Las denominadas “teorías del control”, toman un curso analítico opuesto al que se plantearon las restantes teorías de la criminología. En efecto, la indagación inicial, en todas las escuelas, y a lo largo de la historia misma de la criminología, ha sido “¿por qué los seres humanos delinquen?”. Pues bien, las teorías del control invierten la indagación y se preguntan “por qué la mayoría de la gente no delinque?”
En definitiva, si todo individuo cuenta con la posibilidad de infringir la ley, por qué la mayoría de ellos las obedecen?

En la criminología clásica, la respuesta estaría dada por el miedo a la reacción social, al castigo. La teoría del control, sin embargo, cree que el miedo a la respuesta punitiva es uno de los motivos que pueden explicar esta conducta de apego a las normas, pero por cierto no el único ni el más consistente en términos sociológicos.
Los teóricos de control, en general, argumentan que no existe ninguna explicación respecto a por qué la gente delinque, puesto que todos los seres humanos sufren de la debilidad humana innata que los hace incapaces de resistir la tentación o de abstraerse de cometer una infracción a lo largo de su vida. Si no lo hacen, es porque existen mecanismos de control, que restringen esas conductas socialmente reprochables. Y que esos factores destinados a "controlar", son justamente los elementos que faltan o están fuertemente debilitados en el caso de las personalidades de los delincuentes.
En síntesis, que el individuo no delinque porque tiene mucho que perder, y el delito le depara muchas más desventuras que ventajas.
Entre las teorías del control, habremos de recorrer brevemente la formulación de Travis Hirschi, denominada “Teoría del arraigo social”, que se explicita en el libro de su autoría “Causas de la Delincuencia” (1969).
Hirschi señala en su trabajo que la criminalidad resulta de una suerte de debilitamiento de los lazos o vínculos que unen a la persona con el resto de la sociedad. Si esos lazos tuvieran la fortaleza necesaria, la idea de delinquir le causaría al individuo un miedo disuasivo respecto del daño que la asunción de una conducta desviada podría ocasionarle en sus interrelaciones sociales.
Cuando esos lazos se deterioran o difuminan, por el contrario, es esperable y explicable que la persona delinca.
Según Hirschi, hay cuatro ítems que sostienen su teoría del arraigo social.
1) El apego hacia las personas. Sin el, la persona pierde la aptitud para relacionarse con terceros y desarrollar una conciencia social (por ejemplo, el caso de los psicópatas), y por ende el respeto hacia los otros y hacia la autoridad. La ley es él.
2) Identificación con valores convencionales. Cuando la persona comparte y se compromete con estos valores socialmente aceptados (honestidad, laboriosidad, familia, prestigio, etcétera), es bastante poco probable que incurra en una conducta que puede poner en peligro esas conquistas.
3) Participación en actividades sociales. Mientras más intensa sea la participación de la persona en actividades sociales convencionales (trabajo, escuela, familia, clubes, grupos de pares), más alejado estará de la tentación de perpetrar conductas delictivas, que sí se verían auspiciadas por el ocio y la desocupación.
4) Sistema de creencias. Las conductas infractoras serían mucho más esperables en el caso de aquellas personas que no participaran de los códigos, sistemas de creencias y escalas de valores predominantes. Como enseña García Pabls “el desarraigo, la insolidaridad y el vacío moral impiden desarrollar valores como el respeto a los derechos de los demás y la admiración hacia el código legal, frenos importantes de la conducta desviada”[1].












[1] García- Pablos de Molina, Antonio: Tratado de Criminología, Ed. Tirant lo blanch, Valencia, 1999, p. 763


Nacido en Chicago en 1928, Howard Becker, el mayor referente de la teoría del etiquetamiento, estudió sociología en la Universidad de su ciudad natal, un bastión de la sociología funcionalista americana, donde se doctoró en 1951. Se formó en medio del auge de las tesis criminológicas explicativas de la Escuela de Chicago, al influjo de investigadores tales como Robert Park o Herbert Blumer .

Fue profesor de sociología en las universidades de Northwestern, Washington y California y Doctor 'honoris causa' de la Universidad París 8. Partícipó del creciente vigor que hacia los años setenta adquirió el interaccionismo simbólico, cuyas raíces aparecen en el pensamiento de Mead y Lemert, en lo que concierne a la explicación de los hechos delictivos. Es autor de muchas obras, entre las que es dable destacar, Outsiders: Studies in the Sociology of Deviance (1963), en la que desarrolla su teoría sobre la reacción social y la conducta desviada, también conocida como la labeling theory, que refiere los efectos de la reacción social en la creación del delincuente (el “etiquetado”).
 La teoría de Becker se desarrolló durante un período dinámico, donde surgieron innumerables expresiones y agregados que cuestionaron el poder político en todo el mundo, y que fueron particularmente influyentes en el ámbito académico. Los movimientos de liberación nacional, el nacimiento de los países del Tercer Mundo, las luchas por la igualdad racial, por los derechos de las mujeres, iban construyendo durante las décadas del 60´y 70´un escenario original sin precedentes.
Según Becker, para comprender el crimen debe atenderse especialmente a la “reacción social”, por una parte, y al proceso de definición o selección de determinadas conductas y personas -etiquetadas como “desviadas”- por la otra.
El delito o el infractor tienen para esta tendencia naturaleza social y definicional. Integran una realidad social que se construye. Por lo tanto, no interesan tanto las “causas” de la desviación cuanto los procesos de criminalización a través de los cuales, ciertos grupos sociales que tienen poder para ello, definen como delito y como delincuente a determinadas conductas y determinadas personas. Cuando este proceso de etiquetamiento se realiza con éxito, se construye un delincuente.
De esta forma, se analizan mucho más los procesos de definición social del delincuente que el desviado en sí mismo.
Son las instancias estatales, institucionales o sociales de “control” las que crean el delito y el delincuente. Pero esas instancias de control son altamente selectivas, discriminatorias y poseen una altísima capacidad de atribuir significados simbólicos que visibilizan y exponen a los desviados a continuos procesos de re-victimización.
La “reacción social”, no solamente es injusta, sino que resulta irracional, va precedida de intenciones reales que se enmascaran detrás de la verbalización de grandes valores y, no solamente no previene el delito ni reinserta al desviado, sino que crea al delincuente, potencia los conflictos, genera y legitima estereotipos y afirma al infractor en su status criminal.
La pena es la culminación de una cadena de símbolos y prácticas de degradación que estigmatiza al ofensor con un status irreversible, al punto que éste redefine su personalidad de acuerdo al nuevo rol disvaslioso asignado: el delincuente, que se asume como tal.
Desde la utilización de esposas, y los rituales carcelarios, hasta gestualidades “preventivas” tales como los recaudos que los operadores de la justicia adoptan cuando comparece ante sí un acusado (quitar los pisapapeles, requerir la presencia policial durante el acto), suponen una función constitutiva del control social y una asignación de un nuevo rol: el del delincuente, que además es aceptado por este.
Becker también se ocupa de desenmascarar un sujeto social de entera vigencia: el empresario moral; una persona que, arrogándose la representación del conjunto, sobre todo si se trata en ese caso de una víctima de un delito o un miembro de una corporación, promueve iniciativas generalmente punitivas en materia criminal, hasta lograr sancionar nuevos códigos y nuevas leyes.  Afirma que el éxito de cada cruzada moral trae consigo un emprendedor “profesional” y un nuevo grupo de “extraños”, y una nueva responsabilidad de un organismo de aplicación respecto de estos “otros”.
En definitiva, la teoría del etiquetamiento sustituye el paradigma etiológico por el paradigma del control. El control es asimétrico e irracional; puede ser formal, cuando lo llevan a cabo agencias estatales (poder judicial, policía, códigos penales) o informal, cuando es la sociedad la que genera esos mecanismos, a través de actores tales como la prensa, los empresarios morales, el rumor, la escuela, etcétera.




