El código penal argentino trata el delito de sedición en un único capítulo que se ocupa de describir dos conductas típicas diferentes.
La primera de ellas, a la que podríamos caracterizar como sedición en su forma genérica, la aborda en el artículo 229, describiendo conductas diferentes a la rebelión contra el gobierno nacional, claramente incompatibles con la vida democrática, circunscriptas en este caso a armar una provincia contra otra, alzarse en armas para cambiar la Constitución local, deponer alguno de los poderes públicos de una provincia o territorio federal, arrancarle alguna medida o concesión o impedir, aunque sea temporalmente, el libre ejercicio de sus facultades legales o su formación o renovación en los términos y formas establecidas en la ley.
En el artículo 230, por su parte, el código contempla supuestos igualmente atentatorios contra el orden institucional, que algunos autores caracterizan como "motín". El inciso primero de dicho texto legal, penaliza a los miembros de una fuerza armada o reunión de personas que se atribuyeren los derechos del pueblo y peticionaren a nombre de éste, conducta que también fulmina la Constitución Nacional en su artículo 22. El inciso segundo del mismo artículo, sanciona a los que se alzaren públicamente para impedir la ejecución de las leyes nacionales o provinciales o las resoluciones de los funcionarios nacionales o provinciales, cuando el hecho no constituya un delito más severamente penado. Con lo que, este último tipo penal, adquiere, al parecer, una función “residual” que cedería frente a conductas más graves que atenten contra los poderes públicos y el orden constitucional.
En los dos artículos en los que el código analiza el delito de sedición, se observa una preocupación del legislador por adecuar las conductas típicas a expresos mandatos constitucionales.
En efecto, el artículo 6º de nuestra Carta Fundamental establece textualmente: " El Gobierno federal interviene en el territorio de las provincias para garantir la forma republicana de gobierno, o repeler invasiones exteriores, y a requisición de sus autoridades constituidas para sostenerlas o restablecerlas, si hubiesen sido depuestas por la sedición, o por invasión de otra provincia”. El ya mencionado artículo 22, por su parte, expresa :“El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de éste, comete delito de sedición”. Finalmente, el artículo 127 dice: “Ninguna provincia puede declarar, ni hacer la guerra a otra provincia. Sus quejas deben ser sometidas a la Corte Suprema de Justicia y dirimidas por ella. Sus hostilidades de hecho son actos de guerra civil,
calificados de sedición o asonada, que el Gobierno federal debe sofocar y reprimir conforme a la ley”. Como se observa, el tipo penal en cuestión importa una derivación armónica de preceptos fundacionales de la forma representativa, republicana y federal establecida por el constituyente, ratificada por los nuevos derechos emergentes de la primera parte del artículo 36, según el texto que el mismo asumiera luego de la reforma de 1994: “Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos.
Sus autores serán pasibles de la sanción prevista en el Artículo 29, inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos y excluidos de los beneficios del indulto y la conmutación de penas.
Tendrán las mismas sanciones quienes, como consecuencia de estos actos, usurparen funciones previstas para las autoridades de esta Constitución o las de las provincias, los que responderán civil y penalmente de sus actos. Las acciones respectivas serán imprescriptibles.
Todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes ejecutaren los actos de fuerza enunciados en este artículo”.
El delito de sedición, al igual que los que sancionan los atentados al orden constitucional y a la vida democrática (artículos 226 y 228), adquieren en el marco histórico actual una importancia trascendental en nuestro país y en la región, atendiendo a las nuevas formas destituyentes que, con diversa suerte, han proliferado respecto de los gobiernos democráticamente elegidos.
En consecuencia, debe advertirse que, si bien estos tipos penales ya eran materia de preocupación en nuestro país en sendos proyectos que datan de más de un siglo (debe enumerarse en ese sentido los proyectos de Código Penal de 1891 y 1906), el bien jurídico protegido- la vigencia plena del Estado Constitucional de Derecho- y las nuevas formas de afectación del mismo, merecen una necesaria adecuación a las nuevas formas de afectación de este bien jurídico pergeñadas en la actualidad.
Por eso, puede parecer en principio que la conducta de "armar una provincia contra otra" remite a una realidad compatible con los albores de nuestra organización constitucional y las luchas intestinas que devastaron el país hasta la sanción de la Constitución de 1853/60. Pero muy pocas dudas puede caber respecto de la dramática actualidad de tentativas frecuentes de "alzarse en armas para cambiar la Constitución local, y muy especialmente deponer alguno de los poderes públicos de una provincia o territorio federal, arrancarle alguna medida o concesión o impedir, aunque sea temporalmente, el libre ejercicio de sus facultades legales o su formación o renovación en los términos y formas establecidas en la ley". Tampoco nos sorprende, en el contexto actual de América Latina, el accionar de individuos de una fuerza armada o reunión de personas, que se atribuyeren los derechos del pueblo y peticionaren a nombre de éste (art. 22 de la Constitución Nacional, ni tampoco el accionar de los que se alzan públicamente para impedir la ejecución de las leyes nacionales o provinciales o de las resoluciones de los funcionarios públicos nacionales o provinciales, cuando el hecho no constituya delito más severamente penado por este código.
Ambas normas, en consecuencia, deben interpretarse como sancionatoria de este tipo de prácticas antidemocráticas que han puesto en crisis la institucionalidad de los gobiernos legítimos de la región, y que en algunos casos han amenazado, en los últimos años y en lo que aquí importa, a los de nuestro país. Los actores no necesariamente son las fuerzas militares, como antaño acontecía. Conspiran actualmente contra la democracia, según datos de la realidad contemporánea, desde grupos concentrados de poder económico, oligopolios mediáticos, policías locales y otras fuerzas de seguridad, hasta burocracias judiciales, etcétera. La doctrina de los golpes blandos de Gene Sharp ilustran maquiavélicamente sobre esos accionares reiterados. En líneas generales, cabalgando sobre la base de reclamos reales y atendibles, se invoca la "voluntad del pueblo" para arrancarle a los gobiernos democráticos determinadas medidas o, lisa y llanamente, deponerlos.
Según Sharp, estos "golpes suaves" (también aludidos como "primaveras") reconocen en todos los casos cinco pasos sucesivos de debilitamiento sistemático de los gobiernos:
1- ABLANDAMIENTO: acciones para generar y promocionar un clima de malestar, como denuncias de corrupción y la promoción de intrigas.
2- DESLEGITIMACIÓN: desarrollar intensas campañas en defensa de la libertad de prensa y de los derechos humanos, acompañadas de acusaciones de totalitarismo contra el Gobierno en el poder.
3- CALENTAMIENTO DE CALLE: lucha activa por reivindicaciones políticas y sociales, promoción de manifestaciones y protestas violentas contra las instituciones.
4- COMBINACIÓN DE FORMAS DE LUCHA: operaciones de guerra psicológica y desestabilización del Gobierno, bajo un clima de "ingobernabilidad".
5- FRACTURA INSTITUCIONAL: forzar la renuncia del presidente mediante revueltas callejeras, mientras se prepara el terreno para una intervención militar. Guerra civil prolongada y aislamiento internacional.
Se trata, en ambos casos, de delitos de actividad, que admiten únicamente la forma dolosa directa que consiste en el conocimiento del o los autores de que intervienen en alguna de las conductas anteriormente indicadas.
“El mundo ya no es un lugar unipolar, como era
antes de la llegada del presidente Vladimir Putin. EE.UU ya no va a ser el amo
del mundo”, afirmó el vicepresidente de la República Srpska, Emil Vlajki (foto). “La
civilización occidental pretende ser la comunidad internacional. En este caso
hablamos sobre EE.UU, Europa Occidental, Australia, Canadá y así sucesivamente.
Pero esto es sólo una pequeña parte de la comunidad internacional y creo que
éste no es más un mundo unipolar. Y ahora con la aparición de Rusia y China, y
tal vez la de India, Brasil, pero en este momento con China y Rusia, ya no
pueden (los países occidentales) ser los dueños, si puedo decirlo, del mundo”,
dijo Vlajki a la emisora La Voz de Rusia, según destaca en su edición digital
del día de la fecha el diario Russia Today
“En los últimos 20 años, EE.UU y
Europa Occidental eran realmente los amos del mundo, pero ahora con Putin no
creo que esto vaya a continuar”, añadió el vicepresidente de la República
Srpska, una de las dos entidades políticas que forman la república federada de
Bosnia y Herzegovina (una creación unilateral
de los vencedores después de las últimas contiendas balcánicas),
refiriéndose a las actuales experiencias de control global punitivo..
Según Vlajki, Washington tiene en
sus intereses nacionales, “debido a que están liderando la nueva guerra fría
contra Rusia”, “establecer el escudo antimisiles en las fronteras de Rusia” con
el fin de controlarla. “Ese es su interés y Ucrania tiene una frontera con
Rusia y el interés nacional de Estados Unidos es el escudo con el fin de herir
a Rusia”, argumenta este político, intelectual y académico, autor del libro
“Demonizando a los serbios”, un trabajo que exhibe una posición alternativa a
los relatos hegemónicos en lo que concierne a la realidad de la guerra en la
antigua Yugoslavia y el posterior proceso de resolución de dicho conflicto.
Finalmente, Vlajki calificó las sanciones contra Rusia como “ridículas”.
Las
respuestas que el sistema penal internacional, todavía en lento y arduo proceso
de consolidación, atravesado por la volatilidad de las nuevas configuraciones
geopolíticas multipolares que coexisten dificultosamente con un poder imperial
militar unilateral, ha conferido a algunos crímenes contra la Humanidad, pueden
resumirse,en general, en experiencias punitivas, reservadas generalmente para
los derrotados en las guerras.
Esta expresión sistémica, recurrente desde Nüremberg y Tokio hasta la
actualidad, sin demasiadas
modificaciones, ha contribuido decisivamente a legitimar y universalizar una
ideología punitiva hegemónica, destinada al control de los insumisos y los diferentes, apelando
en muchas oportunidades al eufemismo de las “intervenciones humanitarias”
armadas, como vía de reproducción de las relaciones de producción y el orden
ecuménico establecido.
Estas lógicas, por supuesto, no podrían haberse afirmado a lo largo de la
historia, si no hubieran estado en sintonía con los sistemas de creencias
dominantes, muchas veces construidos desde los aparatos ideológicos y
represivos del Estado, a través de un fabuloso proceso de penetración cultural
y alienación colectiva.
Uno de los productos culturales más violentos derivados de
la imposición de estos relatos binarios es el sistema penal, que se ha
comportado, tanto a nivel global como interno, como un instrumento asimétrico y
sesgado de criminalización y control social punitivo.
Por supuesto, esta realidad abarca también a las respuestas
coercitivas brindadas respecto de algunos ofensores en materia de crímenes
masivos.
Frente a esta realidad brutal, es posible oponer la idea de
un Derecho penal democrático, de mínima intervención, supeditado a su condición
de ultima ratio en materia de
resolución de los más graves conflictos humanos.
Lo hacemos,
en la plena convicción de que un Derecho penal internacional democrático,
acotado en su poder punitivo, además de configurar una utopía positiva, nos
plantea el desafío de la reconstrucción
de los grandes relatos, después de un efímero repliegue, y de una nueva
ideología totalizante, más justa, más equitativa, menos violenta, en materia de
convivencia universal, en la que las nuevas formas jurídicas han de resultar un
insumo cultural fundamental e indispensable.
