“La estructura que diseña la Constitución no
responde solamente a los principio políticos sino a razones históricas
vinculadas con la estructura misma del conflicto. Si una de las funciones, sino
la principal, de la justicia penal, es absorber la violencia propia de los
conflictos graves y generar un ámbito especial de solución o redefinición de
ese conflicto, entonces debe existir reconocimiento de ese conflicto originario
con la actuación institucionalizada. Por eso todas las características de
contradicción del debate, de la sala de audiencias, inclusive su arquitectura,
deben estar al servicio de este reconocimiento.
De este modo la estructura del juicio tiene su raíz en los órdenes de la
vida social, algo mucho más profunda que la fuerza política. Si hacemos un
paragón con las características de la acción humana que tiene las bases
culturales previas a lo que el derecho penal pueda definir normativamente, con
mucha más razón el juicio penal tiene esas características culturales” (Alberto Binder).
7. Proyectos
presentados para su implementación
Pag.5
8. Juicio por
jurado en las provincias: Proyectos de ley
Pag.6
a) Antecedentes
Pag.6
b) Caso especial de Córdoba
Pag.6
c) Últimos proyectos
presentados Pag.7
Capítulo Segundo: EVOLUCIÓN INSTITUCIONAL Pag.9
1. Primeros
años desde la Constitución de 1853 Pag.9
2 .Impacto
inmigratorio Pag.10
3. Surgimiento
de los partidos políticos Pag.11
4. La reforma
electoral: ley Sáenz Peña Pag.12
5 .Juicio Por
Jurado y Democracia Pag.13
Capítulo Tercero:
PROCSESO PENAL Pag.15
1. Sistemas Pag.15
2.
Descentralización Pag.16
3.
Características en nuestra Constitución Pag.16
2. Escuela
Positiva Pag.17
Capítulo Cuarto: JURADO Y
VEREDICTO Pag.19
1. Tipo de
Jurado Pag.19
2. Veredicto y
Fundamentación de la Sentencia Pag.20
Capítulo
Quinto: CONCLUCIONES Pag.21
1. Conclusiones
2. Bibliografía
Pag.23
1. Planteamiento del Problema.
v ¿Es, el Juicio por jurado, una institución
jurídica acorde a nuestra sociedad? Atento las diferentes comunidades de las
que proviene el instituto (europeas en su mayoría).
v ¿Cuáles
fueron las causas que llevaron a determinar su fracaso en la práctica, o mejor
dicho, la ausencia reglamentaria del mismo en nuestro sistema judicial?
v ¿Están
dadas las condiciones hoy para su implantación en el país?
2. Introducción
a)
Pretendo, con este humilde trabajo, brindar un panorama
más amplio que el que se deriva de analizar la institución de juicio por jurado
solo desde el punto de vista jurídico. Explicar que su retardo no se debió, por
lo menos no de una forma exclusiva, a la “negligencia” del legislador argentino,
pero de ninguna manera justificar su actuar omiso ante el mandato constitucional.
b)
Para poder lograr este fin, voy a realizar un pequeño
repaso histórico de los antecedentes del juicio por jurado en nuestra
Constitución nacional, junto a los proyectos presentados para poder concretar
su implementación en la justicia tanto a nivel nacional como a nivel provincial.
Haré una breve reseña al especial caso de la provincia de Córdoba, por ser el
único ejemplo de juicio por jurado que logro concretarse en nuestro país. Un
ejemplo a seguir por nuestros legisladores.
c)
Además hablaré del tema elegido en relación directa a
una concepción, “el positivismo, que se ha arraigado en la clase política
argentina, aportando varios de los fundamentos utilizados para oponerse al
sistema de juicio por jurados. Estas ideas están aún hoy arraigadas en varios
autores de esta clase, en los argumentos utilizados en defensa del sistema del
“Juez profesional” y en su crítica al juicio por jurado.
3. Marco teórico.
I.
Concibiendo al derecho como un producto espontáneo de
la historia, así como lo planteaba Friedrich Karl Von Savigny, solo eficaz y
válido en la medida que se adecue con una comunidad determinada. Partiendo de
que no existen en nuestra Sociedad normas aplicadas en forma absoluta en tiempo
y espacio, válidas universalmente en términos del liberalismo. Así, desde los
presupuestos fundamentales de esta corriente (libertad, igualdad y fraternidad)
hasta la norma más pequeña han tenido que adaptarse a la comunidad en que
pretendía aplicarse. Montesquieu en el siglo XVIII veía esta influencia al sostener la existencia de leyes internas que
rigen los destinos humanos y el suceder de la historia, leyes que eran
determinadas por factores físicos (número de habitantes, suelo, clima) y
sociales (comercio, costumbres, religión etc.). Carlos Marx deja asentado
con su materialismo dialéctico, la gran influencia que tienen otros factores
sociales (especialmente la economía) en el derecho. El derecho no es, según él,
una norma independiente respecto de la sociedad, todo lo contrario, es un
elemento que depende de la estructura económica principalmente y de las
relaciones que de ella se deriven.
II.
En este sentido, pretendo mirar la evolución del
instituto de juicio por jurado en la Argentina, es decir relacionando una norma
implantada en nuestra Carta magna hace más de ciento cincuenta años, junto a un
proceso de acontecimientos históricos y sociales que van a influir en que no se
pudiera cumplir su implantación. No dejando con esto de lado la responsabilidad
de un legislador argentino que, lejos de representar los intereses del pueblo
argentino, ha hecho caso omiso a las
necesidades manifiestas de un pueblo clamando por “democracia”, entre otras
cosas.
III.
A mi entender, el juicio por jurado debe ser mirado desde
una más amplia concepción del proceso penal, que se ha dado en la práctica en una
versión contradictoria y pujante con las disposiciones de nuestra carta magna,
y en especial con los principios de publicidad y el del sistema de juicio por
jurado. Por ello voy a hacer una breve reseña al respecto, teniendo como base a
Alberto Maria Binder, quien describe el tema muy claramente en su libro
“Introducción al Derecho Procesal Penal”.
IV.
Finalmente voy a realizar un análisis de los tipos de
sistemas de juicio por jurado y sobre el funcionamiento del jurado, en relación
en especial al requisito de fundamentación de la sentencia, exigido por los
principios jurídicos establecidos en nuestra Constitución nacional (art.17) y
en Pactos internacionales.
4. Introducción al concepto.
I.
Leonardo J. Raznovich sostiene, en su “Proyecto de ley
sobre juicio por jurado”, que la participación de los legos en la administración
de justicia puede verse desde dos puntos de vista; 1) uno de ellos es el
derecho a que nuestros pares intervengan en los juicios que se entablen contra
uno, 2) el otro es el derecho a participar de la res pública. En el primer
sentido el juicio por jurado significa;
a) democratización
de la administración de justicia;
b) mayor
confianza de las personas en la justicia;
c) mayor
independencia de la administración de justicia frente al poder ejecutivo.
II.
El juicio por jurado ha sido definido como la
participación del pueblo en las decisiones judiciales, y en especial en las
resoluciones sobre causas criminales. Así M. Osorio lo ha definido como, "
el tribunal constituido por ciudadanos que pueden o no ser letrados y llamados
por la ley para juzgar, conforme a su conciencia, acerca de la culpabilidad o
de la inocencia del imputado, limitándose únicamente a la apreciación de los
hechos (mediante un veredicto), sin entrar a considerar aspectos jurídicos,
reservados al juez o jueces que, juntamente con los jurados, integran el
tribunal". (Manuel Osorio. El Diccionario de Ciencias Jurídicas, Políticas
y Sociales).[1]
5. Antecedentes en el derecho
comparado: Derecho comparado.
I.
Enrique Aníbal Maglione hace un análisis de los
antecedentes del juicio por jurado en el derecho comparado y en la Argentina. En
dicho trabajo Maglione cita a el autor italiano Luigi D´Orsi, quien sostiene
que el origen del Jurado no es conocido
de una manera precisa, pues hay opiniones que lo hacen derivar de las antiguas
leyes romanas, otras que lo atribuyen a los escandinavos y a los anglosajones.
II.
Dice Maglione, al respecto” En realidad este instituto
fue implementado en Inglaterra siendo el resultado de los usos y costumbres
incorporándose al “comonn law” siendo una parte esencial del mismo. Alcanza su
plena formación al principio del reinado de la Casa de Tudor, cuando la
influencia del Poder Real estuvo en su apogeo, así podemos distinguir cinco
especies de esta institución: 1) El Jury Ordinario; 2) el Jury Especial; 3) El
Gran Jury; 4) el Jury de Coroner y 5) el Jury de Expropiación”
III.
Como consecuencia de la fuerte política de
expansión de Inglaterra en los Siglos XVII y XVIII, esta influencia fue
expandida por todas las colonias inglesas, y principalmente en el continente americano.
IV.
En la actualidad este instituto de juicio con
jurados está vigente en los siguientes países: Estados Unidos, Inglaterra,
España, Francia, Alemania, Italia, Austria, Portugal, Bélgica, Suecia,
Dinamarca, Noruega, Suiza, Brasil, Bulgaria,
Rumania, Grecia, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Ceilán, México,
Honduras, Malta, Costa Rica, Puerto Rico, entre otros.
6. Antecedentes y evolución en
Argentina.
I.
Tiene basamento
en la influencia de las concepciones liberales del Río de La Plata del siglo
XIX, en base a una gran influencia del principio de soberanía popular, en el
cual el pueblo tomaba una intervención directa tanto en la elección de sus
gobernantes así como también en la administración de justicia. Esto se deriva
de los fundamentos esgrimidos en los proyectos previos que se elaboraron con
miras a la Asamblea de 1813, donde se propuso la implantación del instituto.
II.
Este proyecto va a ser luego sustentado en la
Constitución de 1819 y plasmado en su Art. 114, que dentro del mismo prescribía
la implantación en cuanto lo permitan
las “circunstancias”.
III.
Posteriormente el Art. 164 de la Constitución de 1826 reproduce
textualmente el Art. º114 de la anterior, sin que se registre debate alguno en
las respectivas actas de la Asamblea en relación al juicio por jurado.
IV.
En la Constitución de 1853 se estableció, que
corresponde al poder legislativo la implementación de la institución del jurado
(Art. 102º).Siendo la principal fuente ideológica de nuestra Constitución la
Constitución de Estados Unidos, no es extraño que también lo sea en cuanto al
instituto en análisis.
V.
Dicha carta magna, a diferencia de la Constitución Argentina, estableció una norma eminentemente
imperativa, prescribiendo “El juicio de
todos los crímenes, excepto en caso de acusación contra funcionarios públicos
se hará por jurado…”, disponiendo en otra parte de la Enmienda. “Nadie estará obligado a responder
por crimen capital, o de otro modo infamante, sino por denuncia y acusación
ante un gran jurado….”. Quedando claro el carácter imperativo de este
mandamiento, ya que de no cumplirlo se estaría violando una garantía
constitucional fundamental, como lo es “el debido proceso”.
VI.
La norma fue incorporada por las posteriores reformas
constitucionales, de 1860, 1866, 1898,1957 y 1994 respectivamente. La excepción
a la regla la constituyó la reforma de 1949, que no incluyó en su contenido la
institución de juicio por jurado.
VII.
Actualmente con la última reforma de 1994 se ha
mantenido inalterable el Art. 24 que expresa, “El Congreso promoverá la reforma
de la actual legislación en todas sus ramos, y el establecimiento del juicio
por jurado”.Asimismo el Art. 75 dispone entre las atribuciones del Congreso la
de establecer el juicio por jurado. Finalmente el Art. 118 prescribe; “Todos
los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del derecho de acusación
concedido a la Cámara de Diputados, se terminaran por jurados luego que se
establezca en la República dicha institución.”
VIII.
No obstante esto algunos autores, como el Dr.
Sagués, sostienen (Bidart- Campos, Aftalión, Lino Palacios
entre ellos) la derogación consuetudinaria de las normas que lo establece. Sostienen
estos autores que al no ser implantada la institución, durante todo este
tiempo, se ha producido una derogación por costumbre. Otros autores sostienen
que esto no es así, debido a que nunca el legislador podría derogar un mandato
constitucional impuesto por una convención constituyente.
IX.
Vemos, dentro del panorama histórico, que el sistema ha
sido incluido en casi todas las reformas constitucionales, ya que, salvo la
reforma de 1949, en las demás ha estado incluida den las disposiciones
constitucionales. Esto expresa una firme convicción del constituyente de su
implantación en el sistema de administración de justicia.
7. Proyectos presentados para su
implementación. Antecedentes
I.
Cabe tener presente, que con posterioridad a la sanción
de la Constitución Nacional de 1853/1860, fueron muchos los proyectos de ley
presentados al Congreso Nacional para instituir los juicios por jurados.
II.
Así podemos citar como los más relevantes, entre otros,
el de la ley 483 del año 1871, durante la presidencia de Sarmiento, en la que se resolvió que una comisión de dos
personas habría de proyectar la ley respectiva. Se designó a los Dres.
Florentino González (profesor de derecho constitucional de la Universidad de
Buenos Aires) y Victorino de la Plaza para realizar la tarea. En la discusión
de la ley n°483, Mitre, siendo Senador, sostuvo que “la institución del jurado
es un dogma para todo pueblo libre”, y el Senador Zavalía manifestó que “el
jurado es el complemento del sistema democrático; es la justicia administrada
al pueblo por el pueblo mismo”. No obstante el proyecto de González y de la Plaza,
presentado el 23 de abril de 1873, el Congreso no llegó a tratarlo.
III.
Otros proyectos para instituir el juicio por jurados,
fueron: los del procesalista Tomás Jofré (1919), del Dr. Enrique del Valle Ibarlucea
(1920), del Dr. Juan Amadeo Oyuela (1930), del diputado Vidal Baigorri (1934), del
Dr. Jorge Albarracín Godoy (1937), y luego, más cercanos en el tiempo, del Dr.
Jorge Vanossi (1986, para los delitos contra el honor), el Dr. Antonio M.
Hernández (1992), del Ministerio de Justicia de 1998, y del Senador Jorge Yoma
(2004), actualmente, éste último en la Comisión de Asuntos Constitucionales del
Senado de la Nación. Cabe asimismo, tener presente que también muchos
IV.
Finalmente mencionamos el proyecto presentado para la
implantación del instituto por la Presidenta Cristina Fernández en el año 2011,
que está siendo tratado en el Congreso de la Nación.
8. Juicio por
jurado en las provincias: Proyectos de ley
a) Antecedentes.
I.
Existen diversos intentos por parte de las provincias de
implantarlo, pero solo uno con éxito, que es el caso de la provincia de Córdoba.
II.
En la Provincia de Buenos Aires tenemos un antecedente
durante el gobierno de Gregorio de Las Heras, quien por decreto del año 1825,
dispuso que en caso de hurto que no exceda de seis cabezas de ganado de
cualquier especie, un Juez de Paz, asociado a dos vecinos designados por él
mismo, juzgue al acusado en forma sumaria y verbal. Este sistema duró de 1825 a
1866, cuando se sancionó el Código Rural.
III.
También en Chubut y la provincia de Neuquén hubo
intentos fallidos para su implementación.
b) Caso especial de Córdoba.
I.
Cabe hacer un tratamiento especial respecto de Córdoba,
ya que a partir de 1987 ha implantado el sistema de jurado para los juicios en
materia penal.
II.
En la provincia de Córdoba con la reforma de la
constitución del año 1987 se implantó el Art. 162, que dispone que la ley puede
determinar los casos en que los tribunales colegiados también se integrarán por
jurados, incorporados posteriormente de manera efectiva a la legislación
procesal con la reforma del Código Procesal Penal,
siendo en abril de 1998, la primera
experiencia.
III.
La reforma de la ley
9.182 marca un punto de inflexión en el sistema de jurado implementado en la
provincia de Córdoba. Esta ley sustituye el sistema escabinado por un sistema
anglosajón puro.
IV.
En la ley recientemente sancionada se estatuye
un sistema al estilo anglosajón y obligatorio para el juzgamiento de los
delitos, así el art. 2 dispone “…. las Cámaras con
competencia en lo Criminal deberán integrarse obligatoriamente con jurados
populares constituido mediante la designación
por sorteo de “…ocho (8) miembros titulares y cuatro (4) suplentes…”art. 4, los
que actuaran y funcionaran al momento de dictaminar de acuerdo a las reglas
establecidas por el Art. 44. “Los jurados y los dos jueces integrantes del
Tribunal, con excepción del Presidente, votarán sobre las cuestiones
comprendidas en los Incisos 2º) y 3º) del Artículo 41 y sobre la culpabilidad o
inocencia del acusado.
V.
Si mediara
discrepancia entre los dos jueces y los jurados, y éstos formaran mayoría, la
fundamentación lógica y legal de la decisión mayoritaria correrá por cuenta del
Presidente de la Cámara, excepto que uno de los jueces técnicos haya concurrido
a formar mayoría, en cuyo caso la fundamentación será elaborada por este.
VI.
Si la decisión
mayoritaria de los jurados no fuera unánime, los jurados que hayan emitido su
voto en sentido contrario a la mayoría, podrán adherir al voto de alguno de los
jueces que concurrieron a formar la minoría. En igual sentido, el Presidente de
la Cámara deberá motivar la decisión minoritaria de los jurados cuando ninguno
de los dos jueces hubiera votado en el mismo sentido que aquellos.[3]
I.
