El trabajoso desarrollo que a partir de la segunda mitad
del siglo XX fue alcanzando el sistema penal internacional (particularmente
durante el período ubicado entre los juicios de Nüremberg y Tokio y la creación
de la Corte Penal Internacional) indudablemente estuvo signado por la necesidad
y la demanda global de brindar respuestas al fenómeno recurrente de los
crímenes de masa, un legado “polemogéneo" e inédito de la modernidad, consistente en la eliminación sistemática y
estructural de agregados enteros de personas, con el objeto de reorganizar una
sociedad sobre las nuevas bases propuestas por los perpetradores.
Las respuestas que ese
sistema en pleno proceso de construcción y consolidación ha proporcionado
(solamente) a algunos hechos de exterminio, que repugnan a la conciencia
colectiva de la humanidad, no trascendieron hasta ahora las lógicas de la
clásica ecuación infracción-castigo, y
en este último caso el castigo se limitó casi exclusivamente (dejando al margen
abominables y sumarias ejecuciones) a la aplicación de graves penas privativas
de libertad a los vencidos en los conflictos armados.
El binarismo que caracterizó a esta dinámica histórica y
los logros relevantes logrados en materia de persecución y enjuiciamiento penal
de personas físicas implicadas en delitos de lesa humanidad y genocidio, en
efecto, no alcanzaron a disimular la asimetría de esos procesos de
criminalización y la profunda selectividad que condicionaron desde su
nacimiento al sistema penal internacional, el cual reprodujo en ese sentido las
realidades de los sistemas penales de los Estados nacionales.
No obstante, es preciso señalar que los Estados nacionales
fueron incorporando paulatinamente a sus respectivos sistemas jurídicos -sobre todo con el
advenimiento de la denominada “modernidad tardía”- instrumentos
sustitutivos de la pena o alternativos a las mismas, mecanismos de justicia
restaurativa o transicional, formas de resolución alternativa de conflictos,
mayor participación de las víctimas en los procesos penales y otros
dispositivos no necesariamente punitivos, justamente en el marco de la
paradójica desconfianza que el consenso alcanzado por el castigo evidenciaba en
las sociedades “contrademocráticas” occidentales[1].
Esta interesante evolución no se reprodujo, todavía, en el
ámbito del Sistema Penal Internacional, donde las lógicas punitivistas
confieren una impronta decisiva de enemistad y violencia predecimonónica a sus
prácticas y funcionamiento.
Por el contrario, el comportamiento recurrente del sistema
penal globalizado parece reservar la pena de prisión como única respuesta
institucional a las ofensas. Y el monto de esas penas han sido hasta ahora
-vale recordarlo- los más elevados con los que pueda convivir un Derecho penal
liberal.
Se ha dicho, en punto a esta cuestión, y como forma de
entender y explicar este desarrollo particular del sistema penal global, que
“la Comunidad Internacional se encuentra, en la actualidad, donde el
Estado-Nación se encontraba en los albores de su existencia: en la formación y
consolidación de un monopolio de la fuerza en el ámbito del Derecho penal
internacional, sobre cuya base se puede fundar el ius puniendi” de una ciudadanía mundial[2].
Analizaremos con sentido crítico tal entendimiento,
intentando reformular esta hipótesis, basada en la supuesta inmadurez o escaso
grado de avance del sistema penal ecuménico -y a nuestro entender fuertemente
impregnada por su consideración desde una perspectiva sociológica funcionalista
y consensualista- a la hora de explicar las grandes transformaciones
históricas, sociales, políticas y jurídicas, que no otra cosa involucran las
formas de persecución y enjuiciamiento penal y las sanciones que se habrán de
imponer frente a cada caso en particular.
Creemos, antes bien, que el sistema penal internacional no
ha avanzado hacia formas menos violentas de resolución de los conflictos,
precisamente porque la ideología punitiva hegemónica no ha permitido la
incorporación de las mismas -a excepción del caso
de algunos tribunales de opinión y otras escasas experiencias que también
detallaremos a lo largo de este trabajo- con el objeto de reasegurar así el
control punitivo de los diferentes y los disfuncionales, recurriendo a la guerra más como garantía de la
preservación y reproducción de un orden determinado que como exigencia por las
demoras que impone una “transición a la democracia” global.
