Las respuestas que el sistema penal internacional, todavía en lento y arduo proceso de consolidación, atravesado por la volatilidad de las nuevas configuraciones geopolíticas multipolares que coexisten dificultosamente con un poder imperial militar unilateral, ha conferido a algunos crímenes contra la Humanidad, pueden resumirse,en general, en experiencias punitivas, reservadas generalmente para los derrotados en las guerras.
          Esta expresión sistémica, recurrente desde Nüremberg y Tokio hasta la actualidad,  sin demasiadas modificaciones, ha contribuido decisivamente a legitimar y universalizar una ideología punitiva hegemónica, destinada al control  de los insumisos y los diferentes, apelando en muchas oportunidades al eufemismo de las “intervenciones humanitarias” armadas, como vía de reproducción de las relaciones de producción y el orden ecuménico establecido.
Estas lógicas, por supuesto, no  podrían haberse afirmado a lo largo de la historia, si no hubieran estado en sintonía con los sistemas de creencias dominantes, muchas veces construidos desde los aparatos ideológicos y represivos del Estado, a través de un fabuloso proceso de penetración cultural y alienación colectiva.
Uno de los productos culturales más violentos derivados de la imposición de estos relatos binarios es el sistema penal, que se ha comportado, tanto a nivel global como interno, como un instrumento asimétrico y sesgado de criminalización y control social punitivo.

Por supuesto, esta realidad abarca también a las respuestas coercitivas brindadas respecto de algunos ofensores en materia de crímenes masivos. 

Frente a esta realidad brutal, es posible oponer la idea de un Derecho penal democrático, de mínima intervención, supeditado a su condición de ultima ratio en materia de resolución de los más graves conflictos humanos.
Lo hacemos, en la plena convicción de que un Derecho penal internacional democrático, acotado en su poder punitivo, además de configurar una utopía positiva, nos plantea el desafío  de la reconstrucción de los grandes relatos, después de un efímero repliegue, y de una nueva ideología totalizante, más justa, más equitativa, menos violenta, en materia de convivencia universal, en la que las nuevas formas jurídicas han de resultar un insumo cultural fundamental e indispensable.
        
           Puesto en marcha, desde hace décadas, como hemos visto, un sistema penal global de indudable rigor y verificada selectividad en materia de gravísimas infracciones contra los Derechos Humanos de importantes colectivos de víctimas, se hace necesario poner al descubierto algunas particularidades que plantea la realidad mundial contemporánea, absolutamente distinta de la que existía hace apenas unos años.
La profundidad de la crisis capitalista, desatada hace menos de un lustro, ha influido de manera directa en el Derecho penal internacional actual.
En efecto, el impacto de la crisis sobre los estados nacionales, su economía y su cultura, no reconoce precedentes cercanos en el tiempo.
Por un lado, las medidas adoptadas a todo nivel por los países centrales no han dado los resultados esperados. Más bien, en algunos casos, han profundizado la zozobra y acrecentado los temores de amplias capas de las sociedades occidentales.
La sensación generalizada de estar frente a una crisis de cualidades diferentes, la emergencia de un mundo multipolar en materia de desarrollo económico, que a la vez conserva vigente la figura de un gigantesco gendarme imperial, en materia militar, han acrecentado la apelación a la categoría de las sociedades “de riesgo”.
Las incertidumbres abismales configuran el nuevo organizador de las vidas cotidianas, a la sazón, el nuevo nombre del miedo, consustancial a las sociedades tardomodernas.
Las demandas de mayor soberanía de los bloques emergentes, la protesta social universal, la fugacidad de los liderazgos de todo orden, en el marco de una crisis estructural, ayudan a construir sociedades globales nihilistas, articuladas por la desconfianza, los miedos  y la percepción de que el futuro se ha vuelto indudablemente más complejo.
 Los encargados de gobernar la penalidad en el mundo, han sido también alcanzados por esa desconfianza, y su reacción recurrente ha sido crear formas regresivas de control punitivo de los distintos, considerados a priori peligrosos. Para constatar la verosimilitud de esta afirmación no hay más que hacer un seguimiento de la evolución de los nuevos paradigmas del penalismo contemporáneo.
El incremento de los nuevos riesgos ha operado cambios trascendentales en la forma de concebir el biopoder, gestionar la gubernamentalidad y establecer la política criminal de los Estados y de la Comunidad Internacional, que se expresan actualmente mediante un deterioro sostenido de los derechos y garantías de las personas criminalizadas, y en un prevencionismo y un retribucionismo penal de perfiles inéditos, que han transformado al derecho en un insumo en estado de excepción permanente.