Puesto en marcha, desde hace
décadas, como hemos visto, un sistema penal global de indudable rigor y
verificada selectividad en materia de gravísimas infracciones contra los
Derechos Humanos de importantes colectivos de víctimas, se hace necesario poner
al descubierto algunas particularidades que plantea la realidad mundial
contemporánea, absolutamente distinta de la que existía hace apenas unos años.
La
profundidad de la crisis capitalista, desatada hace menos de un lustro, ha
influido de manera directa en el Derecho penal internacional actual.
En efecto,
el impacto de la crisis sobre los estados nacionales, su economía y su cultura,
no reconoce precedentes cercanos en el tiempo.
Por un
lado, las medidas adoptadas a todo nivel por los países centrales no han dado
los resultados esperados. Más bien, en algunos casos, han profundizado la
zozobra y acrecentado los temores de amplias capas de las sociedades
occidentales.
La
sensación generalizada de estar frente a una crisis de cualidades diferentes,
la emergencia de un mundo multipolar en materia de desarrollo económico, que a
la vez conserva vigente la figura de un gigantesco gendarme imperial, en
materia militar, han acrecentado la apelación a la categoría de las sociedades
“de riesgo”.
Las
incertidumbres abismales configuran el nuevo organizador de las vidas
cotidianas, a la sazón, el nuevo nombre del miedo, consustancial a las
sociedades tardomodernas.
Las
demandas de mayor soberanía de los bloques emergentes, la protesta social
universal, la fugacidad de los liderazgos de todo orden, en el marco de una
crisis estructural, ayudan a construir sociedades globales nihilistas,
articuladas por la desconfianza, los miedos
y la percepción de que el futuro se ha vuelto indudablemente más
complejo.
Los encargados de gobernar la penalidad en el
mundo, han sido también alcanzados por esa desconfianza, y su reacción
recurrente ha sido crear formas regresivas de control punitivo de los
distintos, considerados a priori peligrosos.
Para constatar la verosimilitud de esta afirmación no hay más que hacer un
seguimiento de la evolución de los nuevos paradigmas del penalismo
contemporáneo.
El incremento de los nuevos riesgos ha operado cambios
trascendentales en la forma de concebir el biopoder, gestionar la
gubernamentalidad y establecer la política criminal de los Estados y de la
Comunidad Internacional, que se expresan actualmente mediante un deterioro sostenido
de los derechos y garantías de las personas criminalizadas, y en un
prevencionismo y un retribucionismo penal de perfiles inéditos, que han
transformado al derecho en un insumo en estado de excepción permanente.
El Derecho
penal interno de los Estados, opera en la actualidad con las mismas categorías
que el sistema penal internacional, acercando, como nunca antes, sus lógicas, a
la de la guerra.
La
analogía no es azarosa: el capitalismo ha saldado sus crisis cíclicas
recurriendo invariablemente a las guerras. La guerra, expresada como
gigantescas operaciones de limpieza de clase dirigidas contra los “enemigos”,
condiciona decisivamente al Derecho Penal Internacional contemporáneo.
Paradójicamente,
en los últimos años, el neoliberalismo, que hace menos de tres décadas se
autoerigía como el relato único que ponía fin de la historia, ha resultado ser
el paradigma más corto de la historia humana. El Consenso de Washington y sus
recetas han colapsado estructuralmente, y buena parte de la supervivencia del capitalismo
global depende de su eficacia para encubrir su política de control, bajo el
pretexto de un combate sostenido contra nuevas amenazas como el terrorismo, las
dictaduras populistas, o las difusas y nunca comprobadas amenazas nucleares,
químicas, etc.
En ese contexto de marcado autoritarismo, no debe
sorprender que los genocidios sigan cobrando millones de vidas.
Independientemente de las conocidas dificultades para
converger en una definición pacífica sobre estas prácticas de exterminio,
conocemos un denominador común de los
crímenes de masa: los genocidios no dependen tanto del número de personas
victimizadas, cuanto del propósito de aniquilación que anima a los
perpetradores y la construcción unilateral previa que éstos hacen de los grupos
de víctimas.
A pesar que la gran mayoría de los genocidios se cometieron a instancias de definiciones políticas e ideológicas
determinadas previa y unilateralmente por los perpetradores, no fue posible
incluir en las definiciones jurídicas a estos agregados como víctimas de este
tipo de delitos, merced a la férrea oposición planteada, justamente, por las
grandes potencias.
Por ende, al abordar la cuestión de la “reacción social” global
frente a los genocidios, la comunidad internacional decidió convalidar una definición
jurídica acotada, selectiva y arbitraria en lo que concierne al alcance de la protección legal de los grupos de
víctimas, que respondió a los intereses de las potencias vencedoras de la
Segunda Guerra.
Ahora bien, una de las tareas que resultan principales
para la criminología, es la que concierne a la elaboración de estrategias
preventivas respecto de cualquier tipo de delito.
Por cierto que la problemática del genocidio no es una
excepción respecto de ese horizonte de proyección del saber criminológico.
El genocidio, concebido con una
tecnología de poder criminal destinada a la eliminación de un “otro”
desvalorado, destinatario de la intolerancia y los prejuicios colectivos, a
quien se le asigna previamente la condición de “peligroso” o riesgoso, es el
crimen que más vidas ha cobrado durante la modernidad.
La prevención de este delito
contra la Humanidad, implica una batalla cultural contra lógicas,
racionalidades y representaciones binarias, y cualquier ejercicio criminológico
de anticipación respecto del mismo, exige entonces una profundización de la
democracia como forma de interrelación social y un acotamiento del poder
punitivo de los Estados, que son los sujetos activos que, de ordinario,
perpetran este tipo de masacres.
Para ello es imprescindible
entender estas conductas criminales como parte de una planificación
sistemática, cuya finalidad es la eliminación de las bases mismas sobre las que
se asientan las sociedades a las que pertenecen
los grupos de víctimas, sustituyéndolas por un sistema de creencias
compatible con la cosmovisión de los vencedores.
Esta ha sido la impronta que caracterizó a los horrendos
crímenes de masa cometidos después de la segunda guerra mundial, por parte del
poder punitivo descontrolado de los Estados, en todos los casos respecto de
disidentes políticos, minorías nacionales o raciales, o grupos sociales
previamente definidos como “enemigos” o “terroristas”.
Es preciso concluir, en efecto, que en todos los casos en
que se han llevado a cabo estas matanzas, ha habido un poder estatal poderoso y
centralizado, de características predominantemente policíacas, que ha logrado
desbordar los límites del Estado Constitucional de Derecho, generando las
condiciones de posibilidad objetivas para la comisión de los genocidios.
Esta afirmación autoriza a inferir que, a contrario sensu, en aquellas sociedades
más democráticas y tolerantes frente a la diversidad y la otredad, los
discursos únicos y los relatos autoritarios y discriminatorios tendrían muchas
menos probabilidades de derivar en prácticas criminales reorganizadoras.
A pesar que el
genocidio armenio fue considerado el primer crimen de masa de la modernidad, es
necesario presentar el caso de las masacres perpetradas en el siglo XIX contra
los pueblos originarios de Latinoamérica, como un precedente moderno no siempre
dimensionado en su verdadera magnitud, y por ende, naturalizado o
invisibilizado por la historiografía dominante.
El Estado argentino, por ejemplo, en su etapa de
acumulación primitiva de capital, desató una “campaña” pseudo civilizatoria contra los pueblos originarios, produciendo
una verdadera masacre, cuyos escasos sobrevivientes fueron luego explotados
como mano de obra barata, destinada a contribuir a la reproducción del
incipiente sistema pastoril exportador del Siglo XIX, desde una condición
humillante de virtual esclavitud.
Este proceso
organizado de aniquilamiento, fue silenciado o exhibido desde su perpetración
como un conflicto bélico “contra los salvajes”, a favor de la libertad y el
progreso, por la mayoría de los libros de historia nacionales. Hizo falta un
largo y trabajoso proceso de revisión histórica para comprender la magnitud de
la masacre y sus causas originarias, mucho más ligada a la necesidad de
consolidar los intereses de una clase dominante en pleno ascenso, cuyo brazo
armado fue un Estado militarista, que a grandes enunciados éticos.
Al genocidio de los pueblos originarios de América Latina,
que incluyó una pionera experiencia concetracionaria, le sucedieron tragedias similares, también, negadas,
tergiversadas o inexplicablemente silenciadas.
Una de las manifestaciones genocidas más cruentas del siglo
pasado, fue la masacre de Nanking, llevada a cabo por el ejército de la
autocracia imperial japonesa de principios de Siglo XX, que causó la muerte de
centenares de miles de ciudadanos chinos.
Si bien este genocidio, a esta altura de la historia, solamente
es puesto en tela de juicio o discutido por sectores minoritarios del
conservadurismo japonés contemporáneo, es necesario poner de relieve a
asimetría en la relación de fuerzas entre el grupo de víctimas y los
perpetradores, que, también en este caso, representaban el brazo armado de un
Estado expansionista y autoritario, esencialmente belicista, socialmente
jerárquico y profundamente antidemocrático, cuyo rostro más reaccionario
reaparecería ante los ojos del mundo pocos años después, durante la Segunda
Guerra Mundial.
China, por el
contrario, era por entonces un país agrario, con una estructura económica
precapitalista, que exhibía un ostensible atraso tecnológico respecto de sus
agresores.
Otro capítulo negro de la historia moderna, también minimizado
en las crónicas históricas, lo constituyó el genocidio reorganizador argelino,
perpetrado por Francia, a la sazón, la potencia ocupante, contra la sociedad
que aspiraba a independizarse de su condición colonial, a partir de 1945
La eliminación sistemática de centenares de miles de
argelinos expresaban las contradicciones emergentes del mundo de posguerra:
mientras Francia festejaba su liberación del régimen nazi, con la misma
ferocidad utilizaba sus fuerzas armadas y efectivos paramilitares para ahogar en
sangre los reclamos libertarios del pueblo argelino.
En este caso, en lo que constituye un macabro hallazgo
teórico, se concibió por primera vez al conflicto como una “guerra”, emprendida
esta vez contra un enemigo interno, lo que dio lugar a la creación de doctrinas
militares contrainsurgentes, que
habrían de recorrer el mundo y ponerse de manifiesto décadas después, con su
autoritarismo binario, a través del accionar genocida de las dictaduras
latinoamericanas durante los años setenta y ochenta.
Esa concepción supuso, como en otros casos, una degradación
de los más elementales derechos y garantías de la población agredida.
Por su parte, el genocidio camboyano, que se cobró la vida
del 25% de la población de ese país, implicó otra forma de construcción desvalorada
de la otredad, y una nueva evidencia de que estos crímenes generalmente
se cometen cuando se exacerban los regímenes autoritarios y se debilitan las
formas de convivencia armónica y pacífica.
La matanza de Camboya tuvo el dudoso privilegio y la
particularidad de ser uno de los crímenes masivos cometidos en nombre del
“socialismo” y de una sociedad pretendidamente más justa y equitativa que los
ordenamientos capitalistas, lo que ratifica la idea de que el caldo de cultivo
de los genocidios no se compadece tanto con determinados sistemas ideológicos,
sino con formas de articular los vínculos sociales y valorar el respeto por la
diversidad y las diferencias.
Los crímenes, perpetrados por el régimen de Pol Pot,
intentaron “reorganizar” las creencias religiosas, la cultura, la idea de
familia, la estructura económica, la educación y las formas jurídicas,
sustituyéndolas por otras que resultaran más confiables para el “ideal”
comunista que decían profesar los ofensores.
