Permítasenos reiterar que el
Derecho penal contemporáneo presenta, en todo el mundo, algunas características
distintivas que es necesario poner de manifiesto, por su gravedad intrínseca y
sus potenciales consecuencias genocidas.
Existe una hipertrofia irracional
del Derecho penal, que supone una opción clara, por un
derecho penal máximo, opuesto a un sistema democrático (ver sobre el
particular,Rivera Beiras, Iñaki, en http://www.eldiario.es/catalunya/Inaki-Rivera-penal-opuesto-democratico_0_201929823.html)
sostenido en la convicción mítica (y errática) que la coerción punitiva
podrá prevenir, disuadir o conjurar conductas que se consideran lesivas de
bienes jurídicos o verdaderas amenazas para esos mismos bienes, personas o
agregados de tales. O, al menos, que servirá para eliminar del paisaje social a
los “otros”, considerados indeseables,
peligrosos e irrecuparables, en términos de la supuesta necesidad de
reorganizar las sociedades con arreglo a la escala de valores y las pautas de
vida hegemónicas. Los condimentos imprescindibles que permitieron sentar las
bases de todos los genocidios, incluido, desde luego, el argentino.
En ese marco de creencias fatuas,
la forma más usual de resolución de los conflictos es la judicialización y la
condena a una pena de prisión. En casi todo el mundo, las tasas de
encarcelamiento han subido exponencialmente en la modernidad tardía.
Los discursos progresistas de los
expertos, que fueron una referencia hasta bien entrada la década de los 70’,
cayeron en los años 80’ en una crisis sin precedentes.
Así como las consignas de la
socialdemocracia de posguerra habían sido “control económico y liberación
social”, el reverdecer conservador dio un giro de ciento ochenta grados y
proclamó “libertad económica y control social”[1].
Lo que sobreviene, entonces, es una
acentuación de la prisionización como respuesta institucional excluyente, perpetrada
contra jóvenes, pobres, extranjeros, foráneos, insumisos y disidentes, con su
consecuente explosión demográfica de las cárceles y demás establecimientos
coactivos de secuestro oficial[2].
El crecimiento de la
criminalización de situaciones sociales problemáticas configura una
consolidación del estado de policía -por oposición al Estado constitucional de
Derecho- y una legitimación de un derecho penal de excepción.
El aumento sostenido de la
población reclusa es un dato objetivo difícilmente contrastable, que en líneas
generales no se ha revertido en los últimos años, ya que las tasas de
encarcelamiento siguen aumentando en forma sostenida en la mayoría de los
países del mundo.
Pero más allá de esta circunstancia
cualitativa, debe anotarse que el “prestigio” de la cárcel ha alcanzado niveles
impensados. Se proclama ahora, a diferencia de lo que ocurría durante el auge
del correccionalismo criminológico, es que la prisión “funciona”, y se
reactualiza en clave postmoderna el concepto de “pena merecida”[3].
Existe en todo el mundo, en
síntesis, la suposición de que no deben tolerarse las violaciones a los
derechos, cualquiera sea el lugar donde ocurran, y que la reacción frente a
esas afectaciones ha de efectuarse mediante una intervención y una pena,
respecto de os extraños irrecuperables.
En esos procesos asimétricos de
construcción de las normas penales del tardocapitalismo, la potestad para
decidir qué conductas serán penalizadas, es patrimonio exclusivo y excluyente
de unas pocas personas, generalmente representantes de intereses de clase o
corporativos.
Por eso, normalmente, la violencia
reglada institucional recaerá más severamente sobre los sectores vulnerables de
las sociedades, previamente estigmatizados en base al prejuicio, supuesto éste
que se reproduce, insistimos, tanto a nivel interno como internacional.
La particularidad que exhibe el
nuevo sistema globalizado radica no solamente en la reproducción de la nueva relación
de fuerzas, sino también en la capacidad de presentar dicha fuerza como un bien
al servicio de la justicia y de la paz en un contexto de expansión de la
ideología securitaria[4].
Como consecuencia de lo expuesto,
sobreviene una desformalización y funcionalización del Derecho criminal, con
inexorable flexibilización de las garantías penales, procesales y ejecutivas de
la pena[5],
de las que las cárceles de Guantánamo dan debida cuenta.
