Desde la creación del Tribunal Russell- Sartre (1966) hasta la actualidad, la importancia y gravitación de los tribunales de opinión no ha sido valorada, extrañamente, en su verdadera dimensión, defección ésta que se advierte particularmente en las academias de derecho, pero que constituye una constante de la política y el derecho internacional. Tanto aquel, como el Tribunal Permanente de los Pueblos, o las diferentes comisiones de verdad (dentro de la cuales, la sudafricana es una referencia obligada, aún a sabiendas de las distintas valoraciones que existen sobre su cometido), han significado un avance sustancial en materia de construcción de instancias de denuncia, enjuiciamiento y condena de hechos significativos que implicaron, a lo largo de la historia, estremecedoras experiencias de afectación de Derechos Humanos fundamentales. Lo ocurrido con los crímenes estadounidenses en Vietnam, el genocidio que implicó el apartheid o los procesos seguidos contra empresas multinaciones, son ejemplos que dan plena fe de la relevancia de decisiones que, aunque no obligatorias, ponen en evidencia su condición superadora respecto de dos connotaciones regresivas del sistema jurídico internacional. Una, es la profunda selectividad a la hora del juzgamiento de los más horrendos crímenes masivos, que generalmente han culminado en la más absoluta impunidad de los mismos, en tanto y en cuanto fueran cometidos por las potencias hegemónicas o los vencedores de las distintas guerras. Otra, es la originalidad de sustitutir el castigo -única reacción prevista institucionalmente por las agencias del derecho internacional- por novedosas y superadoras estrategias no punitivas. Como la verguenza reintegrativa, el perdón, la reparación o, particularmente, la comprobación de los crímenes masivos y sus responsables, y la consecuente denuncia de los mismos antes la comunidad internacional. Esta última alternativa tiene una potencia incalculable, de cara a la deslegitimación de los tribunles internacionales, extremo éste del cual nos hemos ocupado reiteradamente en este medio. No fué la ONU, ni la CPI, ni los tribunales creados especialmente para juzgar determinados conflictos (TPIY, TPIR, etcétera), los que han avanzado en la persecución y enjuiciamiento de verdaderas masacres perpetradas por el imperialismo, sus socios, o las grandes empresas multinacionales. La consolidación de un sistema de control global punitivo, que se expresa unilateralmente a través de guerras, operaciones policiales a gran escala, embargos, bloqueos o "intervenciones humanitarias" que encubren sistemáticas violaciones al derecho internacional, exige la construcción de instrumentos de respuesta democráticos, en manos de los millones y millones de militantes de todo el mundo que observan azorados la fascitización creciente de las relaciones internacionales. La creación de nuevos tribunales de opinión supone una instancia válida para contrapesar las asimetrías de las instancias orgánicas sistémicas, cuyos resultados están a la vista. También, importa un desafío logístico, organizativo, pero sobre todo político e ideológico, a la hora de concitar interés sobre estas vías no convencionales de resolución de los grandes conflictos y la predisposición que los militantes, intelectuales, luchadores sociales y académicos de todo el mundo muestren de cara a estas iniciativas.
“En todas las manifestaciones que provocan el desconcierto de la burguesía, de la aristocracia y de los pobres profetas de la regresión reconocemos… al viejo topo que sabe cavar la tierra con tanta rapidez, a ese digno zapador que se llama Revolución”.

Pasaron, desde ese entonces, casi 20 años. Eran aquellas épocas en las que, en general, la táctica y la estrategia política en las academias de derecho se entrelazaban hasta indiferenciarse. Ese proceso de mimetización  política imponía a la militancia, como seguramente ocurría en muchos otros saberes, optar por refugios inconfortables que obligaban a traumáticas argamasas para construir alianzas colectivas mínimas. Eran los microrrelatos sobrevivientes(casi desconocidos por entonces en la pacata y conservadora comunidad jurídica local) instalados de manera subrepticia, casi clandestina, pujando por un pensamiento crítico. Los Derechos de los reclusos, el garantismo, el minimalismo, el abolicionismo penal,  la perspectiva de género, el derecho internacional de los Derechos Humanos, la protección del medioambiente, los nuevos sistemas procesales adversariales, etcétera.

Eran  esos, también,  los primeros momentos de la carrera de Abogacía en la Universidad Nacional de La Pampa. Y a esto me quiero referir, en definitiva. A un hecho auspicioso que los más viejos comenzamos a ver como una alternativa de pensamiento crítico que atravesara la acotada realidad de la dogmática jurídica  y se planteara incidir en las condiciones de control y dominación social, en las formas de articulación de los discursos cotidianos y en la discusión del rol de los intelectuales orgánicos, entre otras cuestiones no menores de la superestructura, pero también de la estructura social.

Una utopía totalizante en medio del posibilismo que imponía la ideología del pensamiento único y el fin de las ideologías. Pródiga en multitudes de estudiantes entusiastas que, en rigor, lideraron ese movimiento sordo, todavía en vías de definición ideológica, que pugnaba por un cambio en las instituciones jurídicas y políticas. Un sujeto político novedoso y dinámico que se expresaba en congresos, encuentros, cursos de postgrados, talleres, discusiones, armados sabatinos y conferencias. A poco de andar habíamos logrado poner en marcha una Maestría en Ciencias Penales, que fue acreditada y evaluada por la CONEAU antes que la propia carrera de grado obtuviera esa acreditación oficial. Todo sin demasiados recursos, a pulmón, con el aporte invalorable de esos adolescentes que, veinte años después, se debaten en nuestras organizaciones políticas, nuestras agencias judiciales y nuestros planteles académicos.
Durante casi dos décadas debió trabajar, subterráneamente, el viejo topo. Fue descubierto en plena tarea de construcción intelectual por una jauría oscurantista, pero ni así cejó el fatal roedor, hasta terminar conmoviendo las bases mismas del pensamiento hegemónico vernáculo.
Veinte años no han transcurrido en vano. Lo que parecía mentiras hace dos décadas, es hoy una vibrante realidad. La Argentina debate, en un marco de pluralidad inédito, su anteproyecto de Código Penal. En la mayoría de las universidades públicas se habilitan espacios de análisis y discusión sobre esta norma en ciernes. Desde la Cátedra de Derecho Penal enviamos en su momento las observaciones que creímos pertinentes (ver página 7 del anteproyecto), y eso amerita que en las próximas horas, más precisamente el próximo 19 de junio a las 18 horas, nuestra Facultad  también se convierta en epicentro de una de esas instancias dialógicas.
 La presencia del Dr. Carlés, un pilar en el proceso de redacción del anteproyecto, es un privilegio para la Facultad, en el marco de una propuesta de reforma del Código Penal que adquiere connotaciones históricas por diversos motivos. Entre otros, la necesidad de debatir en estos ámbitos una reforma esperada, la disputa por racionalidad y el acotamiento del poder punitivo estatal, y la pelea permanente por la producción de sentido en materia penal y político criminal. Pero si todo esto fuera poco, hay un hecho único, original y hermoso (como diría el poeta Armando Tejada Gómez) que nos convoca a todos. Junto a Carlés estarán Andrés Olié y Alejandro Osio, dos hijos -dilectos-de esta Casa. Dos Magister egresados de una de las iniciativas académicas más relevantes que, en materia de las disciplinas penales, podemos exhibir en la Provincia. Dos sólidos exponentes de la dogmática y el humanismo penal, que sintetizan en sus respectivas identidades los esfuerzos incesantes de casi dos décadas en estas cuestiones, no fáciles por cierto. Dos referentes de lo mucho que tenemos y de lo que está por llegar.
Hasta aquí podríamos repetir, con serena satisfacción y nula originalidad: “bien has  hozado, viejo topo!”. Vaya si lo has hecho.

El código penal argentino trata el delito de sedición en un único capítulo que se ocupa de describir dos conductas típicas diferentes. 

La primera de ellas, a la que podríamos caracterizar como sedición en su forma genérica, la aborda en el artículo 229, describiendo conductas diferentes a la rebelión contra el gobierno nacional, claramente incompatibles con la vida democrática, circunscriptas en este caso a armar una provincia contra otra, alzarse en armas para cambiar la Constitución local, deponer alguno de los poderes públicos de una provincia o territorio federal, arrancarle alguna medida o concesión o impedir, aunque sea temporalmente, el libre ejercicio de sus facultades legales o su formación o renovación en los términos y formas establecidas en la ley. 

En el artículo 230, por su parte, el código contempla supuestos igualmente atentatorios contra el orden institucional, que algunos autores caracterizan como "motín". El inciso primero de dicho texto legal, penaliza a los miembros de una fuerza armada o reunión de personas que se atribuyeren los derechos del pueblo y peticionaren a nombre de éste, conducta que también fulmina la Constitución Nacional en su artículo 22. El inciso segundo del mismo artículo, sanciona a los que se alzaren públicamente para impedir la ejecución de las leyes nacionales o provinciales o las resoluciones de los funcionarios nacionales o provinciales, cuando el hecho no constituya un delito más severamente penado. Con lo que, este último tipo penal, adquiere, al parecer, una función “residual” que cedería frente a conductas más graves que atenten contra los poderes públicos y el orden constitucional.