Para llevar a cabo estas reformas, el poder punitivo del Estado
camboyano alcanzó una violencia sin límites. La mayoría de la población fue
obligada a vivir en el campo, en condiciones realmente penosas, miles de
personas fueron conminadas a vivir en establecimientos de secuestro institucional
y muchas otras fueron ejecutadas sumariamente.
No obstante estas prácticas, no se logró superar la
condición de país agrario atrasado de Camboya ni las relaciones casi feudales
de producción, que parecieron, en cambio, profundizarse con el genocidio.
El caso estremecedor del genocidio ruandés, por su parte,
demuestra la influencia perversa de las potencias coloniales en masacres
exhibidas luego como el producto de ininteligibles motivaciones raciales que,
aunque existentes, enmascaran los intereses históricos de los sectores
dominantes internos e internacionales. Los crímenes masivos perpetrados en
Ruanda permitieron, a través de los juicios, identificar la responsabilidad de
corporaciones religiosas y empresas periodísticas en ese período histórico. Una
evidencia que se reiteraría, como también hemos analizado, en la experiencia
argentina, en la que el rol de la jerarquía católica y un gran sector de la
prensa fue decisivo para legitimar el genocidio.
El militarismo, el autoritarismo y el racismo nos han
permitido explicar el horrendo genocidio guatemalteco, que pasó prácticamente
inadvertido para la comunidad internacional y la gran prensa occidental, en un
hecho que, por supuesto, no pude ser atribuido a la casualidad.
La persecución sistemática y el genocidio reiterado del que han sido víctimas los
pueblos kurdos y gitano, por su parte, nos permiten concluir que los delitos
contra la humanidad pueden reiterarse en la medida que se reproduzcan las
condiciones objetivas y subjetivas que los precipitaron y no se adopten
estrategias de prevención consistentes.
Como hemos visto, en cada una de
estas masacres, se advierte claramente la intención de los perpetradores de
aniquilar o destruir, total o parcialmente, al grupo de víctimas, extremo éste
que constituye una exigencia del tipo penal de Genocidio, a tenor de lo
establecido expresamente por el artículo II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de
Genocidio de 1948.
Esta
exigencia de la intencionalidad, empero, ha provocado muchas discusiones en la
doctrina de los autores e incluso en el pronunciamiento de los tribunales, ya
que en muchos casos este elemento subjetivo del tipo de injusto no aparece tan
claramente determinado, y por lo tanto debe aquella ser inferida de las
“evidencias circunstanciales” que rodean a las conductas homicidas.
Así,
han sido consideradas evidencias circunstanciadas, la planificación, las
ejecuciones sistemáticas, distintas prácticas criminales que denotan la
existencia de la eliminación del grupo, tales como la matanza de mujeres
embarazadas o de bebés o niños, etcétera.
El propio texto de la norma permite concluir
que el logro del exterminio total del grupo no
constituye un requisito del tipo bajo
análisis, sino que basta para su configuración con la intencionalidad de la destrucción del grupo de manera total o
parcial.
De esta premisa
puede a su vez deducirse que la cuestión numérica no hace a la definición del
genocidio. En el caso argentino, por ejemplo, el exterminio de varios miles de
compatriotas en un contexto de más de veinte millones de habitantes al momento
de la perpetración, podría conducir a una impresión equivocada si nos
limitáramos a una visión cuantitativa de la tragedia.
Lo que define la existencia del genocidio, en este caso,
son las particularidades que los perpetradores identificaban en los grupos de
víctimas, a los que se sindicaba por su ideología, su militancia o sus
opiniones como colectivos que ponían en crisis la supuesta escala de valores de
una sociedad unilateralmente definida como “occidental y cristiana” por la dictadura
cívico-militar, razón por la cual se llevó a cabo contra los mismos un autogenocidio reorganizador destinado a
modificar las relaciones sociales preexistentes.
La respuesta histórica de los tribunales argentinos tiene
el doble mérito de haber advertido la existencia del genocidio e imponer las
condenas a los acusados por cometer crímenes de lesa humanidad inferidos en el
marco de un genocidio, razonamiento que puso a los pronunciamientos a cubierto
de las imprecisiones analizadas de la definición jurídica del genocidio.
Ahora bien, es importante destacar que, tanto en la
experiencia argentina, como en el caso de los distintos tribunales
internacionales que han debido expedirse sobre la responsabilidad de los
perpetradores en caso de delitos contra la humanidad, se ha evidenciado un
denominador común, constituido por
la imposición de las más severas penas
privativas de libertad para los condenados (abstracción hecha de los horrendos
casos de ajusticiamiento letales, que ofenden la memoria del derecho penal
internacional).
Desde Núremberg y Tokio, hasta el Tribunal para la Antigua
Yogoslavia, pasando por los de Ruanda y Sierra Leona y llegando a la propia
Corte Penal Internacional, en efecto, los pronunciamientos condenatorios han
sido dirigidos contra determinados ofensores, muchos de ellos personas de edad
avanzada, casi todos derrotados en diversos conflictos, y han consistido en un
recurso permanente a la prisión como forma de simbolizar la “justicia”, tal
como lo prevén los respectivos estatutos de esos mismos tribunales.
Es evidente que la pena de prisión, en estos
casos, se justifica en base al retribucionismo y al prevencionismo extremos, y
la cuestión de la resocialización o reinserción de los penados no parece ocupar
demasiado al derecho penal internacional, como tampoco la profunda selectividad
de este último, uno de sus rasgos deslegitimantes más graves y notorios.
Pero
ocurre que, tanto en las constituciones de los estados constitucionales de
derecho, como en un derecho penal liberal, la pena encuentra sentido únicamente
con apego a la ideología de la resocialización y la reinserción o –si mejor se
lo prefiere- reintegración social de los penados, que son los únicos paradigmas
que “justificarían” el secuestro institucional.
De
modo que esta exigencia no aparece como una circunstancia disponible para los
Estados y las instituciones supranacionales. Dicho en otros términos, un
sistema penal internacional democrático, por ende mínimo, no podría prescindir
de estas categorías minimalistas.
Creemos, en conclusión, que el desarrollo de estrategias
consistentes en materia de prevención de crímenes masivos, y la construcción de
formas de resolución alternativas de este tipo de conflictos, suponen
instancias superadoras para el derecho internacional.
En ese sentido, es necesario valorar la experiencia
histórica de los tribunales de opinión y de las comisiones de verdad, por su
profunda incidencia cultural, social, simbólica y pedagógica.
Debemos
entonces reivindicar, por ejemplo, al Tribunal Russell, el Tribunal Permanente
de los Pueblos y la Comisión de
Verdad y Reconciliación de Sudáfrica. Todos esos tribunales se han constituido
para analizar y resolver, en clave de justicia no punitiva, los más graves
crímenes que han azotado a la humanidad desde la segunda posguerra.
Y han encarnado una mirada no
retributiva, basada en el arrepentimiento, la asunción de la propia culpa, la
comprensión, el perdón de los ofensores, la vergüenza reintegrativa, la
reparación y la reaparición plena de la víctima en los procesos, en lo que
significa un avance que el sistema penal institucional no ha logrado todavía a
nivel internacional, no obstante los tibios progresos que el Estatuto de la
Corte Penal Internacional ha ensayado al respecto.
En estos esquemas, de profunda
densidad humanística, el reproche penal quedaría circunscripto a una
posibilidad de última ratio,
únicamente utilizable en la medida que los perpetradores no acepten su
culpabilidad o se nieguen a reconocer sus crímenes, o renieguen de la
posibilidad de pedir sinceras disculpas a las víctimas y someterse a la
vergüenza de enfrentar a la sociedad que han agredido.
Seguramente, habrá muchas
personas que se mostrarán disconformes con las soluciones no punitivas, o
compatibles con un derecho penal mínimo, porque las mismas suponen la remoción
de una cultura reproducida a través de siglos de utilización de los castigos
más brutales. Tantas, como las que se muestran decepcionadas con la respuesta
que brindan los procesos penales convencionales, cualquiera sea su resultado.
Una mirada criminológica, nos conduce inexorablemente al
desafío político- criminal de pensar un nuevo sistema penal –también en materia
de crímenes contra la humanidad- profundamente democrático y, por ende, no
selectivo, dotado de instrumentos de prevención eficientes y de estrategias de
resolución de conflictos no necesariamente punitivas, reservando a la
penalidad, como dijimos, el rol de última
ratio, sometida siempre a los límites que impone un Estado Constitucional
de Derecho.al poder punitivo de los Estados.
Estamos hablando de un Derecho Penal Mínimo, que se
contraponga al derecho penal de la modernidad tardía, hipertrofiado,
desformalizado, violento, prevencionista y retribucionista, que contribuye
decisivamente a la constitución de un estado de permanente excepción, mediante
el que el mundo “resuelve” sus conflictos.
Como ya hemos adelantado en otras
ocasiones, concebimos al Derecho penal mínimo como una instancia meramente
táctica, en tránsito a la abolición definitiva del sistema penal, que atiende a
la inédita disparidad de la relación de fuerzas sociales, militares y económicas del
capitalismo contemporáneo.
El minimalismo penal sería, a nuestro entender,
una base mínima, democrática y pacífica en virtud de la cual podrían anudarse
las nuevas relaciones internacionales y resolverse las contradicciones
sistémicas principales, que debería evolucionar, cuando las condiciones
objetivas y subjetivas de la sociedad global lo permitieran, hacia formas aún menos
violentas de dirimir las diferencias entre los seres humanos, tarea para la
cual el derecho penal ha demostrado su histórica incapacidad.
Ese Estado Constitucional
de Derecho, que incorpora a los derechos internos los pactos, tratados y
convenciones que en materia internacional rigen y dan certeza a las relaciones
internacionales, constituye una base mínima de legalidad. Absolutamente
progresiva, sin dudas, pero que todavía debe evolucionar necesariamente hacia
formas más civilizadas y menos violentas de dirimir las controversias humanas,
rol éste para el cual el derecho penal ha evidenciado su inveterada torpeza a
lo largo de la historia.
Hasta que ello pudiera ocurrir, no podemos eludir
nuestra obligación intelectual de revalorización de las garantías del Estado
Constitucional de Derecho y de un derecho penal mínimo como elemento acotante
del poder punitivo institucional.
La convivencia entre derecho penal
mínimo y crímenes de masa no es, naturalmente, una cuestión sencilla. En
efecto, si bien la mayoría de la doctrina no ha recalado en la articulación de
reflexiones pormenorizadas acerca de las posibles relaciones entre ambas
categorías, es posible establecer, mediante un razonamiento integrador, las
principales objeciones a la mera posibilidad de que estos graves delitos puedan
ser investigados y juzgados con prescindencia del derecho penal en su versión
contemporánea, y que la eventual responsabilidad de los perpetradores pudiera
ser sancionada con una medida alternativa a la privación de libertad más
severa.
a- En primer lugar, se ha
sostenido que es imposible resocializar a los genocidas, sencillamente porque
el sistema penal, pese a reproducir en estos casos la selectividad con la que
opera respecto de otros delitos, resultaría necesario en virtud la brutalidad
de los delitos cometidos, lo que haría que la pena, aunque fuese irracional, no
sería antiética frente a injustos de semejante gravedad, ya que en estos casos
se descarta la posibilidad de limitar el poder punitivo y someter los
conflictos a otros modelos de solución alternativos.