En todo el planeta, las tendencias
modernas a “luchar contra la criminalidad” y la “inseguridad”, suponen reprimir
rápida y ejemplarmente los problemas y conjurar las amenazas que impactan más
fuertemente en la opinión pública.
Esas iniciativas recurren en la
mayoría de las situaciones a un aumento de los montos de las penas, con
finalidades preventivo-generales e
intimidatorias.
En materia procesal, las reformas
tienden a acelerar, acortar, abaratar y desformalizar los procesos, allanando
todos los “obstáculos” que lo perturben.
Las reformas que tienden a abogar
por el derecho de las víctimas se hacen a costa de los derechos de los
inculpados y las víctimas, contradiciendo las especulaciones históricas de los
procesalistas, ingresan al proceso a reclamar la más grave punición, antes que
a restablecer el equilibrio afectado por la ofensa.
Estas -y
otras- claves funcionalistas, en síntesis, resumen el rumbo de las reformas
político criminales de la tardomodernidad[6].
Esta es una tendencia que ya no se
limita a criminalizar a sujetos individuales, sino que ese control se expresa
de manera “glocal” y grupal y su objeto de control es la rebelión de los
excluidos[7] y de los que se alzan –muchas veces inorgánicamente-contra
un estado de cosas que intuyen injusto.
La rebelión de los diversos, los
excluidos, los distintos, los rebeldes, en definitiva, los “otros”, son la
nueva excusa que se pretende con frecuencia asimilar al “terrorismo”, para
habilitar la violencia legitimada únicamente por su eficacia. “Se difumina la
distinción entre el “enemigo”, tradicionalmente concebido como exterior, y las
“clases peligrosas”, tradicionalmente interiores, en tanto que objetivos del
esfuerzo bélico”[8].
Parece comprensible, con estas
claves, que en cualquier sociedad exista una dosis de temor o desconfianza
hacia aquellos que son asumidos diferentes.
No obstante, estas tendencias
reactivas se han magnificado al punto de incorporarse a los regímenes sociales
y políticos del mundo contemporáneo.
La desconfianza hacia los otros, concluye articulándose con la
indiferencia respecto de la posibilidad de que se los prive de la plena
condición de ciudadanos.
Lo que les pase a aquéllos, en
términos de destitución de ciudadanía -pérdida de
derechos civiles, económicos, soberanos, medioambientales y políticos-, no
importa demasiado al resto, y en todo caso esos procesos “descivilizatorios” se
perciben como un costo no demasiado oneroso a pagar para conservar un
determinado orden social[9],
al que se asimila con la “seguridad jurídica”, a la sazón una nueva forma de
interpretar las nuevas formas de explotación y expoliación.
Esa “desconfianza” en los otros,
alcanza también, y muy especialmente, a los que encarnan el rol de gobernar la
penalidad, sus instituciones, sus narrativas y prácticas colectivas, e influye
decididamente en la construcción de las nuevas relaciones sociales, explicando,
entre otras cosas, el peligro, el riesgo y el auge de nuevas formas de control
punitivo.
Por su parte, para el
sofista del Anónimo de Jámblico “sólo
la sumisión a la ley, o sea, el estado de legalidad, hace posible la vida
en común. Para este sofista anónimo, el estado de legalidad es uno de los
bienes supremos, pues “una legalidad
debidamente establecida origina la confianza que produce grandes
beneficios a toda la colectividad”. El estado de
ilegalidad, por el contrario, es uno en que reinan la desconfianza y
el riesgo permanente, lo cual da lugar a una falta la seguridad
cognitiva de los comportamientos personales, y por ello, a que los
hombres experimenten el temor y el miedo. Por esto, y puesto que “los hombres no son capaces de vivir sin leyes ni
justicia”, a quienes no se someten a la ley les sobreviene la guerra
que conduce a la sumisión y a la esclavitud con más
frecuencia que a quienes se rigen por una recta legalidad”[10].
Las sociedades de riesgo son, precisamente, aquellas donde
la producción de riqueza va acompañada
de una creciente producción social de riesgos[11].
El aumento de los riesgos está produciendo consecuencias
trascendentales en el ámbito de la política, el biopoder y la gubernamentalidad
de los agregados sociales actuales.
El primer efecto lo constituye la necesariedad de la
implementación de políticas públicas tendientes a gestionar, esto es, a
controlar los riesgos, cada vez más visibilizados por la opinión pública, e
internalizados por la multitud como los nuevos miedos derivados de la
modernidad tardía.