El Derecho penal interno de los Estados, opera en la actualidad con las mismas categorías que el sistema penal internacional, acercando, como nunca antes, sus lógicas, a la de la guerra.
La analogía no es azarosa: el capitalismo ha saldado sus crisis cíclicas recurriendo invariablemente a las guerras. La guerra, expresada como gigantescas operaciones de limpieza de clase dirigidas contra los “enemigos”, condiciona decisivamente al Derecho Penal Internacional contemporáneo.
Paradójicamente, en los últimos años, el neoliberalismo, que hace menos de tres décadas se autoerigía como el relato único que ponía fin de la historia, ha resultado ser el paradigma más corto de la historia humana. El Consenso de Washington y sus recetas han colapsado estructuralmente, y buena parte de la supervivencia del capitalismo global depende de su eficacia para encubrir su política de control, bajo el pretexto de un combate sostenido contra nuevas amenazas como el terrorismo, las dictaduras populistas, o las difusas y nunca comprobadas amenazas nucleares, químicas, etc.
En ese contexto de marcado autoritarismo, no debe sorprender que los genocidios sigan cobrando millones de vidas.
Independientemente de las conocidas dificultades para converger en una definición pacífica sobre estas prácticas de exterminio, conocemos  un denominador común de los crímenes de masa: los genocidios no dependen tanto del número de personas victimizadas, cuanto del propósito de aniquilación que anima a los perpetradores y la construcción unilateral previa que éstos hacen de los grupos de víctimas.
A pesar que la gran mayoría de los genocidios  se cometieron a instancias de  definiciones políticas e ideológicas determinadas previa y unilateralmente por los perpetradores, no fue posible incluir en las definiciones jurídicas a estos agregados como víctimas de este tipo de delitos, merced a la férrea oposición planteada, justamente, por las grandes potencias.
Por ende, al abordar la cuestión de la “reacción social” global frente a los genocidios, la comunidad internacional decidió convalidar una definición jurídica acotada, selectiva y arbitraria en lo que concierne al alcance  de la protección legal de los grupos de víctimas, que respondió a los intereses de las potencias vencedoras de la Segunda Guerra.
 Ahora  bien, una de las tareas que resultan principales para la criminología, es la que concierne a la elaboración de estrategias preventivas respecto de cualquier tipo de delito.
Por cierto que la problemática del genocidio no es una excepción respecto de ese horizonte de proyección del saber criminológico.

El genocidio, concebido con una tecnología de poder criminal destinada a la eliminación de un “otro” desvalorado, destinatario de la intolerancia y los prejuicios colectivos, a quien se le asigna previamente la condición de “peligroso” o riesgoso, es el crimen que más vidas ha cobrado durante la modernidad.
La prevención de este delito contra la Humanidad, implica una batalla cultural contra lógicas, racionalidades y representaciones binarias, y cualquier ejercicio criminológico de anticipación respecto del mismo, exige entonces una profundización de la democracia como forma de interrelación social y un acotamiento del poder punitivo de los Estados, que son los sujetos activos que, de ordinario, perpetran este tipo de masacres.
Para ello es imprescindible entender estas conductas criminales como parte de una planificación sistemática, cuya finalidad es la eliminación de las bases mismas sobre las que se asientan las sociedades a las que pertenecen  los grupos de víctimas, sustituyéndolas por un sistema de creencias compatible con la cosmovisión de los vencedores.
            Esta ha sido la impronta que caracterizó a los horrendos crímenes de masa cometidos después de la segunda guerra mundial, por parte del poder punitivo descontrolado de los Estados, en todos los casos respecto de disidentes políticos, minorías nacionales o raciales, o grupos sociales previamente definidos como “enemigos” o “terroristas”.
Es preciso concluir, en efecto, que en todos los casos en que se han llevado a cabo estas matanzas, ha habido un poder estatal poderoso y centralizado, de características predominantemente policíacas, que ha logrado desbordar los límites del Estado Constitucional de Derecho, generando las condiciones de posibilidad objetivas para la comisión de los genocidios.
Esta afirmación autoriza a inferir que, a contrario sensu, en aquellas sociedades más democráticas y tolerantes frente a la diversidad y la otredad, los discursos únicos y los relatos autoritarios y discriminatorios tendrían muchas menos probabilidades de derivar en prácticas criminales reorganizadoras.