En los dos artículos en los que el código analiza el delito de sedición, se observa una preocupación del legislador por adecuar las conductas típicas a expresos mandatos constitucionales.

En efecto, el artículo 6º de nuestra Carta Fundamental establece textualmente: " El Gobierno federal interviene en el territorio de las provincias para garantir la forma republicana de gobierno, o repeler invasiones exteriores, y a requisición de sus autoridades constituidas para sostenerlas o restablecerlas, si hubiesen sido depuestas por la sedición, o por invasión de otra provincia”.  El ya mencionado artículo 22, por su parte, expresa :“El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición”. Finalmente, el artículo 127 dice: “Ninguna provincia puede declarar, ni hacer la guerra a otra provincia. Sus quejas deben ser sometidas a la Corte Suprema de Justicia y dirimidas por ella. Sus hostilidades de hecho son actos de guerra civil,

calificados de sedición o asonada, que el Gobierno federal debe sofocar y reprimir conforme a la ley”. Como se observa, el tipo penal en cuestión importa una derivación armónica de preceptos fundacionales de la forma representativa, republicana y federal establecida por el constituyente, ratificada por los nuevos derechos emergentes de la primera parte del artículo 36, según el texto que el mismo asumiera luego de la reforma de 1994: “Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos.

Sus autores serán pasibles de la sanción prevista en el Artículo 29, inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos y excluidos de los beneficios del indulto y la conmutación de penas.

Tendrán las mismas sanciones quienes, como consecuencia de estos actos, usurparen funciones previstas para las autoridades de esta Constitución o las de las provincias, los que responderán civil y penalmente de sus actos. Las acciones respectivas serán imprescriptibles.
Todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes ejecutaren los actos de fuerza enunciados en este artículo”.
El delito de sedición, al igual que los que sancionan los atentados al orden constitucional y a la vida democrática (artículos 226 y 228), adquieren en el marco histórico actual una importancia trascendental en nuestro país y en la región, atendiendo a las nuevas formas destituyentes que, con diversa suerte, han proliferado respecto de los gobiernos democráticamente elegidos.
En consecuencia, debe advertirse que, si bien estos tipos penales ya eran materia de preocupación en nuestro país en sendos proyectos que datan de más de un siglo (debe enumerarse en ese sentido los proyectos de Código Penal de 1891 y 1906), el bien jurídico protegido- la vigencia plena del Estado Constitucional de Derecho- y las nuevas formas de afectación del mismo, merecen una necesaria adecuación a las nuevas formas de afectación de este bien jurídico pergeñadas en la actualidad.
Por eso, puede parecer en principio que la conducta de "armar una provincia contra otra" remite a una realidad compatible con los albores de nuestra organización constitucional y las luchas intestinas que devastaron el país hasta la sanción de la Constitución de 1853/60. Pero muy pocas dudas puede caber respecto de la dramática actualidad de tentativas frecuentes de "alzarse en armas para cambiar la Constitución local, y muy especialmente deponer alguno de los poderes públicos de una provincia o territorio federal, arrancarle alguna medida o concesión o impedir, aunque sea temporalmente, el libre ejercicio de sus facultades legales o su formación o renovación en los términos y formas establecidas en la ley". Tampoco nos sorprende, en el contexto actual de América Latina, el accionar de individuos de una fuerza armada o reunión de personas, que se atribuyeren los derechos del pueblo y peticionaren a nombre de éste (art. 22 de la Constitución Nacional, ni tampoco el accionar  de los que se alzan públicamente para impedir la ejecución de las leyes nacionales o provinciales o de las resoluciones de los funcionarios públicos nacionales o provinciales, cuando el hecho no constituya delito más severamente penado por este código. 
Ambas normas, en consecuencia, deben interpretarse como sancionatoria de este tipo de prácticas antidemocráticas que han puesto en crisis la institucionalidad de los gobiernos legítimos de la región, y que en algunos casos han amenazado, en los últimos años y en lo que aquí importa,  a los de nuestro país. Los actores no necesariamente son las fuerzas militares, como antaño acontecía. Conspiran actualmente contra la democracia, según datos de la realidad contemporánea, desde grupos concentrados de poder económico, oligopolios mediáticos, policías locales y otras fuerzas de seguridad, hasta burocracias judiciales, etcétera. La doctrina de los golpes blandos de Gene Sharp ilustran maquiavélicamente sobre esos accionares reiterados. En líneas generales, cabalgando sobre la base de reclamos reales y atendibles, se invoca la "voluntad del pueblo" para arrancarle a los gobiernos democráticos determinadas medidas o, lisa y llanamente, deponerlos.
Según Sharp, estos "golpes suaves" (también aludidos como "primaveras") reconocen en todos los casos cinco pasos sucesivos de debilitamiento sistemático de los gobiernos:
1- ABLANDAMIENTO: acciones para generar y promocionar un clima de malestar, como denuncias de corrupción y la promoción de intrigas.
 2- DESLEGITIMACIÓN: desarrollar intensas campañas en defensa de la libertad de prensa y de los derechos humanos, acompañadas de acusaciones de totalitarismo contra el Gobierno en el poder.
 3- CALENTAMIENTO DE CALLE: lucha activa por reivindicaciones políticas y sociales, promoción de manifestaciones y protestas violentas contra las instituciones.
 4- COMBINACIÓN DE FORMAS DE LUCHA: operaciones de guerra psicológica y desestabilización del Gobierno, bajo un clima de "ingobernabilidad".
 5- FRACTURA INSTITUCIONAL: forzar la renuncia del presidente mediante revueltas callejeras, mientras se prepara el terreno para una intervención militar. Guerra civil prolongada y aislamiento internacional.
Se trata, en ambos casos, de delitos de actividad, que admiten únicamente la forma dolosa directa que consiste en el conocimiento del o los autores de que intervienen en alguna de las conductas anteriormente indicadas.


 “El mundo ya no es un lugar unipolar, como era antes de la llegada del presidente Vladimir Putin. EE.UU ya no va a ser el amo del mundo”, afirmó el vicepresidente de la República Srpska, Emil Vlajki  (foto). “La civilización occidental pretende ser la comunidad internacional. En este caso hablamos sobre EE.UU, Europa Occidental, Australia, Canadá y así sucesivamente. Pero esto es sólo una pequeña parte de la comunidad internacional y creo que éste no es más un mundo unipolar. Y ahora con la aparición de Rusia y China, y tal vez la de India, Brasil, pero en este momento con China y Rusia, ya no pueden (los países occidentales) ser los dueños, si puedo decirlo, del mundo”, dijo Vlajki a la emisora La Voz de Rusia, según destaca en su edición digital del día de la fecha el diario Russia Today
“En los últimos 20 años, EE.UU y Europa Occidental eran realmente los amos del mundo, pero ahora con Putin no creo que esto vaya a continuar”, añadió el vicepresidente de la República Srpska, una de las dos entidades políticas que forman la república federada de Bosnia y Herzegovina (una creación unilateral  de los vencedores después de las últimas contiendas balcánicas), refiriéndose a las actuales experiencias de control global punitivo..

Según Vlajki, Washington tiene en sus intereses nacionales, “debido a que están liderando la nueva guerra fría contra Rusia”, “establecer el escudo antimisiles en las fronteras de Rusia” con el fin de controlarla. “Ese es su interés y Ucrania tiene una frontera con Rusia y el interés nacional de Estados Unidos es el escudo con el fin de herir a Rusia”, argumenta este político, intelectual y académico, autor del libro “Demonizando a los serbios”, un trabajo que exhibe una posición alternativa a los relatos hegemónicos en lo que concierne a la realidad de la guerra en la antigua Yugoslavia y el posterior proceso de resolución de dicho conflicto. Finalmente, Vlajki calificó las sanciones contra Rusia como “ridículas”.
Las respuestas que el sistema penal internacional, todavía en lento y arduo proceso de consolidación, atravesado por la volatilidad de las nuevas configuraciones geopolíticas multipolares que coexisten dificultosamente con un poder imperial militar unilateral, ha conferido a algunos crímenes contra la Humanidad, pueden resumirse,en general, en experiencias punitivas, reservadas generalmente para los derrotados en las guerras.
          Esta expresión sistémica, recurrente desde Nüremberg y Tokio hasta la actualidad,  sin demasiadas modificaciones, ha contribuido decisivamente a legitimar y universalizar una ideología punitiva hegemónica, destinada al control  de los insumisos y los diferentes, apelando en muchas oportunidades al eufemismo de las “intervenciones humanitarias” armadas, como vía de reproducción de las relaciones de producción y el orden ecuménico establecido.
Estas lógicas, por supuesto, no  podrían haberse afirmado a lo largo de la historia, si no hubieran estado en sintonía con los sistemas de creencias dominantes, muchas veces construidos desde los aparatos ideológicos y represivos del Estado, a través de un fabuloso proceso de penetración cultural y alienación colectiva.
Uno de los productos culturales más violentos derivados de la imposición de estos relatos binarios es el sistema penal, que se ha comportado, tanto a nivel global como interno, como un instrumento asimétrico y sesgado de criminalización y control social punitivo.