El “riesgo”, como el miedo, termina completando, entonces, un nuevo metarrelato cuya
densidad sería capaz de sustituir y recomponer los paradigmas totalizantes en
aparente retirada, cohesionar los discursos y los sistemas de creencias e
imponer políticas públicas defensistas.
Estas características se observan,
particularmente, en lo que atañe a las respuestas institucionales que se
adoptan en materia de conflictividad social en todo el mundo, ya sea
adelantando la punición, inocuizando a los especialmente peligrosos y propiciando
estrategias de control que recurrentemente menoscaban las libertades públicas y
las garantías individuales decimonónicas, adoptadas siempre en aras de una
mayor “seguridad”, una suerte de “concepto estrella” del Derecho penal
actual[12], al que todo le está permitido, sencillamente porque “todos estamos en peligro”.
Y todos lo estamos, porque el riesgo está identificado como riesgo de daño o de
peligro.
Se trata de un riesgo “negativo”, que el Estado debe gestionar como fin primordial que dota de sentido su razón de ser
postmoderna, dejando de lado las expectativas asegurativas que caracterizaron
al Estado de Bienestar; por ejemplo, la justicia distributiva y la igualdad, la
seguridad social, la estabilidad en el empleo, los miedos a los malestares de
clase, etcétera[13].
El riesgo, de tal suerte, opera
como una forma de gobierno de los (nuevos) problemas “a
través de la predicción y la previsión. Se trata de una tecnología que es común
y familiar en el campo de la salud pública”,
pero que se extiende especialmente a la justicia penal, “un campo en el que el riesgo se ha vuelto cada vez más
importante como una técnica para ocuparse de aquellos condenados por delitos, pero
también para la prevención del delito”. (…) “El lugar central ocupado por el riesgo en el gobierno
contemporáneo es un reflejo de un cambio epocal en la modernidad. Este
desplazamiento epocal desde la “modernidad
industrial” hacia la “modernidad reflexiva” es vinculado con la
aparición de los “riesgos de la modernización”, tales como el calentamiento y el terrorismo globales.
Producto del despliegue de las contradicciones del modernismo industrial -especialmente del rápido y autodestructivo desarrollo del
cambio tecnológico conducido por el capitalismo- estos riesgos amenazan a la
existencia humana y crean una nueva “conciencia del
riesgo” que, a su vez, se torna el rasgo organizador central de la
emergente “sociedad del riesgo”.
(…).. En otras palabras, aunque las divisiones sociales tales como la clase y
el género no desaparecen, son reconstituidas en comunidades de seguridad y
protección, unidas más por los riesgos compartidos que por las necesidades
materiales en común. En esta era, las instituciones y concepciones centrales de
la modernidad son puestas en cuestión: hasta el progreso en sí mismo se vuelve
algo que es puesto en duda y sobre lo que se reflexiona críticamente”[14].
Esa conciencia de los riesgos
presentes, parte fundamental de una cultura
postmoderna hegemónica unidimensional, se vale de un retribucionismo y
un prevencionismo extremos para confirmar la vigencia de las normas sociales y
anticiparse a “riesgos futuros” ocasionados por los peligrosos, mediante un “derecho” (interno y
supranacional) en estado de permanente excepción[15].
A estas decisiones draconianas
recurrentes, conduce el segundo efecto de la gubernamentalidad de las
sociedades de riesgo, que está dado por el fracaso de las políticas públicas en
la gestión de administración y control de los peligros, y la necesidad de los
gestores institucionales de apelar a un urgente populismo punitivo como única
forma de conservar sus precarios y efímeros consensos.
El Derecho penal establece, de esta
manera, formas específicas de reacción punitiva no sólo contra infractores
incidentales de la ley, sino también contra quienes frontalmente desafían el
ordenamiento jurídico con el que se identifica la Sociedad y a los que la
dogmática funcionalista denomina enemigos, en cuanto conculcan las normas de
flanqueo que constitucionalmente configuran la Sociedad, revelan singular
peligrosidad y no pueden garantizar que van a comportarse como personas en Derecho, esto es, como
titulares de derechos y deberes[16]. Con ellos el Estado no dialoga, sino que los amenaza y
conmina con una sanción en clave prospectiva, no retrospectiva, esto es, no
tanto por el delito ya cometido cuanto para que no se cometa un ulterior delito
de especial gravedad (v.gr., la
configuración típica de la tenencia de armas o explosivos o actos de
favorecimiento del terrorismo, como delitos autónomamente incriminados, para
evitar la comisión de un atentado terrorista de gran magnitud destructiva).
