La Escuela de Chicago, nacida en las primeras décadas del siglo XX, significó uno de los impulsos más importantes de la sociología criminal y la criminología moderna. Con una concepción que advierte por primera vez la existencia de una sociedad plural, diversa, en una actitud de compromiso innovadora para la época, resaltó la relevancia de los factores ambientales como insumos conducentes para entender las nuevas formas de criminalidad.Concibió a las peculiaridades físicas y sociales de ciertas zonas urbanas de las modernas ciudades industriales como epicentros explicativos de nuevas formas de conflictividad, planteando la zonificación concéntrica de esas urbes y esos nuevos agregados, como formas de entender las distintas tasas de delincuencia. El entorno espacial pasa, así, a ser fundamental para entender “ecológicamente” las variables de la criminalidad.

Para ello, la apelación al método empírico –ahora “en el campo”- que utilizaba los estudios cuantitativos (encuestas, estadísticas) y cualitativos (entrevistas en profundidad, historias de vida, observación participante) pasaron a sustituir y superar las anteriores visiones biologicistas, que por cierto no podían explicar lo que ocurría en Chicago y Michigan a principios del siglo pasado.Como veremos, la población de la zona de los grandes lagos creció de manera exponencial en los Estados Unidos entre las primeras décadas del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX[1]. Este fenómeno (por supuesto que no previsto institucionalmente), producido en buena medida por el reciente asentamiento de las terminales automotrices y una consecuente demanda de mano de obra asalariada para la nueva industria, alteró no solamente el paisaje social, sino los estándares culturales, las costumbres y las formas de convivencia social, particularmente en las ciudades de Chicago y Michigan.En ambas ciudades, pese a las dificultades y desafíos que implicaba la subsistencia, una multitud diversa, empobrecida, que hasta ese entonces había sido explotada en relaciones agrarias precapitalistas de producción (no solamente en EEUU, sino en países europeos) apostaba a mejorar su calidad de vida con su flamante condición de proletarios urbanos.La esperable mayor conflictividad, derivada de semejante cambio social no podía ser explicada, en esa nueva torre de Babel, con arreglo a las tesis -hasta entonces hegemónicas- del positivismo criminológico.Las formas de agregación y convivencia social, la diversidad y los procesos migratorios, debieron integrarse necesariamente a los debates y análisis criminológicos. Ese es el mayor mérito de la Escuela de Chicago, cuya vigencia deberíamos también discutir contemporáneamente, sobre todo de cara a las prácticas de los operadores del sistema penal.Los intelectuales de esta escuela, provenientes de la Universidad de Chicago, parten -para entender el aumento de la criminalidad- de la premisa del cambio cultural que significa pasar de una vida rural a una vida urbana.Esto, que parece una obviedad, encuentra un primer parecido con conceptos y fenómenos que conservan una rigurosa actualidad.Por ejemplo, el novedoso fenómeno de las megalópolis (19 de las 25 existentes en el mundo se ubican en países “subdesarrollados”), que obliga a un intento de explicación de la conflictividad atendiendo a procesos caóticos y aluvionales de urbanización creciente, configura un dato objetivo de la realidad postmoderna que inmediatamente remite a Chicago, sobre todo en materia de formulación de estrategias de política criminal.La escuela la inicia un autor llamado Robert Park, en 1915, analizando el cambio de los mecanismos de control social informal en las zonas no urbanas originarias (costumbres, rumor y escrutinio cotidiano) de las urbanas (control social formal: la ley y la impersonalidad de las relaciones).Las áreas que proporcionalmente registraban mayor delincuencia eran aquellas que estaban habitadas mayoritariamente por gente carenciada, pero fundamentalmente las que, también, evidencian mayor deterioro físico, alta movilidad social horizontal (“los delincuentes son de afuera”), gran heterogeneidad cultural y delincuencia adulta.Pobreza y Desorganización Social son los factores que deben necesariamente concurrir para que haya delincuencia.El método de