Actualmente se ha manifestado un panorama
movilización hacia la implantación del sistema de juicio por jurado. En este
sentido es importante mencionar una gran cantidad de debates, conferencias,
simulacros realizados y proyectos presentados en los últimos años.
II.
[5]Dentro de los últimos
intentos realizados por las provincias en este sentido cabe mencionar los
siguientes:
-
Proyecto de Ley sobre Juicio por Jurados en la Provincia de Buenos Aires.
Adopta un modelo de enjuiciamiento con jurado clásico para delitos
graves. Presentado por el Poder Ejecutivo provincial el
31/05/12. El 13/12/12, luego de un pormenorizado tratamiento en las
Comisiones el proyecto obtuvo media sanción en Cámara de Diputados y fue
remitido para su tratamiento a la Cámara de Senadores.
- Proyecto:
Instauración del juicio por jurados en la Provincia de Buenos Aires Adopta
un modelo de enjuiciamiento con jurado clásico para delitos
graves. Presentado por el diputado Raúl Pérez. Movimientos
parlamentarios: D-1365/11-12-0.
- Proyecto:
Nuevo Código Procesal Penal para la Provincia de Neuquén. Adopta un
modelo de enjuiciamiento con jurado clásico para delitos graves. Aprobado el
24/11/11.
-Proyecto
de Régimen e implementación del juicio por jurado a nivel nacional (Manuel
Garrido y Margarita Stolbizer). Presentado en la Honorable Cámara de Diputados
de la Nación el 04/09/12. Contempla un modelo de enjuiciamiento con jurado
clásico para delitos graves y delitos cometidos por funcionarios públicos
contra.
- Proyecto:
Establecimiento del juicio por jurados en la Nación
Argentina (Nicolás Fernandez). Presentado en la Honorable Cámara de
Senadores de la Nación.
- Proyecto:
Establecimiento del juicio por jurados en la Nación Argentina (Héctor
Recalde). Presentado en la Honorable Cámara de Diputados de la Nación.
-
Anteproyecto: Reforma del Código Procesal Penal de la Provincia de Río
Negro. Contempla un modelo de enjuiciamiento con jurado tipo clásico.
- Proyecto:
Ley de juicio por jurados y con vocales legos de la Provincia del Chubut.
Contempla un modelo de enjuiciamiento con jurado clásico para delitos graves.
- Proyecto:
Nuevo Código Procesal Penal para la Provincia de Corrientes. Sienta las
bases para el establecimiento del juicio por jurados, pero las particularidades
sobre su reglamentación han sido derivadas a la sanción de una ley especial.
- Proyecto de Ley: Juicio por
Jurados. Provincia de Santa Fé. Presentado en la Cámara de Diputados de la
Provincia de Santa Fé en el año 2009. Contempla el establecimiento del juicio
por jurados, modelo escabinado (cuatro jurados legos).
Capitulo
Segundo: EVOLUCIÓN INSTITUCIONAL
[6]1. Primeros
años desde la Constitución de 1853:
I.
Para poder entender un acontecimiento, tal como la evolución del juicio por jurado en la
Argentina, creo, debe estudiarse el ámbito social en el que se desarrolla este.
Así, podríamos decir que la omisión legislativa debe ser vista,
fundamentalmente a partir de la primer constitución de 1853 hasta principios
del siglo XX, en relación directa a nuestro proceso histórico de la formación
del Estado argentino.
II.
Cabe aclarar, para comenzar este recorrido histórico,
que si bien desde 1810 Argentina se declaró independiente del reinado de
España, no fue hasta la “batalla de caseros” (el 3 de Febrero de 1852) cuando
pudimos comenzar un proceso de formación estatal sólido. Batalla ésta, en la
que saldría como vencedor al General Justo José Urquiza, frente al ejército de
Juan Manuel de Rosas.
III.
La Constitución nacional sancionada en 1853 por el
Congreso constituyente convocado en 1852, no da por finalizado los conflictos
dentro de la Confederación.
IV.
Promulgada la Constitución nacional, las clases
porteñas se dividieron dos bandos bien diferenciados. Por un lado, los “autonomistas”
encabezados por Alsina, que rechazaban cualquier acuerdo con las provincias y,
por otro lado, la dirigencia más conciliadora encabezada por
Bartolomé Mitre que pretendía la unificación mediante la subordinación de todas
las provincias al gobierno porteño.
V.
El conflicto entre Bs As y la Confederación continuó,
hasta culminar en dos batallas trascendentales. Por un lado, “La batalla de Cepeda” (23 de Octubre de
1859), donde las tropas al mando del General Mitre saldrían derrotadas por el
ejército de la Confederación. Como resultado de esta batalla se llega al “Pacto
de San José de Flores”, por medio del cual la Confederación aceptaba la incorporación
de Bs. As. y ésta debía aceptar las reformas que Bs. As. realizara a la
Constitución nacional.
VI.
El acuerdo logrado en San José de Flores se desmoronó
tras un breve conflicto en la Provincia de San Juan. Nuevamente las fuerzas
porteñas y las del interior se enfrentaron, esta vez en Pavón el 17 de
Septiembre de 1861, en un combate en el que Urquiza retirarías las tropas,
dejando como vencedor al General Mitre. En Mayo de 1862 se reunió nuevamente a
una convención constituyente, que legitimó la situación de Mitre y, culminó con
la reforma de 1860. Por medio de esta, Bs. As. se incorporaría definitivamente
a las “Provincias Unidad del Rio de la Plata”.
VII.
En la presidencia de Bartolomé Mitre se producen
acontecimientos de trascendental importancia, tales como la redacción de los
Códigos de Comercio, y del Código Civil, y la organización de la Corte Suprema
y de los tribunales inferiores.
VIII.
En 1865 Argentina entra en guerra con Paraguay. La
guerra duraría cinco años, costaría 500.000.000 de pesos y traería como
consecuencia 50 mil muertos. La guerra culminaría con el “Tratado de la Triple
Alianza”, firmado el 1 de Mayo de 1865.
IX.
El Gobierno de Avellaneda impulsó una campaña para
extender la línea de frontera hacia del sur de la Provincia de Bs. As. Dentro
de este plan se destacaría Julio A. Roca, quién llevaría a cabo el
aniquilamiento de varias comunidades indígenas durante este plan.
X.
En 1884, durante la presidencia de Julio A. Roca, se creó el Registro Civil y, por otro lado,
se sanciona la ley 1420 que establece la educación gratuita, laica y
obligatoria. Estas dos funciones que estaban reservadas a la iglesia católica.
I.
La Constitución de 1853 decía en su artículo 25:
"El Gobierno Federal fomentará la inmigración europea; y no podrá
restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio
argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar
las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes".
II.
La oleada inmigratoria tuvo su auge en las décadas del
1860, 1870 y 1880, en concordancia de los presidentes Mitre, Sarmiento y
Avellaneda
III.
En la República
comenzó a atraer inmigrantes a los que se les ofrecían facilidades para su
incorporación al país, pero sin garantizarles la posesión de las tierras; así
lo estableció la ley de colonización de 1876, que reflejaba la situación del
Estado frente a la tierra pública.[8]
IV.
En 1880 se acentuó el carácter de aluvión del
"poblamiento" del país. Las magníficas posibilidades de la República
Argentina, las guerras y dificultades europeas atrajeron una fuerte corriente
inmigratoria. Este "poblamiento" no fue seguido de una asimilación
inmediata.
V.
El saldo inmigratorio fue de 76.000 inmigrantes en la
década del 60 al 70 y de 85.000 en la década del 70 al 80. Sin embargo la
distribución tuvo una tendencia definida y la corriente inmigratoria se fijó
preferentemente en la zona del litoral y en las grandes ciudades. Solo pequeños
grupos se trasladaron al centro y al oeste del país.
VI.
Así comenzó a acentuarse intensamente la diferenciación
entre el interior del país y la zona del litoral, antes contrapuestas por sus
recursos económicos y ahora por diferencias demográficas y sociales. Para tener
una idea aproximada de lo que se entiende por este "enorme flujo de
inmigrantes", tenemos que entre 1886 y 1870 el país recibió 160.000
inmigrantes mientras que entre 1881 y 1890 la cantidad de inmigrantes fue de 841.000.
Esta inmigración fue predominantemente de origen latino: español e italiano.
VII.
La construcción del ferrocarril creó una importante
fuente de trabajo para los inmigrantes y desencadenó un cambio radical en la
economía del país. Buenos Aires fue la principal beneficiaria del nuevo
desarrollo económico.
I.
En 1878 se crea el primer partido, denominado el
“partido Autonomista Nacional” (PAN). Este partido hegemonizó la vida política
por más de treinta años.
II.
Dice sobre este tema F. Piña en su obra “Historia
Argentina 1810-2000”; “La primera oposición a este régimen fue la creación de
la Unión cívica, un grupo político muy heterogéneo que nucleó a diversos
sectores disconformes con un régimen al que consideraban corrupto e
irresponsable. Quedó constituido en 1890, y sus máximos referentes van a ser
Leandro N. Alem y Bartolomé Mitre”.
III.
De este partido surgiría un movimiento paramilitar que
se enfrentó a Juárez Celman, movimiento que sería derrotado, pero que lograría
la renuncia de Juárez Celman a la presidencia.
IV.
En 1891 surge, dentro de la Unión Cívica, la Unión
Cívica Radical. Partido que fuera creado por Leandro N. Alem, cabeza de una
fracción disidente de U.C, tras el acuerdo de Roca con Mitre.
V.
Finalmente en 1896 se crea el partido Socialista, y en
1914 el partido Demócrata Progresista. El primero representó a las clases
obreras urbanas y se hiso fuerte en la Capital. En 1904 este partido impuso su
primer diputado en el Congreso Nacional (Alfredo Palacios).
I.
Una primera reforma electoral fue asumida por Joaquín
V. González, Ministro del Interior del Presidente Roca, quien propuso y obtuvo
la sanción en diciembre de 1902 de la ley de elección uninominal, por la cual
se puso fin al sistema de elección por simple mayoría (o de lista completa) en
un determinado distrito electoral. El nuevo sistema permitía que las minorías estuvieran
representadas.
A pesar de los
avances, la posibilidad de los partidos no conservadores de alcanzar presencia
en las representaciones municipales y en las legislaturas provinciales era
escasa. Para votar, el elector debía acudir a comisiones empadronadoras que
determinaban si lo incorporaban al padrón electoral o no. Estaba claro que los
padrones incluían a personas que no reunían las condiciones legales, y omitían
a muchos que contaban con ellas. Luego de este primer filtro, los conservadores
para el día del sufragio, contaban con innumerables recursos, entre los que
puede recordarse la compra de votos, la amenaza, o, más sencillamente, el
fraude electoral.
A partir de
1910, el nuevo presidente Roque Sáenz Peña, presentó en 1910 dos proyectos de
ley que consistían en la elaboración de un padrón electoral. Convertidos estos
dos proyectos en leyes, el primer magistrado elevó en agosto de 1911 el
proyecto de ley de reforma electoral,” para garantizar el sufragio y crear el
sufragante”.
II.
Finalmente el 13 de Febrero de 1912, fue sancionada la
ley 8871, denominada, a partir de ese momento “Ley Sáenz Peña”. Estableció el
voto secreto y obligatorio a través de la confección de un padrón electoral,
pero seguía siendo exclusivo para nativos argentinos y naturalizados masculinos
y mayores de 18 años
a. Por
la ley Sáenz Peña se considera electores a todos los ciudadanos, natos y
natural, que consten en el padrón electoral, desde los 18 años de edad hasta
los 70. A partir de esa edad el voto es opcional. Se consideran afectados de
incapacidad y privados de ejercer el derecho de sufragio, los dementes
declarados en juicio y los sordomudos que no puedan expresarse por escrito. Por
su estado y condición se hallan imposibilitados de votar, los religiosos, los
soldados y los detenidos por Juez competente. Por causas de indignidad, no
pueden sufragar los reincidentes condenados por delitos contra la propiedad,
durante cinco años después de cumplida la condena, los penados por falso
testimonio y por delitos electorales, por el lapso de cinco años.
b. Las
juntas escrutadoras de votos son las encargadas del recuento de las votaciones,
reuniéndose en la Cámara de Diputados de la Nación o en la Legislatura, constituyéndose
dichas juntas en cada capital de provincia, integrada por el Presidente de la
Cámara Federal de Apelaciones, el Juez Federal y el Presidente del Superior
Tribunal de Justicia de la Provincia. En la capital de la república la
integrará el Presidente de la Cámara Civil.
c. La
primera aplicación de la ley Sáenz Peña sucedió en abril de 1912 en Santa Fe y
Buenos Aires, y permitió que accediera al poder en 1916 el candidato por la
Unión Cívica Radical, Hipólito Yrigoyen.
5. Juicio por jurado y la democracia:
I.
Alexis de Tocqueville decía que “la fuerza nunca es más
que un elemento pasajero de éxito; tras ella viene, inmediatamente la idea del
derecho. Un gobierno reducido a no poder alcanzar a sus enemigos más que en el
campo de la batalla sería destruido pronto. La verdadera sanción de las leyes
políticas se encuentra, pues en las leyes penales, y si la sanción falta, la
ley pierde, tarde o temprano su fuerza. El hombre que puede juzgar al criminal
es, pues, el dueño de la sociedad. Y la institución del jurado coloca al pueblo
mismo, o por lo menos a una clase de ciudadanos, en el sitial del Juez. La
institución del jurado pone, pues, realmente la dirección de la sociedad en
manos del pueblo o de esa clase”.
El juicio por
jurado Sería así uno de los pilares fundamentales sobre los que se basaría un “Estado
democrático”. Siendo los demás la participación del pueblo en la elección del
gobernantes, temporalidad de los cargos públicos, publicidad de los actos de
gobierno, entre otros.
En sus inicios
el jurado aparece como un medio para limitar la autoridad de quienes gobiernan,
excediéndose en su poder. En sustancia, el jurado es la intervención popular en
la administración de justicia para frenar el absolutismo en los juicios penales
de los poderes del Estado, y en particular del poder de una clase sobre otra.
Montesquieu decía que: “El poder de juzgar... debe
ejercerse por personas salidas del pueblo en la forma que establezca la ley
para formar un tribunal transitorio. Este es el único medio como el terrible
poder de juzgar no se vincule a ningún Estado, a ninguna profesión y se haga
invisible y nulo.”
Carrara, por
su parte, dice que “el jurado representa la vanguardia de la libertad, rige en
los pueblos evolucionados... los pueblos somnolientos se unieron a los déspotas
para proscribir los tribunales populares.”
II.
No es de extrañar entonces, que en periodos de factos
se anulen los jurados en el sistema judicial.
[11]En
Alemania en el período nazi, mediante la Ordenanza para la Defensa del Reich de
1939 se suprimió. Al término de la guerra, las leyes de Unificación de 1950
restituyeron el anterior sistema. Los fascistas lo suprimieron en Italia,
cambiándolo posteriormente por un sistema escabinado. Franco también lo
suspendió en España y en nuestro país fue borrado de la Constitución Nacional en la reforma de
1949, durante el gobierno de Perón, quizá por la influencia de estos
movimientos totalitarios que buscaban el logro de un orden social.
III.
En Argentina se realizaron seis golpes de Estado
durante el siglo XX, en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Los cuatro
primeros establecieron dictaduras provisionales en tanto que los dos últimos
establecieron dictaduras de tipo permanente según el modelo de Estado
burocrático-autoritario. El último impuso un Terrorismo de Estado, en el que se
violaron masivamente los derechos humanos y se produjeron decenas de miles de
desaparecidos.
En los 53 años
que transcurrieron desde el primer golpe de Estado en 1930, hasta que cayó la
última dictadura cívico-militar en 1983, los militares gobernaron 25 años,
imponiendo 14 dictadores con el título de “presidente”. En ese período todas
las experiencias de gobierno elegidas democráticamente (radicales, peronistas y
radical-desarrollistas) fueron interrumpidas mediante golpes de Estado.
Así podría
trazarse una vinculación entre nuestro interrumpido régimen
político-democrático y la no implementación del juicio por jurado. Mal podría
pensarse en el establecimiento del jurado cuando se está ante semejante
inestabilidad institucional.
En este
sentido es que Alberto Maria Binder en su obra “Introducción al Derecho
Procesal” dice, “Debe tenerse en cuenta, pues, que si bien nuestra Constitución
admitió el sistema republicano...la relativa estabilidad institucional lograda
luego de la pacificación nacional se basó en un modelo de república
aristocrática y oligárquica, donde el pueblo común nada tenía que decir
respecto de la función del gobierno, que siempre quedo reservada a supuestas
clases dirigentes, que se presentaban a sí mismas como las únicas preparadas
para gobernar”.
[12]Concluye
Binder que “Por un lado, que mientras las estructuras políticas eran
esencialmente aristocráticas y oligárquicas las clases privilegiadas no tenían
ningún interés en instaurar el jurado porque ya participaban del poder y, en
gran medida, del poder judicial. Por otra parte, significa que si el jurado no
tuvo recepción en nuestra sociedad a lo largo de casi ciento cincuenta años fue
porque no tuvimos democracia. Durante años y años hemos escuchado que esta institución
no era aplicable, porque nuestro pueblo carecía de una conciencia cívica y de
cultura necesarias para ello. Esta falacia escondía, en realidad una verdad de
muy diferente signo: fueron nuestras clases políticas las que carecieron de
cultura democrática suficiente para comprender el sentido de la participación
ciudadana en la administración de justicia penal”.