La magnitud de la pena debe expresar, por la magnitud del
daño inferido, el máximo reproche penal posible en este tipo de delitos, a los
que se cataloga de ideológicos y, por ende, insusceptibles de ser revisados y
replanteados por los agresores.
Frente a este planteo, es
posible contestar que el fin de la pena, en un
Estado Constitucional de Derecho, no puede ser otro que la reinserción o
reintegración social de los infractores.
Así lo han consagrado el artículo 10.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos, muchas de las constituciones democráticas del mundo e innumerables
normas internas de diferentes Estados nacionales.
Más allá del indiscutible
deterioro del ideal resocializador, es claro que éste no se plantea límite
alguno frente a determinados delitos o cierta clase de perpetradores masivos,
por lo que, en principio, aparece como aplicable a todas las personas, dado que
es reconocido como un derecho civil, político, y por lo tanto humano.
Por otra parte, el
paradigma correccionalista, aún en su estado de actual cuestionamiento, es el
último límite político criminal que queda en pie, frente a los relatos
inocuizadores del nuevo realismo conservador. La contradicción principal de la
penología posmoderna, sería, entonces,
reintegración o incapacitación. Ante esta disyuntiva de hierro, no queda
otra alternativa, desde una perspectiva minimalista, que actualizar y
reformular los viejos postulados resocializadores, y en esto no se podría
admitir ningún tipo de excepción, ni por delitos ni por autores. Sencillamente
porque esa excepción, como enseña la historia, se transformaría más temprano
que tarde en una amarga regla.
Es cierto que estamos ante infracciones singulares, a las
que se reconoce como “delitos de convicción”, perpetrados por personas con
sistemas de creencias intolerantes, violentos, fundamentalistas, todo lo que
dificulta cualquier intervención institucional en aras de la revisión de sus
ofensas.
Pero también es real que existen casos conmovedores en que
esos mismos victimarios han expresado su arrepentimiento, han pedido perdón a
las víctimas, se han sometido al repudio generalizado de la sociedad ofendida y
han intentado regresar al seno de la misma.
Aquí asume un rol fundamental la resignificación de la
pena, porque en general, las que se han aplicado a los criminales de masa, por
su duración, tornan imposible cualquier tipo de resocialización o reintegración
social, lo que, como vimos, constituye un mandato normativo inexcusable.
Pero también demandan una reeducación de las víctimas, para
alejarlas de las lógicas del desquite y el fetiche de una justicia entendida
como administración descontrolada de castigo.
b- Se ha señalado también, que existe en la comunidad
internacional un acuerdo mayoritario alrededor de una obligación
consuetudinaria de castigar las violaciones a derechos humanos.
Esta postura se basa en la especial relevancia de los
delitos de masa, que poseen una connotación cualitativamente diferente de
cualquier otro tipo de macrocriminalidad organizada, dado el rol que juegan los
Estados como perpetradores de estas gravísimas violaciones de Derechos Humanos.
Por eso, se inclina abiertamente por la necesidad
de que este tipo de delitos sean juzgados y castigados, dado que existe sobre
el particular, una suerte de obligación no escrita asumida por los Estados y la
comunidad internacional, de recurrir en estos casos excepcionales a soluciones
únicamente penales, como única forma de conservar la confianza en la validez y
vigencia de las normas internacionales.
Una vez más, podríamos advertir frente a esta formulación
la hegemonía contemporánea de una cultura del castigo como forma de resolver
las diferencias, que trasciende los ordenamientos internos y se proyecta con la
misma impronta a las normas del derecho internacional, incluso con el
beneplácito de los discursos progresistas.
Creemos que más que un deber de penalizar, asistimos a un
penalismo asentado en una relación de fuerzas políticas y sociales que le son
extremadamente favorables.
De otra forma, no podría entenderse la aparición, el
indudable prestigio y la permanencia en el tiempo de los Tribunales de opinión
y de las Comisiones de Verdad y Reconciliación. Más aún, destacamos que los
mismos se consolidaron a favor de la desconfianza que por su intrínseca e
histórica selectividad ha empañado al sistema penal internacional, lo que
desmiente a priori esta supuesta obligación de penalizar, porque si algo ha
caracterizado a estas nuevas formas de resolución de conflictos es, justamente,
su imposibilidad de recurrir a las penas institucionales; más precisamente, a
la pena de prisión. No obstante, los mismos han contribuido de manera decisiva
al mantenimiento de la confianza de la sociedad global en sus decisiones,
justamente porque se basan en valores fundamentales, igualitarios y
universales, tales como la vida, la dignidad
y los Derechos Humanos.
Fue en el marco de estas acotadas experiencias no
punitivas, por el contrario, donde se han puesto en práctica ejercicios de
vergüenza reintegrativa, se han observado los mayores casos de aceptación de la
culpa por parte de los agresores y de sus disculpas por parte de las víctimas,
produciendo genuinos procesos de reintegración social y pacificación
comunitaria.
Y han sido las decisiones de los Tribunales de opinión las
que han condenado, por primera vez, a los grandes genocidas que eludieron
sistemáticamente al derecho penal internacional, a los depredadores y
contaminadores mayores del planeta, o a quienes con sus conductas promueven las
más grandes iniquidades del mundo moderno.
c- Se ha afirmado también que la reparación requiere de una
instancia previa de castigo en los casos de graves crímenes contra la
Humanidad, reservando a las formas alternativas de resolución de conflictos un papel
subsidiario, complementario y subordinado siempre a la imposición de una pena
convencional, también en este caso partiendo de la idea de que las sociedades
no pueden tolerar que los criminales de masa no sean juzgados y castigados,
como paso previo indispensable para la reconciliación social.
Esta perspetiva ofrece, sin embargo, algunas
inconsistencias constatables.
La primera de ellas es el desdén injustificado de la
potencia de las formas no puntivas de resolución de cualquier tipo de
conflictos, la que por supuesto no cede ni se subordina a la eventual gravedad de las ofensas
perpetradas.
Esa subestimación, como es lógico, se explica a partir de
una sobreestimación de la capacidad del derecho penal para resolver esos
conflictos, que parte de la negación y el desconocimiento de algunas lógicas
superadoras propias de la justicia restaurativa.
No cabe duda, en este sentido, que la crisis de legitimidad
del sistema penal estriba justamente en su incapacidad para brindar respuestas
satisfactorias ante la conflictividad social contemporánea, abstracción hecha
del consenso que conserva la cultura de la penalidad, últimamente asentada en
las funciones simbólicas del castigo institucional, antes que en la perspectiva
de reintegración social de los infractores.
Esto produce una inevitable desazón y un disconformismo
permanente de las víctimas, que, educadas generalmente en una lógica
vindicativa, no obtienen de parte del sistema penal ninguna reparación de parte
de los perpetradores, y mucho menos de una lógica castrense de concepción de la
justicia, lo que se hace más patente en los delitos más graves, incluyendo
desde luego los crímenes contra la Humanidad.
En cambio, las formas no puntivas hacen que, al menos, la
víctima sea escuchada y reparada y, sobre todo, alejada de la mítica
asimilación de la justicia con el castigo. Estas formas parecen mucho más
eficaces si de lo que se trata es de lograr la reintegración social de los
perpetradores y la paz social.
d- Otras perspectivas que asumen la
imposibilidad de justificar la sanción penal desde la equivalencia entre
cualquier sanción punitiva y la magnitud
de los daños inferidos por los delitos contra la Humanidad, legitiman la pena
echando mano a una perspectiva utilitaria, diferenciando la labor del
legislador, que intenta expedirse sobre circunstancias futuras, de la de los
jueces, que resuelven hechos pretéritos. Se trata de una reivindicación de la prevención general
positiva, que adjudica a la ley penal el cometido de reforzar la adhesión a
determinados valores sociales, disuadiendo mediante la amenaza penal cualquier
conducta violatoria de Derechos Humanos fundamentales.
El juicio justo, además de su aptitud para devolver a las
normas penales su aptitud preventiva y a la comunidad su confianza en las
mismas, tendría una indudable connotación simbólica y pedagógica para las
sociedades que deciden revisar su pasado trágico.
Creemos, por el contrario, que el juicio justo no debe ser
asimilado necesariamente a la imposición de castigos de violencia inusitada, que
pierdan de vista la finalidad que a las penas asignan los Estados democráticos.
Por el contrario, una sociedad podría revalorizar su
confianza en las normas, cuando un juicio insospechable le permita reconstruir
su historia y su memoria, reproducir la verdad de lo acontecido en el pasado,
identificar a los agresores y a las víctimas,
lograr la reprobación de los perpetradores y, eventualmente, intentar su
reintegración a la sociedad que agredieron.
e- Acaso la justificación más encomiable mediante la que se
pretende legitimar el recurso a la pena en los delitos masivos, radica en la
necesidad de desechar las amnistías en circunstancias tan sensibles para la
sociedad global.
Las amnistías han intentado constituirse, en muchos
supuestos, como una especie de imposición unilateral pergeñada por los propios
perpetradores respecto de las sociedades agredidas y, particularmente, de sus
víctimas, para obtener de manera unilateral su propia impunidad.
Este tipo de autoamnistías resultan manifiestamente
inaceptables por razones políticas, jurídicas y morales.
En general, se ha tratado de casos llevados adelante a
espaldas de las víctimas, y en holocausto de pronunciamientos expresos de
Tribunales internacionales sobre el particular. Por ende, así concebida, la asimilación
entre amnistía e impunidad resulta tan correcta, como reprochables tales
iniciativas. Y esa reprochabilidad encuentra su fundamento en que esas
amnistías unilaterales no han nacido de la previa reconciliación entre
agresores y víctimas, y se han intentando concretar de espaldas a las
sociedades vulneradas por las prácticas genocidas.
Ahora bien, si las amnistías, en vez de provenir de un
ejercicio vertical y autoritario, implicaran una síntesis que diera testimonio
de los acuerdos sociales alcanzados a través de una reconciliación efectiva, en
la que las víctimas han sido escuchadas, y los perpetradores han pedido
disculpas, han reformulado su sistema de creencias violento y han demostrado un
sincero arrepentimiento respecto de sus crímenes, probablemente sean
merecedoras de una conclusión menos terminante.
Sería posible, en estos casos, poner en crisis el
estereotipo de su regresividad, y resignificarlas en clave de poner fin a
graves y profundos conflictos, y recuperar la paz social y la armonía del
conjunto social escamoteadas por la tragedia. La experiencia sudafricana, con
sus más y su menos, constituye un dato objetivo de la realidad histórica que
merece, al menos, una nueva discusión alrededor de este tipo de soluciones.
Somos conscientes de que este tipo de problematizaciones
serán criticadas por su pretendido utopismo, pero reiteramos que nuestro rol
como intelectuales del campo popular, implica la obligación inexorable de
concebir e imaginar formas de convivencia menos violentas y sociedades futuras
más justas, equitativas, democráticas y armónicas. Esto supone pensar aquello
que nos ha sido escamoteado pensar, en palabras paradójicas de Heidegger.
Esos objetivos superadores en materia de convivencia humana
y administración de la conflictividad, está claro, no podrán convivir con la
violencia intrínseca, e irreversible, de los sistemas penales institucionales.
Daniel de Santis presentará en Santa Rosa su libro "¿Por qué el Che fue a Bolivia", el próximo miércoles 11 de junio, a las 20 horas, en el Salón Azul de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad de La Pampa.