Es más, probablemente no se alcanzará el tránsito
democrático global hasta tanto se modifiquen determinadas condiciones
estructurales e institucionales a nivel mundial, se remuevan sistemas de
creencias fuertemente arraigados en la cultura de los hombres y se establezcan
mecanismos más democráticos de convivencia entre las multitudes diversas y
multiculturales del tercer milenio.
Estos datos son, precisamente, los que nos llevan a
explorar la posibilidad de una extensión de los principios del Derecho penal
mínimo para resolver las situaciones problemáticas que se derivan de la
perpetración de delitos de lesa humanidad y genocidio, desde una perspectiva
dogmática, criminológica y filosófico penal alternativa.
En este sentido, cabe señalar que incluso los
impresionantes avances en materia de Derechos Humanos, que se han dado en
Argentina, no han logrado desarticular ni modificar las lógicas punitivas que han caracterizado hasta la fecha los
procesos judiciales seguidos contra los responsables del terrorismo de Estado.
El nuevo paradigma del Derecho Internacional de los
Derechos Humanos ha venido a revelar -hasta ahora- una evolución sorprendente
del Derecho penal, desde su condición de Derecho de los imputados, frente al
exceso de los Estados (Derecho penal reductor), hacia la instauración de un
Derecho de las víctimas a exigir, esencialmente, “juicio y castigo” a los culpables.
De esta manera, el denominado “Derecho penal mínimo”, aun
desde las usinas del pensamiento penal progresista y democrático, se ha
concebido y reservado para todo tipo de delitos, a excepción -justamente- de
los delitos de lesa humanidad y genocidio.
Es posible que, en buena medida, esta limitación sea una
lógica consecuencia del atraso
comparativo en el nivel de desarrollo del Derecho Penal Internacional[3].
Pero no debe descartarse la posibilidad de que esa
circunstancia reconozca también, en la base de su formulación, causas políticas
difícilmente compatibles con las teorías consensualistas del cambio
social, mucho más vinculadas a los
paradigmas que explican a este último desde una perspectiva conflictivista y
dialéctica.
Lo cierto es que -como de ordinario ocurre con el Derecho
penal de las naciones- el sistema penal internacional, invocando el interés del
conjunto y la representatividad de la
mayoría de los países del mundo, no ha podido trascender los límites que la
selectividad y la asimetría de los procesos de criminalización le han impuesto,
y ha terminado en muchos casos reproduciendo un estado de cosas injusto,
coincidente con los intereses de los poderosos y los vencedores del planeta.
Pero además de este sesgamiento histórico notorio, las
respuestas que el sistema penal internacional y la justicia universal han
conferido en materia de genocidios y delitos de lesa humanidad, no han podido
superar el binarismo punitivo respecto de determinadas personas o grupos de
ofensores, que casi siempre carecen de poder o han perdido el que alguna vez
tuvieron, consagrando una consecuente impunidad respecto de estremecedoras
masacres llevadas a cabo por los “indispensables” del planeta.
Pueden nombrarse a título de ejemplo, y sin pretender
agotar la posible enumeración de los casos que registra la historia moderna,
aniquilamientos tales como los de Armenia, el Kurdistán, Dresden, Hiroshima y
Nagasaki, Vietnam, Irak, Afganistán, el holocausto gitano, las guerras de los
Balcanes, Camboya, etcétera, muchas de las cuales fueron denominadas
“operaciones humanitarias” o esfuerzos realizados en aras de la instauración de
la democracia, conforme el particular léxico etnocéntrico de los perpetradores.
“Los crímenes contra la Humanidad
que se han cometido y se cometen desde el poder, o en las guerras contra
regímenes dictatoriales, con los bombardeos masivos que provocan "daños
colaterales" en la población civil, han demostrado la trascendencia
internacional de estos delitos"[4]
No obstante estas evidentes aporías, el discurso y las
prácticas punitivistas en materia de delitos de genocidio han concitado una
esperable adhesión global y alcanzado una indiscutible hegemonía a partir del
deterioro de los paradigmas resocializadores de justificación de la pena, de la crisis del correccionalismo como
ideología tributaria del welfarismo penal y del declive del rol de los expertos
en materia político criminal.
