Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

En una de aquellas inaugurales discusiones de café político que frecuentaba a principios de los años setenta, alguien tiró sobre la mesa la compulsión de la burocracia soviética por experimentar y medir el coeficiente de inteligencia de Lenin, una vez fallecido. El estándar ordenado debía coincidir con el saber supremo de un líder infalible. Recuerdo que la conjetura, como ocurría en aquellos años de debates lejanos, interiores y tardíos, muchas veces incomprobables, se habría cumplido a rajatabla.

Vladimir Ilich Uliánov era un genio. Medio mundo podía descansar tranquilo entonces porque el neurólogo alemán Oskar Vogt, contratado al efecto por el Kremlin, así lo había constatado después de trocear e investigar aquel cerebro que dotaba de razón eminente no sólo al líder comunista sino al comunismo como paradigma totalizante. Las predicciones teleológicas y deterministas del líder podrían cumplirse si uno de sus grandes ideólogos había sorteado exitosamente las llamativas evaluaciones positivistas de la nomenklatura. El cerebro de Lenin, junto al de otros dirigentes prominentes, yace en el Panteón de los Cerebros.

Algo parecido aconteció con Mao Tse Tung. El gran timonel era también el dueño del pensamiento luminoso.

Ni hablar de Perón, que más allá de las drásticas opciones que tomaba en aquellos tiempos convulsos ratificaba sus imprescindibles condiciones de conductor político y creador de una doctrina que sobrevive en el que fue el movimiento emancipador no marxista más importante del siglo XX.

Pocos años antes, frente a cualquier circunstancia política relevante, miles de franceses trataban de auscultar qué había opinado Jean Paul Sartre sobre el mismo antes de fijar su propia posición individual.

Podría enunciar muchos ejemplos similares, donde el intelecto era un factor indudable de generación y preservación de la autoridad política.

Sin embargo, de manera casi concomitante, la inteligencia adquiría una connotación polisémica que la transformaba en un instrumento destinado a y capaz de conocer los entramados por donde se movían los adversarios políticos. En la Argentina, en 1971, un decreto ley de naturaleza secreta sancionado por una dictadura militar creaba un organismo incógnito y vertical destinado al espionaje interno. El rol de la "inteligencia" en tanto forma de conocer los opuestos seguramente existía en lo más profundo de la historia, no ya como sinónimo de autoridad sino como presupuesto asegurativo del poder. Las dos grandes guerras, la guerra fría, la emergencia de un mundo unipolar y el rostro de la técnica del que tanto recelaba Heidegger hicieron el resto. Desde los legendarios microfilms hasta los espías de cine y serie, pasando por el envenamiento con polonio de un adversario hasta satélites y dispositivos de última generación destinados a espiar a potenciales o reales enemigos, la inteligencia se fue afirmando como la acción dudosamente legítima de inteligir. Los tests de Weschler y sus sucedáneos quedaron sumidos en un segundo plano. Las neurociencias y la inteligencia artificial también sucumbieron frente a la afirmación rotunda de una nueva traducción, inmediata y precisa, con la que aludimos a la “inteligencia”. La inteligencia, como extremo uso de un poder inquietante, ha permeado a los organismos del estado, fluye incontrolable entre los pasadizos del poder, depone gobernantes, reitera al infinito operaciones de todo tipo color y tamaño, interviene en los golpes blandos y en el lawfare en todos los países del mundo. Las diversas tramas españolas y el rol de nuestros servicios desde la dictadura hasta el presente son dos ejemplos elocuentes elegidos al azar, que dan cuenta de la omnipresencia de esos oscuros espacios del poder real. Hay una misma lógica, peligrosamente antidemocrática, entre Villarejos, el catalangate- pegasus y la odisea de Lula.

Llama la atención que la sospecha de actuar como servicios de inteligencia sindique a periodistas, diarios, corporaciones privadas, empresas, deportistas y ex futbolistas, además de los de por sí inconfiables servicios del estado y de sus fuerzas de seguridad y defensa. También causa escozor, que el trasvasamiento de la autoridad al actual significante de un poder ilegítimo, antidemocrático y amenazante no despierte demasiadas réplicas. Hace pocos días, dialogando al aire con un ex presidente de la bicameral de Inteligencia argentina durante dos períodos seguidos, el entrevistado contara que “un funcionario de los EEUU” le había asegurado que el 90% de las actividades de los espías argentinos estaba dirigida a llevar a cabo estos operativos internos contra adversarios políticos, jueces, políticos y lo demás que ya conocemos. Un solo medio escrito de nuestro medio se hizo eco de semejante admisión. Es extraño. Los diarios tradicionales de nuestro pago chico, que meses atrás se asombraran por la presencia de más de 600 servicios en la Provincia, nada dijeron sobre este estrepitoso comentario. Tampoco los medios nacionales, a pesar de la enorme relevancia del trascendido. Una referencia que confirmaba que el concepto de inteligencia, tal como lo habíamos concebido en nuestras lejanas, había cambiado drásticamente. A fuerza de reiteración y evidencia, la inteligencia reconoce en el mundo neoliberal una significación diferente. Acaso la más peligrosa. La peor. La que es capaz de callar y enmudecer a quienes deberían denunciarla. Quizás porque, en no pocos casos, ellos mismos son parte de ese oscuro entramado.