Desde la creación del Tribunal Russell- Sartre (1966) hasta la actualidad, la importancia y gravitación de los tribunales de opinión no ha sido valorada, extrañamente, en su verdadera dimensión, defección ésta que se advierte particularmente en las academias de derecho, pero que constituye una constante de la política y el derecho internacional. Tanto aquel, como el Tribunal Permanente de los Pueblos, o las diferentes comisiones de verdad (dentro de la cuales, la sudafricana es una referencia obligada, aún a sabiendas de las distintas valoraciones que existen sobre su cometido), han significado un avance sustancial en materia de construcción de instancias de denuncia, enjuiciamiento y condena de hechos significativos que implicaron, a lo largo de la historia, estremecedoras experiencias de afectación de Derechos Humanos fundamentales. Lo ocurrido con los crímenes estadounidenses en Vietnam, el genocidio que implicó el apartheid o los procesos seguidos contra empresas multinaciones, son ejemplos que dan plena fe de la relevancia de decisiones que, aunque no obligatorias, ponen en evidencia su condición superadora respecto de dos connotaciones regresivas del sistema jurídico internacional. Una, es la profunda selectividad a la hora del juzgamiento de los más horrendos crímenes masivos, que generalmente han culminado en la más absoluta impunidad de los mismos, en tanto y en cuanto fueran cometidos por las potencias hegemónicas o los vencedores de las distintas guerras. Otra, es la originalidad de sustitutir el castigo -única reacción prevista institucionalmente por las agencias del derecho internacional- por novedosas y superadoras estrategias no punitivas. Como la verguenza reintegrativa, el perdón, la reparación o, particularmente, la comprobación de los crímenes masivos y sus responsables, y la consecuente denuncia de los mismos antes la comunidad internacional. Esta última alternativa tiene una potencia incalculable, de cara a la deslegitimación de los tribunles internacionales, extremo éste del cual nos hemos ocupado reiteradamente en este medio. No fué la ONU, ni la CPI, ni los tribunales creados especialmente para juzgar determinados conflictos (TPIY, TPIR, etcétera), los que han avanzado en la persecución y enjuiciamiento de verdaderas masacres perpetradas por el imperialismo, sus socios, o las grandes empresas multinacionales. La consolidación de un sistema de control global punitivo, que se expresa unilateralmente a través de guerras, operaciones policiales a gran escala, embargos, bloqueos o "intervenciones humanitarias" que encubren sistemáticas violaciones al derecho internacional, exige la construcción de instrumentos de respuesta democráticos, en manos de los millones y millones de militantes de todo el mundo que observan azorados la fascitización creciente de las relaciones internacionales. La creación de nuevos tribunales de opinión supone una instancia válida para contrapesar las asimetrías de las instancias orgánicas sistémicas, cuyos resultados están a la vista. También, importa un desafío logístico, organizativo, pero sobre todo político e ideológico, a la hora de concitar interés sobre estas vías no convencionales de resolución de los grandes conflictos y la predisposición que los militantes, intelectuales, luchadores sociales y académicos de todo el mundo muestren de cara a estas iniciativas.