La teoría del etiquetamiento (o “labeling approach”), en síntesis, nace en Estados Unidos a mediados de los años 60', casi como una réplica al excesivo empirismo de las teorías criminológicas de la época, preocupadas casi exclusivamente por dar respuestas a los estados acerca de las causas que originan el delito, las formas para mantener y reproducir el orden y el logro de las mejores estrategias para la prevención de las conductas desviadas. Como lo explica Lamnek, el labeling approach demuestra también que la importancia práctica de los criterios biológicos subsiste por su aplicación estigmatizante en el comportamiento social, siendo esperable en la esfera de las prácticas cotidianas, incluso en el futuro, repercusiones de los enfoques biológico antropológicos[1], en buena medida retomados por el nuevo realismo de derecha anglosajón a partir de los años 80’.
Sus representantes más conocidos son Lemert[2] y Howard Becker:[3] aunque algunos sostienen que debería reconocerse a Frank Tenenbaum la condición de precursor de esta perspectiva, a partir de su formulación: “The young delinquent becomes bad, because he in defined as bad”[4] y a Lemert como un refundador de la escuela.
Si bien la teoría crece un contexto histórico particular, que incluye la guerra de Vietnam, las consecuentes movilizaciones populares contra esa invasión armada, contra la segregación racial, contra la discriminación de las mujeres y a favor del aborto, su impronta novedosa la produce, sin duda, el corrimiento de la pregunta acerca de las causas de la delincuencia hacia la indagación respecto de los procesos de definición del delincuente.
Surge, además, en medio de una nueva concepción de la vida, más libertaria, menos materialista, no tan consumista como la que proponía el capitalismo welfarista, al punto de que se pone en crisis la idea misma del sueño americano y del “american way of life”.
El cambio de paradigma implica, fundamentalmente, una evolución de los abordajes causales hacia la auscultación de las percepciones y los sistemas de creencias sociales mediante los cuales se define una conducta como desviada y se reacciona frente a ella, con un conjunto de lógicas, discursos y prácticas que “etiquetan” a la persona que ha incurrido en las mismas. Como dicen Larrauri-Cid, citando  a  Lemert, se produce un viraje respecto de la antigua idea que concebía al control social como una respuesta a la desviación, que concibe ahora a la desviación como una respuesta a las formas de control y reacción social[5].
La teoría cuestiona, en primer lugar, el proceso de definición del delito. Se pone en jaque la idea de que las normas penales sancionan las conductas socialmente más reprochables, argumentando que, en realidad, esas normas responden a los intereses de grupos sociales poderosos, muchas veces sintetizados en empresarios morales, con aptitud para decidir e influir en lo que legalmente está prohibido y lo que está permitido. Lo que acontece es, primeramente, un “proceso de  calificación”, en un contexto de interacción en el que los hombres le atribuyen a otro la condición desviada. Si una persona incumple estos mandatos normativos grupales, seguramente, será considerada desviada desde la visión de esos grupos. Sin embargo, a la inversa, “Desde el punto de vista del individuo que es etiquetado como desviado, pueden ser outsiders aquellas personas que elaboraron las reglas, de cuya violación fue encontrado culpable”[6].
Luego sobreviene una instancia de aplicación de las normas, mediante la cual son definidos como desviados los contraventores de las mismas.
Esta relativización de la ontología del delito, a su vez, es necesariamente ributaria del interaccionsimo simbólico, ya que no puede comprenderse el crimen sino a través de la reacción social, del proceso social de definición y selección de ciertas personas y conductas etiquetadas como criminales. Delito y reacción social son términos interdependientes e inseparables[7].
En la visión de Howard Becker, la teoría del etiquetamiento puede ser presentada con arreglo a estas características:
1) Ningún modo de comportamiento contiene en sí la cualidad de desviado; antes bien, los mismos modos de comportamiento pueden ser tanto conformistas como desviados, lo que se demuestra con facilidad interculturalmente como también intracultural e históricamente.
2) Por la fijación de normas, a determinados modos de comportamiento se les atribuye el predicado e desviado o violador de las reglas. Por lo tanto, los que establecen las normas son los que definen el comportamiento desviado.
3) Estas definiciones del comportamiento desviado sólo influyen sobre el comportamiento cuando las mismas son aplicadas. Las normas implícitas o explícitas son realizadas en interacciones.
4) la aplicación de la norma como forma de etiquetamiento del comportamiento desviado es realizada selectivamente, esto es, los mismos modos de comportamiento son definidos diferencialmente según las situaciones y personas específicas.
5) Aquellos criterios que determinan la selección pueden ser subsumidos bajo el facto poder. El poder puede ser concebido, operacionalmente, como la pertenencia a un estrato.
6) la rotulación como desviado pone en movimiento, bajo condiciones que deben ser aún más especificadas los mecanismos de la self-fulfilling prophecy que permite esperar modos de comportamiento ulteriores que están definidos como desviados, o bien que serán definidos como tales. Por una decisiva reducción de las posibilidades de acción conformista por expectativas de comportamiento no conformista se inician las carreras desviadas”[8].
En términos de política criminal, la teoría del etiquetamiento supone una crítica de las instancias punitivas del estado, basada en que éste, a través de sus instancias de criminalización (primarias y secundarias) favorece la identidad del delincuente, visibilizándolo como tal y estigmatizándolo de tal manera que la persona termina asumiéndose como tal, como portador de un nuevo rol desvalorado que lo obliga a iniciar procesos de socialización en grupos vinculados a comportamientos desviados, lo que no hace más que favorecer su inserción en la “carrera delictiva”.
Por lo tanto, desde el labeling se proponen estrategias basadas no tanto en la recurrencia al sistema penal cuanto en medidas de descriminalización, vinculadas a la reparación o restauración de los daños causados por el ofensor, evitando el proceso de estigmatización que, de manera irreversible, ocasiona el sistema penal a través de sus normas, sus símbolos, sus prácticas y sus gramáticas cotidianas.