A pesar que el genocidio armenio fue considerado el primer crimen de masa de la modernidad, es necesario presentar el caso de las masacres perpetradas en el siglo XIX contra los pueblos originarios de Latinoamérica, como un precedente moderno no siempre dimensionado en su verdadera magnitud, y por ende, naturalizado o invisibilizado por la historiografía dominante.
El Estado argentino, por ejemplo, en su etapa de acumulación primitiva de capital, desató una “campaña” pseudo civilizatoria contra los pueblos originarios, produciendo una verdadera masacre, cuyos escasos sobrevivientes fueron luego explotados como mano de obra barata, destinada a contribuir a la reproducción del incipiente sistema pastoril exportador del Siglo XIX, desde una condición humillante de virtual esclavitud.
 Este proceso organizado de aniquilamiento, fue silenciado o exhibido desde su perpetración como un conflicto bélico “contra los salvajes”, a favor de la libertad y el progreso, por la mayoría de los libros de historia nacionales. Hizo falta un largo y trabajoso proceso de revisión histórica para comprender la magnitud de la masacre y sus causas originarias, mucho más ligada a la necesidad de consolidar los intereses de una clase dominante en pleno ascenso, cuyo brazo armado fue un Estado militarista, que a grandes enunciados éticos.
Al genocidio de los pueblos originarios de América Latina, que incluyó una pionera experiencia concetracionaria, le sucedieron  tragedias similares, también, negadas, tergiversadas o inexplicablemente silenciadas.

Una de las manifestaciones genocidas más cruentas del siglo pasado, fue la masacre de Nanking, llevada a cabo por el ejército de la autocracia imperial japonesa de principios de Siglo XX, que causó la muerte de centenares de miles de ciudadanos chinos.
Si bien este genocidio, a esta altura de la historia, solamente es puesto en tela de juicio o discutido por sectores minoritarios del conservadurismo japonés contemporáneo, es necesario poner de relieve a asimetría en la relación de fuerzas entre el grupo de víctimas y los perpetradores, que, también en este caso, representaban el brazo armado de un Estado expansionista y autoritario, esencialmente belicista, socialmente jerárquico y profundamente antidemocrático, cuyo rostro más reaccionario reaparecería ante los ojos del mundo pocos años después, durante la Segunda Guerra Mundial.
 China, por el contrario, era por entonces un país agrario, con una estructura económica precapitalista, que exhibía un ostensible atraso tecnológico respecto de sus agresores.
Otro capítulo negro de la historia moderna, también minimizado en las crónicas históricas, lo constituyó el genocidio reorganizador argelino, perpetrado por Francia, a la sazón, la potencia ocupante, contra la sociedad que aspiraba a independizarse de su condición colonial, a partir de 1945
La eliminación sistemática de centenares de miles de argelinos expresaban las contradicciones emergentes del mundo de posguerra: mientras Francia festejaba su liberación del régimen nazi, con la misma ferocidad utilizaba sus fuerzas armadas y efectivos paramilitares para ahogar en sangre los reclamos libertarios del pueblo argelino.
En este caso, en lo que constituye un macabro hallazgo teórico, se concibió por primera vez al conflicto como una “guerra”, emprendida esta vez contra un enemigo interno, lo que dio lugar a la creación de doctrinas militares contrainsurgentes, que habrían de recorrer el mundo y ponerse de manifiesto décadas después, con su autoritarismo binario, a través del accionar genocida de las dictaduras latinoamericanas durante los años setenta y ochenta.
Esa concepción supuso, como en otros casos, una degradación de los más elementales derechos y garantías de la población agredida.
Por su parte, el genocidio camboyano, que se cobró la vida del 25% de la población de ese país, implicó otra forma de construcción desvalorada de  la otredad, y una nueva evidencia de que estos crímenes generalmente se cometen cuando se exacerban los regímenes autoritarios y se debilitan las formas de convivencia armónica y pacífica.
La matanza de Camboya tuvo el dudoso privilegio y la particularidad de ser uno de los crímenes masivos cometidos en nombre del “socialismo” y de una sociedad pretendidamente más justa y equitativa que los ordenamientos capitalistas, lo que ratifica la idea de que el caldo de cultivo de los genocidios no se compadece tanto con determinados sistemas ideológicos, sino con formas de articular los vínculos sociales y valorar el respeto por la diversidad y las diferencias.