Se ha afirmado al respecto que “…
el Derecho penal del enemigo es, tal y como lo concibe Jakobs, un ordenamiento de combate excepcional contra
manifestaciones exteriores de peligro, desvaloradas por el legislador y que
éste considera necesario reprimir de manera más agravada que en el resto de
supuestos (Derecho penal del ciudadano). La razón de ser de este combate más
agravado estriba en que dichos sujetos (“enemigos”) comprometen la vigencia del
ordenamiento jurídico y dificultan que los ciudadanos fieles a la norma o que
normalmente se guían por ella (“personas en Derecho”) puedan vincular al
ordenamiento jurídico su confianza en el desarrollo de su personalidad. Esa
explicación se basa en el reconocimiento básico de que toda institución
normativa requiere de un mínimo de corroboración cognitiva para poder orientar
la comunicació en el mundo real. De la misma se deriva, no sólo un derecho a la seguridad (Recht auf Sicherheit), sino un verdadero
derecho fundamental a la seguridad (Grundrecht auf Sicherheit)”[17].
Es necesario, no obstante,
establecer algún tipo de precisiones con respecto al Derecho penal de enemigo,
toda vez que la noción ha sido simplificada, muchas veces descontextualizada y
desinterpretada en lo que tiene que ver con su filiación histórica, sociológica
y política.
Se tiende a creer, en general, que la noción de “enemistad” en el Derecho penal
es el producto exclusivo de una construcción funcionalista sistémica,
anatemizada por conservadora según la particular visión de algunos penalistas,
que pretenden hallar la génesis de la misma en el pensamiento de Niklas Luhman, de Carl Schmitt, o más recientemente de Günther Jakobs, a los que generalmente remiten[18].
Así se ha afirmado que
“no creo que me aleje demasiado de la realidad si digo que la expresión
“Derecho penal del enemigo” suscita ya en cuanto
se pronuncia determinados prejuicios motivados por la indudable carga
ideológica y emocional del término “enemigo”. Este término, al menos bajo el
prisma de determinadas concepciones del mundo (democráticas y, sobre todo,
progresistas), induce ya desde el principio a un rechazo emocional de un
pretendido Derecho penal del enemigo, y no sin razón, cuando volvemos la mirada
a la experiencia histórica y actual, y desde ella contemplamos el uso que se ha
hecho y que aún se hace actualmente del Derecho penal en determinados lugares”[19].
La historia resulta, como de
ordinario acontece, bastante más compleja; y desde una multiplicidad de matices
y relatividades nos plantea demasiadas perplejidades como para permitirnos
incorporar subjetividades en este tipo de análisis, por respetables que
pudieran éstas resultar.
Inicialmente, debemos reconocer que
esta separación tajante entre Derecho penal de ciudadano y Derecho penal de
enemigo no siempre encuentra su correlato en la realidad objetiva.
En todo enjuiciamiento por un hecho
cotidiano, por ejemplo, efectuado de acuerdo a las reglas del Derecho penal de
ciudadano, habrán de entremezclarse lógicas tendientes a la defensa de riesgos
futuros (Derecho penal de enemigo), sencillamente porque todos los sistemas
penales conservan rémoras de ambos paradigmas[20].
Y las conservan porque los sistemas
jurídicos en la era del Imperio basan su legitimidad en la capacidad para
llevar adelante objetivos éticos mediante la coacción. Pero aun así, en esta
etapa transicional de consolidación
del Imperio, aunque actúe en un estado
de excepción y mediante técnicas policiales, el derecho no tiene que ver con
las dictaduras o el totalitarismo y el dominio de la ley continúa desempeñando
un rol paradigmático.
Así, se ha señalado sobre el particular:
“El derecho penal del enemigo es, aparte del nombre (aparte del nombre, que a
mí personalmente no termina de convencerme, aunque se trata de una denominación
estrictamente científica), una realidad en todos los ordenamientos democráticos
del mundo, pero una realidad que ha de ser minimizada al grado mínimo de lo
estrictamente necesario: esto es, a lo que el autor citado ha llamado “ámbito
nuclear del Derecho Penal del enemigo…”[21].
