La propuesta de introducir una pena de prisión perpetua o permanente revisable supone, en primer lugar, reforzar la llamativa excepción que supone, entre los países de nuestro entorno cultural, el sistema de penas español. Es sabido que nuestra tasa de encarcelamiento es la más alta de toda Europa occidental, y ya supera a unos cuantos países de Europa oriental, siempre más proclives a abusar de la pena de prisión. Esos números tan elevados no son producto de una elevada tasa de criminalidad, la cual se mantiene tradicionalmente en los niveles más bajos de Europa occidental, a su vez una de las regiones con menos criminalidad del mundo. Es fruto, más bien, de una concreta política criminal que prevé la pena de prisión para un excesivo número de delitos, y que además impone penas de prisión muy largas. La estancia media en prisión en nuestro país no ha cesado de crecer en los últimos años, y se encuentra entre las más altas de toda Europa, muy por encima de Inglaterra, Alemania, Francia o Italia. Esa prisión en principio perpetua, que para tener sustantividad propia habrá de superar los 40 años ya previstos en el actual Código Penal, tendría un problemático encaje en nuestro Estado de derecho. Nuestra Constitución prohíbe las penas inhumanas, y obliga a que todas las penas de prisión atiendan a la futura reinserción social del penado.
Pero esa propuesta admite, además, un análisis político preocupante en dos sentidos. Ante todo, refleja un inquietante desconocimiento de las auténticas necesidades existentes, que van justamente en dirección contraria. Tenemos un sistema de penas anticuado, injusto e ineficiente. Las modificaciones deben ir encaminadas a reducir el desmesurado uso que hacemos de la prisión y a fomentar el empleo riguroso de otro tipo de penas no carcelarias. Esas penas han de configurarse de modo que, teniendo un adecuado componente aflictivo, no exacerben los efectos de exclusión social de toda pena. Nada nuevo. La mayoría de los países de nuestro entorno cultural hace años que han llevado a cabo esa reforma. Nosotros, a lo más, la hemos realizado solo nominalmente.
Pero es que, además, a nadie se le escapa que este tipo de propuestas están descontextualizadas, en cuanto tienen directo origen en sucesos aislados que han generado indignación social. Esto es, que son hijas de una política criminal populista, hecha a partir de la crónica mediática de sucesos y que busca votos en caladeros fáciles. Dado que en los últimos años apenas hay algún partido que haya resistido esa tentación, nuestros gobernantes y políticos nos deben una explicación. Los ciudadanos tenemos derecho a saber si la política criminal ha dejado de ser una política pública más, asentada sobre datos reales y sometida a análisis de eficacia, o si se ha incorporado al acervo de maleables estrategias a utilizar, de acuerdo a las circunstancias, en la lucha política inmediata. En suma, si es simplemente lo que en los pasados años sesenta se denominaba un instrumento de agitación y propaganda políticas. Un agitprop. Aunque ya sabemos que para el pensamiento conservador aquellos jóvenes revoltosos del 68 solo eran unos gamberros.
José Luis Díez Ripollés es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga y el artículo fue publicado en la edición digital del 11 de noviembre de 2011 del diario "El País" de Madrid.