflejo individual del imperio del contexto. La revolución sólo puede consistir después en transformar ese contexto, cambiando un imperialismo por otro. ¿No explica esto la americanización del mundo? Gracias, Charles Marx, por ayudarnos a aprender inglés tan rápidamente.
9
Alguien se ha tomado la molestia (Sociedad y barbarie, Ed. Melusina, pp. 30 ss.) de explicar cómo los movimientos antagonistas cayeron pronto en esta trampa letal. El temor de Marx a lo abstracto, a la niebla metafísica o fantasmagoría sensual (Ibíd., p. 26) es el temor al acontecimiento de lo irrepetible, a la potencia común de la individuación. Un temor que nos ha entregado a una cultura que no quiere  saber nada de la ambigüedad real. La existencia común se convierte así en el espectro que recorre las afueras, frente al cual derecha e izquierda cierran filas, encerrando a las culturas exteriores (metáfora de lo reprimido entre nosotros) en el estigma del atraso y el despotismo*.
10
Esta huida de la “desconocida raíz común” es la base subjetiva y metafísica del capitalismo como policía social omnipresente, una vigilancia sin vigilantes que apenas necesita cámaras ni agentes. Rancière ha hablado de la política normal como policía y, por el contrario, del acontecimiento político como irrupción de la “parte de los sin parte”. Pero este acontecimiento y su recepción se han vuelto incomprensibles desde el momento en que todos tenemos una identidad asignada en la visibilidad global. En el lenguaje de Badiou, es como si la expansión espectacular de las situaciones le hubiera segado la hierba bajo los pies a cualquier posible acontecimiento. Incluso sentir, vivir y pensar el momento (Llueve) se ha vuelto difícil en esta prisión de mallas virales y paredes interactivas.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 18 de noviembre de 2013
* En este aspecto, resulta de una barbarie conceptual impresionante este párrafo –es dudoso que Stalin se atreviese a firmarlo- de “La dominación británica en la India ” (Marx) que César Rendueles, sin escandalizarse mucho, transcribe al comienzo de su Sociofobia. Pasen y vean: “Por muy lamentable que sea desde un punto de vista humano ver cómo se desorganizan y se descomponen en sus unidades integrantes esas decenas de miles de organizaciones sociales laboriosas, patriarcales e inofensivas (…) no debemos olvidar al mismo tiempo que esas idílicas comunidades rurales constituyeron siempre una sólida base para el despotismo oriental; que restringieron el intelecto humano a los límites más estrechos, convirtiéndolo en un instrumento sumiso de la superstición, sometiéndolo a la esclavitud de las reglas tradicionales y privándolo de toda grandeza y de toda iniciativa histórica (…) Bien es verdad que al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer esos intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión (sic) sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución. En tal caso, por penoso que sea para nuestros sentimientos personales el espectáculo de un viejo mundo que se derrumba, desde el punto de vista de la historia tenemos pleno derecho a exclamar con Goethe: ‘¿Quién lamenta los estragos / Si los frutos son placeres? / ¿No aplastó miles de seres / Tamerlán en su reinado?’”. A la vista del favor que Marx hace en este sabroso fragmento a la labor modernizadora de Inglaterra, auténtica mano invisible de la Historia –es de suponer que se diría lo mismo de la misión de EEUU en Irak y Afganistán-, tal vez se entienda mejor esa encuesta de la BBC según la cual Marx es “el pensador del milenio” para los ingleses.

La condena dictada en el emblemático “Caso Bulacio”, más allá de lo discutible de la aptitud reparatoria de la pena impuesta, en virtud del monto exiguo de la misma que han advertido algunos colectivos militantes, ha confirmado la inconstitucionalidad flagrante de ciertas prácticas  policiales en la Argentina, en cuanto se encuentran habilitadas para detener personas amparadas en la eufemística facultad de la “averiguación de antecedentes”.
Walter Bulacio, de 17 años, había sido detenido el 19 de abril de 1991, antes de un recital de los  Redonditos de Ricota, junto a más de 70 jóvenes, en un procedimiento policial realizado en el marco del "Memorando 40", una norma en virtud de la cual, la Policía Federal podía detener a adolescentes sin necesidad de intervención judicial, aunque los detenidos no hubieran estado sospechados de la comisión de delito alguno.