[1] Conf Lamnek,  Siegfrid: “Teorías de la criminalidad”, Siglo XXI editores, Me´xico, 1987, p. 35.
[2] “Human desviance, social patology”, 1951; “Social problem and social control”, 1967.
[3] “Outsiders”, 1963.
[4] Conf. “Crime and comunity”, Londres, 1953, p. 17, citado por Lamnek, op. cit., p. 56.
[5] Op. cit., p. 201.
[6] Conf. Lemert, Edwin: “Social patology”, Nueva Cork, 1951, citado por Lamnek, op. cit., p. 57.
[7] Conf. García Pablos: “Tratado de Criminología”, Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, p. 776.
[8] Conf. Lamnek, Sigfried, op. cit., p. 61 y 62.




BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:
Elbert, Carlos: “Manual Básico de Criminología”, Eudeba, Cuarta Edición, 2004.
García-Pablos de Molina, Antonio: “Tratado de criminología”, Tirant lo blanch, Valencia, 1999.


Alejandro Osio defendió exitosamente su tesis de Maestría, titulada "Atipicidad del aborto en los casos del Art. 86 inc. 2º del Código Penal. Como conclusión necesaria desde una dogmática acotante del poder punitivo" y mereció de parte del jurado una calificación sobresaliente. El trabajo está presidido por una cita de Claude Bernard, que expresa "Si un hecho se enfrenta contrala teoría reinante, prescindamos de la teoría aunque la sostengan los nombres más famosos".

Esto es, justamente, lo que hizo Alejandro. Su tesis fue tan prolija desde lo metodológico como original y provocativa desde lo conceptual, permitiendo un diálogo permanente entre la dogmática penal y la genealogía de las normas implicadas a lo largo de la historia argentina. La Maestría en Ciencias Penales sigue generando una masa crítica de singular valía, y la sólida defensa de Osio no hace más que confirmarlo. FELICITACIONES A ESTE NUEVO MAGISTER!


El amigo Marcelo Ferreira, Profesor Titular de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, nos ha autorizado a subir al blog este artículo de su autoría, originariamente publicado en el diario Página 12.
El congreso uruguayo decidió no anular la ley de amnistía de represores por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar. La decisión, adoptada por mínimo margen, avaló la postura del presidente José Mujica, quien consideró que la anulación implicaría aparecer ante el pueblo “pasándole por arriba a dos plebiscitos”.En efecto, la ley 15.848 -o Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado-, promulgada en 1986 por un gobierno democrático, fue confirmada por el pueblo uruguayo en dos oportunidades (referendum de 1989 e iniciativa popular de 2009), lo que constituye el único argumento visible a su favor, por cuanto nadie discute el hecho de su palmaria invalidez jurídica.La Corte Interamericana de Derechos Humanos estableció que “la Ley de Caducidad carece de efectos por su incompatibilidad con la Convención Americana y la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, en cuanto puede impedir la investigación y eventual sanción de los responsables de graves violaciones de derechos humanos..” (Caso Gelman vs. Uruguay; sentencia del 24 de febrero de 2011). Y la propia Suprema Corte de Justicia de Uruguay decretó su inconstitucionalidad en el caso Sabalsagaray Curutchet Blanca Stela, del 19 de octubre de 2009.Sentado ello, y por muy vigoroso que parezca el argumento de la primacía de la voluntad popular, verificamos que su aparente fuerza irresistible se desvanece inmediatamente.La Corte Interamericana determinó que “El hecho de que la Ley de Caducidad haya sido aprobada en un régimen democrático y aún ratificada o respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no le concede legitimidad ante el Derecho Internacional…La legitimación democrática de determinados hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de protección de los derechos humanos.. en casos de graves violaciones a las normas del Derecho Internacional la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías..”. Y la Suprema Corte de Justicia de Uruguay sentó que “el límite de la decisión de la mayoría reside, esencialmente, en dos cosas: la tutela de los derechos fundamentales (y no hay voluntad de la mayoría, ni interés general ni bien común o público en aras de los cuales puedan ser sacrificados) y la sujeción de los poderes públicos a la ley” (Caso Nibia Sabalsagaray Curutchet).Estos pronunciamientos abrevan en las ideas del filósofo italiano Luigi Ferrajoli. Los derechos humanos “están sustraídos tanto a las decisiones de la política como al mercado… no son expropiables o limitables por otros sujetos, comenzando por el Estado: ninguna mayoría, por aplastante que sea, puede privarme de la vida, de la libertad”. Tales derechos “forman la esfera de lo indecidible qué y de lo indecidible que no”, y actúan como factores de legitimación y deslegitimación de las decisiones y de las no-decisiones. Y reitera que “ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad, puede legítimamente decidir la violación de un derecho de libertad, o no decidir la satisfacción de un derecho social” (“Derechos y Garantías. La Ley del más Débil”, Ed.Trotta, Madrid, 2006).En esa línea, y tal como destaca la Corte Interamericana, varios tribunales del mundo rechazaron la validez de plebiscitos en cuestiones que involucraran derechos humanos. En los EEUU la Corte Suprema rechazó un referéndum sobre matrimonio entre personas del mismo sexo en el estado de California, y expresó “los derechos fundamentales no pueden ser sometidos a votación; no dependen de los resultados de elecciones” (Perry v. Schwarzenegger). Y en el caso Romer v. Evans anuló la iniciativa que habría impedido a los órganos legislativos adoptar una norma que protegiera a los homosexuales y lesbianas en contra de la discriminación. La Corte Constitucional de la República de Sudáfrica negó un referéndum sobre la pena capital por considerar que una mayoría no puede decidir sobre los derechos de la minoría (Constitutional Court of South Africa, State v. T Makwanyane and M Mchunu). Y la Corte Constitucional de Eslovenia rechazó la posibilidad de realizar un referéndum que pretendía revocar el estatus de residencia legal de una minoría (caso de los “Erased”).En definitiva, el respeto de los derechos humanos no está sujeto a reglas mayoritarias. Y la decisión del congreso uruguayo no es el fin del camino, porque la anulación de la ley de caducidad de la pretensión punitiva del estado volverá a plantearse una y otra vez ante los tribunales, hasta que las víctimas y todo el pueblo uruguayo obtengan la justicia con memoria que tanto merecen.