Daniel De Santis nació en 1948. A los veinte años comenzó su militancia socialista, en 1971 se incorporó al PRT-ERP, en 1975 era dirigente de los obreros de la fábrica Propulsora Siderúrgica, desde donde llevaron adelante tres meses de huelga, y enseguida integró el Comité Central del partido. Durante la dictadura estuvo exiliado. Participó de la Revolución Sandinista. Regresó al país en 1983, y se graduó como profesor en física. Impartió sus clases en los secundarios de La Plata. Creó posteriormente la Cátedra Che Guevara en la Universidad de La Plata en 2003, dos años después de lo que llama la rebelión popular de 2001.
El libro recorre, polemiza e intenta explicar, recurriendo a profusas citas bibliográficas y expresivas posiciones ideológicas, a lo largo de más de cuatrocientas páginas, un hecho político e histórico que ha dado lugar a las más variadas interpretaciones en la militancia política revolucionaria de todo el mundo.
Para explicar por qué, en su visión, el Che Guevara emprendió su campaña en Bolivia (una decisión que entiende correcta), De Santis analiza la evolución de la estrategia de poder en el marxismo y el desarrollo de este metarrelato en América Latina. Desmenuza, a lo largo de tres capítulos de su obra, la historia de la Revolución cubana, las experiencias revolucionarias de mediados del siglo pasado, y concluye haciendo una reseña de la no siempre recordada revolución boliviana de 1952.
En síntesis, un encuentro para escuchar, analizar, contextualizar y, fundamentalmente, debatir.
El trabajoso desarrollo que a partir de la segunda mitad
del siglo XX fue alcanzando el sistema penal internacional (particularmente
durante el período ubicado entre los juicios de Nüremberg y Tokio y la creación
de la Corte Penal Internacional) indudablemente estuvo signado por la necesidad
y la demanda global de brindar respuestas al fenómeno recurrente de los
crímenes de masa, un legado “polemogéneo" e inédito de la modernidad, consistente en la eliminación sistemática y
estructural de agregados enteros de personas, con el objeto de reorganizar una
sociedad sobre las nuevas bases propuestas por los perpetradores.
Las respuestas que ese
sistema en pleno proceso de construcción y consolidación ha proporcionado
(solamente) a algunos hechos de exterminio, que repugnan a la conciencia
colectiva de la humanidad, no trascendieron hasta ahora las lógicas de la
clásica ecuación infracción-castigo, y
en este último caso el castigo se limitó casi exclusivamente (dejando al margen
abominables y sumarias ejecuciones) a la aplicación de graves penas privativas
de libertad a los vencidos en los conflictos armados.
El binarismo que caracterizó a esta dinámica histórica y
los logros relevantes logrados en materia de persecución y enjuiciamiento penal
de personas físicas implicadas en delitos de lesa humanidad y genocidio, en
efecto, no alcanzaron a disimular la asimetría de esos procesos de
criminalización y la profunda selectividad que condicionaron desde su
nacimiento al sistema penal internacional, el cual reprodujo en ese sentido las
realidades de los sistemas penales de los Estados nacionales.
No obstante, es preciso señalar que los Estados nacionales
fueron incorporando paulatinamente a sus respectivos sistemas jurídicos -sobre todo con el
advenimiento de la denominada “modernidad tardía”- instrumentos
sustitutivos de la pena o alternativos a las mismas, mecanismos de justicia
restaurativa o transicional, formas de resolución alternativa de conflictos,
mayor participación de las víctimas en los procesos penales y otros
dispositivos no necesariamente punitivos, justamente en el marco de la
paradójica desconfianza que el consenso alcanzado por el castigo evidenciaba en
las sociedades “contrademocráticas” occidentales[1].
Esta interesante evolución no se reprodujo, todavía, en el
ámbito del Sistema Penal Internacional, donde las lógicas punitivistas
confieren una impronta decisiva de enemistad y violencia predecimonónica a sus
prácticas y funcionamiento.
Por el contrario, el comportamiento recurrente del sistema
penal globalizado parece reservar la pena de prisión como única respuesta
institucional a las ofensas. Y el monto de esas penas han sido hasta ahora
-vale recordarlo- los más elevados con los que pueda convivir un Derecho penal
liberal.
Se ha dicho, en punto a esta cuestión, y como forma de
entender y explicar este desarrollo particular del sistema penal global, que
“la Comunidad Internacional se encuentra, en la actualidad, donde el
Estado-Nación se encontraba en los albores de su existencia: en la formación y
consolidación de un monopolio de la fuerza en el ámbito del Derecho penal
internacional, sobre cuya base se puede fundar el ius puniendi” de una ciudadanía mundial[2].
Analizaremos con sentido crítico tal entendimiento,
intentando reformular esta hipótesis, basada en la supuesta inmadurez o escaso
grado de avance del sistema penal ecuménico -y a nuestro entender fuertemente
impregnada por su consideración desde una perspectiva sociológica funcionalista
y consensualista- a la hora de explicar las grandes transformaciones
históricas, sociales, políticas y jurídicas, que no otra cosa involucran las
formas de persecución y enjuiciamiento penal y las sanciones que se habrán de
imponer frente a cada caso en particular.
Creemos, antes bien, que el sistema penal internacional no
ha avanzado hacia formas menos violentas de resolución de los conflictos,
precisamente porque la ideología punitiva hegemónica no ha permitido la
incorporación de las mismas -a excepción del caso
de algunos tribunales de opinión y otras escasas experiencias que también
detallaremos a lo largo de este trabajo- con el objeto de reasegurar así el
control punitivo de los diferentes y los disfuncionales, recurriendo a la guerra más como garantía de la
preservación y reproducción de un orden determinado que como exigencia por las
demoras que impone una “transición a la democracia” global.
Es más, probablemente no se alcanzará el tránsito
democrático global hasta tanto se modifiquen determinadas condiciones
estructurales e institucionales a nivel mundial, se remuevan sistemas de
creencias fuertemente arraigados en la cultura de los hombres y se establezcan
mecanismos más democráticos de convivencia entre las multitudes diversas y
multiculturales del tercer milenio.
Estos datos son, precisamente, los que nos llevan a
explorar la posibilidad de una extensión de los principios del Derecho penal
mínimo para resolver las situaciones problemáticas que se derivan de la
perpetración de delitos de lesa humanidad y genocidio, desde una perspectiva
dogmática, criminológica y filosófico penal alternativa.
En este sentido, cabe señalar que incluso los
impresionantes avances en materia de Derechos Humanos, que se han dado en
Argentina, no han logrado desarticular ni modificar las lógicas punitivas que han caracterizado hasta la fecha los
procesos judiciales seguidos contra los responsables del terrorismo de Estado.
El nuevo paradigma del Derecho Internacional de los
Derechos Humanos ha venido a revelar -hasta ahora- una evolución sorprendente
del Derecho penal, desde su condición de Derecho de los imputados, frente al
exceso de los Estados (Derecho penal reductor), hacia la instauración de un
Derecho de las víctimas a exigir, esencialmente, “juicio y castigo” a los culpables.
De esta manera, el denominado “Derecho penal mínimo”, aun
desde las usinas del pensamiento penal progresista y democrático, se ha
concebido y reservado para todo tipo de delitos, a excepción -justamente- de
los delitos de lesa humanidad y genocidio.
Es posible que, en buena medida, esta limitación sea una
lógica consecuencia del atraso
comparativo en el nivel de desarrollo del Derecho Penal Internacional[3].
Pero no debe descartarse la posibilidad de que esa
circunstancia reconozca también, en la base de su formulación, causas políticas
difícilmente compatibles con las teorías consensualistas del cambio
social, mucho más vinculadas a los
paradigmas que explican a este último desde una perspectiva conflictivista y
dialéctica.
Lo cierto es que -como de ordinario ocurre con el Derecho
penal de las naciones- el sistema penal internacional, invocando el interés del
conjunto y la representatividad de la
mayoría de los países del mundo, no ha podido trascender los límites que la
selectividad y la asimetría de los procesos de criminalización le han impuesto,
y ha terminado en muchos casos reproduciendo un estado de cosas injusto,
coincidente con los intereses de los poderosos y los vencedores del planeta.
Pero además de este sesgamiento histórico notorio, las
respuestas que el sistema penal internacional y la justicia universal han
conferido en materia de genocidios y delitos de lesa humanidad, no han podido
superar el binarismo punitivo respecto de determinadas personas o grupos de
ofensores, que casi siempre carecen de poder o han perdido el que alguna vez
tuvieron, consagrando una consecuente impunidad respecto de estremecedoras
masacres llevadas a cabo por los “indispensables” del planeta.
Pueden nombrarse a título de ejemplo, y sin pretender
agotar la posible enumeración de los casos que registra la historia moderna,
aniquilamientos tales como los de Armenia, el Kurdistán, Dresden, Hiroshima y
Nagasaki, Vietnam, Irak, Afganistán, el holocausto gitano, las guerras de los
Balcanes, Camboya, etcétera, muchas de las cuales fueron denominadas
“operaciones humanitarias” o esfuerzos realizados en aras de la instauración de
la democracia, conforme el particular léxico etnocéntrico de los perpetradores.
“Los crímenes contra la Humanidad
que se han cometido y se cometen desde el poder, o en las guerras contra
regímenes dictatoriales, con los bombardeos masivos que provocan "daños
colaterales" en la población civil, han demostrado la trascendencia
internacional de estos delitos"[4]
No obstante estas evidentes aporías, el discurso y las
prácticas punitivistas en materia de delitos de genocidio han concitado una
esperable adhesión global y alcanzado una indiscutible hegemonía a partir del
deterioro de los paradigmas resocializadores de justificación de la pena, de la crisis del correccionalismo como
ideología tributaria del welfarismo penal y del declive del rol de los expertos
en materia político criminal.
Esta resignificación de la violencia jurídica, no puede
disociarse de la nueva concepción política de la guerra, que como relación social permanente, tiende a convertirse
en un organizador básico de las sociedades contemporáneas, prescindiendo de las
conquistas y límites de las democracias decimonónicas en materia penal,
asumiéndose como “la matriz general de todas las relaciones de poder y técnicas
de dominación, supongan o no derramamiento de sangre”. (…) “En estas guerras
hay cada vez menos diferencia entre lo interior y lo exterior, entre conflictos
extranjeros y seguridad interna”[5],
porque en todos esos casos se expresan intervenciones policiales perpetradas
mediante medidas militares.
Intervenciones militares de baja intensidad y operaciones
policiales de alta intensidad, no podrían ya diferenciarse apelando a las categorías biopolíticas de principios
de los siglos XIX y XX.
Por ese motivo, la principal consecuencia de este estado de guerra es que las relaciones
internacionales y la política interior se asemejan cada vez más entre sí, lo
que provoca una asimilación del derecho penal internacional a los derechos
internos, difuminando cualquier diferencia basada en distintos estados de
desarrollo de las formas y las prácticas jurídicas.
Guerras de baja intensidad y operaciones policiales de alta
intensidad, provocan, en consecuencia, que las ideas de Justicia y de Derecho no
formen parte del concepto de guerra de la era postmoderna.
Las intervenciones a cargo de los organismos de control
social punitivo resultan mecanismos aptos por igual, para ocupar una nación preventivamente, o
para incapacitar a sujetos o colectivos disfuncionales, aún a sabiendas de que
guerra y derecho son nociones contrapuestas que se excluyen entre sí.