Por supuesto, esta realidad abarca también a las respuestas coercitivas brindadas respecto de algunos ofensores en materia de crímenes masivos. 

Frente a esta realidad brutal, es posible oponer la idea de un Derecho penal democrático, de mínima intervención, supeditado a su condición de ultima ratio en materia de resolución de los más graves conflictos humanos.
Lo hacemos, en la plena convicción de que un Derecho penal internacional democrático, acotado en su poder punitivo, además de configurar una utopía positiva, nos plantea el desafío  de la reconstrucción de los grandes relatos, después de un efímero repliegue, y de una nueva ideología totalizante, más justa, más equitativa, menos violenta, en materia de convivencia universal, en la que las nuevas formas jurídicas han de resultar un insumo cultural fundamental e indispensable.
        
           Puesto en marcha, desde hace décadas, como hemos visto, un sistema penal global de indudable rigor y verificada selectividad en materia de gravísimas infracciones contra los Derechos Humanos de importantes colectivos de víctimas, se hace necesario poner al descubierto algunas particularidades que plantea la realidad mundial contemporánea, absolutamente distinta de la que existía hace apenas unos años.
La profundidad de la crisis capitalista, desatada hace menos de un lustro, ha influido de manera directa en el Derecho penal internacional actual.
En efecto, el impacto de la crisis sobre los estados nacionales, su economía y su cultura, no reconoce precedentes cercanos en el tiempo.
Por un lado, las medidas adoptadas a todo nivel por los países centrales no han dado los resultados esperados. Más bien, en algunos casos, han profundizado la zozobra y acrecentado los temores de amplias capas de las sociedades occidentales.
La sensación generalizada de estar frente a una crisis de cualidades diferentes, la emergencia de un mundo multipolar en materia de desarrollo económico, que a la vez conserva vigente la figura de un gigantesco gendarme imperial, en materia militar, han acrecentado la apelación a la categoría de las sociedades “de riesgo”.
Las incertidumbres abismales configuran el nuevo organizador de las vidas cotidianas, a la sazón, el nuevo nombre del miedo, consustancial a las sociedades tardomodernas.
Las demandas de mayor soberanía de los bloques emergentes, la protesta social universal, la fugacidad de los liderazgos de todo orden, en el marco de una crisis estructural, ayudan a construir sociedades globales nihilistas, articuladas por la desconfianza, los miedos  y la percepción de que el futuro se ha vuelto indudablemente más complejo.
 Los encargados de gobernar la penalidad en el mundo, han sido también alcanzados por esa desconfianza, y su reacción recurrente ha sido crear formas regresivas de control punitivo de los distintos, considerados a priori peligrosos. Para constatar la verosimilitud de esta afirmación no hay más que hacer un seguimiento de la evolución de los nuevos paradigmas del penalismo contemporáneo.
El incremento de los nuevos riesgos ha operado cambios trascendentales en la forma de concebir el biopoder, gestionar la gubernamentalidad y establecer la política criminal de los Estados y de la Comunidad Internacional, que se expresan actualmente mediante un deterioro sostenido de los derechos y garantías de las personas criminalizadas, y en un prevencionismo y un retribucionismo penal de perfiles inéditos, que han transformado al derecho en un insumo en estado de excepción permanente.
El Derecho penal interno de los Estados, opera en la actualidad con las mismas categorías que el sistema penal internacional, acercando, como nunca antes, sus lógicas, a la de la guerra.
La analogía no es azarosa: el capitalismo ha saldado sus crisis cíclicas recurriendo invariablemente a las guerras. La guerra, expresada como gigantescas operaciones de limpieza de clase dirigidas contra los “enemigos”, condiciona decisivamente al Derecho Penal Internacional contemporáneo.
Paradójicamente, en los últimos años, el neoliberalismo, que hace menos de tres décadas se autoerigía como el relato único que ponía fin de la historia, ha resultado ser el paradigma más corto de la historia humana. El Consenso de Washington y sus recetas han colapsado estructuralmente, y buena parte de la supervivencia del capitalismo global depende de su eficacia para encubrir su política de control, bajo el pretexto de un combate sostenido contra nuevas amenazas como el terrorismo, las dictaduras populistas, o las difusas y nunca comprobadas amenazas nucleares, químicas, etc.
En ese contexto de marcado autoritarismo, no debe sorprender que los genocidios sigan cobrando millones de vidas.
Independientemente de las conocidas dificultades para converger en una definición pacífica sobre estas prácticas de exterminio, conocemos  un denominador común de los crímenes de masa: los genocidios no dependen tanto del número de personas victimizadas, cuanto del propósito de aniquilación que anima a los perpetradores y la construcción unilateral previa que éstos hacen de los grupos de víctimas.
A pesar que la gran mayoría de los genocidios  se cometieron a instancias de  definiciones políticas e ideológicas determinadas previa y unilateralmente por los perpetradores, no fue posible incluir en las definiciones jurídicas a estos agregados como víctimas de este tipo de delitos, merced a la férrea oposición planteada, justamente, por las grandes potencias.
Por ende, al abordar la cuestión de la “reacción social” global frente a los genocidios, la comunidad internacional decidió convalidar una definición jurídica acotada, selectiva y arbitraria en lo que concierne al alcance  de la protección legal de los grupos de víctimas, que respondió a los intereses de las potencias vencedoras de la Segunda Guerra.
 Ahora  bien, una de las tareas que resultan principales para la criminología, es la que concierne a la elaboración de estrategias preventivas respecto de cualquier tipo de delito.
Por cierto que la problemática del genocidio no es una excepción respecto de ese horizonte de proyección del saber criminológico.

El genocidio, concebido con una tecnología de poder criminal destinada a la eliminación de un “otro” desvalorado, destinatario de la intolerancia y los prejuicios colectivos, a quien se le asigna previamente la condición de “peligroso” o riesgoso, es el crimen que más vidas ha cobrado durante la modernidad.
La prevención de este delito contra la Humanidad, implica una batalla cultural contra lógicas, racionalidades y representaciones binarias, y cualquier ejercicio criminológico de anticipación respecto del mismo, exige entonces una profundización de la democracia como forma de interrelación social y un acotamiento del poder punitivo de los Estados, que son los sujetos activos que, de ordinario, perpetran este tipo de masacres.
Para ello es imprescindible entender estas conductas criminales como parte de una planificación sistemática, cuya finalidad es la eliminación de las bases mismas sobre las que se asientan las sociedades a las que pertenecen  los grupos de víctimas, sustituyéndolas por un sistema de creencias compatible con la cosmovisión de los vencedores.
            Esta ha sido la impronta que caracterizó a los horrendos crímenes de masa cometidos después de la segunda guerra mundial, por parte del poder punitivo descontrolado de los Estados, en todos los casos respecto de disidentes políticos, minorías nacionales o raciales, o grupos sociales previamente definidos como “enemigos” o “terroristas”.
Es preciso concluir, en efecto, que en todos los casos en que se han llevado a cabo estas matanzas, ha habido un poder estatal poderoso y centralizado, de características predominantemente policíacas, que ha logrado desbordar los límites del Estado Constitucional de Derecho, generando las condiciones de posibilidad objetivas para la comisión de los genocidios.
Esta afirmación autoriza a inferir que, a contrario sensu, en aquellas sociedades más democráticas y tolerantes frente a la diversidad y la otredad, los discursos únicos y los relatos autoritarios y discriminatorios tendrían muchas menos probabilidades de derivar en prácticas criminales reorganizadoras.

A pesar que el genocidio armenio fue considerado el primer crimen de masa de la modernidad, es necesario presentar el caso de las masacres perpetradas en el siglo XIX contra los pueblos originarios de Latinoamérica, como un precedente moderno no siempre dimensionado en su verdadera magnitud, y por ende, naturalizado o invisibilizado por la historiografía dominante.
El Estado argentino, por ejemplo, en su etapa de acumulación primitiva de capital, desató una “campaña” pseudo civilizatoria contra los pueblos originarios, produciendo una verdadera masacre, cuyos escasos sobrevivientes fueron luego explotados como mano de obra barata, destinada a contribuir a la reproducción del incipiente sistema pastoril exportador del Siglo XIX, desde una condición humillante de virtual esclavitud.
 Este proceso organizado de aniquilamiento, fue silenciado o exhibido desde su perpetración como un conflicto bélico “contra los salvajes”, a favor de la libertad y el progreso, por la mayoría de los libros de historia nacionales. Hizo falta un largo y trabajoso proceso de revisión histórica para comprender la magnitud de la masacre y sus causas originarias, mucho más ligada a la necesidad de consolidar los intereses de una clase dominante en pleno ascenso, cuyo brazo armado fue un Estado militarista, que a grandes enunciados éticos.
Al genocidio de los pueblos originarios de América Latina, que incluyó una pionera experiencia concetracionaria, le sucedieron  tragedias similares, también, negadas, tergiversadas o inexplicablemente silenciadas.

