Por Eduardo Luis Aguirre


Los conceptos de catástrofe y desastre se utilizan coloquialmente como sinónimos. Sin embargo, y según podemos advertir sin demasiado esfuerzo, la noción de catástrofe es más antigua, proviene de la Grecia clásica y refería entonces a “algo” que se vuelve en contra de la existencia. Algo que, como suceso, altera drásticamente el orden y la armonía de lo establecido. El desastre, en cambio, refiere a un infortunio producido por los astros o los dioses y normalmente ajeno al dominio de los sujetos.
Ahora bien, en la actualidad podemos someter a una nueva traducción a ambas ideas. El desastre puede o no ser producido por seres humanos, directa o indirectamente, pero no pensamos en una influencia astral o trascendente para explicarlo.
Las catástrofes parecen conservar su vigencia semiótica originaria. Vivimos en un mundo que a cada momento exhibe las catástrofes casi como la dinámica corriente que explica los cambios sociales. Una especie de conflictividad permanente que, de manera cada vez más dinámica, interviene en las transformaciones y mutaciones del sistema mundo en su versión actual.
Muchos de esos acontecimientos distópicos, rupturistas, predatorios o profundamente dañinos pueden ser vistos, a la vez, como desastres y como catástrofes.
Vivimos en el mundo más desigual que proporcionara la historia, con un orden que en menos de un siglo parece desmoronarse inexorablemente, con una nueva versión del imperio en su fase expansionista cuyos límites desconocemos, con pestes, privaciones, inequidades y nuevas formas de subjetividad que generan nuevas formas de convivencia donde parecen retroceder y difuminarse los espacios libres y las organizaciones tradicionales de la comunidad. Las instituciones que durante más de dos siglos disciplinaron al conjunto y gozaron de un ilusorio prestigio se ven sometidas a un descrédito impensado. Me refiero a las democracias, los constitucionalismos, el derecho, la política, la ética y hasta la verdad. Creo no exagerar. Corría la primavera de 1938 cuando Thomas Mann dictaba una conferencia señera Justamente en Estados Unidos advirtiendo contra el fascismo y haciendo una llamada al liberalismo político con miras al triunfo de la democracia, “la única forma de gobierno que respeta la dignidad inherente al ser humano” (sic). Hace apenas dos décadas Norberto Bobbio afirmaba el supuesto prestigio irreversible de la democracia y la caracterizaba como la huella más significativa en la cultura política de occidente y su "espíritu", como un modelo capaz de articular armónicamente una sociedad civil en la que la libertad entre iguales sería su valor fundante.
Todos esos paradigmas, la democracia, el liberalismo político, la dignidad humana y la libertad entre iguales han sido virtualmente avasallados por un sentido común conservador que se caracteriza, justamente, por despreciar la democracia, la equidad y la justicia social y por legitimar y naturalizar la desigualdad.
Aquellos espacios comienzan ahora a ser ocupados por experimentos con distinto grado de desarrollo. Desde aquellos que piensan que es posible descartar la democracia y empobrecer al máximo los vínculos históricos de la convivencia humana, tal como especulan los que observan el modelo de Hong Kong como una forma autoritaria de organización social, pero inmejorable para la rápida multiplicación de la riqueza. Volverse rico rápidamente es otro objetivo en el que comienzan a creer los esforzados hombres empresarios de sí mismos, se trate de las transacciones con criptomonedas, el trabajo remoto o las labores donde no existen ya sindicatos ni coberturas sociales sino solamente la voluntad individual extrema de convertirse en su propio patrón.
Como el neoliberalismo es un sistema cerrado, completo, parece que nada habita fuera de sus márgenes. Los gobiernos parecen asumir esa nueva realidad y renunciar a las mayores funciones posibles. Más aún, con las nuevas doctrinas del redivivo anarco capitalismo, cada vez son más los líderes y corporaciones que comienzan a pensar en un mundo sin estados e, incluso, sin naciones. Una circularidad que, ahora, asentaría únicamente en la multiplicación de la riqueza, las grandes corporaciones, los icónicos multimillonarios y la capacidad de conservar el control global punitivo por parte de este nuevo esquema autoritario mundial en pleno proceso de adecuación. Este no es un escenario hipotético. Por el contrario, parece ser, precisamente, el mundo que espera a la finalización de las múltiples guerras que se perpetran en tiempo real en los rincones más alejados del planeta.
La guerra en Ucrania ilumina algunas incógnitas. Con dos grandes ganadores en ciernes, cuyas organizaciones políticas divergentes saldan cuentas dentro del universo neoliberal, está claro que ni las consecuencias sociológicas de estas guerras ni la reafirmación de evidencias tales como la privatización de los contendientes son analizados a la luz del mundo que viene. Uno puede formarse la idea de que quizás no habrá en los inmediato una IIIGM (al menos como se la imaginaba durante la guerra fría) pero no podemos, en cambio, entrever cuál será el devenir de los futuros bloques geopolíticos ni mucho menos el de los estados nación, si tenemos en cuenta esta idea de que cualquier expansionismo habilitará un mercado globalizado impulsado por la prepotencia de los poderosos. Entre ellos incluimos al gobierno de los Estados Unidos, desde luego, pero también al complejo militar industrial y a personajes de la talla de Elon Musk, cuyo verdadero rol en el gobierno republicano que se inicia está por verse. Por las dudas, el semanario The New Yorker lo caricaturiza asumiendo el gobierno de los Estados Unidos y a Donald Trump como el emergente de una nueva oligarquía donde este capitalismo totalizante le permitiría a Estados Unidos, según el propio presidente, alcanzar la definitiva hegemonía. La revista, no obstante, hace expreso hincapié en dos aspectos centrales. Uno de ellos pone en cuestión la escasa calificación del núcleo duro del gobierno trumpista en su segunda y cesarista versión. El otro es igualmente grave. Bajo el título “La última y aterradora incursión de Elon Musk en la política británica” ubica al hombre más rico del mundo como obsesionado por oscuras prácticas en las ciudades inglesas más desindustrializadas, según el periodista Sam Knight, hace poco más de una década (*). El informe consigna un quiebre fenomenal de la ética política de los que “gobiernan el mundo”, como escribiera, aunque esto no superara en cualquier juicio de reproche la venta de niños, de órganos o los grandes crímenes de masa perpetrados en más de una veintena de guerras que acontecen en tiempo real.
(*) https://www.newyorker.com/news/the-lede/elon-musks-latest-terrifying-foray-into-british-politics