Por Ignacio Castro Rey
Frente al espanto de aburrimiento, de censura y matanzas que es la actual Europa, el premiado filme Sirat, de Oliver Laxe, es en principio un alivio, pues desnuda la violencia nihilista que nos rodea.
Volviendo una y otra vez a la polvareda de la desolación, no es seguro que Oliver Laxe sea ahora hospitalario con la nación norteafricana que le acogió tantos años. Al margen de esto, Laxe parece haber logrado una película invasiva como una rave, provocando una intensa controversia que no es indiferente a nadie. Es quizá lo mejor y lo peor de Sirat. Trance en el desierto, pues quizá esta polarización del público se produce en parte con métodos espurios, a los que no se recurría en Lo que arde.
Lo primero que tal vez hay que decir es que, frente a nuestro tedio urbanita y progresista, de derechas y de izquierda, una facción del público de Laxe desea hace tiempo fugarse de la violencia nihilista que nos rodea, escapar de la banalidad del espectáculo para volver a un trance que nos acerque a la droga del silencio, del vacío y los eriales despoblados. Laxe parte de este dato constatable, la hartura que produce la cultura del llenado y su diversidad de pacotilla. De ahí su preferencia por paisajes yermos, personajes de bajo perfil, frases intranscendentes y a medio decir... Sobre todo, en este caso, su apuesta por una magnífica procesión de perroflautas, renegados occidentales que, tullidos y feos, en Sirat cruzan los páramos en busca de un delirio (rave) en el vacío, libre de nuestro policial orden pactado.
De lo mejor de la película es este grupo de desertores, hoscos y sin peinar, que se acaban haciendo querer. Viva el arenal y vivan sus monstruos. Porque además, ¿lo otro qué es? Variaciones del apartheid climatizado y nuestra muerte a plazos, al estilo de Alemania, Francia o Inglaterra. Variaciones de nuestro holocausto a cámara lenta, se alíe o no con el genocidio y la limpieza étnica propias del terrorismo primermundista. Frente a este espanto de aburrimiento, de censura y matanzas que es la actual Europa, la película de Laxe es en principio un alivio. No hay más que soportar estos días al narcinismo de un personaje siniestro como Mark Rutte, sonriendo sin parar mientras trafica con el miedo a un enemigo inventado, para simpatizar con casi todos los marginales y traidores a nuestros "valores", incluyendo algunos delincuentes que no sean de guante blanco.
Con los defectos que sean, pero más cercano a Erice que a los hermanos Almodóvar, Laxe no deja de acariciar en toda esta larga y a veces tediosa historia una posible realidad antropológica ajena a nuestro autismo climatizado. Como autor espiritual de inspiración indie, Laxe cultiva la posibilidad de que lo real se escape absolutamente de nosotros, los progresistas del capitalismo. Acaba entonces por resultar simpática, igual que podría ocurrir antes con los hippies de otras épocas, esta épica del afuera, con sus paisajes grandiosos y sus pistas de tierra polvorienta. Sin la droga romántica de ese posible Exterior seríamos todavía más patéticos, quizá directamente neonazis.
Otra cosa es que esta tentativa ética y épica de Laxe cometa unas cuantas incongruencias. No parece mal que apenas haya diálogos o que estos sean intranscendentes, tipo "Pásame el martillo". Rodeados como estamos de aburridos expertos, además completamente inoperantes, resulta hasta entrañable que los actores sean gente corriente, adorablemente feos e incapaces de vocalizar bien.
Precisamente parecen menos logrados los personajes de Sergi López ("Luis"), el niño Bruno ("Esteban") y su perrita. Son elementos torpes, redundantes, típicamente urbanos y occidentales: bonachones, hipocondríacos, poco creíbles, etc. Mascotas de la inmensa cárcel a cielo abierto que es hoy la Democracia, los dos intrusos en busca de la chica perdida (que tal vez se haya ido harta) son virus que acaban por reblandecer a la tribu. Hay por en medio alguna frase buena, aunque pronunciada por los disidentes: "El fin del mundo es algo que ha comenzado hace mucho". Pero esos dos personajes tediosos, Luis y Esteban, aunque ponen un contrapunto a los magníficos cinco raveros, introducen un factor blando de sentimentalismo.
Sobre todo, como si Laxe tuviera poca fe en el trance del desierto, en esta narración parecen falsas casi todas las muertes. Y no exigidas por el guión, pues la muerte viva ya estaba en la travesía de la búsqueda baldía, en la religión insinuada de las afueras, en la música techno y los escenarios asolados de un fin del mundo. La muerte de Esteban y su perrita es un capricho, una crueldad que atrapa emocionalmente, pero amenaza con falsear la historia. Es un accidente artificial, caprichoso e impostado. Introduce además una aflicción en los vagabundos del yermo ("Necesitamos ayuda") que está a punto de acabar con su brutalidad y con su épica. Tampoco se entiende, la verdad, la necesidad de aquel campo de minas final que pulveriza a tres de los cinco peregrinos musicales de los páramos. Todas estas muertes violentas son cromos del calcomanía pegados a la fuerza, unos efectos especiales que la historia de Laxe, en principio, no necesitaba. ¿Es sólo para atrapar todavía más al espectador? A algunos nos alejó. Y además, tales recursos narrativos convencionales (la muerte violenta ya es una convención) tienen el efecto de domar y estresar a lo mejor de la historia, ese grupo de salvajes que cruza las extensiones baldías con sus altavoces.
A pesar de todo, también de un patético Luis que simula convertirse a la música rave en medio de un duelo que nunca resulta creíble, la película acaba bien. O sea, mal, con esas tomas finales de los supervivientes subidos al techo de un tren de carga. Unos vagones atestados de polizontes, en migración incierta por el desierto marroquí, nos devuelve a los interrogantes de los que nunca debimos salir. Al misterio de una tierra extraña, donde todos somos extranjeros, y al trance que la incertidumbre y un peligro sin rostro generan.
Los que somos simpatizantes de la humanidad atrasada que Laxe parece cultivar querríamos pensar que esa imagen continua de unas periferias africanas arrasadas, muy alejadas del confort turístico, es otro atentado más a nuestra abyecta ansia de geometría y seguridad. No se sabe por qué, algo de esta historia podría recordar al desamparo de L'America, de Gianni Amelio. En medio del desastre que hemos creado en el extrarradio, donde las multitudes azotadas por la arena y la pobreza apenas tienen interés en identificar al enemigo, sigue existiendo una posibilidad rítmica, precisamente en medio del asolamiento, la sed y el silencio.
Un poco a la manera de esa música rave que invade los sitios abandonados, donde la melodía sin letra se compone en la combinación de lo repetitivo y los estallidos, con bruscos loops que apenas tienen término medio entre la reiteración y el sobresalto. Esa música envolvente, obsesiva y sin lirismo, es quizá hermana de la aridez desértica. Creando una atmósfera de hipnosis para nuestros cuerpos y mentes fragmentadas, logra también la sustancia de un delirio in crescendo. Y es esta energía del ritmo rápido, con secuencias reiteradas y ráfagas que vuelven, la que está a punto de naufragar por la intrusión de elementos narrativos propios de las series de éxito.