Una de las manifestaciones genocidas más cruentas del siglo pasado, fue la masacre de Nanking, llevada a cabo por el ejército de la autocracia imperial japonesa de principios de Siglo XX, que causó la muerte de centenares de miles de ciudadanos chinos.
Si bien este genocidio, a esta altura de la historia, solamente es puesto en tela de juicio o discutido por sectores minoritarios del conservadurismo japonés contemporáneo, es necesario poner de relieve a asimetría en la relación de fuerzas entre el grupo de víctimas y los perpetradores, que, también en este caso, representaban el brazo armado de un Estado expansionista y autoritario, esencialmente belicista, socialmente jerárquico y profundamente antidemocrático, cuyo rostro más reaccionario reaparecería ante los ojos del mundo pocos años después, durante la Segunda Guerra Mundial.
 China, por el contrario, era por entonces un país agrario, con una estructura económica precapitalista, que exhibía un ostensible atraso tecnológico respecto de sus agresores.
Otro capítulo negro de la historia moderna, también minimizado en las crónicas históricas, lo constituyó el genocidio reorganizador argelino, perpetrado por Francia, a la sazón, la potencia ocupante, contra la sociedad que aspiraba a independizarse de su condición colonial, a partir de 1945
La eliminación sistemática de centenares de miles de argelinos expresaban las contradicciones emergentes del mundo de posguerra: mientras Francia festejaba su liberación del régimen nazi, con la misma ferocidad utilizaba sus fuerzas armadas y efectivos paramilitares para ahogar en sangre los reclamos libertarios del pueblo argelino.
En este caso, en lo que constituye un macabro hallazgo teórico, se concibió por primera vez al conflicto como una “guerra”, emprendida esta vez contra un enemigo interno, lo que dio lugar a la creación de doctrinas militares contrainsurgentes, que habrían de recorrer el mundo y ponerse de manifiesto décadas después, con su autoritarismo binario, a través del accionar genocida de las dictaduras latinoamericanas durante los años setenta y ochenta.
Esa concepción supuso, como en otros casos, una degradación de los más elementales derechos y garantías de la población agredida.
Por su parte, el genocidio camboyano, que se cobró la vida del 25% de la población de ese país, implicó otra forma de construcción desvalorada de  la otredad, y una nueva evidencia de que estos crímenes generalmente se cometen cuando se exacerban los regímenes autoritarios y se debilitan las formas de convivencia armónica y pacífica.
La matanza de Camboya tuvo el dudoso privilegio y la particularidad de ser uno de los crímenes masivos cometidos en nombre del “socialismo” y de una sociedad pretendidamente más justa y equitativa que los ordenamientos capitalistas, lo que ratifica la idea de que el caldo de cultivo de los genocidios no se compadece tanto con determinados sistemas ideológicos, sino con formas de articular los vínculos sociales y valorar el respeto por la diversidad y las diferencias.
Los crímenes, perpetrados por el régimen de Pol Pot, intentaron “reorganizar” las creencias religiosas, la cultura, la idea de familia, la estructura económica, la educación y las formas jurídicas, sustituyéndolas por otras que resultaran más confiables para el “ideal” comunista que decían profesar los ofensores.
Para llevar a cabo estas reformas, el poder punitivo del Estado camboyano alcanzó una violencia sin límites. La mayoría de la población fue obligada a vivir en el campo, en condiciones realmente penosas, miles de personas fueron conminadas a vivir en establecimientos de secuestro institucional y muchas otras fueron ejecutadas sumariamente.
No obstante estas prácticas, no se logró superar la condición de país agrario atrasado de Camboya ni las relaciones casi feudales de producción, que parecieron, en cambio, profundizarse con el genocidio.
El caso estremecedor del genocidio ruandés, por su parte, demuestra la influencia perversa de las potencias coloniales en masacres exhibidas luego como el producto de ininteligibles motivaciones raciales que, aunque existentes, enmascaran los intereses históricos de los sectores dominantes internos e internacionales. Los crímenes masivos perpetrados en Ruanda permitieron, a través de los juicios, identificar la responsabilidad de corporaciones religiosas y empresas periodísticas en ese período histórico. Una evidencia que se reiteraría, como también hemos analizado, en la experiencia argentina, en la que el rol de la jerarquía católica y un gran sector de la prensa fue decisivo para legitimar el genocidio.
El militarismo, el autoritarismo y el racismo nos han permitido explicar el horrendo genocidio guatemalteco, que pasó prácticamente inadvertido para la comunidad internacional y la gran prensa occidental, en un hecho que, por supuesto, no pude ser atribuido a la casualidad.
La persecución sistemática y el genocidio  reiterado del que han sido víctimas los pueblos kurdos y gitano, por su parte, nos permiten concluir que los delitos contra la humanidad pueden reiterarse en la medida que se reproduzcan las condiciones objetivas y subjetivas que los precipitaron y no se adopten estrategias de prevención consistentes.

            Como hemos visto, en cada una de estas masacres, se advierte claramente la intención de los perpetradores de aniquilar o destruir, total o parcialmente, al grupo de víctimas, extremo éste que constituye una exigencia del tipo penal de Genocidio, a tenor de lo establecido expresamente por el artículo II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948.
          Esta exigencia de la intencionalidad, empero, ha provocado muchas discusiones en la doctrina de los autores e incluso en el pronunciamiento de los tribunales, ya que en muchos casos este elemento subjetivo del tipo de injusto no aparece tan claramente determinado, y por lo tanto debe aquella ser inferida de las “evidencias circunstanciales” que rodean a las conductas homicidas.
         Así, han sido consideradas evidencias circunstanciadas, la planificación, las ejecuciones sistemáticas, distintas prácticas criminales que denotan la existencia de la eliminación del grupo, tales como la matanza de mujeres embarazadas o de bebés o niños, etcétera.
 El propio texto de la norma permite concluir que el logro del exterminio total del grupo no constituye un requisito  del tipo bajo análisis, sino que basta para su configuración con la  intencionalidad  de la destrucción del grupo de manera total o parcial.
 De esta premisa puede a su vez deducirse que la cuestión numérica no hace a la definición del genocidio. En el caso argentino, por ejemplo, el exterminio de varios miles de compatriotas en un contexto de más de veinte millones de habitantes al momento de la perpetración, podría conducir a una impresión equivocada si nos limitáramos a una visión cuantitativa de la tragedia.
Lo que define la existencia del genocidio, en este caso, son las particularidades que los perpetradores identificaban en los grupos de víctimas, a los que se sindicaba por su ideología, su militancia o sus opiniones como colectivos que ponían en crisis la supuesta escala de valores de una sociedad unilateralmente definida como “occidental y cristiana” por la dictadura cívico-militar, razón por la cual se llevó a cabo contra los mismos un autogenocidio reorganizador destinado a modificar las relaciones sociales preexistentes.
La respuesta histórica de los tribunales argentinos tiene el doble mérito de haber advertido la existencia del genocidio e imponer las condenas a los acusados por cometer crímenes de lesa humanidad inferidos en el marco de un genocidio, razonamiento que puso a los pronunciamientos a cubierto de las imprecisiones analizadas de la definición jurídica del genocidio.

Ahora bien, es importante destacar que, tanto en la experiencia argentina, como en el caso de los distintos tribunales internacionales que han debido expedirse sobre la responsabilidad de los perpetradores en caso de delitos contra la humanidad, se ha evidenciado un denominador común, constituido por la imposición de las más severas  penas privativas de libertad para los condenados (abstracción hecha de los horrendos casos de ajusticiamiento letales, que ofenden la memoria del derecho penal internacional).
Desde Núremberg y Tokio, hasta el Tribunal para la Antigua Yogoslavia, pasando por los de Ruanda y Sierra Leona y llegando a la propia Corte Penal Internacional, en efecto, los pronunciamientos condenatorios han sido dirigidos contra determinados ofensores, muchos de ellos personas de edad avanzada, casi todos derrotados en diversos conflictos, y han consistido en un recurso permanente a la prisión como forma de simbolizar la “justicia”, tal como lo prevén los respectivos estatutos de esos mismos tribunales. 
 Es evidente que la pena de prisión, en estos casos, se justifica en base al retribucionismo y al prevencionismo extremos, y la cuestión de la resocialización o reinserción de los penados no parece ocupar demasiado al derecho penal internacional, como tampoco la profunda selectividad de este último, uno de sus rasgos deslegitimantes más graves y notorios.
Pero ocurre que, tanto en las constituciones de los estados constitucionales de derecho, como en un derecho penal liberal, la pena encuentra sentido únicamente con apego a la ideología de la resocialización y la reinserción o –si mejor se lo prefiere- reintegración social de los penados, que son los únicos paradigmas que “justificarían” el secuestro institucional.
De modo que esta exigencia no aparece como una circunstancia disponible para los Estados y las instituciones supranacionales. Dicho en otros términos, un sistema penal internacional democrático, por ende mínimo, no podría prescindir de estas categorías minimalistas.