En otros términos, coexisten en el
Derecho contemporáneo, fragmentos de Derecho penal liberal y de Derecho penal
de enemigo. Y al parecer, eso ha ocurrido en todas las etapas del capitalismo[22].
Por lo demás, aquellas perspectivas –como digo,
fragmentarias, planteadas en términos de polarización y con evidentes
desajustes históricos- impiden reconocer la verdadera matriz ideológica que
campeaba entre los clásicos del liberalismo durante el capitalismo temprano, a
partir de la construcción ideal del concepto fundacional del “contrato social”.
Justamente, la naturaleza cultural del contrato está
fuertemente anudada a las concepciones binarias de la enemistad, que reproducen la posibilidad de la “amenaza” del Estado con
relación a los infractores, tanto en el orden interno como internacional, y
exhiben concepciones muy similares a los postulados preventistas y retribucionistas
que se critican al derecho penal contemporáneo.
La visión reduccionista analizada concibe a la “modernidad”, en cambio, como un
todo homogéneo y armónico, como un paradigma unitario que viene a superar el
sistema de creencias del “Anciene
Régime” de la mano de un
programa de libertades sin fisuras, que el imaginario de los juristas percibe
generalmente como instituido para el conjunto social, sin exclusión alguna.
Debe recordarse, sin embargo, que el Derecho es también una
parte de la superestructura social, un sistema de control social destinado a
garantizar las nuevas relaciones de producción hegemónicas en cada período de
la historia política.
Por eso, los derechos que otorgó el Estado liberal no
pudieron trascender sus propios límites en términos de autonomía relativa.
Esa autonomía relativa, propia de los Estados capitalistas,
aunque se tradujera como una autoproclamación protectiva de los derechos de
todos los ciudadanos, en realidad resguardaba
los intereses de las nuevas clases dominantes.
Podemos someter a prueba la consistencia de esta
especulación, apelando al propio Rousseau
y su visión respecto de los infractores del “pacto social”, acaso el soporte
jurídico más relevante del sistema capitalista: “Para que el pacto social no sea,
por lo tanto, una fórmula vana, contiene tácitamente este compromiso, el único
que puede dar la fuerza a los demás: quien se niegue a acatar la voluntad
general será obligado por todo el cuerpo, (…) lo cual no significa otra cosa
sino que se le obligará a ser libre, puesto que tal es la condición que dándose
cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal, condición
que forma el artificio del funcionamiento de la máquina política y única que
hace legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos,
tiránicos y sujetos a los más enormes abusos”[23]. “Todo malhechor, al atacar el derecho social, se convierte por sus
delitos en rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar
sus leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es
incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se da
muerte al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Los
procedimientos, el juicio, son las pruebas y la declaración de que ha roto el
pacto social y, por consiguiente, de que ya no es miembro del Estado. Ahora bien,
como él se ha reconocido como tal, al menos por su residencia, debe ser
separado de aquél mediante el destierro, como infractor del pacto, o mediante
la muerte, como enemigo público; porque un enemigo así no es una persona moral,
es un hombre, y entonces el derecho de guerra consiste en matar al vencido”[24].
En definitiva, el
pacto social fue una manera de legitimar al legislador una vez que
entraron en crisis las tesis naturalísticas que explicaban dicha legitimación
con arreglo a un mandato sobrenatural del que se hallaba investido el monarca.
El legislador había pasado entonces de ser un simple
intérprete del derecho, a ser su creador. Y esto mereció una respuesta en
términos de legitimación: el contrato[25].
Dejar de lado estas circunstancias históricas, podría
comprometer seriamente una investigación que debe escrutar, entre otros
conceptos, las similitudes y diferencias entre los derechos internos y el
derecho penal internacional contemporáneo.
Por eso, precisamente, nos vemos determinados a advertir
que esas postulaciones importan un esfuerzo ocioso, innecesario, realizado
aparentemente para preservar a los clásicos del liberalismo de cualquier
acercamiento o “contaminación” entre sus discursos y las tesis que
legitiman la guerra contra los
terroristas internos, los enemigos con los cuales el estado no dialoga sino
que, por el contrario, amenaza o directamente combate[26].
El concepto de enemistad, como
podemos observar, es una formulación conceptual de los clásicos, probablemente
anterior a ellos, que se utilizaba -como sigue ocurriendo en la actualidad-
tanto en cuestiones de Derecho interno, como para resolver las diferencias
planteadas entre los Estados.