Esta resignificación de la violencia jurídica, no puede
disociarse de la nueva concepción política de la guerra, que como relación social permanente, tiende a convertirse
en un organizador básico de las sociedades contemporáneas, prescindiendo de las
conquistas y límites de las democracias decimonónicas en materia penal,
asumiéndose como “la matriz general de todas las relaciones de poder y técnicas
de dominación, supongan o no derramamiento de sangre”. (…) “En estas guerras
hay cada vez menos diferencia entre lo interior y lo exterior, entre conflictos
extranjeros y seguridad interna”[5],
porque en todos esos casos se expresan intervenciones policiales perpetradas
mediante medidas militares.
Intervenciones militares de baja intensidad y operaciones
policiales de alta intensidad, no podrían ya diferenciarse apelando a las categorías biopolíticas de principios
de los siglos XIX y XX.
Por ese motivo, la principal consecuencia de este estado de guerra es que las relaciones
internacionales y la política interior se asemejan cada vez más entre sí, lo
que provoca una asimilación del derecho penal internacional a los derechos
internos, difuminando cualquier diferencia basada en distintos estados de
desarrollo de las formas y las prácticas jurídicas.
Guerras de baja intensidad y operaciones policiales de alta
intensidad, provocan, en consecuencia, que las ideas de Justicia y de Derecho no
formen parte del concepto de guerra de la era postmoderna.
Las intervenciones a cargo de los organismos de control
social punitivo resultan mecanismos aptos por igual, para ocupar una nación preventivamente, o
para incapacitar a sujetos o colectivos disfuncionales, aún a sabiendas de que
guerra y derecho son nociones contrapuestas que se excluyen entre sí.
Un ejemplo de esta preeminencia desembozada de la fuerza lo
encarna la política exterior asegurativa de los Estados Unidos, que se reconoce
a sí mismo, explícitamente, como una
excepción con respecto a la ley, que se exceptúa unilateralmente -vale
destacarlo- nada menos que del cumplimienrto de los Tratados y Convenciones
internacionales sobre medioambiente, derechos humanos y tribunales
internacionales, arguyendo, por ejemplo, que sus militares no tienen por qué
atenerse a las normas que obligan a otros en cuestiones tales como los ataques preventivos,
el control de armamentos, las torturas, las muertes extrajudiciales y las
detenciones ilegales.
En este sentido, la “excepción estadounidense remite a la
doble vara de medir de que disfruta el más poderoso, es decir, a la idea de que
donde hay patrón no manda marinero. Estados Unidos también es indispensable,
según la definición de Albright,
sencillamente porque tiene más poder que nadie”[6], y
lo usa discrecionalmente dentro y fuera de sus fronteras (el prevencionismo
extremo en materia internacional es un equivalente de las leyes de inmigración
de Arizona, la doctrina de las ventanas
rotas o la tolerancia cero que
caracterizan su Política criminal, lo que da idea de lo que significa -también-
un Derecho penal globalizado construido en esta misma clave).
El discurso neopunitivista, uno de los datos
constitutivos de la modernidad tardía, plantea de esa forma la utilización del
Derecho penal como una herramienta útil y apta para hacer frente a una multiplicidad de conductas que generan
las nuevas “inseguridades” en las denominadas “sociedades de riesgo”.
Las características de este nuevo Derecho
penal se sintetizan y sincretizan no en una tendencia unitaria a criminalizar a
sujetos individuales en circunstancias determinadas, sino en la configuración de
un control punitivo de última generación
que se expresa de manera “glocal”[7] y grupal, y su objeto de control es la
rebelión de los excluidos o los insumisos, sobre la base de la adhesión a las
teorías que justifican las medidas de coerción y las penas, con apego a tesis prevencionistas o retribucionistas.
Asistimos así a la vigencia de un sistema
penal de lógicas globalizadas y unitarias, donde las mencionadas
características configuran las improntas identitarias que asimilan los elementos e instrumentos nacionales e
internacionales de punición.
Las identidades remarcadas no pueden ser
entendidas solamente como una expresión defensista unificada frente a las
“inseguridades” que se ciernen tanto respecto de los Estados nacionales, cuanto
respecto de la comunidad internacional, sino también como un intento de
reproducción de las instancias de dominación que en cada espacio se expresan y
ponen en práctica: “En este ámbito, al igual que a nivel nacional, se debe rechazar la
retribución en cuanto fundamento o finalidad de la pena. Buscar la equivalencia
al perjuicio sufrido en el caso de crímenes de masas resulta sencillamente
impensable. No obstante lo anterior, los precedentes del Tribunal Penal
Internacional para la ex-Yugoslavia (TPIY) y el Tribunal Penal Internacional
para Ruanda (TPIR) le concedieron a la noción de retribución -frente a otros fines
de la pena- un rol marcadamente preponderante, en tales términos que la misma
llegó a quedar en pie de igualdad frente a la intimidación general, esto es, a
la prevención general negativa. Así, en el fallo más reciente de la Cámara de
Apelaciones en Celebici se ratificó que los “principales fines para dictar
condena son la intimidación y la
retribución”[8].