Creemos, en conclusión, que el desarrollo de estrategias consistentes en materia de prevención de crímenes masivos, y la construcción de formas de resolución alternativas de este tipo de conflictos, suponen instancias superadoras para el derecho internacional.
En ese sentido, es necesario valorar la experiencia histórica de los tribunales de opinión y de las comisiones de verdad, por su profunda incidencia cultural, social, simbólica y pedagógica.
Debemos entonces reivindicar, por ejemplo, al Tribunal Russell, el Tribunal Permanente de los Pueblos y la  Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica. Todos esos tribunales se han constituido para analizar y resolver, en clave de justicia no punitiva, los más graves crímenes que han azotado a la humanidad desde la segunda posguerra.
Y han encarnado una mirada no retributiva, basada en el arrepentimiento, la asunción de la propia culpa, la comprensión, el perdón de los ofensores, la vergüenza reintegrativa, la reparación y la reaparición plena de la víctima en los procesos, en lo que significa un avance que el sistema penal institucional no ha logrado todavía a nivel internacional, no obstante los tibios progresos que el Estatuto de la Corte Penal Internacional ha ensayado al respecto.
En estos esquemas, de profunda densidad humanística, el reproche penal quedaría circunscripto a una posibilidad de última ratio, únicamente utilizable en la medida que los perpetradores no acepten su culpabilidad o se nieguen a reconocer sus crímenes, o renieguen de la posibilidad de pedir sinceras disculpas a las víctimas y someterse a la vergüenza de enfrentar a la sociedad que han agredido.
Seguramente, habrá muchas personas que se mostrarán disconformes con las soluciones no punitivas, o compatibles con un derecho penal mínimo, porque las mismas suponen la remoción de una cultura reproducida a través de siglos de utilización de los castigos más brutales. Tantas, como las que se muestran decepcionadas con la respuesta que brindan los procesos penales convencionales, cualquiera sea su resultado.
           
Una mirada criminológica, nos conduce inexorablemente al desafío político- criminal de pensar un nuevo sistema penal –también en materia de crímenes contra la humanidad- profundamente democrático y, por ende, no selectivo, dotado de instrumentos de prevención eficientes y de estrategias de resolución de conflictos no necesariamente punitivas, reservando a la penalidad, como dijimos, el rol de última ratio, sometida siempre a los límites que impone un Estado Constitucional de Derecho.al poder punitivo de los Estados.
Estamos hablando de un Derecho Penal Mínimo, que se contraponga al derecho penal de la modernidad tardía, hipertrofiado, desformalizado, violento, prevencionista y retribucionista, que contribuye decisivamente a la constitución de un estado de permanente excepción, mediante el que el mundo “resuelve” sus conflictos.
Como ya hemos adelantado en otras ocasiones, concebimos al Derecho penal mínimo como una instancia meramente táctica, en tránsito a la abolición definitiva del sistema penal, que atiende a la inédita disparidad de la relación de fuerzas sociales, militares y económicas del capitalismo contemporáneo.
El minimalismo penal sería, a nuestro entender, una base mínima, democrática y pacífica en virtud de la cual podrían anudarse las nuevas relaciones internacionales y resolverse las contradicciones sistémicas principales, que debería evolucionar, cuando las condiciones objetivas y subjetivas de la sociedad global lo permitieran, hacia formas aún menos violentas de dirimir las diferencias entre los seres humanos, tarea para la cual el derecho penal ha demostrado su histórica incapacidad.
Ese Estado Constitucional de Derecho, que incorpora a los derechos internos los pactos, tratados y convenciones que en materia internacional rigen y dan certeza a las relaciones internacionales, constituye una base mínima de legalidad. Absolutamente progresiva, sin dudas, pero que todavía debe evolucionar necesariamente hacia formas más civilizadas y menos violentas de dirimir las controversias humanas, rol éste para el cual el derecho penal ha evidenciado su inveterada torpeza a lo largo de la historia.
Hasta que ello pudiera ocurrir, no podemos eludir nuestra obligación intelectual de revalorización de las garantías del Estado Constitucional de Derecho y de un derecho penal mínimo como elemento acotante del poder punitivo institucional.
          La convivencia entre derecho penal mínimo y crímenes de masa no es, naturalmente, una cuestión sencilla. En efecto, si bien la mayoría de la doctrina no ha recalado en la articulación de reflexiones pormenorizadas acerca de las posibles relaciones entre ambas categorías, es posible establecer, mediante un razonamiento integrador, las principales objeciones a la mera posibilidad de que estos graves delitos puedan ser investigados y juzgados con prescindencia del derecho penal en su versión contemporánea, y que la eventual responsabilidad de los perpetradores pudiera ser sancionada con una medida alternativa a la privación de libertad más severa.
a- En primer lugar, se ha sostenido que es imposible resocializar a los genocidas, sencillamente porque el sistema penal, pese a reproducir en estos casos la selectividad con la que opera respecto de otros delitos, resultaría necesario en virtud la brutalidad de los delitos cometidos, lo que haría que la pena, aunque fuese irracional, no sería antiética frente a injustos de semejante gravedad, ya que en estos casos se descarta la posibilidad de limitar el poder punitivo y someter los conflictos a otros modelos de solución alternativos.
La magnitud de la pena debe expresar, por la magnitud del daño inferido, el máximo reproche penal posible en este tipo de delitos, a los que se cataloga de ideológicos y, por ende, insusceptibles de ser revisados y replanteados por los agresores.
Frente a este planteo, es posible contestar que el fin de la pena, en un Estado Constitucional de Derecho, no puede ser otro que la reinserción o reintegración social de los infractores.
Así lo han consagrado el artículo 10.3  del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, muchas de las constituciones democráticas del mundo e innumerables normas internas de diferentes Estados nacionales.
Más allá del indiscutible deterioro del ideal resocializador, es claro que éste no se plantea límite alguno frente a determinados delitos o cierta clase de perpetradores masivos, por lo que, en principio, aparece como aplicable a todas las personas, dado que es reconocido como un derecho civil, político, y por lo tanto humano.
Por otra parte, el paradigma correccionalista, aún en su estado de actual cuestionamiento, es el último límite político criminal que queda en pie, frente a los relatos inocuizadores del nuevo realismo conservador. La contradicción principal de la penología posmoderna, sería, entonces,  reintegración o incapacitación. Ante esta disyuntiva de hierro, no queda otra alternativa, desde una perspectiva minimalista, que actualizar y reformular los viejos postulados resocializadores, y en esto no se podría admitir ningún tipo de excepción, ni por delitos ni por autores. Sencillamente porque esa excepción, como enseña la historia, se transformaría más temprano que tarde en una amarga regla.
Es cierto que estamos ante infracciones singulares, a las que se reconoce como “delitos de convicción”, perpetrados por personas con sistemas de creencias intolerantes, violentos, fundamentalistas, todo lo que dificulta cualquier intervención institucional en aras de la revisión de sus ofensas.
Pero también es real que existen casos conmovedores en que esos mismos victimarios han expresado su arrepentimiento, han pedido perdón a las víctimas, se han sometido al repudio generalizado de la sociedad ofendida y han intentado regresar al seno de la misma.
Aquí asume un rol fundamental la resignificación de la pena, porque en general, las que se han aplicado a los criminales de masa, por su duración, tornan imposible cualquier tipo de resocialización o reintegración social, lo que, como vimos, constituye un mandato normativo inexcusable.
Pero también demandan una reeducación de las víctimas, para alejarlas de las lógicas del desquite y el fetiche de una justicia entendida como administración descontrolada de castigo.
b- Se ha señalado también, que existe en la comunidad internacional un acuerdo mayoritario alrededor de una obligación consuetudinaria de castigar las violaciones a derechos humanos.
Esta postura se basa en la especial relevancia de los delitos de masa, que poseen una connotación cualitativamente diferente de cualquier otro tipo de macrocriminalidad organizada, dado el rol que juegan los Estados como perpetradores de estas gravísimas violaciones de Derechos Humanos.
Por eso, se inclina abiertamente por la necesidad de que este tipo de delitos sean juzgados y castigados, dado que existe sobre el particular, una suerte de obligación no escrita asumida por los Estados y la comunidad internacional, de recurrir en estos casos excepcionales a soluciones únicamente penales, como única forma de conservar la confianza en la validez y vigencia de las normas internacionales.