Los crímenes, perpetrados por el régimen de Pol Pot, intentaron “reorganizar” las creencias religiosas, la cultura, la idea de familia, la estructura económica, la educación y las formas jurídicas, sustituyéndolas por otras que resultaran más confiables para el “ideal” comunista que decían profesar los ofensores.
Para llevar a cabo estas reformas, el poder punitivo del Estado camboyano alcanzó una violencia sin límites. La mayoría de la población fue obligada a vivir en el campo, en condiciones realmente penosas, miles de personas fueron conminadas a vivir en establecimientos de secuestro institucional y muchas otras fueron ejecutadas sumariamente.
No obstante estas prácticas, no se logró superar la condición de país agrario atrasado de Camboya ni las relaciones casi feudales de producción, que parecieron, en cambio, profundizarse con el genocidio.
El caso estremecedor del genocidio ruandés, por su parte, demuestra la influencia perversa de las potencias coloniales en masacres exhibidas luego como el producto de ininteligibles motivaciones raciales que, aunque existentes, enmascaran los intereses históricos de los sectores dominantes internos e internacionales. Los crímenes masivos perpetrados en Ruanda permitieron, a través de los juicios, identificar la responsabilidad de corporaciones religiosas y empresas periodísticas en ese período histórico. Una evidencia que se reiteraría, como también hemos analizado, en la experiencia argentina, en la que el rol de la jerarquía católica y un gran sector de la prensa fue decisivo para legitimar el genocidio.
El militarismo, el autoritarismo y el racismo nos han permitido explicar el horrendo genocidio guatemalteco, que pasó prácticamente inadvertido para la comunidad internacional y la gran prensa occidental, en un hecho que, por supuesto, no pude ser atribuido a la casualidad.
La persecución sistemática y el genocidio  reiterado del que han sido víctimas los pueblos kurdos y gitano, por su parte, nos permiten concluir que los delitos contra la humanidad pueden reiterarse en la medida que se reproduzcan las condiciones objetivas y subjetivas que los precipitaron y no se adopten estrategias de prevención consistentes.

            Como hemos visto, en cada una de estas masacres, se advierte claramente la intención de los perpetradores de aniquilar o destruir, total o parcialmente, al grupo de víctimas, extremo éste que constituye una exigencia del tipo penal de Genocidio, a tenor de lo establecido expresamente por el artículo II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948.
          Esta exigencia de la intencionalidad, empero, ha provocado muchas discusiones en la doctrina de los autores e incluso en el pronunciamiento de los tribunales, ya que en muchos casos este elemento subjetivo del tipo de injusto no aparece tan claramente determinado, y por lo tanto debe aquella ser inferida de las “evidencias circunstanciales” que rodean a las conductas homicidas.
         Así, han sido consideradas evidencias circunstanciadas, la planificación, las ejecuciones sistemáticas, distintas prácticas criminales que denotan la existencia de la eliminación del grupo, tales como la matanza de mujeres embarazadas o de bebés o niños, etcétera.
 El propio texto de la norma permite concluir que el logro del exterminio total del grupo no constituye un requisito  del tipo bajo análisis, sino que basta para su configuración con la  intencionalidad  de la destrucción del grupo de manera total o parcial.
 De esta premisa puede a su vez deducirse que la cuestión numérica no hace a la definición del genocidio. En el caso argentino, por ejemplo, el exterminio de varios miles de compatriotas en un contexto de más de veinte millones de habitantes al momento de la perpetración, podría conducir a una impresión equivocada si nos limitáramos a una visión cuantitativa de la tragedia.
Lo que define la existencia del genocidio, en este caso, son las particularidades que los perpetradores identificaban en los grupos de víctimas, a los que se sindicaba por su ideología, su militancia o sus opiniones como colectivos que ponían en crisis la supuesta escala de valores de una sociedad unilateralmente definida como “occidental y cristiana” por la dictadura cívico-militar, razón por la cual se llevó a cabo contra los mismos un autogenocidio reorganizador destinado a modificar las relaciones sociales preexistentes.
La respuesta histórica de los tribunales argentinos tiene el doble mérito de haber advertido la existencia del genocidio e imponer las condenas a los acusados por cometer crímenes de lesa humanidad inferidos en el marco de un genocidio, razonamiento que puso a los pronunciamientos a cubierto de las imprecisiones analizadas de la definición jurídica del genocidio.

Ahora bien, es importante destacar que, tanto en la experiencia argentina, como en el caso de los distintos tribunales internacionales que han debido expedirse sobre la responsabilidad de los perpetradores en caso de delitos contra la humanidad, se ha evidenciado un denominador común, constituido por la imposición de las más severas  penas privativas de libertad para los condenados (abstracción hecha de los horrendos casos de ajusticiamiento letales, que ofenden la memoria del derecho penal internacional).