La sociología criminal funcionalista acuña el concepto de “subculturas criminales” para intentar explicar la conducta de jóvenes infractores de clase bajas, que adquirían durante la primera mitad del siglo XX niveles de organización preocupantes en la sociedad norteamericana. La obra de Albert COHEN “Delinquent boys. The culture of the gang”, publicada en 1956, opera como el soporte teórico fundamental de esta corriente, que pretende analizar un fenómeno criminal bastante acotado: delitos cometidos por bandas juveniles; infractores de extracción social desfavorable; delitos violentos; delincuencia expresiva y no instrumental, maliciosa y por lo tanto mucho más difícil de remover mediante estrategias de prevención social.

Una novedad que incorpora la teoría de las subculturas estriba en afirmar que estos colectivos sociales organizados y “desviados” no profesan la misma escala de valores que el resto de la sociedad. De hecho, la denominación subcultura refiere a entramados culturales diversos, que se diferencian ex profeso de la escala de valores dominante en la clase media del estado welfarista.
Esta actitud de rebeldía hacia los valores convencionales de clase media, canalizada a través del delito, intenta no tanto satisfacer expectativas de lucro o ascenso económico (delincuencia utilitaria) sino construir subjetividades y afirmar una identidad que el propio sistema les escamoteaba a esos jóvenes marginados y olvidados por una estructura social que les impedía acceder al bienestar por vías lícitas, frente a lo que surgía la desviación como respuesta (delincuencia expresiva).
Este tipo de delincuencia juvenil no se explica, para las teorías subculturales, ni por aspectos ecológicos ni por el desajuste entre metas y medios. El delito sería la consecuencia de una organización social distinta, de una escala de valores alternativa o al menos ambivalente , en la que la solidaridad interna de los grupos aparece tan importante como la valentía, el hedonismo inmediato y la maliciosidad (la satisfacción se extrae precisamente de la disconformidad de los otros o de su temor).
Por eso, Cohen no se preocupó en determinar por qué un joven se integra a una subcultura, sino por qué existen las subculturas criminales, qué factores inciden en la conformación de las mismas y de qué manera éstas se relacionan con la sociedad convencional.
Y concluyó que la estratificación social de una sociedad dividida en clases, una suerte de ambivalencia normativa (que tiene que ver con la manera en que en algún momento de su vida esos jóvenes son influidos por valores de clase media y por valores subculturales) y la frustración que produce la marginación, eran los elementos que explicaban la existencia de las subculturas.
La frustración, a su vez, es –justamente- producto de una contradicción en la escala de valores de los jóvenes de clase baja, que participan en buena medida de ambos sistemas de creencias. Porque aunque pertenezcan a sectores sumergidos, sus propios padres son inducidos a participar del estilo de vida y los patrones de la clase media, contradicción que acentúan el sistema educativo y los medios de comunicación. Pero, al intentar asomarse a esos valores, el joven de clase baja experimenta una sensación de debilitamiento de su autoestima porque no les han sido proporcionados los instrumentos de socialización para competir con éxito con los hijos de las familias de clase media.
Esta identificación con los valores de su clase, conviviendo dificultosamente con las presiones de los valores de clase media, lleva a esa ambivalencia y a esa frustración (conflicto) que el joven de condición marginada resuelve con el recurso a tres alternativas: a) el “college boy”, o joven que se adapta a los valores de clase media asumiendo los mismos a pesar de las desventajas objetivas en las que se encuentra. b) el “corner boy”, que representa la respuesta mayoritaria, ubicua, acomodaticia, probablemente más ambivalente, y radica en no romper con la sociedad oficial sino pactar con ella o adaptarse a sus modelos. Y c) el “delinquent boy”, que resuelve su frustración enfrentándose abiertamente a los valores convencionales a partir de una conducta para aquellos “desviada”.
En materia político criminal, la existencia de grupos sociales que no participan de la escala de valores convencionales supone una puesta en crisis del ideal socializador inclusivo. El joven no va a socializarse porque ha elegido vvir al margen de los patrones culturales de la clase media y la delincuencia violenta es su forma de vida habitual, en la que se socializa él y su grupo de referencia.
Esto supone, para responder a la “conservación del orden” con las lógicas que manejaba la sociología funcionalista conservadora, apelar lisa y llanamente a estrategias estatales preventivas, disuasivas o conjurativas. Dicho en otros términos, diseñar y poner en práctica una estrategia policial.
Para ello, la prevención situacional (mayor vigilancia policial) debe intensificarse, incluso apelando a la disuasión como paso previo a la conjuración de los delitos que eventualmente cometan estos grupos.













Las teorías del aprendizaje social sostienen que las explicaciones acerca de la conducta humana no deben afincarse en la personalidad de los individuos o en los modelos de comportamiento introyectados desde su infancia, cuanto en el permanente aprendizaje que hacen los seres humanos durante su vida. El comportamiento se halla completamente modelado, en un proceso que atraviesa todas las biografías, por las experiencias adquiridas mediante procesos de enculturación permanentes.

Por lo tanto, la conducta criminal forma parte de ese proceso de aprendizaje continuo, donde el infractor aprende estrategias de supervivencia, códigos, y tácnicas para desarrollar sus cometidos.
Este aprendizaje, en una sociedad plural y diversa, se produce de manera concomitante al aprendizaje que otros individuos hacen y que los define en favor del debido cumplimiento de las normas o de su indiferencia con relación a las mismas. Todas las conductas se aprenden.