I.
El proceso penal ha sido definido de varias maneras y
formas, todas más o menos relacionadas a un conjunto homogéneo del actos con un
mismo fin, que es el de aplicar una especial sanción a una persona determinada,
o bien, eximirla de tal coerción. Una facultar soberana de impartir coacción a
personas que infrinjan ciertos valores que se consideran de trascendental
importancia para una sociedad. También
se ha sostenido que el proceso penal es una relación jurídica, es decir,
relaciones entre personas que producen efectos jurídicos.
II.
No entrando en la discusión sobre cual concepto es más
o menos abarcador, hay una indiscutible realidad de que, como todo concepto, no
puede ser absoluto e indiscutiblemente válido.
Tradicionalmente
han existido en el seno del derecho procesal penal, dos tendencias contrapuesta
una de la otra. No obstante, estos conceptos, que sirven para entender y
transmitir un determinado conocimiento, no se adecua a la realidad de los
procesos, donde convergen una síntesis de una y otra tendencia.
En el devenir
de la historia estás tendencias han conformado todos los sistemas procesales
penales, con más o menos prevalencia de uno sobre el otro, dependiendo en
definitiva de la finalidad que prevaleciera en la clase dirigente (Estado).
La primera,
pretende establecer un conjunto de garantías o valla a la coerción estatal. Nace
así como un límite a la arbitrariedad del Estado, en protección de los derechos
inherentes del hombre.
La segunda, se
inclina a lograr una aplicación efectiva de la coerción penal. Su objetivo es
lograr la mayor eficiencia posible en la aplicación de la fuerza estatal.
III.
No obstante estas tendencia, es importante remarcar que
cada una de ella no supone un modelo diferente y puro, sino que las dos
convergen en los diferentes ordenamientos procesales criminales existentes. En
este sentido dice Alberto Binder que, “Si realizamos un corte sincrónico (en un
instante fijo) sobre una determinada sociedad seguramente podemos observar que
la puja entre “eficiencia y garantía” se ha resuelto de diversos modos.
Encontraremos grupos de casos en que las garantías han prevalecido o han
funcionado del modo previsto; en otros casos o grupos de casos, observamos que
la eficiencia ha menguado por sí mismas y otros en que fue lograda a costa de
las garantías”. Preguntándose Binder, “¿Cuál de todas esas situaciones representa
el proceso penal?, responde a esto posiblemente debamos admitir que todas
tienen vigencia social y por lo tanto son el proceso penal”.
[14]2. Descentralización
del ejercicio de la coerción penal.
I.
En este sentido, Alberto Binder dice que hay un mecanismo
que no suele ser incluido dentro de las denominadas “garantías procesales o
penales”, pero que también cumple con la función de proteger a los individuos y
grupos sociales del uso despótico del poder. Este mecanismo es la
“descentralización del ejercicio de la coerción penal”, es decir, una
distribución del poder penal que busca evitar la concentración de tal poder en
una sola mano o en uno solo de los sujetos constitucionales.
II.
En la distribución del poder que realiza nuestra
constitución, existen cuatro sujetos primarios o básicos. Ellos son el pueblo,
los municipios, las provincias y el estado nacional.
a.
Así, el Estado nacional tiene el poder de establecer un
Código penal que rija en todo el territorio nacional y para juzgar esos delitos
en ciertos casos o materias (Art.75 inc.129). Los estados provinciales tienen a
su cargo la organización de la justicia penal en su territorio, y esa
organización provincial tiene a su cargo la facultad de juzgar los delitos que
no sean de competencia federal. Por otro lado, le corresponde a los estados
provinciales legislar las contravenciones y en muchos casos, según la
legislación de cada provincia, les corresponde a los jueces de faltas juzgar
sobre esas contravenciones.
b.
Además a los municipios suelen legislar sobre otras
faltas que también implican una especie de coerción penal, tales como las que
regulan las infracciones a las leyes de tránsito o las referentes a las
situaciones de vecindad.
III.
Por último, en todo el territorio de la Nación, ya
se trate de delitos de competencia federal o provincial, todos los juicios
criminales deben ser juzgados por jurados, en virtud de la manda constitucional
del Art. 118.
[15]3. Características básicas del proceso
penal en nuestra Constitución.
I.
A.M. Binder dice,” La constitución nacional diseñó
el proceso penal desde tres principios esenciales: el principio de oralidad, el
principio de publicidad y finalmente, el establecimiento en todos los juicios
criminales del sistema de juicio por jurados”. Esto se deriva de un análisis simple
de nuestra Constitución y de sus disposiciones, en especial del de los arts.
24, 75 inc.12, y 118. Además, cuando diseña el juicio político, que en esencia
sigue los lineamientos de un juicio penal, lo hace teniendo como base la
oralidad y la publicidad.
II.
Por otra parte, la publicidad es una exigencia de
todos los sistemas republicanos manifestado en la máxima general de publicidad
de los actos de gobierno. Siendo la “Justicia” uno de los poderes en que se
manifiesta la soberanía estatal, mal podría quedar excluida de esta regla.
En otro sentido, la
publicidad está destinada a cumplir uno de los fines principales de la justicia
penal, es decir, la transmisión a la sociedad acerca de ciertos valores
imperantes, en que se fundamenta la convivencia pacífica de una determinada
comunidad. Esta finalidad es la prevención del delito a través de la pena y su
difusión, para lo cual la publicidad jugaría, de más está decirlo, un rol
esencial para la transmisión hacia toda la sociedad de la pena por la violación
de tales valores.
El principio de publicidad
se relaciona con otro tema fundamental, y en el que está directamente vinculado
al sistema de juicio por jurado: el control popular de la administración de
justicia. Tanto uno como otro, son manifestaciones esenciales para la
consagración de un régimen democrático, y medios para posibilitar el control de
las decisiones judiciales por parte del pueblo.
En este sentido, la
publicidad exigiría el libre acceso a todos los juicios criminales por parte de
todos los ciudadanos, salvo, claro está, las limitaciones que establezca
expresamente la ley a tal derecho por circunstancias fundadas.
III.
Es importante remarcar la discordancia entre este
principio de publicidad y la realidad de la justicia argentina. En la realidad se
ve, señala dicho autor, que “el principio parece ser el inverso, es decir, el
de secreto del expediente judicial”. Explica Binder, que en realidad se trata de
un proceso donde solamente pueden intervenir los directamente afectados, y en
donde los demás solo conocen de la causa y sus novedades por medio de los mal
llamados “medios de comunicación”, que terminan por cumplir la tarea de medios
de distorsión de la información sobre las causas penales, adecuando la
información a los devenires de un mercado mediático cada vez más competitivo,
donde lo único que importa es vender datos sin ser constatados previamente.
[16]4. Escuela
positiva: otro obstáculo hacia la democracia judicial.
I.
Señala Alberto M. Binder que “el positivismo en el
derecho penal, asumió dos formas clara; por un lado, nutrió a la naciente
criminología argentina orientándola hacia un modelo biologicísta y clínico
italiano (Lombroso, Ferri, Garófalo). Según esta concepción la lucha social
contra la delincuencia era un problema científico, la determinación científica
de aquellas personalidades peligrosas, y en consecuencia productoras de
crímenes. Los jueces eran entendidos como científicos sociales, solo debían
detecta esas personalidades anormales y aplicarles las medidas curativas
necesarias. Evidentemente dentro de esta concepción de enorme vigencia dentro
del sistema penal, hasta aproximadamente la década del cincuenta y que continuó
influyendo en nuestra criminología hasta nuestro días, los jurados populares no
tenían ninguna cabida. Carecían de capacidad técnica y científica para detectar
a las personas peligrosas, mucha más aún si pertenecían a los sectores más
humildes de la sociedad, de donde provenían casualmente esos seres peligrosos.
El positivismo criminológico alimento una de las variantes más virulentas de la
crítica hacia todas las instituciones de participación popular en la justicia”.
Es innegable la influencia de estas ideas dentro del
legislador argentino, quienes son o han sido, en su mayoría profesionales del
derecho, por lo menos durante gran parte
del proceso histórico de nuestras instituciones.
II.
Por otro lado, según señala Binder, el positivismo tuvo
otra variante, que también influyo en la crítica a los sistemas de jurado, manifestada
en el surgimiento dentro de la dogmática jurídica, de la idea de que lo único
que brindaba seguridad en la aplicación del derecho era la elaboración de
sistemas racionales, de tal modo que su aplicación al caso concreto sólo fuera
una derivación, resultado del razonamiento de principios generales y de un
conjunto de normas cerrado y estanco. La labor del Juez se convertía en un
proceso mecánico-racional de subsunción, y los jueces serían, pues, meros
robots que debían realizar esta labor sin salirse de esta lógica autómata.
En este último
sentido, la labor del jurado popular no tenía cabida alguna, principal -mente
porque sería incapaz que llevar a cabo esta tarea tan compleja, la cual solo
estarían capacitados para realizar profesionales debidamente adoctrinados en
este sistema.
III.
[17]A
partir de esta premisa, nace la discusión entre jueces técnicos y jueces
populares. Sostiene Binder que la crítica de esta concepción es mucho más seria
que la originada en la criminología biologicísta, y dice al respecto.” La
capacidad técnica (jurídica) aparece como un escudo que protege al juez frente
a la posible intervención de los sentimientos (como si juzgar a una persona y
decidir sobre su libertad fuera una operación meramente lógica) o frente a la
arbitrariedad (como si el conocimiento científico fuera lo mismo que la
honestidad). El Juez técnico aparece como un ser puramente racional, ajeno a
los sentimientos, ajenos a las consideraciones sociales”.
Capítulo
Cuarto: JURADOS Y VEREDICTO
1. Tipos de Jurado. Composición.
I.
[18]Alberto
M. Binder, hace una distinción entre las diferentes clases de jurados.
1)Clásico:
Según este modelo, un grupo más o
menos numeroso de ciudadanos, legos todos ellos, que deliberan entre sí, según
las indicaciones que les dirige el juez profesional, determinan si la persona
es culpable o inocente (veredicto de
culpabilidad) y luego, sobre la base intangible
de ese veredicto,
el juez profesional
determina las consecuencias legales de la acción culpable
o inocente. Este es un modelo de decisión conjunta, fraccionada en dos momentos, que no necesariamente coinciden con una división
entre los hechos y “el derecho”, sino
que se refiere con mayor precisión, a la determinación del antecedente
de la pena (que implica la construcción del supuesto fáctico del juicio) y las
consecuencias que surgen de ese antecedente
El modelo anglosajón lo
encontramos en países como Inglaterra, Escocia, Gales, Estados Unidos, Canadá
Noruega, Australia o España.
2) Escabinado:
El segundo modelo tradicional se conforma de un grupo
de jueces, integrados por jueces
profesionales y “jueces legos”-o
ciudadanos- (“colegio sentenciador”), que delibera en conjunto y llega a la solución
total del caso. El número de jueces de un tipo y otro varía, y existen modelos con
preeminencia de los jueces técnicos y otros con preeminencia de los
jueces legos, siempre dentro de un número total de jueces también variables. Este modelo de
decisión conjunta privilegia el hecho de la
deliberación, a través de la cual se produce un proceso dialéctico, que asegura
que la decisión final será el conjunto de diversas valoraciones sociales y consideraciones técnicas.
El jurado escabinado es el
sistema adoptado en Francia, Italia, Alemania, Suiza o Portugal.
3) Modelo mixto
Toma cosas de
los dos sistemas de jurados tradicionales (es decir del modelo anglosajón y del
modelo escabinado). Este modelo es aplicado en países de Europa como Austria y
Bélgica y consiste en que los jurados deliberan solos, sin los jueces. Si el
veredicto es de absolución, se decreta ésta y en su caso se libera al reo; en
tanto que si es de condena, los jurados se tienen que reunir con los jueces
para decidir la extensión de las penas.
Las diferencias
en las formas que pueden existir son por ejemplo en cuestiones tales como el
número de su composición, en los requisitos de admisibilidad, la edad o la
registración de antecedentes, etc.
II.
La doctrina argentina se encuentra dividida sobre cual
modelo es más conveniente, o mejor adaptable a nuestro sistema constitucional.
Así algunos sostienes que nuestra constitución nacional quiso implantar un
modelo clásico, mirando a la carta constitucional de Estados Unidos. Por esto
último, sostienen estos autores que debería implantarse el sistema inglés
clásico, con un jurado compuesto por ciudadanos legos todos.
Por otro lado,
hay quienes piensan que más allá de lo que haya querido el constituyente habría
que tener en cuenta las circunstancias sociales del País, y buscar el modelo
más adaptado a ella. Estos terminan optando por un modelo tipo escabinado,
conformado por jueces legos y jueces profesionales. Sostienen que optar por un modelo clásico importaría un
cambio demasiado brusco en nuestro sistema judicial, que traería muchos
inconvenientes. En cambio un modelo escabinado sería más adaptable a nuestro
sistema actual, ya que está compuesto por legos junto a profesionales del
derecho.
2. Veredicto y la
fundamentación de las sentencias.
I.
Una vez realizada la votación y llegado
a un resultado en el que se resolvió la culpabilidad
o la no culpabilidad del imputado,
el presidente del jurado será el encargado de leer el
resultado del veredicto al que se arribó.
La decisión a la que haya llegado el jurado
será lo que habilitará o no al Juez a hacer uso de la aplicación de la pena. Recordemos
que en caso
de que se declare la culpabilidad del imputado, el juez decidirá la pena a aplicar y el defensor
podrá apelar la decisión del jurado, cumpliéndose la garantía
constitucional de la doble instancia que establece el debido proceso.
Pero en caso de declararse la inocencia del
imputado, el juez no podrá aplicar sanción alguna y deberá poner en libertad a
quien estaba procesado hasta ese momento. Hay que aclarar que en este caso, el
fiscal como representante del estado no podría recurrir la sentencia del jurado
popular, porque sería poco razonable ya que quienes deliberaron y decidieron
sobre la cuestión del caso llevado a los estrados fueron los mismos vecinos o
conciudadanos (los mismos que simbolizan esa representación amplia y variada),
propio de cualquier representación directa de un pueblo con participación en
las decisiones de un estado democrático.
II.
En los
últimos tiempos, los detractores de este sistema de enjuiciamiento han vuelto a
la carga sosteniendo que las sentencias que dicta un jurado al ser inmotivadas
afectan garantías constitucionales.
III.
Carl
Mittermaier, destacado jurista alemán, quien realizara un estudio de los
sistemas judiciales de Inglaterra y Escocia en el Siglo XIX, se propuso
responder a dos interrogantes cruciales: ¿por qué los pueblos en donde reina el
jurado tienen una atracción natural por sus veredictos y se ganan la confianza
tanto del acusado como de la sociedad? ¿Por qué esos mismos pueblos desconfían
de los fallos de los jueces gubernativos?
Sintéticamente concluyó que:
1. Los jurados salen del seno del pueblo.
Los jueces, en cambio, son asalariados del gobierno (garantía de independencia
judicial).
2. Los jurados deciden sin compromisos, ya
que son jueces accidentales. Los jueces profesionales, por ser permanentes,
fallan a menudo pensando en sus ascensos y en lo que dirán sus superiores o en
otros intereses (garantía de la organización judicial y de independencia frente
al caso).
3. Las partes pueden recusar ampliamente y
sin causa a los jurados, más nunca a los jueces (garantía de imparcialidad).
4. Los jurados son doce; los jueces son tres
o uno solo (garantía de máxima desconcentración del poder punitivo).
5. Los doce jurados deben alcanzar un
veredicto unánime. Bastan en cambio dos votos de los jueces para encerrar de
por vida a una persona (garantía de la deliberación).
6. Los jurados juzgan sólo el hecho y la
culpabilidad. Los jueces concentran toda la decisión (hechos, culpabilidad,
derecho y pena).
7. El veredicto absolutorio del jurado es
irrecurrible. La absolución del juez profesional, en cambio, es impugnable sin
límite por el acusador (recurso como garantía y ne bis in idem).
Capítulo Quinto: CONCLUCIONES
1. En relación al primer punto, debemos decir que varias han sido
las posturas argumentando a favor y en contra de la implantación del sistema
juicio por jurados. Los opositores de este instituto han mencionado, como una
de las causas principales del fracaso de
la norma, la falta de preparación cultural de nuestra sociedad. Argumento que carece de validez y padece de
un tinte clasista, que parte de la idea que considera a aquellos que no pueden
acceder a una educación, media o universitaria, como menos capacitados para
impartir justicia, o bien, de considerar el ciudadano europeo o norteamericano
con una capacidad (innata) superior y más acercada a la idea de justicia. Como
si la justicia estuviera impresa en un título académico o en un gen determinado
que revela por un efecto milagroso lo que es justo o injusto para un caso
determinado.
En el mismo sentido, cabe decir
que institución del juicio por jurado ha sido implantada en diferentes
comunidades con muy diversas culturas, valores, religión, etc. (España,
Inglaterra, Alemania, Francia entre otros).
