Por Eduardo Luis Aguirre
El 17 de junio de este año se cumplieron 50 años de que se destapara uno de los hechos más conmocionantes de la historia política estadounidense: el escándalo Watergate. Este caso puso al descubierto cómo el entorno del expresidente Richard Nixon espió la campaña del Partido Demócrata de cara a las presidenciales de 1972 y cómo el ex mandatario intentó por todos los medios que esto no se descubriera. Así lo presentó France 24. La controversia finalmente hizo que Nixon se convirtiera en el primer presidente de su país en dimitir. Al presidente no se le formularon cargos ni recibió condena alguna. El peso específico de los hechos descubiertos, la gravedad institucional y ética de la trama implicada lo obligaron a renunciar en aquel lejano 1972.
Hace pocas horas, el mundo –no solamente la sociedad argentina- pudo presenciar documentadamente un fétido entramado del que participaron políticos de la oposición, un inquietante asesor presidencial, funcionarios judiciales que manejan o o tuvieron en sus manos causas de máxima sensibilidad política (incluida la muestra de bandidaje judicial que teminó con la esperable condena dictada ayer contra CFK) y los principales popes del grupo Clarín, que sólo atinaron a confabularse mediante mentiras e ilícitos para lograr una suerte de victimización por la supuestamente ilícita forma en que se obtuvieron datos increíbles sobre sus actividades oscuras. Está claro que cualquier evidencia probatoria que sea un fruto del árbol envenenado no podría usarse en un proceso penal. Pero lo penal, la propensión a judicializar la política y politizar la justicia ha llegado en este caso a un insuperable parteaguas. Aquí, como casi siempre, lo penal es el mantra menos importante. Lo verdaderamente relevante es la constatación de la existencia de lo que la ex presidente llamó una mafia. Todos sabemos cómo está compuesta, porque estos ensayos putrefactos no son un descubrimiento argentino. Fieles a la necesidad incontenible de encontrar ejemplos fáciles y titulares contundentes, muchos políticos del FDT no resistieron la tentación de comparar el más graves hecho institucional que recuerdo en la Argentina con aquel impactante entramado urdido desde las entrañas de la Casa Blanca. Permítanme tomar una prudente distancia de esa analogía. Encuentro hasta ahora dos puntos de contacto que podrían sostener la analogía y ya los he señalado en párrafos anteriores. El motivo por el que Nixon debió salir eyectado de su cargo no fue la causa penal sobreviniente a los hechos. Hubo una decisión republicana de renunciar a su cargo. El viaje espurio y las maniobras comprobadas en la Argentina son muestra inequívocas de un quebrantamiento ético de una gravedad institucional tal que no necesitan el aval del sistema penal para quedar estampados en la memoria colectiva de los argentinos como un punto de inflexión. Los hechos están allí, hay un affectio societatis ilegítimo, inmoral, que revela conductas incompatibles de los cargos públicos que esos oscuros sujetos ocupan. No se trata de una cuestión procesal o de violación de garantías que serían herramientas legítimas para usar en un proceso penal. Se trata de conductas ética, moral e institucionalmente reprochables, incompatibles con el decoro que exige el ejercicio de una función judicial. Que son incontrastables, agreden cualquier atisbo de convivencia republicana y obligan a plantear cambios urgentes en la estructuración de las corporaciones implicadas, incluso el Ministerio Público. Si bien está claro que los funcionarios gozan de los mismos derechos y garantías que el resto de los mortales, el cargo que invisten los obliga a estar sometidos a un escrutinio cotidiano y permanente de la ciudadanía. No sería fácil encontrar un caso más elocuente que este desastre en el que desde lo que se pergeña de cara al futuro hasta el lenguaje utilizado parecen conductas impropias de jueces y magistrados. Resulta muy difícil de soportar para los ciudadanos que la primera reacción después de ser descubiertos sea intentar llevar adelante un entramado de nuevas ilicitudes y conductas reñidas con la ética. Por un mínimo de ética, justamente, deberían irse.