Nacido en Chicago en 1928, Howard Becker, el mayor referente de la teoría del etiquetamiento, estudió sociología en la Universidad de su ciudad natal, un bastión de la sociología funcionalista americana, donde se doctoró en 1951. Se formó en medio del auge de las tesis criminológicas explicativas de la Escuela de Chicago, al influjo de investigadores tales como Robert Park o Herbert Blumer .
Fue profesor de sociología en las universidades de Northwestern, Washington y California y Doctor 'honoris causa' de la Universidad París 8. Partícipó del creciente vigor que hacia los años setenta adquirió el interaccionismo simbólico, cuyas raíces aparecen en el pensamiento de Mead y Lemert, en lo que concierne a la explicación de los hechos delictivos. Es autor de muchas obras, entre las que es dable destacar, Outsiders: Studies in the Sociology of Deviance (1963), en la que desarrolla su teoría sobre la reacción social y la conducta desviada, también conocida como la labeling theory, que refiere los efectos de la reacción social en la creación del delincuente (el “etiquetado”).
La teoría de Becker se desarrolló durante un período dinámico, donde surgieron innumerables expresiones y agregados que cuestionaron el poder político en todo el mundo, y que fueron particularmente influyentes en el ámbito académico. Los movimientos de liberación nacional, el nacimiento de los países del Tercer Mundo, las luchas por la igualdad racial, por los derechos de las mujeres, iban construyendo durante las décadas del 60´y 70´un escenario original sin precedentes.
Según Becker, para comprender el crimen debe atenderse especialmente a la “reacción social”, por una parte, y al proceso de definición o selección de determinadas conductas y personas -etiquetadas como “desviadas”- por la otra.
El delito o el infractor tienen para esta tendencia naturaleza social y definicional. Integran una realidad social que se construye. Por lo tanto, no interesan tanto las “causas” de la desviación cuanto los procesos de criminalización a través de los cuales, ciertos grupos sociales que tienen poder para ello, definen como delito y como delincuente a determinadas conductas y determinadas personas. Cuando este proceso de etiquetamiento se realiza con éxito, se construye un delincuente.
De esta forma, se analizan mucho más los procesos de definición social del delincuente que el desviado en sí mismo.
Son las instancias estatales, institucionales o sociales de “control” las que crean el delito y el delincuente. Pero esas instancias de control son altamente selectivas, discriminatorias y poseen una altísima capacidad de atribuir significados simbólicos que visibilizan y exponen a los desviados a continuos procesos de re-victimización.
La “reacción social”, no solamente es injusta, sino que resulta irracional, va precedida de intenciones reales que se enmascaran detrás de la verbalización de grandes valores y, no solamente no previene el delito ni reinserta al desviado, sino que crea al delincuente, potencia los conflictos, genera y legitima estereotipos y afirma al infractor en su status criminal.
La pena es la culminación de una cadena de símbolos y prácticas de degradación que estigmatiza al ofensor con un status irreversible, al punto que éste redefine su personalidad de acuerdo al nuevo rol disvaslioso asignado: el delincuente, que se asume como tal.
Desde la utilización de esposas, y los rituales carcelarios, hasta gestualidades “preventivas” tales como los recaudos que los operadores de la justicia adoptan cuando comparece ante sí un acusado (quitar los pisapapeles, requerir la presencia policial durante el acto), suponen una función constitutiva del control social y una asignación de un nuevo rol: el del delincuente, que además es aceptado por este.
Becker también se ocupa de desenmascarar un sujeto social de entera vigencia: el empresario moral; una persona que, arrogándose la representación del conjunto, sobre todo si se trata en ese caso de una víctima de un delito o un miembro de una corporación, promueve iniciativas generalmente punitivas en materia criminal, hasta lograr sancionar nuevos códigos y nuevas leyes. Afirma que el éxito de cada cruzada moral trae consigo un emprendedor “profesional” y un nuevo grupo de “extraños”, y una nueva responsabilidad de un organismo de aplicación respecto de estos “otros”.
En definitiva, la teoría del etiquetamiento sustituye el paradigma etiológico por el paradigma del control. El control es asimétrico e irracional; puede ser formal, cuando lo llevan a cabo agencias estatales (poder judicial, policía, códigos penales) o informal, cuando es la sociedad la que genera esos mecanismos, a través de actores tales como la prensa, los empresarios morales, el rumor, la escuela, etcétera.
La teoría de Becker se desarrolló durante un período dinámico, donde surgieron innumerables expresiones y agregados que cuestionaron el poder político en todo el mundo, y que fueron particularmente influyentes en el ámbito académico. Los movimientos de liberación nacional, el nacimiento de los países del Tercer Mundo, las luchas por la igualdad racial, por los derechos de las mujeres, iban construyendo durante las décadas del 60´y 70´un escenario original sin precedentes.
Según Becker, para comprender el crimen debe atenderse especialmente a la “reacción social”, por una parte, y al proceso de definición o selección de determinadas conductas y personas -etiquetadas como “desviadas”- por la otra.