No obstante ello, si es necesario
remarcar que trascurrida la primera etapa de formación de un país caracterizado
por la diversidad de razas y culturas, integrado por una gran cantidad de
inmigrantes provenientes de diferentes comunidades del mundo. Lo que podría
influir a la hora de compartir una base de valores sólidos, un lenguaje, etc. En
este sentido debe mencionarse que no es sino hasta 1884 cuando se sanciona una
ley de política educativa fuerte, como la ley 1420. Implantando la educación
primaria, obligatoria y laica.
Actualmente resulta irrazonable pensar en una Argentina carente
de una cultura propia, entendiéndose ello como un conjunto de valores
compartidos por una determinada comunidad, después más de dos siglos de nuestra
independencia política y de varias generaciones conviviendo en un mismo país.
2. En los primeros cincuenta años de nuestra nación la no implantación
de este instituto, está más relacionado con un lento proceso de formación
institucional, en el que se presentaba una sociedad con muy diversas culturas (profundizado
por el impacto inmigratorio suscitado a fines del Siglo XIX), y fraccionada por
una constante guerra civil interna. Así los conflictos bélicos entre Bs. y la
Confederación no terminarían con la sanción de la Constitución del 1853, sino
hasta 1860 (después de las batallas de Cepeda y Pavón) con la reforma
constitucional donde se incorporaría Bs. As. en forma definitiva, para buscar un
mismo fin, la “unión nacional.
En los conflictos internos no solo se
suscitaron entre federales y unitarios, sino que participarían también otros
sujetos, los caudillos, protagonistas, representantes de los intereses de las
provincias contra el gobierno central, un conflicto que se prolongarán hasta
fines de la década del 60.
3. Por otro lado, nuestro crecimiento democrático fue progresivo.
Siendo hechos trascendentes: la creación de los partidos políticos a fines del
siglo XIX y mitad del XX; en 1912 se sanciona la ley Sáez Peña implantando el
voto secreto y universal, siendo una de las críticas a este sistema la no
inclusión de la mujer en el sufragio. Omisión que recién será suplida en 1951 por
ley 13.010 durante el gobierno de Perón.
Un punto de suspenso en nuestra
historia institucional la constituyeron los golpes de estado, que se
sucedieron partir de 1930. Seis golpes
en total que suspendieron y retardaron el proceso democrático en nuestro País. Estos
son, en mi humilde opinión, los principales responsables del retardo de nuestro
proceso de democratización. Incluyendo estos acontecimientos dentro de las
causas que van a influir en la implantación del juicio por jurado.
Los golpes de estado no solo
producen un suspenso institucional, sino también una necesidad de recomponer el
tejido social roto durante esos años, lo que prolonga aún más la agonía
institucional y, en el mismo sentido, retardan más el crecimiento de las
instituciones democráticas de una sociedad.
4. Por otro lado, debo decir, que es innegable la influencia de las
ideas de la doctrina positivista en nuestro sistema, principalmente en las
clases dirigentes, políticamente más activas. La idea de que el sistema judicial
debe necesariamente ser manipulado por personas que tengan un conocimiento
especial sobre determinados principios jurídicos, filosóficos u otros, ha sido
innegablemente uno de los mayores obstáculos que no nos ha permitido ver los
beneficios de la implantación de un jurado lego. Como si la “justicia”,
proviniera de una preparación previa en universidades otras instituciones a las que, como todos
sabemos, solo tiene acceso una muy reducida parte de la población. En este
sentido no puede escaparse la gran cantidad de movimientos civiles, reclamando
por justicia en las últimas décadas de
nuestra historia.
El sistema de Juez profesional ha
dejado mucho que desear, como lo señalaran autores, tales como A.M. Binder
quien sostiene que una discusión sobre la institución debe empezar con “un
planteamiento a la inversa”, una crítica al sistema del Juez profesional. El debate entre el Juez profesional y juicio
por jurado, debe enmarcarse dentro de una discusión previa de los resultados
del ejercicio de la profesión del abogado dentro de las esferas de poder, pero
en especial dentro de la administración judicial.
5. Para lograr el fin deseado habría, a mí entender, que revisar
nuestro proceso penal con todos sus elementos, y confrontarlo a las
disposiciones constitucionales, es decir, a lo que nuestro constituyente ha
querido establecer como proceso penal. Habría, pues, que analizar nuestro
actual proceso penal con respecto a los principios de publicidad, oralidad y
juicio por jurado establecidos por nuestro Constitución como bases
fundamentales de nuestro sistema procesal criminal.
Habría que realizar esta
constatación de nuestras instituciones con respecto a la garantía de
descentralización del poder del ejercicio de la coerción penal, principio
fundamental si se quiere lograr una sociedad democrática.
Como conclusión, habría que
plantearse la idea de una “revolución del sistema judicial”, acorde a una idea
de justicia republicana y democrática. Mientras que la justicia sea una facultad
exclusiva de una “clase” determinada, no podemos pensar en una sociedad
constituida en democracia, ya que siendo la democracia “el gobierno del
pueblo”, mal podría pensarse en la idea de una “clase oligárquica” arrogándose
en forma soberana esta función esencial. La idea del Juez profesional hace
pensar, pues, en una sociedad gobernada, despóticamente, por unos pocos que
dicen pertenecer a una cultura superior. Un vestigio repugnante de la tumba
inquisitiva.
6. Por lo demás, legislador argentino ha incurrido en una
inconstitucionalidad por omisión, al no cumplir con lo que el constituyente en
reiteradas reformas ha mandado a hacer. Este mandato no ha quedado derogado
desuetudo, como lo sostuviera parte de la doctrina argentina, debido a que mal
podría el legislador derogar una disposición constitucional. Esto teniendo en
cuenta el carácter rígido de nuestro sistema constitucional, que solo permite
modificaciones por medio de un procedimiento expresamente preestablecido, sin
el cual toda modificación de sus cláusulas carece de validez.
Vemos que el sistema ha sido
incluido en casi todas las reformas constitucionales, ya que, salvo la reforma
de 1949, en las demás ha estado incluida en las disposiciones constitucionales.
Esto expresa una firme convicción del constituyente de su implantación en el
sistema de administración de justicia.
7. Finalmente debe responder afirmativamente al último
interrogante. Creo que están hoy dadas las condiciones sociales para que se
pueda definitivamente implementar el juicio por jurado en nuestro País.
1. Manuel Osorio. El Diccionario de Ciencias Jurídicas, Políticas y
Sociales
[2] Maglione,
E. A. (2008). Juicios por jurados. Antecedentes históricos, extranjeros y
nacionales. Análisis y crítica. Revista de Derecho Penal.
3. El Dr
Jorge H. Gentile Profesor dice en una nota titulada “Inconstitucionalidad de
los Juicios Por jurados”, que “La La
provincia de Córdoba implantó dos veces el juicio por jurados, la primera en que dispuso la integración de la
Cámara del Crimen a pedido de parte con dos jurados legos elegidos por sorteo,
para casos de delitos con penas de 15 años de prisión o mayor (ley 8123 de 1991); lo que se
extendió, luego, para los que juzgaba la Cámara en lo Económico Penal (ley 9122
del 2004), tomando
el modelo europeo de los llamados jueces escabinos, formando un tribunal que
tenía que fallar lógica y legalmente, como establece la Constitución
Provincial. Como era voluntario se empleó en muy pocos casos y por su
ineficacia los defensores y fiscales lo dejaron de pedir por lo que hoy la ley
que los creó es letra muerta.”
“ La
segunda fue ley 9182, aprobada por la Legislatura con el voto del oficialismo y
la oposición y con la presencia del Ingeniero Juan Carlos Blumberg, creó un
sistema que no existe en ninguna parte del mundo, donde algunos delitos graves,
obligatoriamente, deben ser juzgados por un tribunal integrado por los tres
jueces de Cámara más ocho jurados legos, elegidos por sorteo, pero en los que
el juez que preside no vota, como los otros dos, salvo en caso de disidencia
para redactarle el voto a los jurados, que por ser legos ignoran el derecho y
las leyes, para que la sentencia, según la Constitución, sea motivada lógica y
legalmente”. ( nota publicada en su Pág. Web en el 2006)
[4] Es importante señalar, en este sentido la labor
de la Asociación Argentina de Juicio por Jurado, que ha realizado una gran
colaboración a la dispersión hacia todo el país del sistema de juicio por
jurados, a través de conferencias, simulacros, colaborando en proyectos para su
implementación, etc.
[5] Asociación Argentina de Juicio por Jurados (2012).”Proyectos de
ley”.
[6] Felipe
Pigna(Coordinador), J. Bulacio, G.Cao, M.Dino, C.Mora “HISTORIA ARGENTINA”
(1810-2000).
[7] "argentinaXplora.com",
E. p. (s.f.). Las corrientes
inmigratorias en Argentina,La Aventura de los Pioneros. ".
[9] Felipe Pigna(Coordinador), J. Bulacio, G.Cao,
M.Dino, C.Mora. “HISTORIA ARGENTINA” (1810-2000).
[10]
Felipe Pigna(Coordinador), J. Bulacio, G.Cao, M.Dino, C.Mora “HISTORIA
ARGENTINA” (1810-2000). Dicen los aludidos autores al respecto de la Unión
Cívica, “La Unión Cívica hablaba de revolución para derribar al régimen
corrupto. Se denunciaron los negociados y las emisiones clandestinas de
billetes. Se reclamaba decencia, sufragio libre y algo tan elemental como el
cumplimiento con lo establecido por la Constitución Nacional. Se sumaron al
movimiento algunos militares y el alzamiento cívico-militar fue tomando forma.
Tras varias reuniones la Unión Cívica decidió tomar la
fuerza pasar a la acción directa. El 26 de Junio los rebeldes se atrincheraron
en el Parque de Artillería, en la Plaza de Lavalle. El General Mitre decidió
ausentarse del país y toda la responsabilidad recayó sobre Alem. La revolución
fue derrotada pero Juárez Celman, sin apoyo debió renunciar.
El sector conservador de Unión Cívica, encabezado por
Mitre, traicionó la revolución y negoció con Roca la asunción del
Vicepresidente Pellegrini”.
Señala Piña que “El monopolio de los poder político,
los cambios en la población argentina, junto con una grave crisis económica que
afectó la unidad del grupo dominante originaron la aparición, en 1890, de una
fuerza política opositora (integrada por una fracción disidentes de los
sectores hegemónicos): la Unión Cívica que protagonizó la revolución del 90. De
esta surgirá, en 1891, el que será el primer partido de masas del país: la
Unión Cívica Radical, considerado el primer partido político de Argentina”.
[11] Maglione, E. A. (2008). Juicios por jurados.
Antecedentes históricos, extranjeros y nacionales. Análisis y crítica.
Revista de Derecho Penal.
[12]Alberto
Binder (2004).Editorial H AD-HOC SRL” Introducción al Derecho Procesal Penal”.
Sigue diciendo Binder, “A partir de la organización
constitucional de 1853 comienza un proceso de democratización cuyos hitos más
importantes son la Ley Saenz Peña de voto obligatorio (1912) y la Ley que
permitió el voto femenino (1951). Es decir, que sólo a partir de esta última
fecha tenemos las estructuras formales, al menos, para instaurar un sistema
democrático. Desde ese año en adelante, descontando golpe de Estado, y todo
tipo de dictaduras militares y gobiernos surgidos de elecciones con
proscripciones, tenemos a penas algo más de diez años de sistema formalmente
democrático”.
[13]Alberto
Binder (2004).Editorial H AD-HOC SRL” Introducción al Derecho Procesal Penal”.
[14]Alberto
Binder (2004).Editorial H AD-HOC SRL” Introducción al Derecho Procesal Penal”.
[15]Alberto
Binder (2004).Editorial H AD-HOC SRL” Introducción al Derecho Procesal Penal”.
[16] A.
M. Binder “Introducción al Derecho Procesal Penal”.Pag. Dice A. Binder en este
sentido, “La estructura que diseña la Constitución no responde solamente a los
principio políticos sino a razones históricas vinculadas con la estructura
misma del conflicto. Si una de las funciones, sino la principal, de la justicia
penal, es absorber la violencia propia de los conflictos graves y generar un
ámbito especial de solución o redefinición de ese conflicto, entonces debe
existir reconocimiento de ese conflicto originario con la actuación
institucionalizada. Por eso todas las características de contradicción del
debate, de la sala de audiencias, inclusive su arquitectura, deben estar al
servicio de este reconocimiento. De este
modo la estructura del juicio tiene su raíz en los órdenes de la vida social,
algo mucho más profunda que la fuerza política. Si hacemos un paragón con las
características de la acción humana que tiene las bases culturales previas a lo
que el derecho penal pueda definir normativamente, con mucha más razón el
juicio penal tiene esas características culturales”.
No obstante lo
dicho, remarca el autor citado, que la discusión cubre una intención- oculta-
de defender el ámbito propio de actuación de los juristas. Sigue diciendo Binder, que “Son ellos quienes defienden a
los jueces técnicos por que se defienden a sí mismos. Por otra parte, nuestro
país, donde el ámbito jurídico se ha constituido de un modo corporativo y esta
excesivamente ligado al poder, este abronquelamiento se torna aún más fuerte”.
[17] No obstante lo dicho, remarca el autor citado,
que la discusión cubre una intención- oculta- de defender el ámbito propio de
actuación de los juristas. Sigue diciendo
Binder, que “Son ellos quienes defienden a los jueces técnicos por que
se defienden a sí mismos. Por otra parte, nuestro país, donde el ámbito
jurídico se ha constituido de un modo corporativo y esta excesivamente ligado
al poder, este abronquelamiento se torna aún más fuerte”.
(*) Acaba de finalizar su Carrera de Abogacía en la UNLpam
“Siempre
que las agencias jurídicas deciden limitando y conteniendo las manifestaciones
del poder propias del estado de policía, ejercen de modo óptimo su propio
poder, están legitimadas, como función necesaria para la supervivencia del
estado de derecho y como condición para su reafirmación contenedora del estado
de policía que invariablemente éste encierra en su propio seno”[1].
La noción de “Derecho penal mínimo” debe analizarse a la luz
de la profunda crisis que exhibe el derecho penal liberal, tanto a nivel
internacional, como interno de las naciones. Esa crisis puede ser leída en
diferentes claves y a través de una multiplicidad de parámetros.
Hemos observado de qué manera el Derecho penal de la
globalización está jaqueado por un binarismo propio de lógicas castrenses, que
se autolegitima recurriendo a las categorías predecimonónicas de intimidación y retribución[2].
Ese cuadro de situación ha
naturalizado un estado permanente de excepción del Derecho penal que, entre otras
calamidades, ha sido víctima de una hipertrofia irracional -de cuño
pampenalista-, absolutamente desformalizada. Eso ha dado lugar, a su vez, a una
utilización descontrolada y asimétrica de la pena de prisión como forma
hegemónica de resolución de los conflictos sociales (que victimizan no
solamente a individuos sino a colectivos sociales enteros), y un consecuente
relajamiento de las garantías y derechos individuales[3].
[1] Zaffaroni; Alagia;
Slokar: “Derecho Penal. Parte General”, Editorial Ediar, Buenos Aires, p. 49.
[3] “La crisis actual del derecho penal producida por la globalización consiste
en el resquebrajamiento de sus dos funciones garantistas: la prevención de los
delitos y la prevención de las penas arbitrarias; las funciones de defensa
social y al mismo tiempo el sistema de las garantías penales y procesales. Para
comprender su naturaleza y profundidad debemos reflexionar sobre la doble
mutación provocada por la globalización en la fenomenología de los delitos y de
las penas: una mutación que se refiere por un lado a la que podemos llamar cuestión
criminal, es decir, a la naturaleza económica, social y política de la
criminalidad; y por otro lado, a la que cabe designar cuestión penal, es
decir, a las formas de la intervención punitiva y las causas de la impunidad”.
Ensayar un
concepto de Derecho penal mínimo supone, en primer lugar, comprender su
multidimensionalidad e interdisciplinariedad, que le confieren perfiles e
improntas no siempre unívocas, y que establecen respecto de su naturaleza y
alcance, diferencias que no son menores.
El Derecho
penal mínimo implicaría, en sustancia, concebir al derecho penal como la última
alternativa (ultima ratio) a la que
debería apelar una sociedad para resolver los conflictos sociales; esa última
alternativa, a su vez, debería contemplar, desde el punto de vista procesal y constitucional,
el respeto más estricto a los derechos y garantías de los particulares; debería
también restringirse en sus fines a la prevención especial, tendiendo a la
reintegración e inclusión social de los perseguidos y condenados; delimitar el horizonte de proyección de las
penas y castigos institucionales; sostener la previsibilidad y controlabilidad
de los actos del Estado a partir de concebir las funciones jurisdiccionales
como acotantes del poder punitivo; y articular la mayor cantidad posible de
alternativas a la pena de prisión, especialmente estrategias de negociación,
mediación y otros dispositivos de justicia restaurativa y/o transicional.
La dogmática
penal, en consecuencia, “ha de respetar escrupulosamente, asimismo el conjunto
de exigencias jurídico-constitucionales que determinen las bases
fundamentadoras de la legitimidad del ordenamiento positivo, de modo específico
en el ámbito jurídico-penal, en el que en virtud del principio de legalidad
puede incidirse sobre la esfera de los bienes jurídicos personales, que
resulten afectados a través de la conminación legal de las correspondientes
conductas delictivas descritas en los singulares tipos de delito”[1].
