Meses atrás, el Presidente de Bolivia, Evo
Morales, había planteado la necesidad de construir en el marco del ALBA una
agencia de defensa común latinoamericana, destinada a custodiar la paz en la
región.
La iniciativa importaba un paso trascendental
en términos de consolidación de las estrategias integracionistas del Cono Sur,
sobre todo, por las motivaciones que sustentaban esa idea.
Morales apuntaba a establecer vínculos
defensivos de tal intensidad y compromiso, que abarcaran un cambio cultural de
las fuerzas armadas del Continente, en muchos casos cooptadas ideológicamente
por paradigmas y sistemas de creencias afines al imperialismo y las clases y
sectores dominantes internos. Esa sola razón, insisto, implicaba una vocación
transformadora sin precedentes, una concepción verdaderamente revolucionaria,
si se recorre la historia de las fuerzas armadas latinoamericanas durante las
décadas de los años setenta y ochenta del siglo pasado.
Paradójicamente, la motivación podría
revelarse como insuficiente, en la medida que no articulara las anunciadas
estrategias, concernientes a la defensa exterior, con políticas comunes
destinadas a garantizar la seguridad hemisférica, en los términos en que la
misma es acuñada casi sin distinciones ni matices del Río Bravo al Sur.
La concepción de la “inseguridad” ha sido
capturada por el arsenal retórico de las derechas latinoamericanas, y se la
circunscribe, en esa clave y de manera interesada, a la mera posibilidad de ser
víctima de un delito predatorio, de calle o de subsistencia. La inseguridad, de
tal manera, se ha resignificado en la región, acotándosela a uno sola de las
formas en la que la misma se expresa, por cierto relevante, en un
Continente que tiene una de las tasas de violencia urbana más altas del mundo.
El delito ha pasado a ser un organizador
de la vida cotidiana en América Latina.
En nombre de la inseguridad se controla,
se vigila, y se gobierna. Se ganan elecciones y se esmerilan gobiernos.
Más aún, si se analizan los conatos
destituyentes en lo que va de la nueva centuria, puede advertirse que las
fuerzas armadas regulares, como tales, han intervenido únicamente en los casos
del asalto a la residencia del ex-Presidente de Honduras, José Manuel Zelaya, y
en el fallido golpe intentado contra el Gran Bolivariano. En ambas ocasiones,
lo hicieron a la usanza de las tradicionales prácticas, aunque con resultados
diametralmente diferentes, actuando en connivencia con sectores de poder
locales y externos.
En el resto de las intentonas antidemocráticas
latinoamericanas, han intervenido activamente otros actores mucho más
vinculados a la “seguridad” que a la defensa. Ténganse presente, en ese
sentido, la asonada policial contra el Presidente Correa, los planteos de las
policías, los servicios penitenciarios, la prefectura naval y la gendarmería en
Argentina, y el golpe judicial perpetrado en Paraguay contra el Presidente
Lugo. En todos los casos, desde luego, han tenido un protagonismo central las
grandes empresas mediáticas, los grandes grupos de presión y los poderes fácticos de cada país.
En otras ocasiones, los conatos incluyeron
el protagonismo explícito de sectores de la oposición y de caceroleros e
indignados que planteaban reclamos indeterminados, entre los que la demanda de
mayor “seguridad” ocupaba –y ocupa- siempre un lugar preponderante.
En muchos casos, esos reclamos involucran
la eliminación lisa y llana de los diferentes y los distintos del paisaje
social, en lo que parece ser un nuevo huevo de la serpiente, versión
postmoderna.
La doctrina de los golpes blandos de Gene
Sharp, debe recordárselo, concibe una primera etapa de exacerbación de la
criminalidad, para continuar con el calentamiento de la calle, la organización de manifestaciones de todo
tipo, potenciando posibles fallas y errores de los gobiernos, la guerra
psicológica, los rumores, y la desmoralización colectiva, hasta terminar
con la dimisión de los gobernantes.
El “Plan
Estratégico Venezolano”, que en realidad pretende estructurar una estrategia
golpista a nivel continental, se propone generar emoción mediante mensajes cortos sobre problemas
sociales objetivos, que lleguen a la mayor cantidad de gente posible, provocando
su descontento. Continúa con una práctica sistemática de sabotajes y crímenes,
hasta crear en las calles situaciones de crisis que serían cubiertas
tendenciosa y amañadamente por la gran prensa internacional, impidiendo
distinguir agredidos de agresores, subvertir la realidad de los sucesos, y
modelar una opinión pública global complaciente con una intervención armada
extranjera. Una salida “a la Yugoslava”, en definitiva.
Por eso es
que, a mi entender, la iniciativa del Presidente boliviano debe completarse con
el diseño de políticas públicas unitarias en materia de seguridad humana, para
todas las naciones aliadas del Continente. Con estrategias comunes
democráticas, tolerantes, garantistas y de mínimo voltaje punitivo, para
abortar cualquier espiral de violencia al que, sin ninguna duda, van a recurrir
las derechas latinoamericanas.
Más sobre este tema en http://127.0.0.1/wordpress/2013/08/13/hacia-una-politica-de-seguridad-y/