Un ejemplo de esta preeminencia desembozada de la fuerza lo
encarna la política exterior asegurativa de los Estados Unidos, que se reconoce
a sí mismo, explícitamente, como una
excepción con respecto a la ley, que se exceptúa unilateralmente -vale
destacarlo- nada menos que del cumplimienrto de los Tratados y Convenciones
internacionales sobre medioambiente, derechos humanos y tribunales
internacionales, arguyendo, por ejemplo, que sus militares no tienen por qué
atenerse a las normas que obligan a otros en cuestiones tales como los ataques preventivos,
el control de armamentos, las torturas, las muertes extrajudiciales y las
detenciones ilegales.
En este sentido, la “excepción estadounidense remite a la
doble vara de medir de que disfruta el más poderoso, es decir, a la idea de que
donde hay patrón no manda marinero. Estados Unidos también es indispensable,
según la definición de Albright,
sencillamente porque tiene más poder que nadie”[6], y
lo usa discrecionalmente dentro y fuera de sus fronteras (el prevencionismo
extremo en materia internacional es un equivalente de las leyes de inmigración
de Arizona, la doctrina de las ventanas
rotas o la tolerancia cero que
caracterizan su Política criminal, lo que da idea de lo que significa -también-
un Derecho penal globalizado construido en esta misma clave).
El discurso neopunitivista, uno de los datos
constitutivos de la modernidad tardía, plantea de esa forma la utilización del
Derecho penal como una herramienta útil y apta para hacer frente a una multiplicidad de conductas que generan
las nuevas “inseguridades” en las denominadas “sociedades de riesgo”.
Las características de este nuevo Derecho
penal se sintetizan y sincretizan no en una tendencia unitaria a criminalizar a
sujetos individuales en circunstancias determinadas, sino en la configuración de
un control punitivo de última generación
que se expresa de manera “glocal”[7]y grupal, y su objeto de control es la
rebelión de los excluidos o los insumisos, sobre la base de la adhesión a las
teorías que justifican las medidas de coerción y las penas, con apego a tesis prevencionistas o retribucionistas.
Asistimos así a la vigencia de un sistema
penal de lógicas globalizadas y unitarias, donde las mencionadas
características configuran las improntas identitarias que asimilan los elementos e instrumentos nacionales e
internacionales de punición.
Las identidades remarcadas no pueden ser
entendidas solamente como una expresión defensista unificada frente a las
“inseguridades” que se ciernen tanto respecto de los Estados nacionales, cuanto
respecto de la comunidad internacional, sino también como un intento de
reproducción de las instancias de dominación que en cada espacio se expresan y
ponen en práctica: “En este ámbito, al igual que a nivel nacional, se debe rechazar la
retribución en cuanto fundamento o finalidad de la pena. Buscar la equivalencia
al perjuicio sufrido en el caso de crímenes de masas resulta sencillamente
impensable. No obstante lo anterior, los precedentes del Tribunal Penal
Internacional para la ex-Yugoslavia (TPIY) y el Tribunal Penal Internacional
para Ruanda (TPIR) le concedieron a la noción de retribución -frente a otros fines
de la pena- un rol marcadamente preponderante, en tales términos que la misma
llegó a quedar en pie de igualdad frente a la intimidación general, esto es, a
la prevención general negativa. Así, en el fallo más reciente de la Cámara de
Apelaciones en Celebici se ratificó que los “principales fines para dictar
condena son la intimidación y la
retribución”[8].
(…) “A pesar que la jurisprudencia de dichos tribunales hace referencia a
distintas finalidades de la pena, éstas desempeñan para ellos un rol
ciertamente secundario. Esto quedó de manifiesto en el referido proceso, en lo
que a la prevención especial bajo la modalidad de la rehabilitación respecta,
cuando la Cámara de Apelaciones de Celebici rechazó contundentemente la
apelación interpuesta por el acusado Mucic:
“…si bien la rehabilitación…debe ser considerado como un factor relevante, no
es de aquellos que deban recibir una consideración desmedida”[9].
Estas concepciones -conviene
aclararlo- contradicen de manera flagrante expresas prescripcionenes del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 10), de las
Constituciones liberales (por ejemplo la argentina o la española), y la propia
filosofía de un Derecho penal liberal, compatible con un Estado Constitucional
de Derecho.
Con un Derecho internacional que
justifica las condenas con arreglo a parámetros de intimidación y retribución, estamos frente a un orden que no sólo
reniega de las teorías negativas o agnósticas de las penas, asignando así roles
de primera y segunda jerarquía a los Estados (conforme la asimetría de los
procesos de criminalización verificados históricamente), sino que, al interior
de los mismos, promueve la preservación de ese mismo orden jerárquico
legitimante de la exclusión, mediante la construcción de lógicas, discursos,
prácticas y superestructuras monistas.
Una vez efectuado este recorrido introductorio relativo a
los datos de la realidad objetiva de la tardomodernidad, que intentan describir
críticamente el comportamiento del Sistema penal internacional y la Justicia
universal, debe ponerse de manifiesto que, aun con las falencias enumeradas, el
sistema penal global debería, en un primer momento, tender a expresar la superación
de la justicia por mano propia, el desarrollo extensivo del Derecho penal de
enemigo y las esperables, simbólicas y negativas imágenes de los cuerpos de los
réprobos depuestos en las plazas públicas. Pero su razón de ser no debería
abarcar nada más (ni nada menos) que esos precisos y acotados objetivos. Por
eso es lógico que también aspire, en consecuencia, no solamente a prevenir la
impunidad en determinados casos concretos, sino a mejorar los sistemas penales
en su totalidad.
Más aún, la cuestión de la promoción de sistemas estables
para intentar reconstruir la memoria, la justicia, la verdad y la reparación en
materia de las más graves violaciones a los Derechos Humanos por parte de los
Estados democráticos modernos, no puede eludir las asignaturas pendientes que
consisten en profundizar las nociones internas de Estado de derecho, de
gobernanza, de mayor ciudadanía, de calidad institucional, de reformas
judiciales proactivas, de evolución de la psicología de jueces, fiscales y
demás operadores de los sistemas penales, de manera que todos los ciudadanos,
en igualdad de condiciones, sin importar su extracción social, puedan acceder
efectivamente a la justicia.
Desde esta perspectiva, los procedimientos que se lleven a
cabo en materia de Derechos Humanos deberían reconocerse como medios que, lejos
de limitarse a los delitos internacionales, habrían de encontrar su correlato y
resolución en los demás casos “normales” que se sustancian en todas las áreas
del sistema legislativo y judicial de las naciones[10].
Estimamos que esta metodología debería incidir en un
proceso cultural más amplio en el que se disputan discursos, relatos y
prácticas, de forma que el fortalecimiento de un Derecho y una Justicia
democrática en los Estados nacionales incorporara esa impronta al sistema penal
internacional, compuesto en definitiva por la voluntad mayoritaria de las
naciones del mundo.
[1] Rosanvallon, Pierre: “La
contrademocracia. La política en la era de la desconfianza”, Ed. Manantial,
Buenos Aires, 2007.
[4]
POLAINO NAVARRETE, Miguel (Director); MARTOS NÚÑEZ, Juan Antonio; BLANCO
LOZANO, Carlos; MONGE FERNÁNDEZ, Antonia; POLAINO-ORTS, Miguel: "Derecho
Penal Internacional. Materiales Docentes", Edición [email protected], S.L, 2012, p. 172.
[5] Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Multitud. Guerra y
democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos Aires, 2004, p. 35.
[6] Albright, Madeleine, The Today Show, entrevista de la NBC con Marr Lauerr, 19 de
febrero de 1998, citada por Hardt,
Michael - Negri, Antonio:
“Multitud. Guerra y democracia en la era del Imperio”, Ed. Debate, Buenos
Aires, 2004, p. 29.
[7] Para
desarrollar una breve semblanza explicativa del concepto de glocalización en materia cultural, en
tanto relacionamiento asimétrico entre un mundo globalizado y la reivindicación
de los particularismos locales, aplicable a las prácticas y culturas punitivas
contemporáneas, reproduzco un tramo del concepto que sobre el particular brinda
Kevin Power: “La cultura cotidiana
se encuentra en aumento, determinada por una combinación de signos y conceptos
que se extraen tanto de lo local como de lo global (lo glocal) y el campo simbólico en el cual se forman las identidades
culturales se mezcla cada vez más con signos híbridos y globales. Ya tenemos lo
que algunos críticos han llamado la deterritorialización
de la cultura contemporánea, estructurada por fuerzas semicaóticas, por
patrones desiguales de intercambio cultural”, en Power, Kevin: “Descifrando la Glocalización”, en
http://bdigital.uncu.edu.ar/objetos_digitales/172/powerHuellas3.pdf
[10] Ambos, Kai:
“Enjuiciamiento de crímenes internacionales en el nivel nacional e
internacional: entre justicia y realpolitik”, que se encuentra disponible en http://www.politicacriminal.cl/n_04/a_1_4.pdf,
p. 12.
Cualquier
interpretación que se intente hacer respecto de la sociedad de la modernidad
tardía y sobre las particularidades del Derecho penal internacional actual debe incluir una necesaria referencia a la crisis
más profunda que registra el capitalismo global desde 1929.
Es de
reconocer que el impacto ha sido de tal magnitud que ha logrado transformar las
predicciones y certezas habituales de los analistas económicos, en incógnitas
diversas, hasta ahora sin respuestas.
Las
preguntas de los economistas y las distintas agencias estatales mundiales se
reparten entre las irresueltas incógnitas que
intentan diagnosticar el alcance, la duración y la profundidad de estas
drásticas transformaciones, y las que se plantean “qué
hacer” frente a las mismas.
Hasta
ahora, el sistema ha intentado recomponerse con rápidos reflejos y pragmáticas
recetas, adoptadas a partir de la crisis estadounidense y luego mundial,
mediante un paquete de medidas duramente ortodoxas que se direccionan a
auxiliar financieramente a la banca, a costa de brutales ajustes y recortes del
gasto público de los Estados, que impactan, como siempre ocurre, en el bolsillo
y la economía de los sectores populares.
Pero las
verdaderas y últimas razones de la crisis, su
naturaleza y sus consecuencias sociales, constituyen cuestiones no
dilucidadas por parte de los operadores financieros, las corporaciones
multinacionales y los medios de comunicación occidentales. La magnitud del
quebranto ha provocado también disidencias al interior de los intelectuales
progresistas de todo el mundo.
Algunos piensan al respecto lo siguiente: “Esta crisis financiera
no es el fruto del azar. No era imposible de prever, como pretenden hoy altos
responsables del mundo de las finanzas y de la política. La voz de alarma ya
había sido dada hace varios años, por personalidades de reconocido prestigio.
La crisis supone de facto el fracaso de los mercados poco o mal regulados, y
nos muestra una vez más que éstos no son capaces de autorregularse. También nos
recuerda que las enormes desigualdades de rentas no dejan de crecer en nuestras
sociedades y generan importantes dudas sobre nuestra capacidad de implicarnos
en un diálogo creíble con las naciones en desarrollo en lo que concierne a los
grandes desafíos mundiales”[1].
Otros, por
el contrario, exigen desde el centro del poder financiero que “el sistema
financiero debe ser recapitalizado, en este momento, probablemente con ayuda
pública. En la base de esta crisis se encuentra el hecho de que el sistema
financiero, como un todo, dispone de poco capital. Aun cuando el sistema se
está encogiendo y los malos activos están siendo eliminados, muchas
instituciones seguirán careciendo de capital suficiente para proveer de manera
segura crédito fresco a la economía. Es posible para el Estado proveer capital
a bancos en formas que no impliquen la nacionalización de éstos. Por ejemplo,
muchos miembros del FMI en una situación similar en el pasado han combinado
inyecciones de capital privado con acciones preferenciales y estructuras de
capital que dejan el control de la propiedad en manos privadas”[2].