Para Edwin Sutherland (en “Principios de criminología”, 1939 y “Criminalidad de cuello blanco” en 1940), el individuo lejos de nacer delincuente, o heredar o imitar comportamientos socialmente reprochables, aprende a ser criminal.
Sutherland, en sus investigaciones sobre la criminalidad de cuello blanco, llega a la conclusión de que no puede referirse la conducta desviada a disfunciones o inadaptación de los individuos de la “lower class”, sino al aprendizaje efectivo de valores criminales, hecho que podría acontecer en cualquier cultura.


Su punto de vista inicial, luego rectificado en parte, era netamente sociológico, ya que subestimaba el interés de los rasgos de la personalidad del individuo al análisis en torno a las relaciones sociales (frecuencia, intensidad y significado de la asociación).
El presupuesto de la teoría del aprendizaje viene dado por la idea de organización social diferencial, que, a su vez, se conectará con las concepciones del conflicto social. Es decir, Sutherland concibe a la sociedad como una sociedad conflictiva y no armónica, en lo que constituye un hallazgo no menor dentro de la sociología norteamericana.
Una organización social diferencial significa que en toda sociedad existen diversas “asociaciones” estructuradas en torno a (también) distintos intereses y metas. El vínculo o nexo de unión que integra a los individuos en tales grupos constituye el sustrato psicológico real de los mismos al compartir intereses y proyectos que se comunican libremente de unos miembros a otros y de generación en generación. Dada esa divergencia existente en la organización social, resulta inevitable que muchos grupos suscriban y respalden modelos de conducta delictivo, que otros adopten una posición neutral, indiferente; y que otros (la mayoría), se enfrenten a los valores criminales y profesen los valores mayoritarios de debido acatamiento a las normas.
La denominada “asociación diferencial” será, así, una consecuencia lógica del proceso de aprendizaje a través de asociaciones de una sociedad plural y conflictiva.
Sutherland suscribe de esta manera el interaccionismo de Mead y Dewey, rechazando el behavorismo hasta entonces hegemónico y basando el aprendizaje en un proceso de interacción.
Y remite en la práctica a la teoría del conflicto social, que luego será desarrollado por la criminología crítica, también a partir de sus estudios sobre los delitos de cuello blanco, primera aproximación conceptual a las infracciones de los poderosos
Sutherland, en definitiva, evoca la teoría del conflicto social, que luego será desarrollado por la criminología crítica.
En esa lógica, sostiene que el crimen no se hereda ni se imita, sino que se aprende.
Hay nueve proposiciones que respecto de este aprendizaje maneja Sutherland:
1)    El crimen se aprende, de la misma manera y mediante los mismos mecanismos que se aprenden los comportamientos virtuosos.
2)    La conducta criminal se aprende interactuando con otras personas, mediante un proceso de comunicación.
3)    La parte decisiva de ese aprendizaje tiene lugar en el seno de las relaciones más íntimas del individuo con sus familiares y allegados. La influencia criminógena depende del grado de  intimidad del contacto interpersonal. En función de este proceso de comunicación que se da en el marco de la intimidad, la influencia de los medios de comunicación es muy relativa, toda vez que las relaciones familiares son experiencias diarias que se interpretan mediante una constante interacción y contribuyen de un modo más eficaz a que el individuo supere las barreras del control social y asuma los valores delictivos.
4)    El aprendizaje del comportamiento criminal incluye el de las técnicas de la comisión del delitos (sean éstas simples o complejas), se aprenden también los motivos e impulsos, el lenguaje –argot- y demás símbolos e instrumentos de comunicación en el mundo criminal, como así también la propia racionalización de las “técnicas de neutralización”.
5)    La dirección específica de motivos e impulsos se aprende de las definiciones más variadas de los preceptos legales, favorables o desfavorables a éstos.
6)    Una persona se convierte en delincuente cuando las definiciones favorables a infringir la ley superan a las desfavorables que tienden al cumplimiento de la misma.
7)    Las asociaciones y contactos diferenciales del individuo pueden ser distintos según la frecuencia, duración, prioridad e intensidad de los mismos. Se trata de procesos complejos de interacción y comunicación, por lo cual, lógicamente los contactos duraderos y frecuentes tienen mayor influencia pedagógica que otros fugaces u ocasionales. Cuanto más temprana sea la edad del socializado y más fuerte el prestigio de los agentes de socialización, más significativo es el aprendizaje.
8)    El proceso de aprendizaje del comportamiento criminal implica y conlleva el de todos los mecanismos inherentes a  cualquier proceso de aprendizaje.
9)    Si bien la conducta delictiva es una expresión de necesidades y valores generales, sin embargo, no puede explicarse como la concreción de los mismos, ya que también la conducta conforme a derecho responde a idénticas necesidades y  valores.



BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
Aguirre, Eduardo Luis: "Manual de Sociología Jurídica. Lecciones de Sociología Criminal", Ed. Universitaria de La Plata. 2011.
García Pablos de Molina, Antonio. "Criminología", 3ª edición, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1996.
 Larrauri, Elena; Cid, José. “Teorías Criminológicas”, Ed Bosch, 2001




El concepto de anomia suele usualmente designarse para aludir a ciertos estados de inexistencia de normas en un determinado contexto histórico y social. De allí se ha asociado, inicialmente, que esta inexistencia de normas potencia la posibilidad de que se produzcan y reproduzcan conductas deviadas.
La idea de anomia surge con Durkheim, en el marco del nuevo paradigma mundial que se deriva de la revolución francesa de 1789, la industrialización, la estructura social del nuevo capitalismo, el ascenso de la burguesía como nueva clase dominante y la aparición consecuente del proletariado.