El Derecho
penal mínimo debería encarnar una minimización
de la violencia social[2]:
“el fin general del Derecho penal, tal como
resulta de la doble finalidad preventiva recién ilustrada, consiste entonces en
impedir la razón construida, o sea en la minimización de la violencia en la
sociedad. Es razón construida el delito. Es razón construida la venganza. En
ambos casos se verifica un conflicto violento resuelto por la fuerza; por la
fuerza del delincuente en el primer caso, por la de la parte ofendida en el
segundo. Mas la fuerza es en las dos situaciones casi arbitraria e
incontrolada; pero no sólo, como es obvio, en la ofensa, sino también en la
venganza, que por naturaleza es incierta, desproporcionada, no regulada,
dirigida a veces contra el inocente. La ley penal está dirigida a minimizar
esta doble violencia, previniendo mediante su parte punitiva la razón
construida, expresada por la venganza o por otras posibles razones informales.
(…) Está claro que, entendido de esta manera, el fin del derecho penal no puede reducirse a la mera defensa social de
los intereses constituidos contra la amenaza representada por los delitos. (…)
Dicho fin supone más bien la protección del débil contra el más fuerte, tanto
del débil ofendido o amenazado por el delito, como del débil ofendido o
amenazado por las venganzas; contra el más fuerte, que en el delito es el
delincuente y en la venganza es la parte ofendida o los sujetos con ella
solidarios”[3].
Estas
formas de concebir los fines del Derecho penal, y especialmente de las penas,
que opera como una “fórmula adecuada de justificación” que fija los límites a
la potentia puniendi de los Estados,
deviene un piso innegociable de garantías, propio de un Estado Constitucional
de Derecho, en tránsito hacia un Estado sin Derecho penal[4].
Se
justifica, de esa manera, la pena de prisión (el brutal elemento conceptual que
distingue al Derecho penal de los demás ámbitos jurídicos) como un mal menor
respecto de reacciones desformalizadas propias de una anarquía punitiva, que se
sustenta únicamente en una concepción agnóstica o negativa de las penas, y se
impone con estricta sujeción a los paradigmas de Derechos Humanos que surgen de
los tratados y convenciones internacinales que forman parte de los derechos
vernáculos[5].
En
última instancia, el Derecho penal mínimo encuentra su razón de ser en la
evitación de la venganza privada y pública, que no es otra cosa que la guerra
de todos contra todos, una especulación que puede conducir a concebir al
Derecho penal como la protección del más débil contra el fuerte, antes que como
una superestructura formal destinada a reproducir las relaciones de poder y
dominación, que debe ser legitimada únicamente mientras la estructura injusta
de las sociedades imperiales y la relación de fuerzas sociales desfavorable no
indique que ha llegado la hora de la abolición del sistema penal.
Acaso en esta afirmación subyace un excesivo determinismo
histórico, que ha influido históricamente en las corrientes abolicionistas y en
las perspectivas críticas de la ciencia social, que se ha expresado así: “Todo
el conocimiento (y el pensamiento) se abrió paso en lucha contra el poder
punitivo. La historia enseña que la dignidad humana, cuando avanza, lo hace en
lucha contra el sistema penal. Casi podría decirse que la humanidad avanzó
siempre en pugna con éste”[6].
Dicho
en otros términos, todo reformismo tiene sus límites si no forma parte de
una estrategia
reduccionista a corto y mediano plazo, y abolicionista a largo plazo[7]. Algunos
autores, empero, han sostenido que el minimalismo penal no puede disociarse de
la existencia de un Derecho penal humanizado, circunscripto a una intervención
excepcional en aquellos casos en que se vulneren bienes jurídicos fundamentales
de una sociedad: “En la búsqueda incesante de la humanización de la función
controladora punitiva, los representantes del movimiento conocido como
Minimalismo penal proponen en esencia una contracción del Sistema penal, que
solo autorice la intervención penal cuando sea imprescindible para que la
violencia informal no desestabilice el orden social. Esta corriente propone la
elaboración de una política criminal alternativa que incluye la reducción a
corto plazo del Derecho penal a partir de la descriminalización, las reformas
sociales estructurales y la abolición de la cárcel. La posición de no abolición
total del Sistema penal es fundamentada por los Minimalistas penales en la real
posibilidad de reducir la violencia punitiva mediante garantías sustanciales y
procesales, y en la necesidad de que el Derecho penal cumpla determinadas
funciones simbólicas que construyan la memoria colectiva sobre lo socialmente
inaceptable, funcionando como alerta social (…) Respecto a la razón
justificante del mantenimiento del Sistema penal, la corriente minimalista
presenta ambivalencias valorativas; una de estas posiciones aduce que el
Sistema penal debe mantenerse para la defensa de los integrantes más débiles
del entramado social y para la otra posición, la racionalidad existencial de la
Ley penal radica en su capacidad de reducir la violencia institucional estatal
que de lo contrario progresaría incontrolablemente. Esta visión dual se puede
centrar en la consideración de que el Derecho penal no sólo legitima la
intervención penal, también la limita, el Derecho penal, no solo permite
castigar, sino que permite evitar los castigos excesivos”[8].
Otros, en cambio, somos de la
opinión de concebir el Derecho penal mínimo exclusivamente como una alternativa
táctica, condicionada por la relación de fuerzas sociales y la hegemonía
cultural, militar y económica del capitalismo mundial, en cuyo seno se agudizan
las contradicciones fundamentales; como un paso a favor de la profundización de
las reformas democráticas institucionales y sociales propias del Estado
Constitucional de Derecho, que significan el acceso constante de más ciudadanos
a más derechos.
Ese Estado Constitucional de
Derecho, que incorpora a los derechos internos los pactos, tratados y
convenciones que en materia internacional rigen y dan certeza a las relaciones
internacionales, constituye una base mínima de legalidad. Absolutamente
progresiva, sin dudas, pero que todavía debe evolucionar necesariamente hacia
formas más civilizadas y menos violentas de dirimir las controversias humanas,
rol éste para el cual el derecho penal ha demostrado su inveterada torpeza a lo
largo de la historia[9].
La categoría de la relación de
fuerzas debe ser necesariamente incluida en el análisis. Estados Unidos, por
primera vez en la historia, está realizando un gasto armamentístico mayor que
el de todo el resto de las potencias juntas, tiene actualmente asentadas 49
bases en territorio latinoamericano, en otro hecho que no reconoce precedentes,
opera en alianza con las burguesías reaccionarias que conspiran contra los
gobiernos progresistas del Continente y,
por supuesto, ha detectado desde hace mucho tiempo las reservas hidrocarburíferas,
acuíferas, mineras y el potencial alimentario impresionante del Cono Sur[10].
Un sesgo punitivista que pueda ser interpretado en clave progresista en este
contexto, puede ser un tiro en el pie de la propia América Latina de cara al
futuro. Nuestra obligación como académicos es hacer, mínimamente, estos
imprescindibles ejercicios de anticipación histórica, y valorar en su verdadera
dimensión política, las garantías del Estado Constitucional de Derecho y de un
Derecho penal mínimo, como límites de cualquier poder punitivo.
Desde esta perspectiva, el
Derecho penal mínimo ha de ser, necesariamente, interdisciplinario, ya que
incardina reglas de derecho realizativo, normas de derecho de fondo y
estrategias unitarias en materia criminológica y político criminal, todas ellas destinadas a
una interpretación pro homine del
derecho penal existente, al que, además, se lo prefiere acotado a su condición
de ultima ratio[11].
El Estatuto de la Corte Penal
Internacional, por ejemplo, y como ya hemos visto, ha introducido transformaciones
fundamentales en su articulado, donde convergen el respeto a las garantías del
debido proceso, los derechos de los
imputados y la defensa en juicio; la asignación de la promoción de la acción
penal a la Fiscalía (denotando en este
aspecto un sesgo adversarial que, en materia procesal, resulta el más adecuado
a un derecho penal democrático); el
principio de nullum crimen sine
lege; de ley previa, escrita y estricta; de irretroactividad de la ley;
de aplicación de la ley penal más benigna; de prohibición de
doble juzgamiento; de presunción de inocencia; de consagración del derecho al
recurso; de imposición de un límite máximo a las penas privativas de libertad;
de protección y participación de los ofendidos penalmente durante el proceso; y,
finalmente, de reparación a las víctimas, instancia restaurativa ésta que -vale
reiterarlo- aparece por primera vez consgrada con esa autoridad en la
legislación internacional[12].
Las tendencias a la minimalización
del Derecho penal congloban disposiciones procesales, de fondo, paradigmas
penológicos, definiciones político criminales y criterios filosóficos penales,
que coinciden en el objetivo de acotamiento del poder punitivo. En algunos
casos, no tanto porque el poder punitivo deba ser reivindicado o reconocido en
sus pretendidas funciones simbólicas, sino porque se acepta que las condiciones
objetivas y subjetivas de la realidad histórica actual no permiten especular
con la posibilidad inmediata de eliminar el castigo institucional, más
propiamente la pena y, específicamente, la prisión. El Estatuto de la Corte no
hace referencia a la finalidad de las penas que habrá de imponer a los
condenados. Y tampoco completa el catálogo de garantías que una concepción
minimalista del derecho penal debería
asumir.
Seguramente, el minimalismo
debería incluir también, en cualquier catálogo fragmentario de ilicitudes y en
todo sistema procesal, algunos otros principios, tales como los siguientes: a) Principio de reserva o de legalidad en
sentido estricto, teniendo en consideración que desde una mirada
sociológica de la pena, debemos asumir que buena parte de la reacción punitiva
se realiza por fuera de las agencias institucionales; podemos citar, a título
de ejemplo, la pena de muerte extrajuidicial, las torturas, las desapariciones,
las acciones ilegales de las policías, de los cuerpos militares y
paramilitares; b) Principio de la ley
penal sustancial, que asegura y extiende la vigencia de las garantías
contenidas en el principio de legalidad a la situación de los ciudadanos, esto
es, en cada uno de los subsistemas en que se divide el sistema penal, que
prohibe la utilización de medidas restrictivas de los derechos de los
individuos, en los reglamentos y las prácticas de los órganos de policía, de
control y vigilancia, del proceso y de la ejecución, que no sea estrictamente
necesarios a los fines de la aplicación de la ley y el derecho; c) Principio de la respuesta no contingente:
la ley penal, como toda norma, se supone creada en base a los principios de
generalidad y abstracción, justamente porque responden a problemas generales y
duraderos, de una sociedad, sea ésta nacional o ecuménica; la experiencia ya
analizada de la legislación penal de emergencia, tanto en Europa, como en
Estados Unidos, contradice expresamente este principio; d) Principio de idoneidad: las graves violaciones a los Derechos
Humanos y el principio de proporcionalidad representan una condición necesaria,
pero nunca suficiente, para la introducción de una pena. Este principio
determina que al legislador y los jueces a efectuar un examen de los efectos
socialmente útiles que cabría verosímilmente esperar de una pena. Las
condiciones para su introducción (y aplicación) solamente se considerarán cumplidos
si, luego de un análisis objetivo y meticuloso, basado además en evidencias
empíricas verificables en otros sistamas que hayan aprobado y aplicado normas
punitivas similares, se ha comprobado algún efecto útil de dichas penas; e) Principio de subsidiaridad: una pena
debe ser aplicada si se demuestra que no existen modos no penales de
intervención institucional capaces de responder a situaciones en las cuáles se
hallan amenazados los Derechos Humanos; f) Principio
de la privatización de los conflictos, que incluye la posibilidad de
alcanzar formas no punitivas de resolución de las diferencias, al devolverle
los mismos a una víctima –a la que se le ha expropiado el conflicto- que se
eduque previamente en las lógicas restaurativas o transicionales de interacción
con los infractores. Esto demanda una articulación auto y heterónoma de las
percepciones y sistemas de creencias respecto de la conflictividad, de las
necesidades reales y de los Derechos Humanos, de parte de sus portadores[13].
[1]
Polaino Navarrete, Miguel: “El
Injusto Típico en la Teoría
del Delito”, Mario Viera Editor, Buenos Aires, 2000, p. 47.
[2] Ferrajoli,
Luigi: “Criminalidad y Globalización”, disponible en
http://co.vlex.com/vid/criminalidad-globalizaci-70838382
[4] Zaffaroni,
Eugenio Raúl: “Estructura básica del derecho penal”, Editorial Ediar, 2009, p.
37.
[5] Zaffaroni - Alagia - Slokar:
“Derecho Penal. Parte General”, Editorial Ediar, Buenos Aires, p. 50.
[6] Zaffaroni,
Eugenio Raúl - Alagia, Alejandro -
Slokar, Alejandro: “Derecho Penal.
Parte General”, Editorial Ediar, Buenos Aires, 2000, p. 43.
[7] Baratta,
Alessandro: “Resocialización o control social Por un concepto crítico de "reintegración social" del
condenado”, Ponencia presentada en el
seminario "Criminología crítica y sistema penal", organizado por la Comisión Andina
Juristas y la
Comisión Episcopal de Acción Social, en Lima, del 17 al 21 de
Septiembre de 1990, disponible en http://www.inau.gub.uy/biblioteca/Resocializacion.pdf
[8]
González
Rodríguez, Marta: “El derecho penal desde una evaluación crítica”,
Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, RECPC 10-11 (2008), disponible en
http://criminet.ugr.es/recpc/10/recpc10-11.pdf
[9] Christie,
Nils: “Una sensata cantidad de delito”, Editores del Puerto, 2004, p.
127.
[10] Borón, Atilio: “La crisis del
capitalismo y las perspectivas del Socialismo hoy”, conferencia dictada en el
Centro de Estudio y Debate Agustín Tosco”, el 11 de mayo de 2012.
[11]
Carnevali Rodríguez, Raúl: “Derecho Penal como última ratio. Hacia una política criminal racional”, Revista Ius et
Praxis, Año 14, N° 1, p. 13
a 48, disponible en http://www.scielo.cl/pdf/iusetp/v14n1/art02.pdf
[13]
Baratta, Alessandro: “Principios del Derecho Penal Mínimo
(Para una Teoría de los Derechos Humanos como Objetivo y lïmite de la Ley Penal), en “Criminología
y Sistema Penal. Compilación In Memoriam Alessandro Baratta”, Carlos Elbert
(Director), Editorial B de F, Montevideo, 2004, pp. 299 a 333.
“En 1867 la clase terrateniente
está definitivamente consolidada. Este proceso de extrema concentración de la
tierra en pocas manos se produce inmediatamente de sancionada la Constitución de 1853,
cuya letra y espíritu, en su estricto sentido histórico, es la armadura
jurídica de la gran propiedad territorial, pues como ha escrito F. Lasalle:
“Los asuntos constitucionales no son asuntos legales sino cuestiones de
poder”. “Europea por formación –nota del
autor: la oligarquía-, es tradicionalista – y hasta nacionalista en algunas de
sus capas- cuando de ultramar vienen ideologías reformistas. Habla entonces de
la resaca inmigrante. Su patriciado es un derecho divino y hereditario
establecido por la
Constitución de 1853, la ley sagrada y depósito histórico de
sus privilegios codificados” (Hernández Arregui, Juan José: “La formación de la
conciencia nacional”, Ed. Plus Ultra,
1973, p. 55,63 y 64).
Cuando se esboza, desde una perspectiva crítica, la
necesidad de un cambio en las estructuras del control, y fundamentalmente de la
transformación de una criminología legitimante del actual estado de cosas, las
réplicas no ahorran argumentaciones ni
ingeniosos sofismas para oponerse a tamaña pretensión, apelando incluso a una
prédica conservadora sistemática por parte de determinados medios de
comunicación de masas.
Para colmo de males, las divisiones internas de nuestros
teóricos (en Latinoamérica y en el mundo entero), envueltos en polémicas de
dudosa urgencia y nulo sentido táctico, han debilitado y retrasado la
factibilidad de la construcción de una nueva criminología.
Tanto es
así que, actualmente, esa multiplicidad de enunciados convergentes, que de
manera plural constituyen esa entidad de
límites epistemológicos dinámicos
a la que se denomina convencionalmente "criminología crítica", se
sincretiza y se sintetiza en una fórmula de pretendida simplicidad: mayor
tolerancia social (estatal) ante ciertas conductas desviadas que no afectan
bienes sociales relevantes, y menores niveles de castigo institucional para con
los sujetos de mayor vulnerabilidad frente a la ley penal.
De tal suerte, la criminología del control social, el
nuevo realismo de izquierda, el abolicionismo, el reduccionismo, el minimalismo
penal, el garantismo, no lucen en este margen
sino como un bagaje de instrumentos que desafían integralmente la brutalidad de
los aparatos represivos estatales y las estrategias de política criminal
destinadas a la reproducción de las condiciones de dominación.