Shaw y Mc Kay consiste en investigar, por zonas de la ciudad, el número de jóvenes llevados ante los tribunales de menores de Chicago, clasificarlos por zonas de residencia y correlacionar tales cifras con el número de jóvenes que viven en cada área.De esa manera, logran el porcentaje de delincuentes juveniles por número de jóvenes de cada área de la ciudad. (“Juvenil delinquency and urban areas”).Los autores estudian 3 períodos discontinuos de seis años cada uno durante treinta años (no hay que esperar milagros en la investigación criminológica seria y en las estrategias consistentes y duraderas en materia político criminal) para determinar si entre 1900 y 1933 se han producido variaciones significativas en las tasas de delincuentes de la ciudad (Larrauri-Cid).Las investigaciones de campo llevadas a cabo por la Escuela han dejado un importante legado en materia metodológica y político criminal, resultando la primera aproximación en el estudio y análisis de las cuestiones urbanísticas y ecológicas en materia criminológica.El análisis “subcultural” de la desviación permite una lectura del fenómeno “desde adentro” –como es el caso de toda disciplina social- , aproximándose a las percepciones e intuiciones de los propios infractores, constituyendo un claro precedente de la Teoría de la Asociación Diferencial de Sutherland.Desde el punto de vista político criminal, la Escuela de Chicago ha impulsado, por una parte, el estudio riguroso de las ciudades por zonas, pero, además de ello, ha demandado de los estados respuestas institucionales consistentes para disminuir los estándares de criminalidad.Nuevos modelos de intervención y sólidos programas de reordenamiento urbano, de mejoras infraestructurales, son necesarios para optimizar el control y la asistencia social y disminuir la conflictividad y la violencia.Por supuesto que la escuela de Chicago adoleció de muchas fallas, casi todas ellas imputables también a cualquier doctrina cuyo objetivo central sea conservar un orden injusto. Por lo tanto, la mirada pura y exclusivamente ecológica escamotea del análisis las injusticias sociales, la privación relativa, las causas de la pobreza y la exclusión social, la asimetría de los procesos de criminalización, la invisibilización de los delitos de los poderosos, etcétera.Pero, aún así -dada la importancia de la Escuela de Chicago y de otras corrientes criminológicas que iremos analizando- no deja de llamar la atención que durante más de un siglo las teorías funcionalistas de la sociología criminal norteamericana no se hayan dictado en la mayoría de las academias de policía ni en las universidades públicas (estado de cosas que, vale aclarar, en buena medida subsiste hoy día), donde la única perspectiva teórica utilizada era el paradigma peligrosista.La Escuela de Chicago nos enseña que “algo más” fluía al interior de la teoría criminológica mientras, en la Argentina, y hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo XX, solamente el positivismo constituía el dato cultural prevaleciente en nuestra materia: Hasta que, con los nuevos cambios operados en el mundo, aparecen las teorías críticas a fines de la década de los 60´ y principios de los 70’, que se incorporan a los bagajes culturales y la manualística utilizada en nuestro país en materia criminológica. En el medio, insisto, se escamotearon casi sistemáticamente los estudios criminológicos a partir de los postulados de escuelas enteras que fueron ignorados en los contenidos curriculares argentinos.Desde una perspectiva práctica de los operadores, las “bajadas al campo” de la Escuela de Chicago significan el primer paso hacia una etnografía de la criminalidad, hacia un reverenciamiento de las rutinas de los infractores (o ex infractores) como forma de romper las duras barreras que supone el acceso a grupos sociales conflictivos, preanunciando nuevos modelos de intervención en contextos donde la participación comunitaria se encuentra fuertemente atenuada y resulta esencial fortalecerla.[1] La imagen que ilustra la nota muestra la ciudad de Chicago a fines del siglo XIX.


Bibliografía utilizada:

García Pablos de Molina, Antonio: "Tratado de Criminología", Editorial Tirant Lo Blanch, 1999.

Larrauri, Elena; Cid, José: "Teorías Criminológicas", Editorial Bosch, 2001.