Este contexto hacía tambalear el viejo orden y las “inseguridades” y los “miedos” de la modernidad acechaban la escala de valores, la cultura y el sistema de creencia que hasta entonces había disciplinado al conjunto social.
De este problema se ocupó, precisamente, Durkheim, con su obra “La división del trabajo social”, creando sus concepciones ya conocidas de solidaridad orgánica y mecánica.
Durkheim piensa que la anomie surge porque la división del trabajo no produce contactos lo bastante eficaces entre sus miembros ni regulaciones adecuadas de las relaciones sociales.
Cree que los suicidios provocados por una situación de anomie eran por tanto consecuencia del fracaso de los frenos sociales en lo que podría llamarse ambiciones demasiado presuntuosas (“El suicidio”, 1857).
Mientras que Durkheim limitaba su aplicación de la anomie principalmente al suicidio, Merton trataba de explicar no solo el suicidio, sino también el crimen, la delicuencia, los desordenes mentales, el alcoholismo...Para él, la conducta desviada incluye al exageradamente conformista, al extremista, al revolucionario, al virtuoso burocrático etc...
Según Merton, las estructuras sociales ejercen una presión definida sobre ciertas personas en la sociedad induciéndolas a una conducta de rebeldía antes que de conformidad.
A diferencia de Durkheim, Merton no consideraba la naturaleza biológica del ser humana como importante para explicar la desviación.
Al explicar la anomie y la conducta desviada, Merton enfocaba no al individuo, sino el orden social. Postulaba una dicotomía entre las metas culturales y los medios institucionales para lograr esas metas. Cualquier meta cultural muy apreciada en una sociedad, es probable que afecte los medios institucionalizados. Un equilibrio eficiente entre estas dos fases suele mantenerse mientras los individuos obtengan satisfacciones conformándose tanto con las metas culturales como con los medios institucionalizados.
La definición de Merton hace hincapié en el desequilibrio entre las metas culturales y las normas institucionales en una sociedad. Concibe la anomie como un derrumbe de la estructura cultural que acaece sobre todo cuando existe una discrepancia aguda entre las normas y metas culturales y las capacidades sociales estructurales de los miembros del grupo de obrar en concordancia con aquellas.
La relación entre anomie y estructura social puede resumirse como:
1-Exposición a la meta cultural y normas que regulan la conducta orientada hacia la meta.
2-Aceptación de la meta o norma como mandatos morales y valores internalizados.
3-Accesibilidad relativa de la meta: las posibilidades de vida en la estructura de oportunidades.
4-El grado de discrepancia, entre la meta aceptada y su accesibilidad.
5-El grado de anomie
6-Las tasas de conducta desviada de los distintos tipos manifestada en la topología de los modos de adaptación.
La conducta desviada sobreviene en gran escala solo cuando un sistema de valores culturales ensalza virtualmente por encima de todas las demás metas de éxito comunes para la población en general, mientras que la estructura social restringe con vigor u obstruye por completo el acceso a los modos aprobados de alcanzar esas metas para una parte considerable de aquella misma población.
Según Merton existen cinco tipos de adaptaciones a una situación en que los medios legítimos para alcanzar una meta son inalcanzables para ella:
1-Conformismo. El individuo comparte los medios y los fines socialmente aceptados.
2-Ritualismo: consiste en abandonar las metas del éxito y de la rápida movilidad social hasta un punto en que podemos satisfacer nuestras aspiraciones. La persona comparte los medios pero no se motiva con los objetivos de éxito económico y ascenso social.
3-Rebelión: donde se encuentran las posturas no conformistas con los fines mayoritariamente aceptados, que proclaman que es posible vivir la vida con arreglo a fines y valores no individualistas como los que propone el capitalismo estadounidense. Merton cree ver allí el germen de conductas revolucionarias o rebeldes.
4-La innovación: la persona comparte los fines pero no recorre los mismos caminos sacrificales. Por ende, “corta camino” y en vez de medios lícitos utiliza medios “eficaces”. Buena parte de la conducta delictiva se explica en base a este tipo de respuestas a los problemas de ajuste.
5-Apatía: es el rechazo tanto a las metas culturales como de los medios institucionales. El individuo se encuentra frustado. No renuncia a la meta del éxito pero adopta mecanismos de escape, tales como el derrotismo, el quietismo etc. Se da en los individuos alcohólicos, en los vagabundos, etc.

En síntesis, podríamos señalar que Robert Merton (1910-2004), en su recordado artículo "Anomia y estructura social" (19389, inaugura una de las teorías más importantes de las tradiciones intelectuales funcionalistas, cuya vigencia permaneció intacta mientras se mantuvo en pie el paradigma del “buen capitalismo”. Basta con observar de qué manera los gobiernos de Kennedy y Johnson ( aún en la década de los 60'), intentaban aplicar las estrategias de política criminal sugeridas por Merton en la lucha contra la criminalidad en los barrios estadounidenses marginales, a partir de la mejora de las oportunidades de los jóvenes postergados.
Pese a que a partir de esa época la teoría de la anomia fue puesta en crisis por los teóricos del control, muchos de sus postulados, actualizados, permiten el diseño de alternativas actuales contra la criminalidad convencional.
Para Merton, la anomia no significa tanto, "ausencia de normas" sino que, en las sociedades anómicas, "junto con la presión que las personas reciben para obedecer las normas, reciben otras tendientes a desobedecerlas”.
Estas presiones sobrevienen de una excesiva importancia asignada a los fines socialmente valorados, que en EEUU se resumen en el éxito económico y el "sueño americano".
Se trata de "un desequilibro entre fines (metas) y medios". La desproporcionada importancia que una sociedad confiere a ciertos fines, hace que en la búsqueda colectiva de los mismos, algunos sujetos que carecen de la posibilidad de acceder a los mismos por medios lícitos, apelen a medios ilícitos para alcanzarlos. Si bien Merton elabora su teoría tomando como base la sociedad americana, muchas de sus ideas son enteramente aplicables a otras sociedades occidentales donde el capitalismo inclusivo -sobre todo de posguerra- produjo fenómenos masivos de inclusión social y pleno empleo. La Argentina, por cierto, no es una excepción: “Mi hijo el doctor” y “Sociología de la clase media argentina”, de Julio Mafud, dan cuenta de la aplicabilidad de estas postulaciones a nuestro medio.
Características de una sociedad anómica:
a. desequilibrio cultural entre fines y medios: en sociedades anómicas como la estadounidense, los canales de socialización (la flia, los pares, la escuela, los medios de comunicación) son medios que transmiten "los mismos valores", que se resumen en el éxito económico (esfuerzo y ascenso social). Por tanto, las personas que no comulgan con estos valores son socialmente desvaloradas o despreciadas. Por lo tanto, en esa búsqueda desesperada de status, las personas menos favorecidas socialmente comienzan a buscar el éxito no por "medios lícitos" sino por "medios eficaces". Aquí nacen las conductas desviadas.
b. Universalismo en la definición de los fines: la estructura cultural no limita el logro de los fines a unos pocos, sino que los extiende a todos, incluso a aquellos más desfavorecidos que participan de esta escala de valores (el sueño americano).
c. Desigualdad de oportunidades.
En definitiva, una sociedad anómica produce una tensión sobre muchos ciudadanos cuando la estructura cultural (superestructura) induce a plantearse altas aspiraciones y, en cambio, la estructura económica y social limita a ciertos grupos, solamente, las oportunidades lícitas de alcanzar esas metas tan elevadas.
El modelo teórico de Merton presupone que una parte de los ciudadanos asumirán ese este mensaje de éxito, pese a sus limitadas posibilidades de alcanzarlo, debido justamente a que en ese medio cultural, la mayoría de la gente tiende a identificarse no con la mayoría que no logra esas metas sino con la minoría que sí lo logra. Del juego combinado de esos dos factores (fines y medios, o metas y oportunidades) concluye que la presión anómica será especialmente sentida por aquellas personas de clase baja. Al asumir que las “altas aspiraciones” son una de las fuentes de la presión anómica, Merton está desarrollando una idea que anteriormente había utilizado Durkheim para explicar las tasas de suicidio en la sociedad europea del siglo XIX. La diferencia es que las “altas aspiraciones” en Durkheim se originan en el instinto biológico de la persona, son naturales y se registran especialmente en momentos de crisis en que las mismas no son reguladas socialmente, para Merton son inducidas culturalmente y son permanentes.