La similitud entre el adelantamiento
de la reacción punitiva, el deterioro de las garantías penales y procesales y
la violación del principio de
proporcionalidad, manifestaciones éstas características del Derecho penal de
enemigo, con la guerra preventiva moderna, no puede resultar más evidente.
En el examen del Derecho penal del
enemigo y de las cuestiones dogmáticas que el mismo plantea en el actual
sistema penal, se ha puesto de relieve desde una óptica estrictamente
funcionalista normativa que “no se quiere negar que en los regímenes
autoritarios se haga uso de normas de Derecho penal del enemigo. Al contrario.
El Derecho penal del enemigo, en tanto consunto de normas, existe tanto en las
dictaduras como en las democracias. Pero el problema en las dictaduras es de
raíz. Las normas de Derecho penal del enemigo no son ahí ilegítimas porque el
Derecho penal del enemigo lo sea per se,
sino por el déficit de democracia que caracteriza a esos países. En definitiva,
mientras en las dictaduras todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano)
son ilegítimas per se, en las
democracias todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son legítimas per se, en las democracias
todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son legítimas per se, y tendrán esa presunción de legitimidad formal y
material hasta tanto no se declare, por el Tribunal imparcial legítimamente
establecido para ello, lo contrario. En última instancia, ahí, en la
posibilidad de un control de legalidad objetivo e impacial, reside la
diferencia entre una dictadura y una democracia”[27]
.
El Derecho penal interno de los
Estados, con estas categorías, tiende a parecerse cada vez más, en sus lógicas,
a la guerra. Vemos como amigo y enemigo, ciudadano y enemigo, constituyen categorías
centrales estimuladas por quienes tienen a su cargo el gobierno de la
penalidad.
Por eso es que se hace sumamente
difícil defender los derechos de los “otros”, sobre todo cuando se encuentran
prisionizados: “La gente es muy ignorante en
este sentido y solo piden que se pudran en la cárcel, o piensan exclusivamente
en las víctimas de los delitos, creyendo en la falsa pedagogía de que porque se
trituren los derechos de los presos se van a salvaguardar los derechos de las
víctimas, lo cual es una pésima pedagogía. En este sentido no creo que haya
ningún tipo de sensibilidad o en todo caso muy minoritaria frente a los
derechos de las personas privadas de libertad. Hasta que a cada uno le toca por
alguna razón en la vida conocer de cerca qué es de verdad el sistema penal y
penitenciario. Hasta este momento es muy difícil entenderlo, que haya una
cierta sensibilidad sobre el tema” (Rivera Beiras, artículo ya citado).
Es curioso. Estas posturas contrarían expresamente las
grandes líneas filosóficas que se derivan de la Exhortación Apostólica
Evangelii Gaudium, del propio Papa Francisco: “44. Por otra parte, tanto los Pastores como todos los fieles que
acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino de apertura a Dios, no pueden
olvidar lo que con tanta claridad enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «La
imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e
incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el
temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros
factores psíquicos o sociales”.
“Por lo tanto, sin
disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y
paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día. A los sacerdotes les
recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de
la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño
paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que
la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar
importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del
amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de
sus defectos y caídas”.
“45. Vemos así que la
tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las
circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un
contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda
aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos
límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22).
Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la
rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del
Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no
renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del
camino”.
[1] Garland, David: “La cultura del
control”, Editorial Gedisa, Barcelona, 2005, p. 174.
[2] Aguirre, Eduardo Luis: “Inseguridades globales y sociedades
contrademocráticas. La desconfianza como articulador del nuevo orden y como
enmascaramiento de las contradicciones Fundamentales” en “Elementos de Política Criminal. Un
abordaje de la Seguridad en clave democrática”, Universidad de
Sevilla, trabajo de investigación presentado para la obtención del DEA,
Programa de Doctorado “Derecho Penal y Procesal”, Universidad de Sevilla, 2010.
[3] Garland, David: “La cultura del
control”, Ed. Gedisa, 2005, pp. 43 y 51.