La situación no es muy diferente, aún en la actualidad, en algunas provincias como La Pampa. En otras, como Santa Fe, estas detenciones ilegales han sido ya decretadas inconstitucionales.

En nuestra Provincia, este tipo de prácticas son encuadras también en la mentada "detención por averiguación de antecedentes", que se aplica recurrentemente, en forma autoritaria, discriminatoria e ilegal, toda vez que a la fecha se encuentra vigente el art. 9 inciso c) de la ley NJF 1064/81, un bando de la dictadura militar que increíblemente rige todavía el accionar uniformado.
El texto establece que es atribución de la Policía “ detener a toda persona de la cual sea necesario conocer sus antecedentes y medios de vida, en circunstancias que lo justifiquen o cuando se niegue a probar su identidad. La demora o detención no deberá prolongarse más del tiempo indispensable para la identificación, averiguación del domicilio, conducta y medios de vida, sin exceder el plazo de veinticuatro (24) horas;” 
Este artículo es el que da sustento a lo que se conoce como un supuesto de detención sin orden judicial en base a lo que se ha denominado la “Averiguación de Identidad”.

 La redacción y aplicación de la facultad que utiliza en forma indiscriminada la policía de la Provincia de La Pampa implica una violación a los principios constitucionales de libertad, presunción de inocencia, igualdad ante la ley y judicialidad. Como decíamos, esta facultad policial es ejercida en colisión con expresas prescripciones constitucionales un  Estado de Derecho, en el que la privación de libertad y las medidas de coerción que de cualquier manera la afecten deben acotarse a supuestos reglados incompatibles con la construcción unilateral y arbitraria de un estado de sospecha por parte de la fuerza policial.
Las policías, al desenvolverse de esta manera, operan como verdaderas fuerzas de ocupación dentro de la propia sociedad a la que se deben, construyen a priori un “enemigo”, y proceden, en definitiva, como una policía militar, cargada de prejuicios discriminatorios y lógicas binarias que la alejan del declamado objetivo de constituirse en una policía de proximidades o de vecindad.



En las cárceles argentinas se encuentran alojadas una gran cantidad de personas, que evidencian una situación de objetiva indefensión y vulnerabilidad en virtud del padecimiento de distintos tipos y diferentes grados de discapacidad mental. Tantas, que no sabemos, a ciencia cierta, cuántas son.
Lo que sí sabemos, es que este fenómeno supone una violación manifiesta de derechos humanos, respecto de una multitud de ciudadanos que padecen este tipo de discapacidades, a las que el Estado, además, revictimiza con el encierro y la violencia institucional más brutal.
Esto es particularmente paradójico en un país como Argentina, que no solamente ha dado pasos de inédita trascendencia en materia de DDHH, sino que además ha suscripto la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, y llevado adelante una política consistente y consecuente en la materia.

La propia Convención, vale recordarlo, destaca que la discapacidad es un concepto evolutivo y que resulta de la interacción entre las personas con deficiencias y las barreras debidas a la actitud y al entorno que evitan su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás. Destaca la necesidad de promover y proteger los derechos humanos de todas las personas con discapacidad, incluidas aquellas que necesitan un apoyo más intenso, y advierte la vigencia de situaciones que vulneran sus derechos humanos en todas las partes del mundo.