Una vez más, podríamos advertir frente a esta formulación la hegemonía contemporánea de una cultura del castigo como forma de resolver las diferencias, que trasciende los ordenamientos internos y se proyecta con la misma impronta a las normas del derecho internacional, incluso con el beneplácito de los discursos progresistas.
Creemos que más que un deber de penalizar, asistimos a un penalismo asentado en una relación de fuerzas políticas y sociales que le son extremadamente favorables.
De otra forma, no podría entenderse la aparición, el indudable prestigio y la permanencia en el tiempo de los Tribunales de opinión y de las Comisiones de Verdad y Reconciliación. Más aún, destacamos que los mismos se consolidaron a favor de la desconfianza que por su intrínseca e histórica selectividad ha empañado al sistema penal internacional, lo que desmiente a priori esta supuesta obligación de penalizar, porque si algo ha caracterizado a estas nuevas formas de resolución de conflictos es, justamente, su imposibilidad de recurrir a las penas institucionales; más precisamente, a la pena de prisión. No obstante, los mismos han contribuido de manera decisiva al mantenimiento de la confianza de la sociedad global en sus decisiones, justamente porque se basan en valores fundamentales, igualitarios y universales, tales como la vida, la dignidad  y los Derechos Humanos.
Fue en el marco de estas acotadas experiencias no punitivas, por el contrario, donde se han puesto en práctica ejercicios de vergüenza reintegrativa, se han observado los mayores casos de aceptación de la culpa por parte de los agresores y de sus disculpas por parte de las víctimas, produciendo genuinos procesos de reintegración social y pacificación comunitaria.
Y han sido las decisiones de los Tribunales de opinión las que han condenado, por primera vez, a los grandes genocidas que eludieron sistemáticamente al derecho penal internacional, a los depredadores y contaminadores mayores del planeta, o a quienes con sus conductas promueven las más grandes iniquidades del mundo moderno.
c- Se ha afirmado también que la reparación requiere de una instancia previa de castigo en los casos de graves crímenes contra la Humanidad, reservando a las formas  alternativas de resolución de conflictos un papel subsidiario, complementario y subordinado siempre a la imposición de una pena convencional, también en este caso partiendo de la idea de que las sociedades no pueden tolerar que los criminales de masa no sean juzgados y castigados, como paso previo indispensable para la reconciliación social.
Esta perspetiva ofrece, sin embargo, algunas inconsistencias constatables.
La primera de ellas es el desdén injustificado de la potencia de las formas no puntivas de resolución de cualquier tipo de conflictos, la que por supuesto no cede ni se subordina a  la eventual gravedad de las ofensas perpetradas.
Esa subestimación, como es lógico, se explica a partir de una sobreestimación de la capacidad del derecho penal para resolver esos conflictos, que parte de la negación y el desconocimiento de algunas lógicas superadoras propias de la justicia restaurativa.
No cabe duda, en este sentido, que la crisis de legitimidad del sistema penal estriba justamente en su incapacidad para brindar respuestas satisfactorias ante la conflictividad social contemporánea, abstracción hecha del consenso que conserva la cultura de la penalidad, últimamente asentada en las funciones simbólicas del castigo institucional, antes que en la perspectiva de reintegración social de los infractores.
Esto produce una inevitable desazón y un disconformismo permanente de las víctimas, que, educadas generalmente en una lógica vindicativa, no obtienen de parte del sistema penal ninguna reparación de parte de los perpetradores, y mucho menos de una lógica castrense de concepción de la justicia, lo que se hace más patente en los delitos más graves, incluyendo desde luego los crímenes contra la Humanidad.
En cambio, las formas no puntivas hacen que, al menos, la víctima sea escuchada y reparada y, sobre todo, alejada de la mítica asimilación de la justicia con el castigo. Estas formas parecen mucho más eficaces si de lo que se trata es de lograr la reintegración social de los perpetradores y la paz social.
d- Otras perspectivas que asumen la imposibilidad de justificar la sanción penal desde la equivalencia entre cualquier sanción  punitiva y la magnitud de los daños inferidos por los delitos contra la Humanidad, legitiman la pena echando mano a una perspectiva utilitaria, diferenciando la labor del legislador, que intenta expedirse sobre circunstancias futuras, de la de los jueces, que resuelven hechos pretéritos. Se trata de una reivindicación de la prevención general positiva, que adjudica a la ley penal el cometido de reforzar la adhesión a determinados valores sociales, disuadiendo mediante la amenaza penal cualquier conducta violatoria de Derechos Humanos fundamentales.
El juicio justo, además de su aptitud para devolver a las normas penales su aptitud preventiva y a la comunidad su confianza en las mismas, tendría una indudable connotación simbólica y pedagógica para las sociedades que deciden revisar su pasado trágico.
Creemos, por el contrario, que el juicio justo no debe ser asimilado necesariamente a la imposición de castigos de violencia inusitada, que pierdan de vista la finalidad que a las penas asignan los Estados democráticos.
Por el contrario, una sociedad podría revalorizar su confianza en las normas, cuando un juicio insospechable le permita reconstruir su historia y su memoria, reproducir la verdad de lo acontecido en el pasado, identificar a los agresores y a las víctimas,  lograr la reprobación de los perpetradores y, eventualmente, intentar su reintegración a la sociedad que agredieron.
e- Acaso la justificación más encomiable mediante la que se pretende legitimar el recurso a la pena en los delitos masivos, radica en la necesidad de desechar las amnistías en circunstancias tan sensibles para la sociedad global.
Las amnistías han intentado constituirse, en muchos supuestos, como una especie de imposición unilateral pergeñada por los propios perpetradores respecto de las sociedades agredidas y, particularmente, de sus víctimas, para obtener de manera unilateral su propia impunidad.
Este tipo de autoamnistías resultan manifiestamente inaceptables por razones políticas, jurídicas y morales.
En general, se ha tratado de casos llevados adelante a espaldas de las víctimas, y en holocausto de pronunciamientos expresos de Tribunales internacionales sobre el particular. Por ende, así concebida, la asimilación entre amnistía e impunidad resulta tan correcta, como reprochables tales iniciativas. Y esa reprochabilidad encuentra su fundamento en que esas amnistías unilaterales no han nacido de la previa reconciliación entre agresores y víctimas, y se han intentando concretar de espaldas a las sociedades vulneradas por las prácticas genocidas.
Ahora bien, si las amnistías, en vez de provenir de un ejercicio vertical y autoritario, implicaran una síntesis que diera testimonio de los acuerdos sociales alcanzados a través de una reconciliación efectiva, en la que las víctimas han sido escuchadas, y los perpetradores han pedido disculpas, han reformulado su sistema de creencias violento y han demostrado un sincero arrepentimiento respecto de sus crímenes, probablemente sean merecedoras de una conclusión menos terminante.
Sería posible, en estos casos, poner en crisis el estereotipo de su regresividad, y resignificarlas en clave de poner fin a graves y profundos conflictos, y recuperar la paz social y la armonía del conjunto social escamoteadas por la tragedia. La experiencia sudafricana, con sus más y su menos, constituye un dato objetivo de la realidad histórica que merece, al menos, una nueva discusión alrededor de este tipo de soluciones.
Somos conscientes de que este tipo de problematizaciones serán criticadas por su pretendido utopismo, pero reiteramos que nuestro rol como intelectuales del campo popular, implica la obligación inexorable de concebir e imaginar formas de convivencia menos violentas y sociedades futuras más justas, equitativas, democráticas y armónicas. Esto supone pensar aquello que nos ha sido escamoteado pensar, en palabras paradójicas de Heidegger.
Esos objetivos superadores en materia de convivencia humana y administración de la conflictividad, está claro, no podrán convivir con la violencia intrínseca, e irreversible, de los sistemas penales institucionales.


Daniel de Santis presentará en Santa Rosa su libro "¿Por qué el Che fue a Bolivia", el próximo miércoles 11 de junio, a las 20 horas, en el Salón Azul de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad de La Pampa.
Daniel De Santis nació en 1948. A los veinte años comenzó su militancia socialista, en 1971 se incorporó al PRT-ERP, en 1975 era dirigente de los obreros de la fábrica Propulsora Siderúrgica, desde donde llevaron adelante tres meses de huelga, y enseguida integró el Comité Central del partido. Durante la dictadura estuvo exiliado. Participó de la Revolución Sandinista. Regresó al país en 1983, y se graduó como profesor en física. Impartió sus clases en los secundarios de La Plata. Creó posteriormente la Cátedra Che Guevara en la Universidad de La Plata en 2003, dos años después de lo que llama la rebelión popular de 2001.
El libro recorre, polemiza e intenta explicar, recurriendo a profusas citas bibliográficas y expresivas posiciones ideológicas, a lo largo de más de cuatrocientas páginas, un hecho político e histórico que ha dado lugar a las más variadas interpretaciones en la militancia política revolucionaria de todo el mundo.
Para explicar por qué, en su visión, el Che Guevara emprendió su campaña en Bolivia (una decisión que entiende correcta), De Santis analiza la evolución de la estrategia de poder en el marxismo y el desarrollo de este metarrelato en América Latina. Desmenuza, a lo largo de tres capítulos de su obra, la historia de la Revolución cubana, las experiencias revolucionarias de mediados del siglo pasado, y concluye haciendo una reseña de la no siempre recordada revolución boliviana de 1952. 
En síntesis, un encuentro para escuchar, analizar, contextualizar y, fundamentalmente, debatir.
El trabajoso desarrollo que a partir de la segunda mitad del siglo XX fue alcanzando el sistema penal internacional (particularmente durante el período ubicado entre los juicios de Nüremberg y Tokio y la creación de la Corte Penal Internacional) indudablemente estuvo signado por la necesidad y la demanda global de brindar respuestas al fenómeno recurrente de los crímenes de masa, un legado “polemogéneo" e inédito de la modernidad, consistente en la eliminación sistemática y estructural de agregados enteros de personas, con el objeto de reorganizar una sociedad sobre las nuevas bases propuestas por los perpetradores.
Las respuestas que ese sistema en pleno proceso de construcción y consolidación ha proporcionado (solamente) a algunos hechos de exterminio, que repugnan a la conciencia colectiva de la humanidad, no trascendieron hasta ahora las lógicas de la clásica ecuación  infracción-castigo, y en este último caso el castigo se limitó casi exclusivamente (dejando al margen abominables y sumarias ejecuciones) a la aplicación de graves penas privativas de libertad a los vencidos en los conflictos armados.