Desde Núremberg y Tokio, hasta el Tribunal para la Antigua Yogoslavia, pasando por los de Ruanda y Sierra Leona y llegando a la propia Corte Penal Internacional, en efecto, los pronunciamientos condenatorios han sido dirigidos contra determinados ofensores, muchos de ellos personas de edad avanzada, casi todos derrotados en diversos conflictos, y han consistido en un recurso permanente a la prisión como forma de simbolizar la “justicia”, tal como lo prevén los respectivos estatutos de esos mismos tribunales. 
 Es evidente que la pena de prisión, en estos casos, se justifica en base al retribucionismo y al prevencionismo extremos, y la cuestión de la resocialización o reinserción de los penados no parece ocupar demasiado al derecho penal internacional, como tampoco la profunda selectividad de este último, uno de sus rasgos deslegitimantes más graves y notorios.
Pero ocurre que, tanto en las constituciones de los estados constitucionales de derecho, como en un derecho penal liberal, la pena encuentra sentido únicamente con apego a la ideología de la resocialización y la reinserción o –si mejor se lo prefiere- reintegración social de los penados, que son los únicos paradigmas que “justificarían” el secuestro institucional.
De modo que esta exigencia no aparece como una circunstancia disponible para los Estados y las instituciones supranacionales. Dicho en otros términos, un sistema penal internacional democrático, por ende mínimo, no podría prescindir de estas categorías minimalistas.

Creemos, en conclusión, que el desarrollo de estrategias consistentes en materia de prevención de crímenes masivos, y la construcción de formas de resolución alternativas de este tipo de conflictos, suponen instancias superadoras para el derecho internacional.
En ese sentido, es necesario valorar la experiencia histórica de los tribunales de opinión y de las comisiones de verdad, por su profunda incidencia cultural, social, simbólica y pedagógica.
Debemos entonces reivindicar, por ejemplo, al Tribunal Russell, el Tribunal Permanente de los Pueblos y la  Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica. Todos esos tribunales se han constituido para analizar y resolver, en clave de justicia no punitiva, los más graves crímenes que han azotado a la humanidad desde la segunda posguerra.
Y han encarnado una mirada no retributiva, basada en el arrepentimiento, la asunción de la propia culpa, la comprensión, el perdón de los ofensores, la vergüenza reintegrativa, la reparación y la reaparición plena de la víctima en los procesos, en lo que significa un avance que el sistema penal institucional no ha logrado todavía a nivel internacional, no obstante los tibios progresos que el Estatuto de la Corte Penal Internacional ha ensayado al respecto.
En estos esquemas, de profunda densidad humanística, el reproche penal quedaría circunscripto a una posibilidad de última ratio, únicamente utilizable en la medida que los perpetradores no acepten su culpabilidad o se nieguen a reconocer sus crímenes, o renieguen de la posibilidad de pedir sinceras disculpas a las víctimas y someterse a la vergüenza de enfrentar a la sociedad que han agredido.
Seguramente, habrá muchas personas que se mostrarán disconformes con las soluciones no punitivas, o compatibles con un derecho penal mínimo, porque las mismas suponen la remoción de una cultura reproducida a través de siglos de utilización de los castigos más brutales. Tantas, como las que se muestran decepcionadas con la respuesta que brindan los procesos penales convencionales, cualquiera sea su resultado.
           
Una mirada criminológica, nos conduce inexorablemente al desafío político- criminal de pensar un nuevo sistema penal –también en materia de crímenes contra la humanidad- profundamente democrático y, por ende, no selectivo, dotado de instrumentos de prevención eficientes y de estrategias de resolución de conflictos no necesariamente punitivas, reservando a la penalidad, como dijimos, el rol de última ratio, sometida siempre a los límites que impone un Estado Constitucional de Derecho.al poder punitivo de los Estados.
Estamos hablando de un Derecho Penal Mínimo, que se contraponga al derecho penal de la modernidad tardía, hipertrofiado, desformalizado, violento, prevencionista y retribucionista, que contribuye decisivamente a la constitución de un estado de permanente excepción, mediante el que el mundo “resuelve” sus conflictos.
Como ya hemos adelantado en otras ocasiones, concebimos al Derecho penal mínimo como una instancia meramente táctica, en tránsito a la abolición definitiva del sistema penal, que atiende a la inédita disparidad de la relación de fuerzas sociales, militares y económicas del capitalismo contemporáneo.