Tanto es ello así, que muchos países han arbitrado políticas públicas y estrategias tendientes a atenuar los procesos vergonzantes de afectación de derechos de los discapacitados en las cárceles. Podemos recorrer algunas de las experiencias  producidas en España, luego de sancionada la Convención.
Una de ellas, por ejemplo, es la Guía de Intervención para  personas con Discapacidad afectas al Régimen Penal Penitenciario, en España[1].
Por su parte, la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, destaca de manera enfática: “Podemos afirmar, sin exagerar lo más mínimo, que tras la desaparición de los “manicomios” en los años 80, las personas allí tratadas han ido engrosando las estadísticas penitenciarias, convirtiéndose las cárceles en nuevos almacenes de enfermos mentales. Eso sí, en las prisiones ni se les trata, ni se les ofrece alternativa, ni se les ayuda a reintegrase en la sociedad. La penalización de los enfermos mentales y su encarcelación como única forma de asegurar la seguridad colectiva, cumple hoy la labor de limpieza social que las leyes de vagos y maleantes cumplieron en el estado totalitario. Algo que debería ser objeto de profunda reflexión”[2].
En las Jornadas Estatales sobre atención a Personas con Discapacidad intelectual en Centros Penitenciarios (Sevilla, 2007)[3] se ha entendido, en consonancia con el espíritu de la Convención, que “Las últimas tendencias muestran un interés específico para que, en los supuestos de delitos cometidos por personas con discapacidad intelectual, dadas sus características, que los hacen más vulnerables y con especiales dificultades, éstas puedan no entrar en prisión, aun no concurriendo una eximente”.
“Para ello se propone la creación de un banco de recursos que evite el internamiento, y la generación de programas sociales como medidas sustitutivas al ingreso en prisión”.
                                 Como vemos, la situación en España concita una preocupación real. La situación, en rigor, así lo amerita: “La comunidad científica considera unánimante que el ambiente penitenciario no es apto para personas con patologías de este tipo como destaca el estudio que un equipo de médicos elaboró en 2007 para la Unión Europea. Al menos el 25% de los internos en las cárceles españolas padece una enfermedad mental, según el mismo Ministerio de Sanidad detalla en la "Estrategia Global de actuación en Salud Mental". Como ponen de manifiesto los datos analizados para realizar este reportaje, cada año se registran más de 40 consultas especializadas de psiquiatría cada 100 presos. El análisis de los datos oficiales de la Administración indica que, de media, el 46% de los ingresos en las enfermerías de los centros penitenciarios están motivados por una patología psiquiátrica, alrededor de25.000 casos en los últimos tres años. Un médico que acuda a una cárcel española tiene que atender, en un año, a más de 420 casos de este tipo como promedio. Instituciones Penitenciarias no conoce exactamente cuántos enfermos mentales hay en las cárceles, dónde se ubican o cuántos de ellos fueron declarados inimputables. Manuel Arroyo Cobo, subdirector general de Coordinación de Sanidad en Instituciones Penitenciarias, ha reconocido este hecho: "Los datos que tenemos son estimaciones a partir de los estudios epidemológicos disponibles". Una carencia que es sólo un eslabón más de la cadena de errores y lagunas que, impulsada por la escasa voluntad política, condena al olvido y a la desatención a los presos con problemas de salud mental”[4].
Ahora bien, hecha esta breve recorrida, y más allá de los programas y demás herramientas estatales que en los últimos años ha desplegado la Argentina, insistimos que se desconoce la magnitud del problema, que psiquiatras y jueces siguen ignorando la condición de discapacidad de una masa indeterminada de presos, que esas personas son doblemente victimizadas, su cautiverio constituye una forma iatrogénica de agravamiento de sus condiciones de detención, y una flagrante violación a la letra de la Convención y el paradigma de la Constitución.
Por si esto fuera poco, muchas de estas personas terminan libradas al poder unilateral y omnímodo de una fuerza militarizada que ha hecho pocos o ningún esfuerzo para democratizarse durante los últimos 30 años de estabilidad institucional. Otros, los menos afortunados, son extraditados a cientos de kilómetros de sus lugares de origen, sin visitas, abordajes efectivos y respeto de los derechos que la propia normativa internacional e interna le garantizan.
Si esto fuera efectivamente así, qué duda podría quedar que se está frente a una práctica sistemática de persecución, degradación y exterminio de uno de los sectores más vulnerables de la sociedad? Por ende, correspondería indagar también si  las agencias estatales argentinas son conscientes de su responsabilidad.