El binarismo que caracterizó a esta dinámica histórica y los logros relevantes logrados en materia de persecución y enjuiciamiento penal de personas físicas implicadas en delitos de lesa humanidad y genocidio, en efecto, no alcanzaron a disimular la asimetría de esos procesos de criminalización y la profunda selectividad que condicionaron desde su nacimiento al sistema penal internacional, el cual reprodujo en ese sentido las realidades de los sistemas penales de los Estados nacionales.
No obstante, es preciso señalar que los Estados nacionales fueron incorporando paulatinamente a sus respectivos sistemas jurídicos -sobre todo con el  advenimiento de la denominada “modernidad tardía”- instrumentos sustitutivos de la pena o alternativos a las mismas, mecanismos de justicia restaurativa o transicional, formas de resolución alternativa de conflictos, mayor participación de las víctimas en los procesos penales y otros dispositivos no necesariamente punitivos, justamente en el marco de la paradójica desconfianza que el consenso alcanzado por el castigo evidenciaba en las sociedades “contrademocráticas” occidentales[1].
Esta interesante evolución no se reprodujo, todavía, en el ámbito del Sistema Penal Internacional, donde las lógicas punitivistas confieren una impronta decisiva de enemistad y violencia predecimonónica a sus prácticas y funcionamiento.
Por el contrario, el comportamiento recurrente del sistema penal globalizado parece reservar la pena de prisión como única respuesta institucional a las ofensas. Y el monto de esas penas han sido hasta ahora -vale recordarlo- los más elevados con los que pueda convivir un Derecho penal liberal.
Se ha dicho, en punto a esta cuestión, y como forma de entender y explicar este desarrollo particular del sistema penal global, que “la Comunidad Internacional se encuentra, en la actualidad, donde el Estado-Nación se encontraba en los albores de su existencia: en la formación y consolidación de un monopolio de la fuerza en el ámbito del Derecho penal internacional, sobre cuya base se puede fundar el ius puniendi” de una ciudadanía mundial[2].
Analizaremos con sentido crítico tal entendimiento, intentando reformular esta hipótesis, basada en la supuesta inmadurez o escaso grado de avance del sistema penal ecuménico -y a nuestro entender fuertemente impregnada por su consideración desde una perspectiva sociológica funcionalista y consensualista- a la hora de explicar las grandes transformaciones históricas, sociales, políticas y jurídicas, que no otra cosa involucran las formas de persecución y enjuiciamiento penal y las sanciones que se habrán de imponer frente a cada caso en particular.
Creemos, antes bien, que el sistema penal internacional no ha avanzado hacia formas menos violentas de resolución de los conflictos, precisamente porque la ideología punitiva hegemónica no ha permitido la incorporación de las mismas -a excepción del caso de algunos tribunales de opinión y otras escasas experiencias que también detallaremos a lo largo de este trabajo- con el objeto de reasegurar así el control punitivo de los diferentes y los disfuncionales, recurriendo a la guerra más como garantía de la preservación y reproducción de un orden determinado que como exigencia por las demoras que impone una “transición a la democracia” global.
Es más, probablemente no se alcanzará el tránsito democrático global hasta tanto se modifiquen determinadas condiciones estructurales e institucionales a nivel mundial, se remuevan sistemas de creencias fuertemente arraigados en la cultura de los hombres y se establezcan mecanismos más democráticos de convivencia entre las multitudes diversas y multiculturales del tercer milenio.
Estos datos son, precisamente, los que nos llevan a explorar la posibilidad de una extensión de los principios del Derecho penal mínimo para resolver las situaciones problemáticas que se derivan de la perpetración de delitos de lesa humanidad y genocidio, desde una perspectiva dogmática, criminológica y filosófico penal alternativa.
En este sentido, cabe señalar que incluso los impresionantes avances en materia de Derechos Humanos, que se han dado en Argentina, no han logrado desarticular ni modificar las lógicas punitivas  que han caracterizado hasta la fecha los procesos judiciales seguidos contra los responsables del terrorismo de Estado.
El nuevo paradigma del Derecho Internacional de los Derechos Humanos ha venido a revelar -hasta ahora- una evolución sorprendente del Derecho penal, desde su condición de Derecho de los imputados, frente al exceso de los Estados (Derecho penal reductor), hacia la instauración de un Derecho de las víctimas a exigir, esencialmente, “juicio y castigo” a los culpables.
De esta manera, el denominado “Derecho penal mínimo”, aun desde las usinas del pensamiento penal progresista y democrático, se ha concebido y reservado para todo tipo de delitos, a excepción -justamente- de los delitos de lesa humanidad y genocidio.
Es posible que, en buena medida, esta limitación sea una lógica consecuencia del  atraso comparativo en el nivel de desarrollo del Derecho Penal Internacional[3].
Pero no debe descartarse la posibilidad de que esa circunstancia reconozca también, en la base de su formulación, causas políticas difícilmente compatibles con las teorías consensualistas del cambio social,  mucho más vinculadas a los paradigmas que explican a este último desde una perspectiva conflictivista y dialéctica.
Lo cierto es que -como de ordinario ocurre con el Derecho penal de las naciones- el sistema penal internacional, invocando el interés del conjunto y  la representatividad de la mayoría de los países del mundo, no ha podido trascender los límites que la selectividad y la asimetría de los procesos de criminalización le han impuesto, y ha terminado en muchos casos reproduciendo un estado de cosas injusto, coincidente con los intereses de los poderosos y los vencedores del planeta.
Pero además de este sesgamiento histórico notorio, las respuestas que el sistema penal internacional y la justicia universal han conferido en materia de genocidios y delitos de lesa humanidad, no han podido superar el binarismo punitivo respecto de determinadas personas o grupos de ofensores, que casi siempre carecen de poder o han perdido el que alguna vez tuvieron, consagrando una consecuente impunidad respecto de estremecedoras masacres llevadas a cabo por los “indispensables” del planeta.
Pueden nombrarse a título de ejemplo, y sin pretender agotar la posible enumeración de los casos que registra la historia moderna, aniquilamientos tales como los de Armenia, el Kurdistán, Dresden, Hiroshima y Nagasaki, Vietnam, Irak, Afganistán, el holocausto gitano, las guerras de los Balcanes, Camboya, etcétera, muchas de las cuales fueron denominadas “operaciones humanitarias” o esfuerzos realizados en aras de la instauración de la democracia, conforme el particular léxico etnocéntrico de los perpetradores.
              “Los crímenes contra la Humanidad que se han cometido y se cometen desde el poder, o en las guerras contra regímenes dictatoriales, con los bombardeos masivos que provocan "daños colaterales" en la población civil, han demostrado la trascendencia internacional de estos delitos"[4]
               No obstante estas evidentes aporías, el discurso y las prácticas punitivistas en materia de delitos de genocidio han concitado una esperable adhesión global y alcanzado una indiscutible hegemonía a partir del deterioro de los paradigmas resocializadores de justificación de la pena,  de la crisis del correccionalismo como ideología tributaria del welfarismo penal y del declive del rol de los expertos en materia político criminal.
Esta resignificación de la violencia jurídica, no puede disociarse de la nueva concepción política de la guerra, que como relación social permanente, tiende a convertirse en un organizador básico de las sociedades contemporáneas, prescindiendo de las conquistas y límites de las democracias decimonónicas en materia penal, asumiéndose como “la matriz general de todas las relaciones de poder y técnicas de dominación, supongan o no derramamiento de sangre”. (…) “En estas guerras hay cada vez menos diferencia entre lo interior y lo exterior, entre conflictos extranjeros y seguridad interna”[5], porque en todos esos casos se expresan intervenciones policiales perpetradas mediante medidas militares.
Intervenciones militares de baja intensidad y operaciones policiales de alta intensidad, no podrían ya diferenciarse apelando  a las categorías biopolíticas de principios de los siglos XIX y  XX.
Por ese motivo, la principal consecuencia de este estado de guerra es que las relaciones internacionales y la política interior se asemejan cada vez más entre sí, lo que provoca una asimilación del derecho penal internacional a los derechos internos, difuminando cualquier diferencia basada en distintos estados de desarrollo de las formas y las prácticas jurídicas.
Guerras de baja intensidad y operaciones policiales de alta intensidad, provocan, en consecuencia, que las ideas de Justicia y de Derecho no formen parte del concepto de guerra de la era postmoderna.
Las intervenciones a cargo de los organismos de control social punitivo resultan mecanismos aptos por igual,  para ocupar una nación preventivamente, o para incapacitar a sujetos o colectivos disfuncionales, aún a sabiendas de que guerra y derecho son nociones contrapuestas que se excluyen entre sí.
Un ejemplo de esta preeminencia desembozada de la fuerza lo encarna la política exterior asegurativa de los Estados Unidos, que se reconoce a sí mismo, explícitamente, como una excepción con respecto a la ley, que se exceptúa unilateralmente -vale destacarlo- nada menos que del cumplimienrto de los Tratados y Convenciones internacionales sobre medioambiente, derechos humanos y tribunales internacionales, arguyendo, por ejemplo, que sus militares no tienen por qué atenerse a las normas que obligan a otros en cuestiones tales como los ataques preventivos, el control de armamentos, las torturas, las muertes extrajudiciales y las detenciones ilegales.
En este sentido, la “excepción estadounidense remite a la doble vara de medir de que disfruta el más poderoso, es decir, a la idea de que donde hay patrón no manda marinero. Estados Unidos también es indispensable, según la definición de Albright, sencillamente porque tiene más poder que nadie”[6], y lo usa discrecionalmente dentro y fuera de sus fronteras (el prevencionismo extremo en materia internacional es un equivalente de las leyes de inmigración de Arizona, la doctrina de las ventanas rotas o la tolerancia cero que caracterizan su Política criminal, lo que da idea de lo que significa -también- un Derecho penal globalizado construido en esta misma clave).
El discurso neopunitivista, uno de los datos constitutivos de la modernidad tardía, plantea de esa forma la utilización del Derecho penal como una herramienta útil y apta para hacer frente a  una multiplicidad de conductas que generan las nuevas “inseguridades” en las denominadas “sociedades de riesgo”.
Las características de este nuevo Derecho penal se sintetizan y sincretizan no en una tendencia unitaria a criminalizar a sujetos individuales en circunstancias determinadas, sino en la configuración de un  control punitivo de última generación que se expresa de manera “glocal”[7] y grupal, y su objeto de control es la rebelión de los excluidos o los insumisos, sobre la base de la adhesión a las teorías que justifican las medidas de coerción y las penas, con apego a  tesis prevencionistas o retribucionistas.
Asistimos así a la vigencia de un sistema penal de lógicas globalizadas y unitarias, donde las mencionadas características configuran las improntas identitarias que asimilan  los elementos e instrumentos nacionales e internacionales de punición.
Las identidades remarcadas no pueden ser entendidas solamente como una expresión defensista unificada frente a las “inseguridades” que se ciernen tanto respecto de los Estados nacionales, cuanto respecto de la comunidad internacional, sino también como un intento de reproducción de las instancias de dominación que en cada espacio se expresan y ponen en práctica: “En este ámbito, al igual que a nivel nacional, se debe rechazar la retribución en cuanto fundamento o finalidad de la pena. Buscar la equivalencia al perjuicio sufrido en el caso de crímenes de masas resulta sencillamente impensable. No obstante lo anterior, los precedentes del Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia (TPIY) y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) le concedieron a la noción de retribución -frente a otros fines de la pena- un rol marcadamente preponderante, en tales términos que la misma llegó a quedar en pie de igualdad frente a la intimidación general, esto es, a la prevención general negativa. Así, en el fallo más reciente de la Cámara de Apelaciones en Celebici se ratificó que los “principales fines para dictar condena son la intimidación y la retribución[8]. (…) “A pesar que la jurisprudencia de dichos tribunales hace referencia a distintas finalidades de la pena, éstas desempeñan para ellos un rol ciertamente secundario. Esto quedó de manifiesto en el referido proceso, en lo que a la prevención especial bajo la modalidad de la rehabilitación respecta, cuando la Cámara de Apelaciones de Celebici rechazó contundentemente la apelación interpuesta por el acusado Mucic: “…si bien la rehabilitación…debe ser considerado como un factor relevante, no es de aquellos que deban recibir una consideración desmedida”[9].
Estas concepciones -conviene aclararlo- contradicen de manera flagrante expresas prescripcionenes del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 10), de las Constituciones liberales (por ejemplo la argentina o la española), y la propia filosofía de un Derecho penal liberal, compatible con un Estado Constitucional de Derecho.
Con un Derecho internacional que justifica las condenas con arreglo a parámetros de intimidación y retribución, estamos frente a un orden que no sólo reniega de las teorías negativas o agnósticas de las penas, asignando así roles de primera y segunda jerarquía a los Estados (conforme la asimetría de los procesos de criminalización verificados históricamente), sino que, al interior de los mismos, promueve la preservación de ese mismo orden jerárquico legitimante de la exclusión, mediante la construcción de lógicas, discursos, prácticas y superestructuras monistas.
Una vez efectuado este recorrido introductorio relativo a los datos de la realidad objetiva de la tardomodernidad, que intentan describir críticamente el comportamiento del Sistema penal internacional y la Justicia universal, debe ponerse de manifiesto que, aun con las falencias enumeradas, el sistema penal global debería, en un primer momento, tender a expresar la superación de la justicia por mano propia, el desarrollo extensivo del Derecho penal de enemigo y las esperables, simbólicas y negativas imágenes de los cuerpos de los réprobos depuestos en las plazas públicas. Pero su razón de ser no debería abarcar nada más (ni nada menos) que esos precisos y acotados objetivos. Por eso es lógico que también aspire, en consecuencia, no solamente a prevenir la impunidad en determinados casos concretos, sino a mejorar los sistemas penales en su totalidad.
Más aún, la cuestión de la promoción de sistemas estables para intentar reconstruir la memoria, la justicia, la verdad y la reparación en materia de las más graves violaciones a los Derechos Humanos por parte de los Estados democráticos modernos, no puede eludir las asignaturas pendientes que consisten en profundizar las nociones internas de Estado de derecho, de gobernanza, de mayor ciudadanía, de calidad institucional, de reformas judiciales proactivas, de evolución de la psicología de jueces, fiscales y demás operadores de los sistemas penales, de manera que todos los ciudadanos, en igualdad de condiciones, sin importar su extracción social, puedan acceder efectivamente a la justicia.
Desde esta perspectiva, los procedimientos que se lleven a cabo en materia de Derechos Humanos deberían reconocerse como medios que, lejos de limitarse a los delitos internacionales, habrían de encontrar su correlato y resolución en los demás casos “normales” que se sustancian en todas las áreas del sistema legislativo y judicial de las naciones[10].
Estimamos que esta metodología debería incidir en un proceso cultural más amplio en el que se disputan discursos, relatos y prácticas, de forma que el fortalecimiento de un Derecho y una Justicia democrática en los Estados nacionales incorporara esa impronta al sistema penal internacional, compuesto en definitiva por la voluntad mayoritaria de las naciones del mundo.