El minimalismo penal sería, a nuestro entender, una base mínima, democrática y pacífica en virtud de la cual podrían anudarse las nuevas relaciones internacionales y resolverse las contradicciones sistémicas principales, que debería evolucionar, cuando las condiciones objetivas y subjetivas de la sociedad global lo permitieran, hacia formas aún menos violentas de dirimir las diferencias entre los seres humanos, tarea para la cual el derecho penal ha demostrado su histórica incapacidad.
Ese Estado Constitucional de Derecho, que incorpora a los derechos internos los pactos, tratados y convenciones que en materia internacional rigen y dan certeza a las relaciones internacionales, constituye una base mínima de legalidad. Absolutamente progresiva, sin dudas, pero que todavía debe evolucionar necesariamente hacia formas más civilizadas y menos violentas de dirimir las controversias humanas, rol éste para el cual el derecho penal ha evidenciado su inveterada torpeza a lo largo de la historia.
Hasta que ello pudiera ocurrir, no podemos eludir nuestra obligación intelectual de revalorización de las garantías del Estado Constitucional de Derecho y de un derecho penal mínimo como elemento acotante del poder punitivo institucional.
          La convivencia entre derecho penal mínimo y crímenes de masa no es, naturalmente, una cuestión sencilla. En efecto, si bien la mayoría de la doctrina no ha recalado en la articulación de reflexiones pormenorizadas acerca de las posibles relaciones entre ambas categorías, es posible establecer, mediante un razonamiento integrador, las principales objeciones a la mera posibilidad de que estos graves delitos puedan ser investigados y juzgados con prescindencia del derecho penal en su versión contemporánea, y que la eventual responsabilidad de los perpetradores pudiera ser sancionada con una medida alternativa a la privación de libertad más severa.
a- En primer lugar, se ha sostenido que es imposible resocializar a los genocidas, sencillamente porque el sistema penal, pese a reproducir en estos casos la selectividad con la que opera respecto de otros delitos, resultaría necesario en virtud la brutalidad de los delitos cometidos, lo que haría que la pena, aunque fuese irracional, no sería antiética frente a injustos de semejante gravedad, ya que en estos casos se descarta la posibilidad de limitar el poder punitivo y someter los conflictos a otros modelos de solución alternativos.
La magnitud de la pena debe expresar, por la magnitud del daño inferido, el máximo reproche penal posible en este tipo de delitos, a los que se cataloga de ideológicos y, por ende, insusceptibles de ser revisados y replanteados por los agresores.
Frente a este planteo, es posible contestar que el fin de la pena, en un Estado Constitucional de Derecho, no puede ser otro que la reinserción o reintegración social de los infractores.
Así lo han consagrado el artículo 10.3  del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, muchas de las constituciones democráticas del mundo e innumerables normas internas de diferentes Estados nacionales.
Más allá del indiscutible deterioro del ideal resocializador, es claro que éste no se plantea límite alguno frente a determinados delitos o cierta clase de perpetradores masivos, por lo que, en principio, aparece como aplicable a todas las personas, dado que es reconocido como un derecho civil, político, y por lo tanto humano.
Por otra parte, el paradigma correccionalista, aún en su estado de actual cuestionamiento, es el último límite político criminal que queda en pie, frente a los relatos inocuizadores del nuevo realismo conservador. La contradicción principal de la penología posmoderna, sería, entonces,  reintegración o incapacitación. Ante esta disyuntiva de hierro, no queda otra alternativa, desde una perspectiva minimalista, que actualizar y reformular los viejos postulados resocializadores, y en esto no se podría admitir ningún tipo de excepción, ni por delitos ni por autores. Sencillamente porque esa excepción, como enseña la historia, se transformaría más temprano que tarde en una amarga regla.
Es cierto que estamos ante infracciones singulares, a las que se reconoce como “delitos de convicción”, perpetrados por personas con sistemas de creencias intolerantes, violentos, fundamentalistas, todo lo que dificulta cualquier intervención institucional en aras de la revisión de sus ofensas.
Pero también es real que existen casos conmovedores en que esos mismos victimarios han expresado su arrepentimiento, han pedido perdón a las víctimas, se han sometido al repudio generalizado de la sociedad ofendida y han intentado regresar al seno de la misma.