El delito o el infractor tienen para esta tendencia naturaleza social y definicional. Integran una realidad social que se construye. Por lo tanto, no interesan tanto las “causas” de la desviación cuanto los procesos de criminalización a través de los cuales, ciertos grupos sociales que tienen poder para ello, definen como delito y como delincuente a determinadas conductas y determinadas personas. Cuando este proceso de etiquetamiento se realiza con éxito, se construye un delincuente.
De esta forma, se analizan mucho más los procesos de definición social del delincuente que el desviado en sí mismo.
Son las instancias estatales, institucionales o sociales de “control” las que crean el delito y el delincuente. Pero esas instancias de control son altamente selectivas, discriminatorias y poseen una altísima capacidad de atribuir significados simbólicos que visibilizan y exponen a los desviados a continuos procesos de re-victimización.
La “reacción social”, no solamente es injusta, sino que resulta irracional, va precedida de intenciones reales que se enmascaran detrás de la verbalización de grandes valores y, no solamente no previene el delito ni reinserta al desviado, sino que crea al delincuente, potencia los conflictos, genera y legitima estereotipos y afirma al infractor en su status criminal.
La pena es la culminación de una cadena de símbolos y prácticas de degradación que estigmatiza al ofensor con un status irreversible, al punto que éste redefine su personalidad de acuerdo al nuevo rol disvaslioso asignado: el delincuente, que se asume como tal.
Desde la utilización de esposas, y los rituales carcelarios, hasta gestualidades “preventivas” tales como los recaudos que los operadores de la justicia adoptan cuando comparece ante sí un acusado (quitar los pisapapeles, requerir la presencia policial durante el acto), suponen una función constitutiva del control social y una asignación de un nuevo rol: el del delincuente, que además es aceptado por este.
Becker también se ocupa de desenmascarar un sujeto social de entera vigencia: el empresario moral; una persona que, arrogándose la representación del conjunto, sobre todo si se trata en ese caso de una víctima de un delito o un miembro de una corporación, promueve iniciativas generalmente punitivas en materia criminal, hasta lograr sancionar nuevos códigos y nuevas leyes. Afirma que el éxito de cada cruzada moral trae consigo un emprendedor “profesional” y un nuevo grupo de “extraños”, y una nueva responsabilidad de un organismo de aplicación respecto de estos “otros”.
En definitiva, la teoría del etiquetamiento sustituye el paradigma etiológico por el paradigma del control. El control es asimétrico e irracional; puede ser formal, cuando lo llevan a cabo agencias estatales (poder judicial, policía, códigos penales) o informal, cuando es la sociedad la que genera esos mecanismos, a través de actores tales como la prensa, los empresarios morales, el rumor, la escuela, etcétera.
La teoría del etiquetamiento (o “labeling
approach”), en síntesis, nace en Estados Unidos a mediados de los años 60', casi como una
réplica al excesivo empirismo de las teorías criminológicas de la época,
preocupadas casi exclusivamente por dar respuestas a los estados acerca de las
causas que originan el delito, las formas para mantener y reproducir el orden y
el logro de las mejores estrategias para la prevención de las conductas
desviadas. Como lo explica Lamnek, el labeling approach demuestra también que
la importancia práctica de los criterios biológicos subsiste por su aplicación
estigmatizante en el comportamiento social, siendo esperable en la esfera de
las prácticas cotidianas, incluso en el futuro, repercusiones de los enfoques
biológico antropológicos[1],
en buena medida retomados por el nuevo realismo de derecha anglosajón a partir
de los años 80’.
Sus representantes más conocidos son Lemert[2]
y Howard Becker:[3] aunque algunos sostienen
que debería reconocerse a Frank Tenenbaum la condición de precursor de esta
perspectiva, a partir de su formulación: “The young delinquent becomes bad,
because he in defined as bad”[4]
y a Lemert como un refundador de la escuela.
Si bien la teoría crece un contexto histórico
particular, que incluye la guerra de Vietnam, las consecuentes movilizaciones
populares contra esa invasión armada, contra la segregación racial, contra la
discriminación de las mujeres y a favor del aborto, su impronta novedosa la
produce, sin duda, el corrimiento de la pregunta acerca de las causas de la
delincuencia hacia la indagación respecto de los procesos de definición del
delincuente.
Surge, además, en medio de una nueva concepción de
la vida, más libertaria, menos materialista, no tan consumista como la que
proponía el capitalismo welfarista, al punto de que se pone en crisis la idea
misma del sueño americano y del “american way of life”.
El cambio de paradigma implica, fundamentalmente,
una evolución de los abordajes causales hacia la auscultación de las
percepciones y los sistemas de creencias sociales mediante los cuales se define
una conducta como desviada y se reacciona frente a ella, con un conjunto de
lógicas, discursos y prácticas que “etiquetan” a la persona que ha incurrido en
las mismas. Como dicen Larrauri-Cid, citando
a Lemert, se produce un viraje
respecto de la antigua idea que concebía al control social como una respuesta a
la desviación, que concibe ahora a la desviación como una respuesta a las formas
de control y reacción social[5].