Los menos,
prefieren la cautela y admiten la falta de insumos conceptuales para
diagnosticar con alguna precisión las consecuencias futuras: “Cuando intentamos comprender un fenómeno tan complejo como
la crisis financiera actual, la primera palabra que surge es modestia. Modestia
respecto del alcance de los conocimientos que tenemos los economistas para
entender lo que está sucediendo; no digamos para aventurar lo que pueda
acontecer”[3].
Lo que no
resulta materia de disputa, hasta ahora, es que la realidad social planetaria,
a partir de la crisis, será mucho más “riesgosa” todavía, producto del descalabro de las grandes variables
económicas y financieras y las nuevas dinámicas sociales que han transformado
al riesgo en la categoría conceptual
que sintetiza y torna inteligible la realidad global; a la incertidumbre como
un dato objetivo de las nuevas sociedades, al miedo (al delito y al “otro”) en un articulador de la vida
cotidiana y al Derecho penal en un fabuloso instrumento de control y dominación
de esas tensiones sociales cada vez más profundas.
No
solamente el terrorismo (especialmente a partir del trágico 11-S y sus réplicas
ulteriores ocurridas en distintas naciones), sino asimismo los desastres
medioambientales, el multiculturalismo, el crimen organizado, la diversidad y
la violencia de subsistencia o de calle, serán las consecuencias más inmediatas
del estatus de quiebra.
También
habrá que ocuparse de las grandes crisis por la que atraviesan las sociedades
contemporáneas, las demandas de soberanía de los países emergentes, la protesta
social y la debilidad de los liderazgos, asentados en consensos precarios y
fugaces, articulados éstos por la desconfianza como valor fundante de una
sociedad nihilista en la que los ciudadanos
se vinculan con sus pares (“los otros”) a través de un escrutinio permanente y cotidiano[4]
y hasta ahora sin vocación de coaligarse detrás de proyectos colectivos.
Esa
desconfianza alcanza también, y muy especialmente, a los que encarnan el rol de
gobernar la penalidad, sus instituciones, sus narrativas y prácticas
colectivas, e influye decididamente en la construcción de las nuevas relaciones
sociales, explicando, entre otras cosas, el peligro, el riesgo y el auge de
nuevas formas de control punitivo.
Por su parte, para el sofista del Anónimo de Jámblico “sólo la sumisión
a la ley, o sea, el estado de legalidad, hace posible lavida en común.
Para este sofista anónimo, el estado de legalidad es uno de los bienessupremos,
pues “una legalidad debidamente establecida origina la confianza
queproduce grandes beneficios a toda la colectividad”. El estado de ilegalidad, por elcontrario, es uno
en que reinan la desconfianza y el riesgo permanente, lo cual dalugar a una falta la seguridad cognitiva de los comportamientos personales,
y por ello,a que los hombres experimenten el temor y el miedo. Por
esto, y puesto que “loshombres no son capaces de
vivir sin leyes ni justicia”, a quienes no se
someten a la ley les sobreviene la guerra que conduce a la sumisión y
a la esclavitud con más frecuencia que a quienes se rigen por una recta
legalidad”[5].
Las sociedades de riesgo son, precisamente, aquellas donde
la producción de riqueza va acompañada
de una creciente producción social de riesgos[6].
El aumento de los riesgos está produciendo consecuencias
trascendentales en el ámbito de la política, el biopoder y la gubernamentalidad
de los agregados sociales actuales.
El primer efecto lo constituye la necesariedad de la
implementación de políticas públicas tendientes a gestionar, esto es, a
controlar los riesgos, cada vez más visibilizados por la opinión pública, e
internalizados por la multitud como los nuevos miedos derivados de la
modernidad tardía.
El “riesgo” termina
completando, entonces, un nuevo metarrelato cuya densidad sería capaz de
sustituir y recomponer los paradigmas totalizantes en aparente retirada,
cohesionar los discursos y los sistemas de creencias e imponer políticas
públicas defensistas.
Estas
características se observan, particularmente, en lo que atañe a las respuestas
institucionales que se adoptan en materia de conflictividad social en todo el
mundo, ya sea adelantando la punición, inocuizando a los especialmente
peligrosos y propiciando estrategias de control que recurrentemente menoscaban
las libertades públicas y las garantías individuales decimonónicas, adoptadas
siempre en aras de una mayor “seguridad”, una suerte de “concepto estrella” del Derecho penal actual[7], al que todo le está permitido, sencillamente porque “todos estamos en peligro”.
Y todos lo estamos, porque el riesgo está identificado como riesgo de daño o de
peligro.
Se trata
de un riesgo “negativo”, que el Estado debe gestionar como fin primordial que dota de sentido su razón de ser
postmoderna, dejando de lado las expectativas asegurativas que caracterizaron
al Estado de Bienestar; por ejemplo, la justicia distributiva y la igualdad, la
seguridad social, la estabilidad en el empleo, los miedos a los malestares de
clase, etcétera[8].
El riesgo,
de tal suerte, opera como una forma de gobierno de los (nuevos) problemas “a través de la predicción y la previsión. Se trata de una
tecnología que es común y familiar en el campo de la salud pública”, pero que se extiende especialmente a la justicia penal, “un campo en el que el riesgo se ha vuelto cada vez más
importante como una técnica para ocuparse de aquellos condenados por delitos,
pero también para la prevención del delito”.
(…) “El lugar central ocupado por el riesgo en el gobierno
contemporáneo es un reflejo de un cambio epocal en la modernidad. Este
desplazamiento epocal desde la “modernidad
industrial” hacia la “modernidad reflexiva” es vinculado con la
aparición de los “riesgos de la modernización”, tales como el calentamiento y el terrorismo globales.
Producto del despliegue de las contradicciones del modernismo industrial -especialmente del rápido y autodestructivo desarrollo del
cambio tecnológico conducido por el capitalismo- estos riesgos amenazan a la
existencia humana y crean una nueva “conciencia del
riesgo” que, a su vez, se torna el rasgo organizador central de la
emergente “sociedad del riesgo”.
(…).. En otras palabras, aunque las divisiones sociales tales como la clase y
el género no desaparecen, son reconstituidas en comunidades de seguridad y
protección, unidas más por los riesgos compartidos que por las necesidades
materiales en común. En esta era, las instituciones y concepciones centrales de
la modernidad son puestas en cuestión: hasta el progreso en sí mismo se vuelve
algo que es puesto en duda y sobre lo que se reflexiona críticamente”[9].
Esa
conciencia de los riesgos presentes, parte fundamental de una cultura postmoderna hegemónica unidimensional, se
vale de un retribucionismo y un prevencionismo extremos para confirmar la
vigencia de las normas sociales y anticiparse a “riesgos futuros” ocasionados
por los peligrosos, mediante un “derecho” (interno y supranacional) en estado de permanente excepción[10].
A estas
decisiones draconianas recurrentes, conduce el segundo efecto de la
gubernamentalidad de las sociedades de riesgo, que está dado por el fracaso de
las políticas públicas en la gestión de administración y control de los
peligros, y la necesidad de los gestores institucionales de apelar a un urgente
populismo punitivo como única forma de conservar sus precarios y efímeros
consensos.
El Derecho
penal establece, de esta manera, formas específicas de reacción punitiva no
sólo contra infractores incidentales de la ley, sino también contra quienes frontalmente
desafían el ordenamiento jurídico con el que se identifica la Sociedad y a los
que la dogmática funcionalista denomina enemigos, en cuanto conculcan las
normas de flanqueo que constitucionalmente configuran la Sociedad, revelan
singular peligrosidad y no pueden garantizar que van a comportarse como personas en Derecho, esto es, como
titulares de derechos y deberes[11]. Con ellos el Estado no dialoga, sino que los amenaza y
conmina con una sanción en clave prospectiva, no retrospectiva, esto es, no tanto
por el delito ya cometido cuanto para que no se cometa un ulterior delito de
especial gravedad (v.gr., la
configuración típica de la tenencia de armas o explosivos o actos de
favorecimiento del terrorismo, como delitos autónomamente incriminados, para
evitar la comisión de un atentado terrorista de gran magnitud destructiva).
Se ha
afirmado al respecto que “… el Derecho penal del enemigo es, tal y como lo
concibe Jakobs, un ordenamiento de
combate excepcional contra manifestaciones exteriores de peligro, desvaloradas
por el legislador y que éste considera necesario reprimir de manera más
agravada que en el resto de supuestos (Derecho penal del ciudadano). La razón
de ser de este combate más agravado estriba en que dichos sujetos (“enemigos”)
comprometen la vigencia del ordenamiento jurídico y dificultan que los
ciudadanos fieles a la norma o que normalmente se guían por ella (“personas en
Derecho”) puedan vincular al ordenamiento jurídico su confianza en el
desarrollo de su personalidad. Esa explicación se basa en el reconocimiento
básico de que toda institución normativa requiere de un mínimo de corroboración
cognitiva para poder orientar la comunicació en el mundo real. De la misma se
deriva, no sólo un derecho a la seguridad
(Recht auf Sicherheit), sino un
verdadero derecho fundamental a la
seguridad (Grundrecht auf
Sicherheit)”[12].
Es
necesario, no obstante, establecer algún tipo de precisiones con respecto al
Derecho penal de enemigo, toda vez que la noción ha sido simplificada, muchas
veces descontextualizada y desinterpretada en lo que tiene que ver con su
filiación histórica, sociológica y política.
Se tiende a creer, en general, que la noción de “enemistad” en el Derecho penal
es el producto exclusivo de una construcción funcionalista sistémica, anatemizada
por conservadora según la particular visión de algunos penalistas, que
pretenden hallar la génesis de la misma en el pensamiento de Niklas Luhman, de Carl Schmitt, o más recientemente de Günther Jakobs, a los que generalmente remiten[13].
Así se ha afirmado que “no creo que
me aleje demasiado de la realidad si digo que la expresión “Derecho penal del enemigo” suscita ya en cuanto se pronuncia determinados
prejuicios motivados por la indudable carga ideológica y emocional del término
“enemigo”. Este término, al menos bajo el prisma de determinadas concepciones
del mundo (democráticas y, sobre todo, progresistas), induce ya desde el
principio a un rechazo emocional de un pretendido Derecho penal del enemigo, y
no sin razón, cuando volvemos la mirada a la experiencia histórica y actual, y
desde ella contemplamos el uso que se ha hecho y que aún se hace actualmente
del Derecho penal en determinados lugares”[14].
La
historia resulta, como de ordinario acontece, bastante más compleja; y desde
una multiplicidad de matices y relatividades nos plantea demasiadas
perplejidades como para permitirnos incorporar subjetividades en este tipo de
análisis, por respetables que pudieran éstas resultar.
Inicialmente,
debemos reconocer que esta separación tajante entre Derecho penal de ciudadano
y Derecho penal de enemigo no siempre encuentra su correlato en la realidad
objetiva.
En todo
enjuiciamiento por un hecho cotidiano, por ejemplo, efectuado de acuerdo a las
reglas del Derecho penal de ciudadano, habrán de entremezclarse lógicas
tendientes a la defensa de riesgos futuros (Derecho penal de enemigo),
sencillamente porque todos los sistemas penales conservan rémoras de ambos
paradigmas[15].