Aquí asume un rol fundamental la resignificación de la pena, porque en general, las que se han aplicado a los criminales de masa, por su duración, tornan imposible cualquier tipo de resocialización o reintegración social, lo que, como vimos, constituye un mandato normativo inexcusable.
Pero también demandan una reeducación de las víctimas, para alejarlas de las lógicas del desquite y el fetiche de una justicia entendida como administración descontrolada de castigo.
b- Se ha señalado también, que existe en la comunidad internacional un acuerdo mayoritario alrededor de una obligación consuetudinaria de castigar las violaciones a derechos humanos.
Esta postura se basa en la especial relevancia de los delitos de masa, que poseen una connotación cualitativamente diferente de cualquier otro tipo de macrocriminalidad organizada, dado el rol que juegan los Estados como perpetradores de estas gravísimas violaciones de Derechos Humanos.
Por eso, se inclina abiertamente por la necesidad de que este tipo de delitos sean juzgados y castigados, dado que existe sobre el particular, una suerte de obligación no escrita asumida por los Estados y la comunidad internacional, de recurrir en estos casos excepcionales a soluciones únicamente penales, como única forma de conservar la confianza en la validez y vigencia de las normas internacionales.

Una vez más, podríamos advertir frente a esta formulación la hegemonía contemporánea de una cultura del castigo como forma de resolver las diferencias, que trasciende los ordenamientos internos y se proyecta con la misma impronta a las normas del derecho internacional, incluso con el beneplácito de los discursos progresistas.
Creemos que más que un deber de penalizar, asistimos a un penalismo asentado en una relación de fuerzas políticas y sociales que le son extremadamente favorables.
De otra forma, no podría entenderse la aparición, el indudable prestigio y la permanencia en el tiempo de los Tribunales de opinión y de las Comisiones de Verdad y Reconciliación. Más aún, destacamos que los mismos se consolidaron a favor de la desconfianza que por su intrínseca e histórica selectividad ha empañado al sistema penal internacional, lo que desmiente a priori esta supuesta obligación de penalizar, porque si algo ha caracterizado a estas nuevas formas de resolución de conflictos es, justamente, su imposibilidad de recurrir a las penas institucionales; más precisamente, a la pena de prisión. No obstante, los mismos han contribuido de manera decisiva al mantenimiento de la confianza de la sociedad global en sus decisiones, justamente porque se basan en valores fundamentales, igualitarios y universales, tales como la vida, la dignidad  y los Derechos Humanos.
Fue en el marco de estas acotadas experiencias no punitivas, por el contrario, donde se han puesto en práctica ejercicios de vergüenza reintegrativa, se han observado los mayores casos de aceptación de la culpa por parte de los agresores y de sus disculpas por parte de las víctimas, produciendo genuinos procesos de reintegración social y pacificación comunitaria.
Y han sido las decisiones de los Tribunales de opinión las que han condenado, por primera vez, a los grandes genocidas que eludieron sistemáticamente al derecho penal internacional, a los depredadores y contaminadores mayores del planeta, o a quienes con sus conductas promueven las más grandes iniquidades del mundo moderno.
c- Se ha afirmado también que la reparación requiere de una instancia previa de castigo en los casos de graves crímenes contra la Humanidad, reservando a las formas  alternativas de resolución de conflictos un papel subsidiario, complementario y subordinado siempre a la imposición de una pena convencional, también en este caso partiendo de la idea de que las sociedades no pueden tolerar que los criminales de masa no sean juzgados y castigados, como paso previo indispensable para la reconciliación social.
Esta perspetiva ofrece, sin embargo, algunas inconsistencias constatables.
La primera de ellas es el desdén injustificado de la potencia de las formas no puntivas de resolución de cualquier tipo de conflictos, la que por supuesto no cede ni se subordina a  la eventual gravedad de las ofensas perpetradas.
Esa subestimación, como es lógico, se explica a partir de una sobreestimación de la capacidad del derecho penal para resolver esos conflictos, que parte de la negación y el desconocimiento de algunas lógicas superadoras propias de la justicia restaurativa.
No cabe duda, en este sentido, que la crisis de legitimidad del sistema penal estriba justamente en su incapacidad para brindar respuestas satisfactorias ante la conflictividad social contemporánea, abstracción hecha del consenso que conserva la cultura de la penalidad, últimamente asentada en las funciones simbólicas del castigo institucional, antes que en la perspectiva de reintegración social de los infractores.