Frente a este -por ahora- módico arsenal, se yerguen, al
menos, cuatro poderosas estructuras jurídico-políticas que gravitan
decisivamente al momento de la determinación del "merecimiento de
pena" de los individuos y que es preciso considerar:
a-una Constitución
oligárquica, de filiación racional normativa, inspirada en las ideas
iluministas con la expectativa expresa de que su importación y vigencia, en
nuestra región, hiciera que la realidad fuera tal como las normas lo
determinaban a priori (sin importar quién generaba esas normas ni a qué
intereses concretos estas respondían). En otras palabras, con
prescindencia de nuestra realidad y, lo
que es peor aún, de nuestros intereses nacionales. En suma, un sustento formal destinado a
sostener la estructura de clases del país, y a defender los valores emergentes
de las nuevas relaciones de producción consolidadas en Europa décadas antes:
una suerte de culto a la propiedad
privada (cuya afectación constituye la mayoría de los delitos que se
denuncian en la Argentina,
sumida en un proceso terminal de pauperización y expropiación), el liberalismo
económico y la inmigración calificada. Ello no debe asombrar, pues la finalidad
de las Constituciones burguesas es precisamente esa: crear un orden funcional y
luego preservarlo, garantizando el poder a los grupos sociales dominantes. Esta
es la razón por la cual evitan toda
referencia al régimen económico y social
vigente, como a la existencia de clases y la forma en que ellas
interactúan. Tales referencias básicas son sustituidas por categorías genéricas
y abstractas, o vagas alusiones al “pueblo” o “los ciudadanos”, a quienes el
Estado dice representar desde el mito de la “igualdad ante la ley”.
“Generalmente se limitan a consagrar y garantizar la propiedad privada como un
principio sagrado e inmutable”, omitiendo toda mención a lo que se ha dado en
llamar la “anatomía de las sociedades burguesas”[1], justamente en un
escenario histórico en el que aquellas categorías decimonónicas (“pueblo”,
“ciudadanía”) deben revalidar su vigencia frente a le diversidad inédita que
caracteriza y define a las sociedades del capitalismo tardío.
En todo caso, el observador debe ser enteramente
consciente de lo polémico y opinable de estas aseveraciones; en especial, en un
contexto donde las corrientes progresistas del pensamiento penal se afirman,
precisamente, en la vigencia plena de la Constitución y su
ideología, en particular las tendencias dogmáticas garantistas, como lo demuestra Zaffaroni en
su reciente Tratado[2], colocando a esas
garantías como límites tentativos del poder punitivo estatal.
El abordaje especial o diferente que propongo obliga,
por lo tanto, a realizar algún tipo de
precisiones con relación a las fuentes que
ayudan a sustentar esta postura y también a dejar en claro la
valoración de todo aporte doctrinario
que contribuya a resignificar y reconstruir los paradigmas de controlabilidad y
previsibilidad de los actos del "estado penal" que, al influjo de los
modelos sociales hegemónicos, ha sustituido al "estado de bienestar".
Lo dicho, empero, no supone omitir la inevitable tarea
revisionista de nuestra Constitución Nacional para intentar descubrir su
ideología y la forma que la misma se inserta y actúa como base del sistema
jurídico y, en este caso en especial, del denominado “sistema” jurídico-penal.
Sobre todo si, como se afirma, los bienes jurídicos, no son en realidad creados
o expresados por el sistema penal, sino por la propia Constitución[3] , opiniones que no
se reproducen totalmente en Baratta[4] .
Ocurre que la Constitución, en nuestro caso promueve, precisamente, la protección clara y prioritariade la propiedad privada y en buena medida, del capital extranjero.
Las propias "Bases
y puntos de partida para la organización de la República Argentina
derivados de la ley que preside el desarrollo de la civilización en la América del Sur", la
obra de Alberdi, analizada exhaustivamente
por la historiografía revisionista argentina[5], nos aportan algunas explicaciones
significativas acerca de la filiación ideológica del texto en el que se
inspirarían mayoritariamente los constitucionalistas de 1853. "Es utopía,
es paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispanoamericana, tal como salió
de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república
representativa...Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no
realizaréis la República
ciertamente. No la realizaréis tampoco con cuatro millones de españoles
peninsulares porque el español puro es incapaz de realizarla allá o acá"[6]. "No son las
leyes las que precisamos cambiar. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces
de libertad por otras gentes hábiles para ella. Si hemos de componer nuestra
población para el sistema de gobierno; si ha de sernos más posible hacer la
población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es
necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está
identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible radicar
estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esa raza de progreso y
civilización... La libertad es una máquina que, como el vapor, requiere
maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible
aclimatar la libertad en parte alguna de la tierra"[7]. "Hacedla
inviolable (la constitución) bajo el protectorado del cañón de todos los
pueblos, firmad tratados con el extranjero en que déis garantías de que sus
derechos serán respetados. Estos tratados serán la más bella parte de la
constitución... Proteged empresas particulares para la construcción de los
ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo favor imaginable
sin deteneros en los medios. Preferid este expediente a cualquier otro...
Entregad todo a los capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de afuera como
los hombres se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidades y de
privilegios al tesoro extranjero para que se naturalice entre nosotros... que
cada afluente navegable reciba los reflejos civilizadores de la bandera de la Albión"...
"Nuestros patriotas de la primera época no son los que poseen ideas más
acertadas sobre el modo de hacer prosperar esta América... Las ficciones del
patriotismo, el artificio de una causa puramente americana de que se valieron
como medios de guerra los dominan y poseen hasta hoy mismo. Así hemos visto a
Bolívar hasta 1826 provocar, ligar, para contener la Europa, y al general San
Martín aplaudir en 1844 la resistencia de Rosas a las reclamaciones
accidentales de algunos estados europeos... La gloria militar que absorbió sus
vidas los preocupa más que el progreso... pero nosotros más fijos en la obra de
la civilización que en la del patriotismo de cierta época vemos venir sin pavor
todo cuanto la América
puede producir en acontecimientos grandes”[8].
Igualmente explicativos resultan los relatos del proyecto, de la discusión y de
la sanción del texto final que consigna el ensayista citado y sobre el que no
me parece necesario abundar. Como puede verse, según estos autores, la
connotación oligárquica y anglófila de la Constitución permitió
sellar una alianza estratégica y rubricarla por escrito.
Para una mejor comprensión de estos datos, en lo que
tiene que ver con la naturaleza de una protección prioritaria del derecho de
propiedad, resulta revelador el artículo del constitucionalista Arturo Enrique
Sampay "Valor de los bienes de interés público expropiados por el
Estado"[9]. El cotejo de ambos
textos, deja en claro la ideología
hegemónica y los valores que nuestro sistema jurídico protege
prioritariamente en la Constitución.
Ese neoliberalismo pontificado por las clases dominantes
vernáculas, no es sino el heredero ideológico directo de las mismas
convicciones que informaron la parte dogmática de nuestra Constitución
Nacional.
La expoliación de
nuestra economía nacional, la marginalidad y exclusión inédita que vivimos, y
la sensación compartida de que ya nada queda para entregar al capital
extranjero, son las últimas imágenes del naufragio ocasionado por la adopción
de las recetas neoliberales hegemónicas en este país, al menos desde 1976
hasta la adopción de un cambio de rumbo político tan evidente como
esperanzador acaecido a partir del año 2003.
Como digo, la apuesta no es sencilla: la apelación a la Constitución no es un
recurso identificado con los sectores conservadores, sino que, por el
contrario, la misma compromete e implica a sectores progresistas del
pensamiento jurídico-penal argentino. “Esa Constitución, considerada por los
tratadistas europeos de la época como una de las más liberales del mundo, se
aplicó únicamente en las cláusulas favorables al interés extranjero...”,
contrariando la advertencia de Moreno en el sentido de que “Los pueblos deben
estar siempre atentos a la conservación de sus intereses y derechos y no deben
fiar sino de sí mismos. El extranjero no viene a nuestro país a trabajar en
nuestro bien, sino a sacar cuantas ventajas pueda proporcionarse”[10].
Nuestra Constitución fue el programa político de una
oligarquía, y la propiedad privada el paradigma de su ideología liberal. No
debe olvidarse que un intento de reformular profundamente su filosofía, la Constitución de 1949,
que incorporaba por única vez en la
historia a la letra de la
Constitución la excepción de retroactividad de la ley penal
más benigna (art. 29) junto con derechos sociales y principios soberanos
indiscutibles, fue derogada inmediatamente después del asalto armado a las
instituciones republicanas de 1955[11].
Por eso, un “Estado Constitucional de derecho”
sustentado en la Constitución de 1853,
difícilmente pueda significar una amenaza real para los intereses de los más
poderosos, aunque la vigencia plena de los derechos y garantías que surgen de
la misma constituyan ciertamente un límite objetivo para el avance del poder
punitivo estatal.
En otros términos, comparto la opinión de Fermín Chávez,
según la cual “desentrañar las ideologías de los sistemas centrales, en cuanto
ellos representan fuerzas e instrumentos de dominación, es una de las tareas
primordiales de los trabajadores de la cultura en las regiones de la periferia.
Pero la realización cabal de esta tarea presupone, a su vez, la construcción y
el uso de un instrumento adecuado: necesitamos, pues, de una nueva ciencia del
pensar, esto es, una epistemología
propia”[12] . Ello es
necesario para romper con la aporía que se deriva de un gigantesco e histórico
proceso de penetración y apropiación cultural y científica. Lograremos salir de
él en tanto y en cuanto reformulemos las categorías de pensamiento, en aras de una episteme que delimite
claramente las contradicciones sobre las que se asientan las desigualdades históricas entre las
naciones opresoras y los pueblos oprimidos.
b- un
código penal respecto del cual la
mayoría de los análisis no trascendió el
plano estrictamente dogmático y, por ende, genera muchas dudas incluso respecto
de su funcionalidad en el marco de las democracias
formales burguesas. Obsérvese, por ejemplo, la irracionalidad de que normas de
indiscutible naturaleza procesal, como
las relativas a la acción penal (CP,
71,72 y 73) integren un código de fondo, decretando la publicidad y oficialidad
de la mayoría de los delitos y su persecución, oponiéndose a todo criterio de
oportunidad que contemple, no ya las particularidades regionales de la
criminalidad, sino la conveniencia política de la penalización de ciertas
conductas nimias y ciertos autores en extremo vulnerables. De ello debe
deducirse, entonces, que no puede ser casual la criminalización de la pobreza.
Un sólo ejemplo vale más que mil palabras: si en nuestro
país es cierto que este Código Penal
con su actual estructura, otorga respuestas suficientes a la problemática de la
criminalidad (sofisma del que participan
muchos dogmáticos y criminólogos progresistas), cabría preguntarse cómo se
explica que fuera un proyecto neopositivista
como el de Peco, el que haya previsto, hace más de medio siglo, el perdón judicial y el error de derecho, dos ideas fuerza por
la que vienen infructuosamente bregando ciertos sectores dinámicos del
pensamiento jurídico penal argentino, en aras de un sistema más justo[13] cuya única
conquista verificable, aunque insuficiente, resulta ser la incorporación
relativamente reciente del instituto de la suspensión del juicio a prueba (Ley
24.316).
En
sustancia, el código expresa una toma de posición explícita en el proceso
selectivo de criminalización, en el que la promesa de sanción a ciertas
conductas y no a otras, y el mayor o menor rigor de esos castigos, ponen al
descubierto una ideología totalizante y de indudable coherencia interna.
c-
Instrumentos de persecución y enjuiciamiento penal de corte autoritario, con excepciones recientes , diseñados para que el o
los Estados "no pierdan el juicio" -conforme la lógica medieval de la
expropiación de los conflictos a las partes- y logren una mediana eficacia en
la "lucha contra el delito". Estos sistemas procesales poseen además
una particularidad adicional: son aplicados por los miembros del poder menos
democrático del Estado, cuyos efectivos, también con honrosas excepciones, se
nutren de una ideología acorde con el
control social que deben ratificar en los términos de disciplinamiento ya
señalados, cuando no se corresponden, lisa y llanamente, con su extracción de
clase. Por estos motivos, el rol de los operadores judiciales en orden a la
reproducción de las condiciones de sometimiento derivadas del sistema penal demandará un capítulo específico en la presente investigación.
d- Un
sistema de ejecución penal que ha
contribuido con sus resultados a una suerte de abrogación de las denominadas
"ideologías RE" entre los ciudadanos de este margen. Para ello ha convalidado el derecho penal de
autor en la etapa ejecutoria de las penas privativas de libertad, relajado al
máximo los controles jurisdiccionales en el ámbito administrativo carcelario y
transformado institutos vitales de la ejecución en un verdadero sistema de premios
y castigos impartidos arbitrariamente por la propia administración.
A esta altura de mi planteo, estimo que resulta fácil
visualizar la crisis de los paradigmas de rehabilitación y resocialización,
atribuidos a los establecimientos generales de encierro[14]. Por mi parte,
pienso, coincidiendo con el pensamiento de Rutherford, que estas cárceles,
herederas lejanas del disciplinarismo fabril inglés, des-habilitan y des-socializan[15].
En un mundo donde se calcula existen ocho millones de
presos, y donde los índices de prisionización se incrementan año tras año, el
consenso que el discurso punitivo había generado respecto de la pretendida
necesidad de crear más lugares institucionales de encierro (como respuestas
estatales legitimantes de un retribucionismo extremo) es actualmente
controvertido con una virulencia inédita,
por sus propias víctimas: los reclusos.
El descreimiento masivo, naturalmente, se potencia
cuando se observa que mientras estos ámbitos superpoblados de prisioneros
revelan cotidianamente su violencia irracional, sectores hegemónicos de la
sociedad se ven favorecidos por una impunidad que les permite consumar
violaciones flagrantes a los derechos humanos, o perpetrar enormes negociados,
infracciones a elementales deberes de cuidado que derivan en tragedias otrora
impensables, lavar dinero, incurrir en actos de corrupción de alarmante
envergadura, traficar drogas, armas,
influencias, etcétera.
La nueva ley de ejecución penal N° 24.660, además
de prever formas alternativas de cumplimiento de los castigos (no alternativas
a éstos), actitud saludada con beneplácito por la doctrina y los operadores del
sistema, encierra el germen inquietante de una nueva evidencia de la retirada
del Estado, que vuelve a desnudar la inutilidad del encierro y su naturaleza
selectiva: la privatización de los
servicios carcelarios (art. 199).
Con todo, y a pesar de la desfavorable relación de
fuerzas sociales ya anotadas, es posible animarse a una construcción
criminológica compatible con los intereses de la mayoría, que debe ser
necesariamente crítica, y que además
puede ser exitosa en términos de obtención de consensos sociales perdurables y
mayoritarios, como intentaré demostrar.
Tales consensos deberían
construirse en derredor de la crítica abarcativa del conjunto del
sistema penal, y no solamente respecto del comportamiento de los procesos
secundarios de criminalización. Creo que la importancia de una propuesta de
este tipo, reside en que ese criticismo debe dirigirse, inicialmente, contra el
plexo axiológico que el sistema penal
protege en realidad, que no encierra sino contenidos ideológicos de
meridiana claridad (como adelanté al principio de esta investigación), que además son impuestos de manera coactiva,
a diferencia de lo que puede ocurrir en
otras latitudes.
En cualquier caso, la Constitución, el
Código Penal y la mayoría de los códigos procesales (herederos de modelos de
persecución y enjuiciamiento de fuertes rasgos inquisitivos), conforman,
como se sabe, el sistema de criminalización
primaria, tantas veces soslayado o subestimado en la labor analítica. Por
mi parte, tal como he advertido, a lo largo de este trabajo enfatizaré una
preocupación constante en desentrañar la verdadera incidencia histórica de este
proceso en la consecuencia de la ilegitimidad y selectividad del conjunto del sistema penal. En otros
términos, puede advertirse que son escasas cuando no nulas las referencias que
hago en esta investigación, a las instancias secundarias del proceso criminalizador estatal (tales como la brutalidad,
corrupción y prejuicios en la formación policial y penitenciaria y la violencia
inhumana de las prácticas carcelarias en todo el mundo, sin distinción de
ideologías). Sobre estos aspectos, mucho y bueno se ha escrito y se escribe
contemporáneamente. En cada caso, los analistas, siempre de manera fundada
y convincente, han discurrido en algún
momento sobre la criminalización en sus fases ulteriores, apuntando al proceso
secundario de criminalización como eje principal, tendiente a demostrar la
crisis del sistema penal (el denominado también “derecho penal dinámico”). Por
mi parte, en cambio, he optado por
analizar el bagaje de valores incorporados a las normas jurídico-penales (el llamado "sistema penal
estático"), desde donde es posible entender cabalmente también, aunque
desde otro abordaje, el sesgo profundamente selectivo del sistema en su
conjunto.
En suma, admitiendo a la criminalización secundaria como
un estado de corroboración y acentuación
de las relaciones injustas de “lo penal”, he escogido analizar su crisis
de legitimidad a partir de los presupuestos axiológicos e ideológicos que
el derecho penal sostiene y tutela. En definitiva, mis cuestionamientos deben
interpretarse como dirigidos a la escala
de valores que se traducen en las normas y respecto de los factores que
determinan y constituyen esa escala de valores.
A fin de delimitar claramente aspectos esenciales de
este trabajo, me permitiré una reflexión hipotética inicial sobre la libertad
de elección de las agencias de control institucional.
Así, por ejemplo, un comportamiento de apego celoso a la
legalidad y el respeto de los derechos humanos por parte de una fuerza policial
no impediría que el proceso primario criminalizador coloque igualmente bajo su esfera de atención siempre a los
mismos sujetos sociales, con lo cual el sistema seguiría siendo selectivo e
injusto.