[1]  Rosanvallon, Pierre: “La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza”, Ed. Manantial, Buenos Aires, 2007.
[2]  Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº. 12, 2003, págs. 191-212.
[3] Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº. 12, 2003, pags. 191-212.
[4] POLAINO NAVARRETE, Miguel (Director); MARTOS NÚÑEZ, Juan Antonio; BLANCO LOZANO, Carlos; MONGE FERNÁNDEZ, Antonia; POLAINO-ORTS, Miguel: "Derecho Penal Internacional. Materiales Docentes", Edición Digital@tres, S.L, 2012, p. 172.

[5]  Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p. 35.
[6]  Albright, Madeleine, The Today Show, entrevista de la NBC con Marr Lauerr, 19 de febrero de 1998, citada por Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p. 29.
[7] Para desarrollar una breve semblanza explicativa del concepto de glocalización en materia cultural, en tanto relacionamiento asimétrico entre un mundo globalizado y la reivindicación de los particularismos locales, aplicable a las prácticas y culturas punitivas contemporáneas, reproduzco un tramo del concepto que sobre el particular brinda Kevin Power: “La cultura cotidiana se encuentra en aumento, determinada por una combinación de signos y conceptos que se extraen tanto de lo local como de lo global (lo glocal) y el campo simbólico en el cual se forman las identidades culturales se mezcla cada vez más con signos híbridos y globales. Ya tenemos lo que algunos críticos han llamado la deterritorialización de la cultura contemporánea, estructurada por fuerzas semicaóticas, por patrones desiguales de intercambio cultural”, en Power, Kevin: “Descifrando la Glocalización”, en http://bdigital.uncu.edu.ar/objetos_digitales/172/powerHuellas3.pdf
[8] Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº. 12, 2003, págs. 191-212.
[9]  Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº. 12, 2003, págs. 191-212.
[10]  Ambos, Kai: “Enjuiciamiento de crímenes internacionales en el nivel nacional e internacional: entre justicia y realpolitik”, que se encuentra disponible en http://www.politicacriminal.cl/n_04/a_1_4.pdf, p. 12.