La teoría cuestiona, en primer lugar, el proceso de
definición del delito. Se pone en jaque la idea de que las normas penales
sancionan las conductas socialmente más reprochables, argumentando que, en
realidad, esas normas responden a los intereses de grupos sociales poderosos,
muchas veces sintetizados en empresarios morales, con aptitud para decidir e
influir en lo que legalmente está prohibido y lo que está permitido. Lo que
acontece es, primeramente, un “proceso de
calificación”, en un contexto de interacción en el que los hombres le
atribuyen a otro la condición desviada. Si una persona incumple estos mandatos
normativos grupales, seguramente, será considerada desviada desde la visión de
esos grupos. Sin embargo, a la inversa, “Desde el punto de vista del individuo
que es etiquetado como desviado, pueden ser outsiders aquellas personas que
elaboraron las reglas, de cuya violación fue encontrado culpable”[6].
Luego sobreviene una instancia de aplicación de las
normas, mediante la cual son definidos como desviados los contraventores de las
mismas.
Esta relativización de la ontología del delito, a su
vez, es necesariamente ributaria del interaccionsimo simbólico, ya que no puede
comprenderse el crimen sino a través de la reacción social, del proceso social
de definición y selección de ciertas personas y conductas etiquetadas como
criminales. Delito y reacción social son términos interdependientes e
inseparables[7].
En la visión de Howard Becker, la teoría del
etiquetamiento puede ser presentada con arreglo a estas características:
1) Ningún modo de comportamiento contiene en sí la
cualidad de desviado; antes bien, los mismos modos de comportamiento pueden ser
tanto conformistas como desviados, lo que se demuestra con facilidad interculturalmente
como también intracultural e históricamente.
2) Por la fijación de normas, a determinados modos
de comportamiento se les atribuye el predicado e desviado o violador de las
reglas. Por lo tanto, los que establecen las normas son los que definen el
comportamiento desviado.
3) Estas definiciones del comportamiento desviado
sólo influyen sobre el comportamiento cuando las mismas son aplicadas. Las
normas implícitas o explícitas son realizadas en interacciones.
4) la aplicación de la norma como forma de
etiquetamiento del comportamiento desviado es realizada selectivamente, esto
es, los mismos modos de comportamiento son definidos diferencialmente según las
situaciones y personas específicas.
5) Aquellos criterios que determinan la selección
pueden ser subsumidos bajo el facto poder. El poder puede ser concebido,
operacionalmente, como la pertenencia a un estrato.
6) la rotulación como desviado pone en movimiento,
bajo condiciones que deben ser aún más especificadas los mecanismos de la
self-fulfilling prophecy que permite esperar modos de comportamiento ulteriores
que están definidos como desviados, o bien que serán definidos como tales. Por
una decisiva reducción de las posibilidades de acción conformista por
expectativas de comportamiento no conformista se inician las carreras
desviadas”[8].
En términos de política criminal, la teoría del
etiquetamiento supone una crítica de las instancias punitivas del estado,
basada en que éste, a través de sus instancias de criminalización (primarias y
secundarias) favorece la identidad del delincuente, visibilizándolo como tal y
estigmatizándolo de tal manera que la persona termina asumiéndose como tal,
como portador de un nuevo rol desvalorado que lo obliga a iniciar procesos de
socialización en grupos vinculados a comportamientos desviados, lo que no hace
más que favorecer su inserción en la “carrera delictiva”.
Por lo tanto, desde el labeling se proponen
estrategias basadas no tanto en la recurrencia al sistema penal cuanto en
medidas de descriminalización, vinculadas a la reparación o restauración de los
daños causados por el ofensor, evitando el proceso de estigmatización que, de
manera irreversible, ocasiona el sistema penal a través de sus normas, sus
símbolos, sus prácticas y sus gramáticas cotidianas.
[1]
Conf Lamnek, Siegfrid: “Teorías de la criminalidad”, Siglo
XXI editores, Me´xico, 1987, p. 35.
[2] “Human desviance, social patology”,
1951; “Social problem and social control”, 1967.
[3] “Outsiders”, 1963.
[4] Conf. “Crime and comunity”,
Londres, 1953, p. 17, citado por Lamnek, op. cit., p. 56.
[5] Op. cit., p. 201.
[6] Conf. Lemert, Edwin: “Social
patology”, Nueva Cork, 1951, citado por Lamnek, op. cit., p. 57.
[7]
Conf. García Pablos:
“Tratado de Criminología”, Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, p. 776.
[8] Conf. Lamnek, Sigfried, op.
cit., p. 61 y 62.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:
Elbert, Carlos: “Manual Básico de Criminología”, Eudeba, Cuarta Edición, 2004.
García-Pablos de Molina, Antonio: “Tratado de criminología”, Tirant lo blanch, Valencia, 1999.