Si las cárceles fueran “sanas y limpias”, y los
denominados “paradigmas RE” demostraran un aceptable sustento frente a la
realidad, ello no impediría tampoco que existiera una “clase presidiaria
permanente”[16], con análogas
derivaciones a las enunciadas en el párrafo anterior.
Igualmente, si imagináramos que jueces y fiscales
modificasen en un futuro impreciso su
ideología mayoritaria y hegemónica, acomodándola a estructuras de pensamiento y
concepciones compatibles con un “estado constitucional de derecho”, y llegasen
a comprender y utilizar la importante porción de poder de que disponen, para
revertir las condiciones selectivas del sistema penal y afirmar sin cortapisas
la vigencia de las garantías constitucionales, es probable que los mandatos planos e impermeables de la
ley penal los colocaran al borde del prevaricato o del incumplimiento de los deberes a su
cargo.
Estas
especulaciones nos sitúan mucho más cerca de demostrar que las leyes penales sí se ocupan –y de manera especial- de
personas de carne y hueso, sólo que para someterlas a un poder que se
sustenta en una lógica interna determinada y que se expresa mediante un
ejercicio ideológico y práctico coherente y totalizador: el control social
formal como mandato destinado a configurar y reproducir las “certidumbres” (ergo, las “seguridades”) de un segmento
particularizado y minoritario de las sociedades. Marco aquí mis diferencias con
el Profesor Zaffaroni, dado que, si bien es cierto que (en apariencia) la
criminalización primaria es un hacer declarativo que normalmente se refiere a
conductas o actos previamente definidos y tipificados, y que importa solamente
un primer paso selectivo de cierto nivel de abstracción[17], esta afirmación
debe ser confrontada críticamente a la luz de la autonomía relativa de los estados “de
derecho”, la particular escala de
valores que los distingue y que se expresa en sus normas (en especial las
penales), y los destinatarios obligados de este formidable universo de control social.
Habiendo adelantado mi intención de investigar la
cuestión del control social en su
indiscutible correlación con los bienes
jurídicos tutelados por el derecho (penal), corresponde al
menos hacer una escueta mención de dichos bienes, antes de iniciar su abordaje
sustancial.
En primer lugar, he de dejar ex profeso de lado la
discusión de neto corte dogmático, respecto de si los bienes jurídicos son
entes que preceden a la norma o si son las normas las que crean a los bienes
jurídicos porque, precisamente, con ser ella provechosa, poco aporta a la
temática que interesa en este caso concreto.
Una actitud similar he de adoptar en principio respecto de la evolución histórica del bien jurídico
penal y de la polémica desatada con relación a lo que en realidad protege el
sistema penal. Con excepción de la disputa sobre la existencia de bienes
previos al sistema penal, que constituye, justamente, una de las conclusiones a
las que pretendo arribar en esta investigación[18] .
En razón de los objetivos de este trabajo, me interesa
señalar y explorar esa suerte de
asimetría axiológica resultante de la interacción entre las agencias del
control y los bienes jurídicos resguardados en una región capitalista
dependiente y marginal.
Ese contexto, cuya racionalidad se analiza, permitiría
ubicar (esto no es novedad, lo que es inusual es que no se insista en su
formulación) al derecho de propiedadprivada en el pináculo de todos los
bienes jurídicos, exacerbando su tutela hasta límites impensables y totalmente
irracionales. Lo que no hace más que poner de manifiesto el fuerte contenido
clasista que informa al derecho y en especial al derecho penal, y el prolijo y
clásico vínculo entre la escala de
valores dominante y el derecho a castigar.
La producción más sustancial del discurso “único” de la
“sociedad de la información” consiste en la reconstrucción del concepto mismo
de propiedad, que no radica ya
únicamente en el tener, como dato constitutivo del poder, sino que se integra
con el tener, el poder y el saber.
Ello no obsta a la persistencia de una protección tenaz y desproporcionada de
este bien jurídico, ahora re- configurado, por parte del derecho penal. En consecuencia, podemos afirmar que
aparece clara, en el discurso conservador contemporáneo, la tesis hegeliana que
identifica la “libertad” con la “propiedad”. En otros términos, se da por sentado que la
persona humana debe darse para su
libertad una esfera exterior: la relación con las cosas. Esa relación –de
apropiación en última instancia- sería
expresión de la voluntad libre inexorable del hombre: la manifestación
externa de su libertad[19].
A partir de allí y sólo desde esa mirada, es posible
entender finalmente de qué manera la
distorsión en la forma de concebir normativamente la escala de valores (luego,
bienes jurídicos) y las penalidades reservadas para su afectación, producen el
desprestigio contemporáneo del sistema penal y ponen en tela de juicio, entre
otras cosas, el paradigma iluminista de la vida como el bien jurídico más
sensiblemente custodiado por parte del poder punitivo estatal[20].
En este sentido y a esta altura, creo que es oportuno y
necesario demostrar las diferencias relevantes que existen en los sistemas de
nuestros países marginales, respecto de lo que ocurre en los países centrales o
pertenecientes al denominado "Primer Mundo", en cuanto a la
percepción que se tiene del origen del bien jurídico penalmente tutelado, su
legitimidad material y las posibilidades concretas de los estados en orden a la
racionalización de esas custodias. Lo que marca una distancia cuyos efectos no
pueden ignorarse en el análisis de sociedades más homogéneas, en su comparación
con la fractura social que evidencian nuestros países.
La
Profesora Paz M. De la Cuesta Aguado, en su artículo "De la
correcta contradicción de las normas entre sí y/o el bien jurídico” señala: "De lo anteriormente expuesto se
deduce que una correcta selección de bienes jurídicos resulta imprescindible
para una tipificación adecuada. Ahora bien, no siempre que el bien jurídico ha
sido correctamente seleccionado, la tipificación será correcta ni la
intervención penal justificable". Con esto, la autora comienza marcando
identidades con la problemática argentina. "La definición del concepto
dogmático y de la función que ha de desempeñar el bien jurídico no ha sido
nunca pacífica, pero en los últimos años las discusiones no han dejado de
sucederse con especial virulencia -si cabe- si bien no tanto en torno a la necesidad de la concurrencia de un bien
jurídico en el delito, como en torno a su contenido y a los procesos de
selección". La advertencia es oportuna porque se interna en la
cuestión que entiendo crucial respecto de la legitimidad de los sistemas
penales occidentales, en lo que hace a la escala de valores que protegen y el
orden de prelación en la tutela de dichos valores. "Es esta última
cuestión, auténtico Talón de Aquiles de la teoría del bien jurídico de corte
liberal, la que más críticas ha recibido. A) La constatación de que son los grupos en el poder -o los
grupos con poder- los que imponen al resto de la sociedad sus valores para que
sean protegidos como bienes jurídicos, hace dudar a la doctrina de la
conveniencia de anclar en este concepto -sobre el que existen pocas garantías
de control- la legitimación del delito. Ahora bien, la imposición de valores no
es un fenómeno exclusivo del Derecho penal ni del concepto de bien jurídico.
Más bien es un fenómeno que se reproduce inevitablemente a lo largo de la
historia..." "En una sociedad democrática de hecho, en la que
funcionen correctamente sus instituciones y que cuente con un sistema político
pluripartidista, la imposición de valores por los grupos en el poder no tiene
por qué identificarse con el terror estatal o con el autoritarismo, puesto que
los distintos poderes -económicos, políticos, sindicales, etc... -se encuentran
tan interrelacionados que más que de una imposición habría que hablar de un
pacto; de un pacto entre distintos sectores cada uno de ellos con su interés
particular (de sector) y sus valores (en muchas ocasiones derivados de ellos).
Por ejemplo, en nuestro país, el Capital -integrado en su mayor parte por
multinacionales- tiene un importante poder político y peso político en la toma
de decisiones. Sin embargo, hoy en día no es imaginable la imposición que, en
su exclusivo beneficio, perjudique abiertamente los intereses de los
trabajadores. Más bien, cualquier decisión habrá de ser fruto de un pacto
político. Por ello, sin olvidar que es cierto que quien tiene poder impone sus
valores al legislador, los grupos sociales que tienen poder son cada vez más
amplios y, ello es, en definitiva, la mayor garantía de limitación de la
intervención penal y de la generalización de la exigencia de respeto al
principio de protección de bienes jurídicos con auténtico contenido material
que puedan cumplir su función de la intervención penal..."[21].
Por supuesto, escasos puntos de contacto podrían hallarse entre el escenario
descripto en este último párrafo, respecto de España, y lo que ocurre en el
brutal y coactivo proceso de deslegitimación institucional, concentración de la
riqueza, marginalidad y exclusión social actual de la Argentina (aunque, vale
aclararlo, según el “Proyecto Barañí”, aproximadamente una cuarta parte de las
presas españolas son gitanas y en
1987 el 28% de las reclusas por delitos
contra la propiedad eran gitanas, lo que demandaría algunas precisiones
complementarias a la visión consensual transcripta).
A los términos marginalidad y exclusión pretendo darles
el mismo alcance que les otorga Ralf Dahrendorf[22]; esto es, de una
nueva masa marginal innecesaria y
respecto de las cuales el resto puede prescindir y de hecho le gustaría hacerlo.Me permito dejar sugerido si estos cambios sociales sin precedentes, no han generado, además un nuevo tipo de argentino, un "ser nacional" embrutecido por
un individualismo antisocial y autoritario ante el declive y la erosión de un
proyecto solidario y compartido de vida en común. Como se observa,
podríamos estar ante un proceso histórico de cambio social justamente inverso al español que, según se
analiza, pasó de un individualismo estéril en la primer etapa de la dictadura
franquista a un "individualismo convivencial" actual, compatible con estructuras de pensamiento contractualistas,
propias de una sociedad integrada[23]. Por ello, la
referencia a realidades distintas debe hacerse con sumo cuidado. De todos
modos, algunos ejemplos históricos recientes son más claros que cualquier
especulación teórica y marcan diferencias esenciales.
Hace algunos años (muy pocos) la Cámara de Diputados de la Provincia de La Pampa sancionó la Ley N° 1152 (luego derogada), que introducía modificaciones en
el Código Procesal Penal, y que tornaba virtualmente no excarcelable el hurto
de dos o más cabezas de ganado (hubo otras provincias argentinas que adoptaron
regímenes semejantes).
Este hallazgo de
nuestra política criminal, un antecedente procesal del “hurto campestre”, hacía
posible que quien resultara acusado de la sustracción de dos ovejas fuera
inmediatamente privado de su libertad, pero que, en cambio, un sujeto procesado
por abuso deshonesto de un niño, un
desaprensivo "homicida imprudente" de nuestras sociedades de riesgo,
o un funcionario acusado de defraudar a la administración pública, podrían
esperar seguramente el juicio en libertad. Debía pensarse que, o bien la norma
reconocía una clara inspiración en las tradiciones milenarias hindúes, o el
sistema penal no hacía sino subrayar su condición de brutal mecanismo de
control social formal, definitivamente afectado a la reproducción de las
condiciones de producción y explotación de nuestra sociedad.
Por el contrario, ante la evidencia de la desmesura de
la norma, los jueces de Instrucción –mayoritaria aunque no unánimemente-
decretaron tantas veces su inconstitucionalidad, hasta que el mismo Parlamento
(agencia de criminalización primaria por excelencia) debió finalmente derogar
la ley. Curiosamente, las entidades ruralistas de la Provincia acaban de
volver a la carga recientemente, intentando la exhumación de la misma
iniciativa mediante expresiones hechas públicas antes de la incorporación al
Código Penal de la figura del hurto campestre, en la forma en que actualmente
se halla redactada.
En otro orden de ideas, debe anotarse que, por ejemplo,
es difícil encontrar en las estadísticas policiales (las que son tomadas como
base en no pocos casos para intentar demostrar las fluctuaciones de la
actividad criminal) delimitaciones totalmente fiables entre robos cometidos con
fuerza en las cosas o mediante la
utilización de violencia en las personas. Pareciera que, consciente o
inconscientemente, se asimilara en cuanto a su dañosidad social, la rotura de un vidrio para sustraer un
pasacassette con un asalto a mano armada, lo que no deja de ser llamativo en
cualquier caso y empece seriamente cualquier intento de "medición de la
inseguridad".
Como dato ilustrativo adicional, vale destacar que en
esta misma Provincia, los hurtos de bicicleta siguen configurando la mitad de los delitos constatados por
las estadísticas policiales[24] .
Como estimo, en última instancia, que esta realidad
puede ser percibida y este cuadro de situación compartido total o parcialmente,
cabe preguntarse si en medio de una sociedad obsesionada por la "falta de
seguridad urbana", con un reclamo masivo de respuestas eficientes al
sistema penal, es posible al mismo tiempo someter a una renovada discusión a la
tríada de factores ya enumerada: sistema
penal, control social y bienes jurídicos. Pretendo dar una respuesta
afirmativa. Más aún, creo que ese debate pendiente, no sólo es necesario sino
imprescindible para aspirar a una caracterización sociológico-jurídica correcta
de la cuestión criminal en la
Argentina.
Así como creo que deviene urgente entre los críticos profundizar las
coincidencias antes que las disidencias, creo también posible articular un
discurso crítico compatible, no sólo con la necesidad de un pensamiento
criminológico democrático y progresista, sino
también con las percepciones y expectativas sociales mayoritarias y más
urgentes respecto de la cuestión criminal. En efecto, de la misma forma en
que ha podido decirse que el delito carece de entidad ontológica, que es una
creación histórica y cultural del hombre (o mejor dicho, de aquellos hombres
con poder suficiente para definir como criminales a determinadas conductas) y
que por tanto es variable porque
variables son los bienes jurídicos y valores que se dice proteger mediante el
sistema penal, la mayoría de la gente percibe de manera parecida este fenómeno
cuando actualiza a diario la idea de que "nadie" va preso en nuestro
país. Por supuesto, ese "nadie" no alude a los muchos que ciertamente
van presos, sino a que no van presos quienes realizan conductas disvaliosas
trascendentes, situación ésta que se pone en evidencia cotidianamente.
Mientras advertimos que la mayoría de los ordenamientos
procesales penales en la
Argentina no cumplen con el mandato constitucional de la
instauración del juicio por jurados, o cuando formulamos reparos contra la
oficialidad de las acciones penales o criticamos las ideologías dominantes en
un poder autoritario (por regresivo) y elitista del estado, la visión ciudadana coincide justamente, aunque no lo
exprese en los mismos términos, con un marcado descreimiento respecto del sistema de justicia que,
reitero, tal vez deba entenderse como una crisis de legitimación, lo que intentaremos demostrar en un capítulo
específico dedicado a este tema.
Es que también a quienes pensamos críticamente la
cuestión criminal, nos cabe la responsabilidad de clarificar que lo que se vive
como un sentimiento de desconfianza en relación con las formas en que se
administra justicia, no hace sino aludir, en realidad, a la falta de legitimación del sistema penal
en sus actuales términos. Ahora bien, si se aceptan estos postulados, es necesario, al menos, delinear los límites
del criticismo que proponemos. El umbral inicial, como ya quedara esbozado,
sitúa el problema en términos de desajuste entre los bienes jurídicos penales y
la intensidad y rigor de su tutela por
parte del sistema penal. “Por bien jurídico pueden entenderse todas las
categorías conceptuales que asumen un valor, contienen un sentido o sustentan
un significado positivamente evaluados, dentro de una consideración
institucional de la vida regulada por el derecho, como merecedores de la máxima protección jurídica, representada por
la conminación penal de determinados comportamientos descritos en los tipos
legales”. “Esta categoría contiene los
valores fundamentales de la vida comunitaria... cuyo mantenimiento
inalterado e incólume posee el ordenamiento positivo un interés que pretende
asegurar con sus normas, frente a indeseadas lesiones o puestas en peligro de
los mismos”. “La noción de bien jurídico no abarca, sin embargo, a la totalidad
de objetos de protección jurídica lato sensu, sino que en su acepción técnica penal se circunscribe al exclusivo
ámbito de aquellos que requieren un aseguramiento normativo del mayor rigor,
sobre la base de la prevalente relevancia axiológica del momento conceptual
tutelado por el carácter fundamental que sustenta, y a la gravedad del ataque
contra él dirigido en el ámbito de manifestación de un determinado
comportamiento”. “En definitiva, a nuestro modo de ver, el concepto del
objeto de tutela penal se integra esencialmente de dos nociones básicas de
paralela relevancia: los bienes y
los valores” “Por bienes, debe entenderse dentro del
ámbito de la caracterización técnica del bien jurídico, todos aquellos objetos
que, siendo de utilidad para satisfacer necesidades personales, asumen una importancia de tal índole en el
ámbito de la convivencia humana que son estimados acreedores de la máxima
garantía del ordenamiento jurídico-penal”. “Por valores se considera, en el mismo plano dogmático, aquellos
atributos anímico-espirituales de
especial trascendencia para la autorrealización de la persona en sociedad, que
repercuten de una forma inmanente en la propia estructura de configuración del
núcleo social, en cuyo círculo se provee el desenvolvimiento de las aspiraciones
individuales en un orden jurídico abstracto de libertad, respeto y colaboración
recíprocos”. “En los límites de la formulación propuesta, los conceptos de bien y de valor
no integran momentos extraños y contrapuestos, sino nociones conexas, congruentes y complementarias
entre sí, encuadrables en una categoría técnica superior de proyección
dogmática plural y sentido substancial unitario: el bien jurídico”. “En suma, el concepto penal de “bien
jurídico” puede ser descrito en forma sintética, a nuestro juicio, como el bien
o valor merecedor de la máxima protección jurídica, cuyo otorgamiento es
reservado a las prescripciones del derecho penal”[25] .