Y las
conservan porque los sistemas jurídicos en la era del Imperio basan su
legitimidad en la capacidad para llevar adelante objetivos éticos mediante la
coacción. Pero aun así, en esta etapa transicional
de consolidación del Imperio, aunque
actúe en un estado de excepción y mediante técnicas policiales, el
derecho no tiene que ver con las dictaduras o el totalitarismo y el dominio de
la ley continúa desempeñando un rol paradigmático.
Así, se ha
señalado sobre el particular: “El derecho penal del enemigo es, aparte del
nombre (aparte del nombre, que a mí personalmente no termina de convencerme,
aunque se trata de una denominación estrictamente científica), una realidad en
todos los ordenamientos democráticos del mundo, pero una realidad que ha de ser
minimizada al grado mínimo de lo estrictamente necesario: esto es, a lo que el
autor citado ha llamado “ámbito nuclear del Derecho Penal del enemigo…”[16].
En otros
términos, coexisten en el Derecho contemporáneo, fragmentos de Derecho penal
liberal y de Derecho penal de enemigo. Y al parecer, eso ha ocurrido en todas
las etapas del capitalismo[17].
Por lo demás, aquellas perspectivas –como digo,
fragmentarias, planteadas en términos de polarización y con evidentes
desajustes históricos- impiden reconocer la verdadera matriz ideológica que
campeaba entre los clásicos del liberalismo durante el capitalismo temprano, a
partir de la construcción ideal del concepto fundacional del “contrato social”.
Justamente, la naturaleza cultural del contrato está
fuertemente anudada a las concepciones binarias de la enemistad, que reproducen la posibilidad de la “amenaza” del Estado con
relación a los infractores, tanto en el orden interno como internacional, y
exhiben concepciones muy similares a los postulados preventistas y
retribucionistas que se critican al derecho penal contemporáneo.
La visión reduccionista analizada concibe a la “modernidad”, en cambio, como un
todo homogéneo y armónico, como un paradigma unitario que viene a superar el
sistema de creencias del “Anciene
Régime” de la mano de un
programa de libertades sin fisuras, que el imaginario de los juristas percibe
generalmente como instituido para el conjunto social, sin exclusión alguna.
Debe recordarse, sin embargo, que el Derecho es también una
parte de la superestructura social, un sistema de control social destinado a
garantizar las nuevas relaciones de producción hegemónicas en cada período de
la historia política.
Por eso, los derechos que otorgó el Estado liberal no
pudieron trascender sus propios límites en términos de autonomía relativa.
Esa autonomía relativa, propia de los Estados capitalistas,
aunque se tradujera como una autoproclamación protectiva de los derechos de
todos los ciudadanos, en realidad resguardaba
los intereses de las nuevas clases dominantes.
Podemos someter a prueba la consistencia de esta
especulación, apelando al propio Rousseau
y su visión respecto de los infractores del “pacto social”, acaso el soporte
jurídico más relevante del sistema capitalista: “Para que el pacto social no sea,
por lo tanto, una fórmula vana, contiene tácitamente este compromiso, el único
que puede dar la fuerza a los demás: quien se niegue a acatar la voluntad
general será obligado por todo el cuerpo, (…) lo cual no significa otra cosa
sino que se le obligará a ser libre, puesto que tal es la condición que dándose
cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal, condición
que forma el artificio del funcionamiento de la máquina política y única que
hace legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos,
tiránicos y sujetos a los más enormes abusos”[18]. “Todo malhechor, al atacar el derecho social, se convierte por sus
delitos en rebelde y traidor a la patria; deja de ser miembro de ella al violar
sus leyes, y hasta le hace la guerra. Entonces, la conservación del Estado es
incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca, y cuando se da
muerte al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. Los
procedimientos, el juicio, son las pruebas y la declaración de que ha roto el
pacto social y, por consiguiente, de que ya no es miembro del Estado. Ahora
bien, como él se ha reconocido como tal, al menos por su residencia, debe ser
separado de aquél mediante el destierro, como infractor del pacto, o mediante
la muerte, como enemigo público; porque un enemigo así no es una persona moral,
es un hombre, y entonces el derecho de guerra consiste en matar al vencido”[19].
En definitiva, el
pacto social fue una manera de legitimar al legislador una vez que
entraron en crisis las tesis naturalísticas que explicaban dicha legitimación
con arreglo a un mandato sobrenatural del que se hallaba investido el monarca.
El legislador había pasado entonces de ser un simple
intérprete del derecho, a ser su creador. Y esto mereció una respuesta en
términos de legitimación: el contrato[20].
Dejar de lado estas circunstancias históricas, podría
comprometer seriamente una investigación que debe escrutar, entre otros
conceptos, las similitudes y diferencias entre los derechos internos y el
derecho penal internacional contemporáneo.
Por eso, precisamente, nos vemos determinados a advertir
que esas postulaciones importan un esfuerzo ocioso, innecesario, realizado
aparentemente para preservar a los clásicos del liberalismo de cualquier
acercamiento o “contaminación” entre sus discursos y las tesis que legitiman la guerra contra los terroristas internos,
los enemigos con los cuales el estado no dialoga sino que, por el contrario,
amenaza o directamente combate[21].
El
concepto de enemistad, como podemos observar, es una formulación conceptual de
los clásicos, probablemente anterior a ellos, que se utilizaba -como sigue
ocurriendo en la actualidad- tanto en cuestiones de Derecho interno, como para
resolver las diferencias planteadas entre los Estados.
La
similitud entre el adelantamiento de la reacción punitiva, el deterioro de las
garantías penales y procesales y la violación del principio de proporcionalidad,
manifestaciones éstas características del Derecho penal de enemigo, con la
guerra preventiva moderna, no puede resultar más evidente.
En el
examen del Derecho penal del enemigo y de las cuestiones dogmáticas que el
mismo plantea en el actual sistema penal, se ha puesto de relieve desde una
óptica estrictamente funcionalista normativa que “no se quiere negar que en los
regímenes autoritarios se haga uso de normas de Derecho penal del enemigo. Al
contrario. El Derecho penal del enemigo, en tanto consunto de normas, existe
tanto en las dictaduras como en las democracias. Pero el problema en las
dictaduras es de raíz. Las normas de Derecho penal del enemigo no son ahí
ilegítimas porque el Derecho penal del enemigo lo sea per se, sino por el déficit de democracia que caracteriza a esos
países. En definitiva, mientras en las dictaduras todas las normas (las del
enemigo y las del ciudadano) son ilegítimas
per se, en las democracias todas las normas (las del enemigo y las del
ciudadano) son legítimas per se, en
las democracias todas las normas (las del enemigo y las del ciudadano) son legítimas per se, y tendrán esa
presunción de legitimidad formal y material hasta tanto no se declare, por el
Tribunal imparcial legítimamente establecido para ello, lo contrario. En última
instancia, ahí, en la posibilidad de un control de legalidad objetivo e
impacial, reside la diferencia entre una dictadura y una democracia”[22]
.
El Derecho
penal interno de los Estados, con estas categorías, tiende a parecerse cada vez
más, en sus lógicas, a la guerra. Veremos, a su vez, cómo la guerra condiciona
y resignifica al Derecho internacional. Y veremos también cómo esas guerras no
encarnan enfrentamientos entre naciones, a la usanza clásica, sino operaciones
de limpieza de los enemigos efectuadas directa o indirectamente por el Imperio.
[1] Delors, Jacques y Santer, Jacquees, ex presidentes de la Comisión Europea;
Helmut Schmiidt, ex canciller
aleman; Máximo d'Alema, Lionel Jospin, Pavvo Lipponen, Goran Persson,
Poul Rasmussen, Michel Rocard, Daniel Daianu, Hans Eichel,
Par Nuder, Ruairi Quinn y Otto Graf Lambsdorf: “La crisis no es el fruto del azar”,
disponible en http://www.lainsignia.org/2008/junio/int_002.htm
[2]Strauss-Kahn, Dominique, edición
del día 23 de septiembre de 2008 del
diario “La Nación”, disponible en http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1052547
[3]
Torrero Mañas, Antonio: “La crisis financiera internacional”,
Instituto Universitario de Análisis Económico y Social”, Universidad de Alcalá,
texto que aparece como disponible en
http://www.iaes.es/publicaciones/DT_08_08_esp.pdf
[4] Rosanvallon, Pierre: “La
contrademocracia”, Editorial Manantial, Buenos Aires, 2007.
[5] Gracia Martín, Luis: “Consideraciones críticas sobre
el actualmente denominado “Derecho Penal de Enemigo”, Revista Electrónica de
Ciencia Penal y Criminología, número 7,
2005, que se halla disponible en
http://criminet.ugr.es/recpc/07/recpc07-02.pdf
[6] Climent
San Juan, Víctor: “Sociedad del Riesgo: Producción y Sostenibilidad”,
Revista de Sociología, N°. 82, 2006, p. 121, disponible en
http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2263896.
[7] Polaino
Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en
las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las
sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p.76.
[8] O´Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”,
Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 168 y 169.
[9] O´ Malley, Pat: “Riesgo, Neoliberalismo y Justicia Penal”,
Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, pp. 21 y 22.
[10] Agamben, Giorgio: “Estado de excepción”,
Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, p. 6.
[11] Polaino
Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del Derecho penal en
las sociedades modernas: ¿más Derecho penal?”, en “El Derecho penal ante las
sociedades modernas”, Editorial Jurídica Grijley, Lima, 2006, p. 76.
[12] Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y
mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales,
Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial
Dunken, Buenos Aires, 2011, pp. 426 s.
[13] Marteau, Juan Félix: “Una cuestión central en la relación
Derecho-Política. La enemistad en la política criminal contemporánea”, Revista
“Abogados”, edición noviembre de 2003.
[14] Gracia Martín, Luis: “Consideraciones críticas sobre el actualmente denominado “Derecho Penal
de Enemigo”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, número
7, 2005, que se halla disponible en
http://criminet.ugr.es/recpc/07/recpc07-02.pdf
[15] Jakobs,
Günther: “Derecho Penal del Ciudadano y Derecho Penal del Enemigo”, en “El
Derecho Penal ante las sociedades modernas”, Editora Jurídica Grijley, Lima
2006, p. 23.
[17] Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”, Editorial Paidós,
Buenos Aires, 2002, p. 40.
[18]
“El Contrato Social”, Primera Edición Cibernética, la
cual aparece como disponible en
http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/politica/contrato/libro1.html.
[19] Sobre las posibilidades de una interpretación
de los textos roussonianos en ese sentido, véase Pérez del Valle, en CPC,
nº 75, 2001, pp. 597 ss.; y también Jakobs, en Jakobs/Cancio, (n. 1), pp. 26 s.
79 Véase Rousseau, Jean Jacques,
El contrato social o Principios de derecho político, Libro Segundo, V, citado
según la edición, con estudio preliminar, y traducción, de María José Villaverde, 4ª ed., Ed. Tecnos, Madrid, reimpresión de 2000, Lib. II,
cap. V, pp. 34 s.
[21] Aguirre,
Eduardo Luis: “Consideraciones criminológicas sobre el derecho penal de
enemigo”, disponible en
http://derecho-a-replica.blogspot.com/2010/05/consideraciones-criminologicas-sobre-el.html
[22] Polaino-Orts, Miguel: “Verdades y
mentiras en el Derecho penal del enemigo”, en Revista de l Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y Sociales,
Universidad Nacional del Nordeste (UNNE), nueva serie, año 5, nº 9, Editorial
Dunken, Buenos Aires, 2011, p. 453.