Por Eduardo Luis Aguirre

 


Nayib Bukele quizás sea presidente de El Salvador hasta el año 2029. Ganó holgadamente las últimas elecciones presidenciales después de ser alcalde de San Salvador y presentarse como un “milennial” decidido, descontracturado, que con consignas prietas y simplificadas convenció a un electorado en el que conserva todavía un llamativo consenso.

Su fachada de outsider, su vocación por enfrentarse en desafíos verbales reiterados con el establishment mundial y su exuberante vocación de poder lo fueron transformando en un personaje de temer. Poco queda de aquel hijo de una familia de empresarios que simpatizaba con el FMLN. Su campaña estuvo dirigida a una juventud despolitizada, a los descendientes de una guerra nunca saldada que generó una mano de obra desocupada multitudinaria. Mucha actividad en las redes sociales, la promesa de pacificar un país asolado por las maras, la pobreza y la inequidad y un discurso de mano dura concitaron adhesiones por doquier. Después de cargarse la burocracia judicial salvadoreña los cambios siguieron una línea ultraderechista de corte “libertario” a lo mezoamericano. Completó sus últimas iniciativas con la construcción de las cárceles más grandes del continente. Esa deriva autoritaria se plasmó justamente en una nueva guerra interna en la que está lejos de carecer de adeptos.

Las cárceles del presidente Bukele exhiben sin pudor lo monstruoso. El retroceso sin límite de los principios humanitarios. La pulsión de muerte irresuelta y sin límites. La crueldad política oficializada. La aquiescencia social colonizada por el totalitarismo neoliberal. Una simplificación que oscila entre la penitencia y la pena. Entre el castigo y la negación de la condición humana. Bukele es una imagen intencionada, procaz, echada a correr para aprovechar un clima de época. Nadie parece conmoverse frente al mensaje explícito que anuncia que la idea en el tercer milenio es no solamente habilitar el sufrimiento y la degradación ilimitada sino transformarlo en una suerte de espectáculo deshumanizado. Son miles de cuerpos. Anónimos, marginales, almas desnudas con las que un poder macabro puede expresar sus rostros y arrebatos más cruentos. Políticos marginales, farabutes exentos de toda ética se miran en ese espejo y prometen repetirlo en sus respectivos países. Es extraño, en un momento donde el mundo está agobiado por los desastres que ocasiona una nueva forma de acumulación de capital, la más injusta jamás conocida, se cumple el aforismo inexorable del chivo expiatorio. Casi como una regularidad de hecho. Como una constatación histórica. La cárcel se denominará "Centro de Confinamiento del Terrorismo", pero, curiosamente, en ella no se hacinarán los cuerpos de ningún terrorista. Pandilleros, agresores, traficantes serán en realidad los ocupantes de ese infierno salvadoreño. Otro significante que se impone. La traducción maliciosa de terrorismo y su asimilación a los delitos comunes no son sino un ejercicio de obediencia debida a la estrategia confusional que desde hace décadas impone EEUU, acelerando los procesos de prisionización y represión institucional. Otra forma de intervención y colonización, quizás una de las más desembozadas.

Imagen: La izquierda diario.