[4] Hardt,
Michael - Negri, Antonio, op.
cit., p. 31
[5] Gomes, Luiz Flavio - Bianchini, Alice: “El Derecho penal en
la era de la globalización”, Serie Las Ciencias Criminales en el Siglo XXI,
Volumen 10, Editora Revista de los Tribunales, San Pablo, 2002, y Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de
control social en las naciones sin estado”, disponible en
www.derecho-a-replica.blogspot.com
[6] Hassemer, Winfried: “Derecho
Penal y Filosofía del Derecho en la República Federal de Alemania”, Portal DOXA
de Filosofía del Derecho, Nº 8, p. 182, que se puede encontrar como disponible
en
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01471734433736095354480/cuaderno8/Doxa8_09.pdf
[7] Sánchez
Sandoval, Eduardo: conferencia dictada en el 8º Seminario Internacional
del IBCCrim, San Pablo, 8 al 11 de octubre de 2002.
[8] Hardt,
Michael - Negri, Antonio:
“Multitud”, Editorial Debate, Buenos
Aires, 2004, p. 36.
[9] Pratt, John: “Castigo y
civilización”, Editorial Gedisa, Barcelona, 2006, p. 24.
[10] Gracia Martín, Luis: “Consideraciones críticas sobre el actualmente denominado “Derecho Penal
de Enemigo”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, número
7, 2005, que se halla disponible en http://criminet.ugr.es/recpc/07/recpc07-02.pdf
[11] Climent
San Juan, Víctor: “Sociedad del Riesgo: Producción y Sostenibilidad”,
Revista de Sociología, N°. 82, 2006, p. 121, disponible en http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2263896.
[12] Polaino
Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en
las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las
sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p.76.
[13] O´Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”,
Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 168 y 169.
[14] O´ Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”,
Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 21 y 22.
[15] Agamben, Giorgio: “Estado de excepción”,
Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, p. 6.
[16] Polaino
Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en
las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las
sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p. 76.
[17] Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y
mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales,
Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial
Dunken, Buenos Aires, 2011, pp. 426 s.
[18] Marteau, Juan Félix: “Una cuestión central en la relación
Derecho-Política. La enemistad en la política criminal contemporánea”, Revista
“Abogados”, edición noviembre de 2003.
[19] Gracia Martín, Luis: “Consideraciones críticas sobre el actualmente denominado “Derecho Penal
de Enemigo”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, número
7, 2005, que se halla disponible en
http://criminet.ugr.es/recpc/07/recpc07-02.pdf
[20] Jakobs,
Günther: “Derecho Penal del Ciudadano y Derecho Penal del Enemigo”, en “El
Derecho Penal ante las sociedades modernas”, Editora Jurídica Grijley, Lima
2006, p. 23.
[21]
Polaino
Navarrete, Miguel: “¿Por dónde soplan actualmente los vientos del
Derecho Penal?”, en Estudos em
homenagem ao Prof. Doutor Jorge de Figueiredo Dias / coord. por Manuel da Costa
Andrade, Maria Joao Antunes, Susana Aires de
Sousa, Coimbra Editora, Universidad de
Coimbra, Vol. 1, 2009 (Direito Penal), ISBN
978-972-32-1776-6, p. 483.
[22] Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”, Editorial Paidós,
Buenos Aires, 2002, p. 40.
[23]
“El Contrato Social”, Primera Edición Cibernética, la
cual aparece como disponible en
http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/politica/contrato/libro1.html.
[24] Sobre las posibilidades de una interpretación
de los textos roussonianos en ese sentido, véase Pérez del Valle, en CPC,
nº 75, 2001, pp. 597 ss.; y también Jakobs, en Jakobs/Cancio, (n. 1), pp. 26 s.
79 Véase Rousseau, Jean Jacques,
El contrato social o Principios de derecho político, Libro Segundo, V, citado
según la edición, con estudio preliminar, y traducción, de María José Villaverde, 4ª ed., Ed. Tecnos, Madrid, reimpresión de 2000, Lib. II, cap.
V, pp. 34 s.
[25] Hassemer, Winfried: “Derecho
Penal y Filosofía del Derecho en la República Federal de Alemania”, Portal DOXA
de Filosofía del Derecho, Nº 8, p. 176, texto que se puede encontrar como
disponible en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01471734433736095354480/cuaderno8/Doxa8_09.pdf
[26] Aguirre,
Eduardo Luis: “Consideraciones criminológicas sobre el derecho penal de
enemigo”, disponible en
http://derecho-a-replica.blogspot.com/2010/05/consideraciones-criminologicas-sobre-el.html
[27] Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y
mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales,
Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial
Dunken, Buenos Aires, 2011, p. 453.