Respuesta a los problemas de ajuste
Formas de adaptación fines medios lícitos
Conformidad (+) (+)
Innovación (+) (-)
Ritualismo (-) (+)
Apatía (-) (-)
Rebelión (-+) (-+)
Planteos de política Criminal: la Teoría de la anomia coincide que, para bajar los indicadores de criminalidad debe estarse a una doble posibilidad. O bien se incide desde el estado en la estructura cultural para que las personas rebajen sus aspiraciones (y aprendan a vivir con apego a otros códigos que no incluyan el american way of life, por ejemplo el desarrollo de actividades solidarias), o bien se incide en la estructura social para que las personas aumenten sus oportunidades. Los planes de “lucha contra la pobreza” y de “movilización de la juventud”, llevadas a cabo por Kennedy y Jonson, están influidas por estas ideas, que a su vez adoptan muchas tesituras de la Escuela de Chicago: tratan de organizar políticamente el barrio como premisa para la prevención del delito, a la vez que intentan mejorar las oportunidades educativas y de trabajo de los jóvenes.

Estrategias de Política criminal:
· Evitar el deterioro físico: Un barrio organizado se caracteriza porque la gente (convencional) que lo habita no quiere abndonarlo. Para que los habitantes del barrio no deseen abandonarlo, éste no debe aparecer como deteriorado. Ello reclama un tipo de intervención dirigido a la rehabilitación de viviendas y espacios comunes, para que la gente perciba que el barrio está en un proceso de mejora (Sampson, 1925). La inversión en tales áreas no sólo deberá detener el proceso de abandono sino que también debe tratar de favorecer el traslado de personas de clase media a tales áreas.
· Evitar la homegeización social: En los barrios denominados “mixtos”, donde junto a gente marginal convive gente trabajadora y de clase media, las primeras tienen más oportunidades de asumir valores convencionales y de acceder al trabajo y a la cultura del trabajo. Se debe tratar de evitar intervenciones de los poderes públicos dirigidas concentrar a personas en situación de marginación social en determinados espacios de la ciudad.
· Ayudar a las personas más carenciadas: Los poderes públicos deben intervenir para proteger socialmente y para dar oportunidades de formación a las personas en condiciones de pobreza, pero evitando la dádiva y/o el clientelismo, sino apuntando a que esa ayuda coadyuve a que esa gente reasuma valores convencionales de clase media o trabajadora.
· Fomentar el asociacionismo: En la medida en que aumentan las estructuras de relación en el barrio, en especial las que vinculan a personas adultas y jóvenes, se genera mayor nivel de cohesión social, produciendo mayor transmisión de valores convencionales y mejorando el nivel de control informal.
· Operar con políticas de índole social sobre un colectivo en riesgo y no a través de terapias individuales.
· Incrementar la vigilancia. Las anteriores medidas de prevención social deben ir acompañadas de medidas de prevención situacional, incrementando el nivel de vigilancia de los puntos negros de la delincuencia, evitando que el lugar aparezca a los potenciales delincuentes como de “bajo control”.

Bibliografía utilizada:

García Pablos de Molina, Antonio: "Tratado de Criminología", Editorial Tirant Lo Blanch, 1999.

Larrauri, Elena; Cid, José: "Teorías Criminológicas", Editorial Bosch, 2001.
Mafud, Julio: "Sociología de la clase media argentina".

Aguirre, Eduardo luis: "Ensayo de criminología crítica argentina".



La Escuela de Chicago, nacida en las primeras décadas del siglo XX, significó uno de los impulsos más importantes de la sociología criminal y la criminología moderna. Con una concepción que advierte por primera vez la existencia de una sociedad plural, diversa, en una actitud de compromiso innovadora para la época, resaltó la relevancia de los factores ambientales como insumos conducentes para entender las nuevas formas de criminalidad.Concibió a las peculiaridades físicas y sociales de ciertas zonas urbanas de las modernas ciudades industriales como epicentros explicativos de nuevas formas de conflictividad, planteando la zonificación concéntrica de esas urbes y esos nuevos agregados, como formas de entender las distintas tasas de delincuencia. El entorno espacial pasa, así, a ser fundamental para entender “ecológicamente” las variables de la criminalidad.

