Por Diego Tatián
Estamos en el final de una tarde de invierno y, aunque aún es temprano, la luz ha desaparecido casi por completo. Estamos en la hora del ángel, en la hora en la que el Ángelus se reza por última vez. El “Ángelus” es la obra más triste del mundo. Tan pero tan triste, que Millet debió suprimir el ataúd infantil en el suelo, junto a la pareja de campesinos que ha interrumpido su trabajo para rezar compungida, y sustituirlo por la canasta de papas que yace como fruto del cultivo. Si el pintor no hubiera quitado el cajoncito con el niño muerto o la niña muerta, la tela hubiera resultado insoportable a quien la contempla, y no ya solo la más triste del mundo. Esto lo sabemos por una sospecha de Dalí, quien adujo al ver el cuadro que la sombría pareja no está rezando sino velando un niño o una niña. La radiografía que el Louvre debió hacer un poco por cansancio debido a las reiteradas solicitudes del ilustre visitante turbado con ese cuadro, muestra que debajo de donde ahora está la canasta de papas existe oculto el boceto de algo rectangular. Por supuesto, Dalí lo interpretó como el cajón que había intuido y que, por alguna razón, fue suprimido por el autor de la pintura original. Su obsesión lo llevó a realizar de manera compulsiva estudios, bocetos, dibujos y pinturas con el motivo del “Ángelus”, y a escribir un libro llamado “El mito trágico del Ángelus de Millet. Interpretación paranoico-crítica” -redactado a comienzos de los 30, el manuscrito estuvo perdido durante más de 20 años tras la ocupación alemana, finalmente localizado en 1963 y publicado en 1978.
El cuadro de Manuel Reyna aquí junto al “Ángelus” es un motivo navideño (se llama Pesebre y fue pintado en 1986). Aunque podría presumirse su exacto contrario, lo siento como un involuntario diálogo con él. En vez de la carretilla de trabajo (que bien podría haberse usado para hacer dormir a la criatura) en el costado y los padres ante un niño recién muerto (luego tapado por el canasto de papas, si le creemos a Dalí), aquí un niño en el medio, recién nacido. Pero rezuma también una extraña congoja. Una congoja tranquila, o sorprendida, o cansada. Mas no un quebranto. Es un óleo pintado sobre una simple tabla -ni siquiera, un hardboard. La elocuencia del despojo y la opaca belleza de lo que deja aparecer, como todas las obras de Manuel Reyna, resguarda una esperanza sin resplandor ni estridencia; algo que, incumplido, llega de muy lejos. O no una esperanza, sino algo que proteger, aunque nada haya que esperar.
Ayer Rosaura y yo caminamos por barrio La France, donde Don Manuel vivió, trabajó y murió. Un barrio apacible en el noroeste de la ciudad, sin siquiera una casa que llame la atención o destaque por sobre las demás. Ahí están todavía los murales que pintó en los años 60 y, si bien una placita lleva su nombre, permanece sumido en el olvido. Aunque no un olvido del que debamos lamentarnos sino, como dijo Oscar del Barco de Romilio Ribero alguna vez, un “olvido que lo protege” y que, de manera paradójica, resguarda lo que resta.

Ángelus
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