Esto produce una inevitable desazón y un disconformismo permanente de las víctimas, que, educadas generalmente en una lógica vindicativa, no obtienen de parte del sistema penal ninguna reparación de parte de los perpetradores, y mucho menos de una lógica castrense de concepción de la justicia, lo que se hace más patente en los delitos más graves, incluyendo desde luego los crímenes contra la Humanidad.
En cambio, las formas no puntivas hacen que, al menos, la víctima sea escuchada y reparada y, sobre todo, alejada de la mítica asimilación de la justicia con el castigo. Estas formas parecen mucho más eficaces si de lo que se trata es de lograr la reintegración social de los perpetradores y la paz social.
d- Otras perspectivas que asumen la imposibilidad de justificar la sanción penal desde la equivalencia entre cualquier sanción  punitiva y la magnitud de los daños inferidos por los delitos contra la Humanidad, legitiman la pena echando mano a una perspectiva utilitaria, diferenciando la labor del legislador, que intenta expedirse sobre circunstancias futuras, de la de los jueces, que resuelven hechos pretéritos. Se trata de una reivindicación de la prevención general positiva, que adjudica a la ley penal el cometido de reforzar la adhesión a determinados valores sociales, disuadiendo mediante la amenaza penal cualquier conducta violatoria de Derechos Humanos fundamentales.
El juicio justo, además de su aptitud para devolver a las normas penales su aptitud preventiva y a la comunidad su confianza en las mismas, tendría una indudable connotación simbólica y pedagógica para las sociedades que deciden revisar su pasado trágico.
Creemos, por el contrario, que el juicio justo no debe ser asimilado necesariamente a la imposición de castigos de violencia inusitada, que pierdan de vista la finalidad que a las penas asignan los Estados democráticos.
Por el contrario, una sociedad podría revalorizar su confianza en las normas, cuando un juicio insospechable le permita reconstruir su historia y su memoria, reproducir la verdad de lo acontecido en el pasado, identificar a los agresores y a las víctimas,  lograr la reprobación de los perpetradores y, eventualmente, intentar su reintegración a la sociedad que agredieron.
e- Acaso la justificación más encomiable mediante la que se pretende legitimar el recurso a la pena en los delitos masivos, radica en la necesidad de desechar las amnistías en circunstancias tan sensibles para la sociedad global.
Las amnistías han intentado constituirse, en muchos supuestos, como una especie de imposición unilateral pergeñada por los propios perpetradores respecto de las sociedades agredidas y, particularmente, de sus víctimas, para obtener de manera unilateral su propia impunidad.
Este tipo de autoamnistías resultan manifiestamente inaceptables por razones políticas, jurídicas y morales.
En general, se ha tratado de casos llevados adelante a espaldas de las víctimas, y en holocausto de pronunciamientos expresos de Tribunales internacionales sobre el particular. Por ende, así concebida, la asimilación entre amnistía e impunidad resulta tan correcta, como reprochables tales iniciativas. Y esa reprochabilidad encuentra su fundamento en que esas amnistías unilaterales no han nacido de la previa reconciliación entre agresores y víctimas, y se han intentando concretar de espaldas a las sociedades vulneradas por las prácticas genocidas.
Ahora bien, si las amnistías, en vez de provenir de un ejercicio vertical y autoritario, implicaran una síntesis que diera testimonio de los acuerdos sociales alcanzados a través de una reconciliación efectiva, en la que las víctimas han sido escuchadas, y los perpetradores han pedido disculpas, han reformulado su sistema de creencias violento y han demostrado un sincero arrepentimiento respecto de sus crímenes, probablemente sean merecedoras de una conclusión menos terminante.
Sería posible, en estos casos, poner en crisis el estereotipo de su regresividad, y resignificarlas en clave de poner fin a graves y profundos conflictos, y recuperar la paz social y la armonía del conjunto social escamoteadas por la tragedia. La experiencia sudafricana, con sus más y su menos, constituye un dato objetivo de la realidad histórica que merece, al menos, una nueva discusión alrededor de este tipo de soluciones.
Somos conscientes de que este tipo de problematizaciones serán criticadas por su pretendido utopismo, pero reiteramos que nuestro rol como intelectuales del campo popular, implica la obligación inexorable de concebir e imaginar formas de convivencia menos violentas y sociedades futuras más justas, equitativas, democráticas y armónicas. Esto supone pensar aquello que nos ha sido escamoteado pensar, en palabras paradójicas de Heidegger.
Esos objetivos superadores en materia de convivencia humana y administración de la conflictividad, está claro, no podrán convivir con la violencia intrínseca, e irreversible, de los sistemas penales institucionales.