(…) “A pesar que la jurisprudencia de dichos tribunales hace referencia a
distintas finalidades de la pena, éstas desempeñan para ellos un rol
ciertamente secundario. Esto quedó de manifiesto en el referido proceso, en lo
que a la prevención especial bajo la modalidad de la rehabilitación respecta,
cuando la Cámara de Apelaciones de Celebici rechazó contundentemente la
apelación interpuesta por el acusado Mucic:
“…si bien la rehabilitación…debe ser considerado como un factor relevante, no
es de aquellos que deban recibir una consideración desmedida”[9].
Estas concepciones -conviene
aclararlo- contradicen de manera flagrante expresas prescripcionenes del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 10), de las
Constituciones liberales (por ejemplo la argentina o la española), y la propia
filosofía de un Derecho penal liberal, compatible con un Estado Constitucional
de Derecho.
Con un Derecho internacional que
justifica las condenas con arreglo a parámetros de intimidación y retribución, estamos frente a un orden que no sólo
reniega de las teorías negativas o agnósticas de las penas, asignando así roles
de primera y segunda jerarquía a los Estados (conforme la asimetría de los
procesos de criminalización verificados históricamente), sino que, al interior
de los mismos, promueve la preservación de ese mismo orden jerárquico
legitimante de la exclusión, mediante la construcción de lógicas, discursos,
prácticas y superestructuras monistas.
Una vez efectuado este recorrido introductorio relativo a
los datos de la realidad objetiva de la tardomodernidad, que intentan describir
críticamente el comportamiento del Sistema penal internacional y la Justicia
universal, debe ponerse de manifiesto que, aun con las falencias enumeradas, el
sistema penal global debería, en un primer momento, tender a expresar la superación
de la justicia por mano propia, el desarrollo extensivo del Derecho penal de
enemigo y las esperables, simbólicas y negativas imágenes de los cuerpos de los
réprobos depuestos en las plazas públicas. Pero su razón de ser no debería
abarcar nada más (ni nada menos) que esos precisos y acotados objetivos. Por
eso es lógico que también aspire, en consecuencia, no solamente a prevenir la
impunidad en determinados casos concretos, sino a mejorar los sistemas penales
en su totalidad.
Más aún, la cuestión de la promoción de sistemas estables
para intentar reconstruir la memoria, la justicia, la verdad y la reparación en
materia de las más graves violaciones a los Derechos Humanos por parte de los
Estados democráticos modernos, no puede eludir las asignaturas pendientes que
consisten en profundizar las nociones internas de Estado de derecho, de
gobernanza, de mayor ciudadanía, de calidad institucional, de reformas
judiciales proactivas, de evolución de la psicología de jueces, fiscales y
demás operadores de los sistemas penales, de manera que todos los ciudadanos,
en igualdad de condiciones, sin importar su extracción social, puedan acceder
efectivamente a la justicia.
Desde esta perspectiva, los procedimientos que se lleven a
cabo en materia de Derechos Humanos deberían reconocerse como medios que, lejos
de limitarse a los delitos internacionales, habrían de encontrar su correlato y
resolución en los demás casos “normales” que se sustancian en todas las áreas
del sistema legislativo y judicial de las naciones[10].
Estimamos que esta metodología debería incidir en un
proceso cultural más amplio en el que se disputan discursos, relatos y
prácticas, de forma que el fortalecimiento de un Derecho y una Justicia
democrática en los Estados nacionales incorporara esa impronta al sistema penal
internacional, compuesto en definitiva por la voluntad mayoritaria de las
naciones del mundo.
[4]
POLAINO NAVARRETE, Miguel (Director); MARTOS NÚÑEZ, Juan Antonio; BLANCO
LOZANO, Carlos; MONGE FERNÁNDEZ, Antonia; POLAINO-ORTS, Miguel: "Derecho
Penal Internacional. Materiales Docentes", Edición Digital@tres, S.L, 2012, p. 172.