Para ello, la apelación al método empírico –ahora “en el campo”- que utilizaba los estudios cuantitativos (encuestas, estadísticas) y cualitativos (entrevistas en profundidad, historias de vida, observación participante) pasaron a sustituir y superar las anteriores visiones biologicistas, que por cierto no podían explicar lo que ocurría en Chicago y Michigan a principios del siglo pasado.Como veremos, la población de la zona de los grandes lagos creció de manera exponencial en los Estados Unidos entre las primeras décadas del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX[1]. Este fenómeno (por supuesto que no previsto institucionalmente), producido en buena medida por el reciente asentamiento de las terminales automotrices y una consecuente demanda de mano de obra asalariada para la nueva industria, alteró no solamente el paisaje social, sino los estándares culturales, las costumbres y las formas de convivencia social, particularmente en las ciudades de Chicago y Michigan.En ambas ciudades, pese a las dificultades y desafíos que implicaba la subsistencia, una multitud diversa, empobrecida, que hasta ese entonces había sido explotada en relaciones agrarias precapitalistas de producción (no solamente en EEUU, sino en países europeos) apostaba a mejorar su calidad de vida con su flamante condición de proletarios urbanos.La esperable mayor conflictividad, derivada de semejante cambio social no podía ser explicada, en esa nueva torre de Babel, con arreglo a las tesis -hasta entonces hegemónicas- del positivismo criminológico.Las formas de agregación y convivencia social, la diversidad y los procesos migratorios, debieron integrarse necesariamente a los debates y análisis criminológicos. Ese es el mayor mérito de la Escuela de Chicago, cuya vigencia deberíamos también discutir contemporáneamente, sobre todo de cara a las prácticas de los operadores del sistema penal.Los intelectuales de esta escuela, provenientes de la Universidad de Chicago, parten -para entender el aumento de la criminalidad- de la premisa del cambio cultural que significa pasar de una vida rural a una vida urbana.Esto, que parece una obviedad, encuentra un primer parecido con conceptos y fenómenos que conservan una rigurosa actualidad.Por ejemplo, el novedoso fenómeno de las megalópolis (19 de las 25 existentes en el mundo se ubican en países “subdesarrollados”), que obliga a un intento de explicación de la conflictividad atendiendo a procesos caóticos y aluvionales de urbanización creciente, configura un dato objetivo de la realidad postmoderna que inmediatamente remite a Chicago, sobre todo en materia de formulación de estrategias de política criminal.La escuela la inicia un autor llamado Robert Park, en 1915, analizando el cambio de los mecanismos de control social informal en las zonas no urbanas originarias (costumbres, rumor y escrutinio cotidiano) de las urbanas (control social formal: la ley y la impersonalidad de las relaciones).Las áreas que proporcionalmente registraban mayor delincuencia eran aquellas que estaban habitadas mayoritariamente por gente carenciada, pero fundamentalmente las que, también, evidencian mayor deterioro físico, alta movilidad social horizontal (“los delincuentes son de afuera”), gran heterogeneidad cultural y delincuencia adulta.Pobreza y Desorganización Social son los factores que deben necesariamente concurrir para que haya delincuencia.El método de Shaw y Mc Kay consiste en investigar, por zonas de la ciudad, el número de jóvenes llevados ante los tribunales de menores de Chicago, clasificarlos por zonas de residencia y correlacionar tales cifras con el número de jóvenes que viven en cada área.De esa manera, logran el porcentaje de delincuentes juveniles por número de jóvenes de cada área de la ciudad. (“Juvenil delinquency and urban areas”).Los autores estudian 3 períodos discontinuos de seis años cada uno durante treinta años (no hay que esperar milagros en la investigación criminológica seria y en las estrategias consistentes y duraderas en materia político criminal) para determinar si entre 1900 y 1933 se han producido variaciones significativas en las tasas de delincuentes de la ciudad (Larrauri-Cid).Las investigaciones de campo llevadas a cabo por la Escuela han dejado un importante legado en materia metodológica y político criminal, resultando la primera aproximación en el estudio y análisis de las cuestiones urbanísticas y ecológicas en materia criminológica.El análisis “subcultural” de la desviación permite una lectura del fenómeno “desde adentro” –como es el caso de toda disciplina social- , aproximándose a las percepciones e intuiciones de los propios infractores, constituyendo un claro precedente de la Teoría de la Asociación Diferencial de Sutherland.Desde el punto de vista político criminal, la Escuela de Chicago ha impulsado, por una parte, el estudio riguroso de las ciudades por zonas, pero, además de ello, ha demandado de los estados respuestas institucionales consistentes para disminuir los estándares de criminalidad.Nuevos modelos de intervención y sólidos programas de reordenamiento urbano, de mejoras infraestructurales, son necesarios para optimizar el control y la asistencia social y disminuir la conflictividad y la violencia.Por supuesto que la escuela de Chicago adoleció de muchas fallas, casi todas ellas imputables también a cualquier doctrina cuyo objetivo central sea conservar un orden injusto. Por lo tanto, la mirada pura y exclusivamente ecológica escamotea del análisis las injusticias sociales, la privación relativa, las causas de la pobreza y la exclusión social, la asimetría de los procesos de criminalización, la invisibilización de los delitos de los poderosos, etcétera.Pero, aún así -dada la importancia de la Escuela de Chicago y de otras corrientes criminológicas que iremos analizando- no deja de llamar la atención que durante más de un siglo las teorías funcionalistas de la sociología criminal norteamericana no se hayan dictado en la mayoría de las academias de policía ni en las universidades públicas (estado de cosas que, vale aclarar, en buena medida subsiste hoy día), donde la única perspectiva teórica utilizada era el paradigma peligrosista.La Escuela de Chicago nos enseña que “algo más” fluía al interior de la teoría criminológica mientras, en la Argentina, y hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo XX, solamente el positivismo constituía el dato cultural prevaleciente en nuestra materia: Hasta que, con los nuevos cambios operados en el mundo, aparecen las teorías críticas a fines de la década de los 60´ y principios de los 70’, que se incorporan a los bagajes culturales y la manualística utilizada en nuestro país en materia criminológica. En el medio, insisto, se escamotearon casi sistemáticamente los estudios criminológicos a partir de los postulados de escuelas enteras que fueron ignorados en los contenidos curriculares argentinos.Desde una perspectiva práctica de los operadores, las “bajadas al campo” de la Escuela de Chicago significan el primer paso hacia una etnografía de la criminalidad, hacia un reverenciamiento de las rutinas de los infractores (o ex infractores) como forma de romper las duras barreras que supone el acceso a grupos sociales conflictivos, preanunciando nuevos modelos de intervención en contextos donde la participación comunitaria se encuentra fuertemente atenuada y resulta esencial fortalecerla.[1] La imagen que ilustra la nota muestra la ciudad de Chicago a fines del siglo XIX.


Bibliografía utilizada:

García Pablos de Molina, Antonio: "Tratado de Criminología", Editorial Tirant Lo Blanch, 1999.

Larrauri, Elena; Cid, José: "Teorías Criminológicas", Editorial Bosch, 2001.