Independientemente de las condiciones de probabilidad y las
circunstancias estructurales y superestrucurales mediante las cuales se pueda
explicar la gravísima escalada de alzamientos policiales en todo el país, una
cosa queda clara: esto no tiene que ver (solamente) con un reclamo salarial (más allá de la
justicia de todo reclamo de los trabajadores en ese sentido, máxime cuando los
mismos se producen en un período histórico de máxima producción de plusvalía),
sino que forma parte de una saga de acontecimientos que desde hace años ha
incorporado la derecha continental para condicionar –cuando no derrocar- a los
gobiernos autonómicos de la región.
Mucho se ha dicho sobre el rol contemporáneo de ciertos poderes fácticos,
en el que las policías, las gendarmerías, los servicios penitenciarios, las
burocracias judiciales y otras corporaciones que poco o nada han hecho en
materia de democratización interna, aparecen señaladas por la historia
recientes como protagonistas principales de los nuevos golpes de estado. Por
supuesto, en complicidad con poderosas corporaciones y los sectores más
conservadores de la política.
Los ejemplos sobran en América Latina: Venezuela, Ecuador,
Paraguay, Bolivia, Honduras y Argentina.
En cada uno de estos casos, se pone en práctica
meticulosamente la doctrina de los “golpes blandos”, paso por paso.
En Argentina, la derecha lo ha intentado todo, desde la “crisis
del campo” (y aún antes de ese estallido patronal sojero) hasta ahora. Y nada
le ha dado los resultados esperados. Ahora van por el incendio total. Por el
holocausto social que Zaffaroni presagiaba hace más de una década. El estado de
policía en su más dramática expresión.
El gobierno argentino, lamentablemente, ha perdido una
década en materia de democratización de sus fuerzas de
seguridad. Los intentos de transformación interna de las fuerzas policiales,
aislados y sin apoyo político decidido, sucumbieron sin solución de continuidad.
Las policías, ahora, se comportan como una fuerza de ocupación. Como el brazo
armado que extorsiona a los poderes democráticos y conserva la fuerza brutal y
corporativa para propiciar “cualquier” salida frente al caos que ellos mismos
crean, fomentan y producen. Gestionar ese caos es una tarea no menor, que no
debería incluir ningún tipo de capitulación por parte de la democracia. Pienso en movilizaciones pacíficas
en todo el país para defender las instituciones democráticas. Un ejercicio que
pondría a prueba la consistencia de los experimentos sociales de nueva
militancia intentados por el kirchnerismo.
Porque si algo no puede alegar el gobierno es sorpresa o desconocimiento.
El rol de las policías se ha desguasado en todo el mundo. Durante la guerra
serbo-croata, este último país, que carecía de ejército regular, armó a su
policía para colaborar decisivamente, mediante un enfrentamiento “exitoso”, con
el colapso de la experiencia socialista yugoslava. También allí la policía
croata jugó un papel preponderantemente regresivo y al servicio de los
intereses imperiales. Y quien contribuyó a proporcionarle 5.000 toneladas de
armas a esas fuerzas de seguridad fue, nada más y nada menos, que el estado
argentino. De modo que resulta difícil soportar que se alegue imprevisión o estupefacción en
este caso. Las distintas agencias del gobierno argentino, federales y provinciales,
conocen perfectamente la matriz ideológica de sus fuerzas de seguridad.
Cualquiera sea el curso que acierten a tomar estos acontecimientos, algo habrá
cambiado en la Argentina. Y
ese cambio, implica la necesidad impostergable de realizar transformaciones democráticas
de fondo en estas corporaciones armadas.