Por ende, la crítica apunta al redescubrimiento de los estrechos márgenes
que nuestra realidad objetiva nos marca. El cuestionamiento explícito de la protección penal a la propiedad privada,
sobredimensionada, particularmente rigurosa en nuestro país, es un punto de
partida insoslayable y permite inquirir
si esas categorías pueden ser asumidas racionalmente como portadoras de una
importancia tal en términos de
convivencia y desarrollo sociales, que merezcan la máxima protección jurídica
estatal.
Me refiero especialmente, a la protección penal del
derecho de propiedad (privada) cuando ésta es afectada en bienes nimios,
absolutamente irrelevantes, como los denominados "hurtos de
bagatela", por ejemplo.
He reflexionado
también acerca de la especulación ensayada por Bergalli, en el sentido de que el capitalismo
decimonónico era menos excluyente -y por lo tanto menos injusto- que el que
corresponde a este estadio de evolución del sistema a escala mundial. Comparto
este punto de vista. En cambio, me parece difícil encontrar idéntica
justificación dikelógica y racional a una protección penal de la propiedad privada con el grado de celo con que se la
ejercita, en el mismo momento en que (a
diferencia de ese capitalismo temprano) los bienes se reproducen por millones y
saturan los mercados, despertando la "revolución de las expectativas
crecientes" en los sujetos desposeídos y socialmente destituidos[26]. En síntesis, me parece oportuno el planteo, perfectamente posible, de una despenalización de los pequeños hurtos
y de las demás afectaciones insignificantes al derecho de propiedad privada. Y
con ello no aludo a soluciones que se agoten en mecanismos tales como la
suspensión del juicio a prueba, que procede únicamente en determinadas circunstancias y respecto de determinados
sujetos. Me refiero a alternativas extra penales (o intra-penales, conforme
al carácter punitivo o no punitivo que se confiera a instrumentos tales como la
composición o la reparación del daño) que funcionen en todos los casos y no
únicamente por cuestiones utilitarias que coadyuvan al descongestionamiento de
los engranajes judiciales. No se trata, en este caso, de preservar el sistema,
sino de preservar del sistema a
personas de mayor vulnerabilidad frente a la ley penal. Si lográramos sostener
el planteo frente a la realidad, el enfoque crítico habría conseguido apuntalar
la existencia (no la legitimación o convalidación) de un sistema penal más
justo y equitativo en la distribución de los castigos porque, en definitiva, si
esta sociedad quiere seguir penalizando, con toda seguridad que, aún así, no
habría de faltarle clientela. Sólo que distinta, en ese caso.
[1] Alvarez Tabio, Fernando: “Comentarios a la Constitución Socialista”,
p. 27, Ed. De Ciencias Sociales, La habana, 1985.
[2] conf. Zaffaroni, Eugenio Raúl; Alagia, Alejandro;
Slokar, Alejandro:"Derecho Penal. Parte General" Ed. Ediar, Buenos
Aires, Argentina, 2000, p. 463
a 461
[3] Zaffaroni, op. cit., p. 464 y cc; Gomes, Luiz
Flávio: "Norma e bem jurídico no direito penal", Editora Revista dos
Tribunais, Nº 5, SP, 2002, p. 28
[4] Baratta,
Alessandro: "Funciones instrumentales
y simbólicas del derecho penal. Lineamientos de una teoría del bien
jurídico", en Revista Brasileña de ciencias criminales, Nº 5, enero-marzo
de 1994, p. 17
[5] Rosa, José María: "Historia Argentina",
Ed. Granda, 1969, Tomo 6, p. 100 y ss.
[6] “Bases”, Capítulo
XXX, referido por Rosa, op. cit.
[7] “Bases” Capítulos. XXX y XXXII, referido por Rosa, op.
cit.
[12] Chávez, Fermín: “La recuperación de la conciencia
nacional”, Peña Lillo Ed., p. 21, Buenos Aires, 1983
[13] Pires, Alvaro: reportaje publicado en
www.derechopenalonline.com
[14] conf. Bompadre, Francisco María: "Paradigmas
Re: auge y caída de un mito", ponencia presentada en el II Seminario de
Derecho Penal y Criminología, realizado los días 15, 16 y 17 de noviembre de
2002 en la UNLPam
[15] Conferencia
dictada en las “Jornadas
sobre teorías criminológicas, política criminal y prevención del delito",
organizadas por el Departamento de Ciencia Política y de Derecho Público de la Universidad Autónoma
de Barcelona y el Centro de Estudios Jurídicos y Formación Especializada del
Departamento de Justicia de la
Generalitat de Catalunya (España), 1999.
[16] Davis, Mike: “Control Urbano: la ecología del
miedo”, Virus Folletos, 2001, p. 55
[18] conf. Jakobs, Günther: “¿Qué protege el derecho
penal: bienes jurídicos o la vigencia de la norma?”, 2001, Ediciones Jurídicas de Cuyo
[19] Hegel, Georg
Wilhelm Friedrich: “Principios de la Filosofía del Derecho”,
Ed. Sudamericana, Bs. As., 1975, p. 77 a 79
[20] Conf. Puig, Gustavo: “La vida: ¿es el bien
jurídico mejor protegido?”, en “Revista de Ciencias Penales”, Número 2, Carlos
Alvarez Editor, Montevideo 1996, p. 365
[21] "Norma
primaria y bien jurídico. Incidencia en la configuración del injusto. De la
contradicción de las normas entre sí y/o el bien jurídico", en Revista Electrónica Poenalis: http://inicia.es/pazenred/portada
[23] Conf. González -Anleo: "Para comprender la Sociología", Ed.
Verbo Divino, 1994, Pamplona, p. 288.
[24] conforme lo expresara el Ministro de Gobierno y
Justicia de La Pampa
al Diario local “La Arena”,
en su edición del día 14 de mayo de 2001
[25] Conf. Polaino Navarrete, Miguel: “El injusto típico en la teoría del
delito”, Mario A. Viera Editor,
Corrientes, 2000, p. 488 a 495. El recargado en
negrillas me pertenece.
[26] conf. Corral Bobber, Alejandro: "El problema
de la propiedad. La farsa del derecho penal como última ratio", ponencia
presentada en el II Seminario de Derecho Penal y Criminología, realizado los
días 15, 16 y 17 de noviembre de 2002 en la UNLPam
(*) Fragmento del Libro "Bienes Jurídicos y Sistema Penal", primera Tesis doctoral del autor, escrito a principios de 2003.
Podríamos
afirmar que la culpa o, con mayor propiedad, la culpabilidad de los imputados,
es el presupuesto indispensable que habilita a los Estados para la aplicación
de una pena en un Derecho penal liberal. La mayoría de los sistemas penales
democráticos justifican, además, la imposición de castigo, amparados en la
vigencia inexcusable de los denominados “paradigmas
Re”. Esto es, en la expectativa de que la sanción impuesta, bajo
determinadas condiciones de asistencia y tratamiento, faciliten la reinserción,
resocialización o reintegración de los infractores a “la sociedad”, a la que se
concibe como un todo unidimensional
que se sostiene y reproduce en base a valores mayoritariamente aceptados, que
el crimen ofende y lesiona. Desde esta perspectiva se concibe al poder punitivo
institucional como una forma de evitar la venganza privada y disminuir los
estándares de reincidencia.
Nos
hemos ocupado de la volatilidad de las sociedades plurales y diversas que
caracterizan a la modernidad tardía, y, por lo tanto, a las dificultades en
retener una referencia cierta capaz de producir valores con arreglo a los
cuales los individuos deberían comportarse, en especial aquellos que son condenados,
justamente para lograr que en lo sucesivo se motiven en la vigencia de las
normas que rigen a aquella. Pero no es este el momento ni el espacio para
desarrollar una teoría de la relatividad
de los valores sociales. Simplemente, queremos señalar algunas cuestiones que
prologan la difícil relación entre infracción y castigo, en materia de delitos
contra la humanidad.
Para
ello debemos comenzar reconociendo la aguda crisis que afecta, desde hace
cuatro décadas, al paradigma correccionalista de los Estados de derecho
nacionales, como consecuencia del deterioro del Estado de bienestar, de la que
evidentemente no se ha recuperado todavía. Este nuevo mundo del control del
delito, que se expresa en democracias occidentales que ejecutan delincuentes y
mantienen tasas de encarcelamiento que superan ampliamente los estándares que
en la materia exhiben otras potencias liberales, indudablemente debe de haber
influido, a su vez, en las coordenadas en las que se asienta el derecho penal
internacional.
Las
nuevas formas de control del delito, han gestado las bases de legitimación de
una política antiwelfarista en materia de reacción social e institucional
frente al delito. De hecho, la prisionización aluvional y una cultura del
control exacerbada son las formas mediante las que se expresan las respuestas a
los problemas de orden social durante la postmodernidad. El cambio de los
discursos condiciona en gran forma las políticas públicas que en materia de
control social del delito se operan en los derechos internos.
El
delito y la reacción social contra esas ofensas han pasado a ser un articulador
de la vida cotidiana, se inscriben naturalmente en las retóricas mundanas,
redundando en una nueva penología destinada, fundamentalmente a controlar los
riesgos. Por eso, hay más punitividad, pero también más prevención. En ese marco, “la aparición en la política oficial de
sentimientos punitivos y gestos expresivos que parecen extraordinariamente
arcaicos y francamente antimodernos, tiende a confundir a las teorías sociales
actuales sobre el castigo y su desarrollo histórico”. “Esta caída en desgracia
de la rehabilitación ha sido inmensamente significativa. Su declive fue el
primer indicador de que el esquema de la modernidad -que se había fortalecido
incesantemente a lo largo de un siglo- estaba comenzando a desarticularse”[1].
Esa
profunda crisis de credibilidad estuvo basada en la sustitución del discurso
correccionalista, criticado a diestra y siniestra, por políticas públicas que
se ocupan del delito y el castigo expresando “sentimientos” de la multitud, que
han suplantado los aportes de los expertos, claramente devaluados en la
actualidad.
Por
otra parte, desde las perspectivas críticas del Derecho penal y la
Criminología, se ha puesto en crisis también al correccionalismo por considerar
sus postulados una ficción, toda vez que la cárcel no solamente no resocializa
ni reinserta a los penados, sino que por el contrario, los vincula y socializa
con otros sujetos en conflicto con la ley penal, de lo que resultaba una suerte
de aprendizaje o especialización de la delincuencia al interior de las
prisiones. Pero, además, se exacerban las críticas respecto de la escasa
calidad institucional de los Estados y el rol deficiente de los expertos a la
hora de apuntalar mínimamente la perspectiva de una efectiva resocialización de
los penados.
La
ideología del “tratamiento” demostraba, según estas narrativas críticas, su
inocuidad, su falibilidad y la falacia que yace en la base misma de su
formulación, en la que el Estado elude su propia resposabilidad en materia de
crecimiento de la conflictividad social.
Desde las expresiones más extremas del realismo de
derechas, que cobra fuerza a partir de las década del 80’, por su parte, se
planteó que las cárceles en verdad sí
funcionaban, pero no como un espacio de rehabilitación previo al
reencuentro con el mundo libre, sino,
lisa y llanamente, como un ámbito de inocuización, neutralización o
incapacitación de los indeseables y los peligrosos.
La
pena de prisión se justifica, de esta manera, apelando a un retribucionismo y
un prevencionismo extremos, en el que el futuro de los prisioneros era una
cuestión secundaria y residual subordinada a la preservación de valores tales
como el derecho a la defensa social respecto
de los delincuentes.
Ambos
cuestionamientos, por supuesto, continúan en boga en la actualidad, pero no han
derogado, en absoluto, la vigencia de ciertos paradigmas decimonónicos que
había acuñado el correccionalismo, a la sazón el paradigma más cercano a las
narrativas y prácticas rehabilitadoras.
A
mayor abundamiento, debe ponerse especial énfasis en señalar que en las
Constituciones liberales de los Estados constitucionales de derecho, la
ideología de la resocialización y la reinserción o reintegración de los penados
es lo que confiere una única justificación al castigo institucional, y en
especial, a la pena de prisión.
Eso
es lo que establece, de manera categórica, el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos, que en su artículo 10.3 prescribe: “El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya
finalidad esencial será la reforma y la
readaptación social de los penados”.
Vale
recordar que en dicho Pacto, que entró en vigor el 23 de marzo de 1976, se
reivindica en su Preámbulo como sujeto a
los “principios enunciados en la Carta de las Naciones Unidas, la libertad, la
justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad
inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e
inalienables”.
Estamos
frente a un Instrumento internacional, emanado de la propia Organización de las Naciones Unidas, que
ratifica entre sus objetivos fundamentales y valores, los objetivos de reforma
y readaptación social de los penados, y por lo tanto, la vigencia del paradigma
correccionaslista no podría ser materia
de objeción, debate o desconocimiento en
cualquier sistema penal democrático.
Por
lo expuesto, pareciera que, en salvaguarda de la coherencia interna de un
sistema jurídico universal, no podría eludirse -mucho menos en lo que concierne
a una cuestión de semejante sensibilidad- la única causal explicitada que
legitima la pena privativa de libertad en el orden internacional[2].
No
obstante ello, la doctrina más autorizada en la materia se encarga de ratificar
la crisis del welfarismo correccionalista
en materia de resocialización o reinserción de los penados, con un discurso en
apariencia descriptivo que, en realidad, se permite poner en crisis con una
gramática polisémica los propios paradigmas del Derecho penal liberal y ampliar
los límites de lo posible, en materia de aplicación de penas privativas de
libertad en el plano internacional. Así,
se ha afirmado: “Las funciones y fines del Derecho penal nacional no son
susceptibles de ser fácilmente transferidas al Derecho penal internacional. Sin
perjuicio de lo anterior, las similitudes entre ambos planos son inequívocas.
Mientras el Derecho penal nacional sirve a la pacífica convivencia de las
personas dentro de un Estado, el Derecho penal internacional persigue esta
finalidad cruzando las fronteras, y sólo en el evento de graves violaciones a
los derechos humanos o grandes amenazas a la paz y seguridad de la humanidad”[3].
Pareciera
de toda lógica que si las funciones y fines del derecho penal internacional y
de los derechos nacionales coinciden, el ideal rehabilitador debería estar presente en ambos supuestos. Pero,
llamativamente, se ha señalado al mismo tiempo que “El Derecho penal
internacional se distingue del Derecho penal nacional no sólo en cuanto a su campo de aplicación (universal), sino
también, en cuanto a otra categoría básica, esto es, en su limitación para
proteger los bienes jurídicos
fundamentales de los individuos y de la comunidad internacional (protección
que incluso justifica, en gran medida, el reconocimiento del deber internacional
de castigar)”[4].
Y
que el hecho de que “la función del Derecho penal sea vista como una efectiva protección de bienes jurídicos, nada
dice acerca de la forma en que este
objetivo ha de ser alcanzado. Es comúnmente aceptado entre las teorías utilitarias
de la pena, el que ésta simplemente se limite a prevenir la comisión de futuros
perjuicios a determinados intereses o bienes jurídicos; mas no así, al resarcimiento de delitos que ya han sido perpetrados. No obstante lo
anterior, el referido efecto preventivo puede ser alcanzado de distintas
maneras, según las circunstancias individuales de cada caso. Más aún, es
menester tener presente, que el efecto preventivo de la pena (o su simple
amenaza) exige una evaluación completamente distinta, según la naturaleza de
los delitos específicos de que se trate (esto es especialmente importante en
cuanto a la perspectiva del derecho penal internacional, véase infra 4)”[5].
Esta
caracterización anuncia una aparente convalidación de la posibilidad cierta que
el Derecho penal internacional -como lo han hecho algunos Derechos internos-
haga abandono del ideal resocializador: “Sobre el particular, es pertinente
recordar -aunque sea brevemente- tres importantes críticas formuladas a este
respecto en el ámbito del derecho penal nacional, las cuales pueden ser
relevantes en materia de derecho penal internacional. En primer lugar, se debe
mencionar la discrepancia entre la teoría y la práctica de la resocialización.
Las expectativas -aun sin confirmación- depositadas en la posibilidad de
prevenir la reincidencia del delincuente mediante programas terapéuticos
apropiados, en la práctica han obtenido -por el momento- resultados bastante
desalentadores. En segundo lugar, un planteamiento orientado exclusivamente en
los propósitos de la prevención especial adolece de una limitación inherente a
la severidad de la sanción penal. Finalmente, el reparo hegeliano continúa
gozando de validez: La educación forzada de un adulto sería contraria a la
dignidad humana. A este respecto, merecen tener consideración las reflexiones
formuladas por Roht-Arriazas en
torno al efecto disuasivo de la pena, en el caso de delincuentes
institucionalmente obligados (cumplimiento de un deber): Como estos
delincuentes son protegidos por su respectiva “fachada organizacional”, todo
intento de disuasión y resocialización estaría destinado al fracaso. A este
respecto, sólo una reforma institucional podría ser de utilidad. Más aún,
atendido el carácter excepcional de los delitos y delincuentes internacionales,
la disuasión especial tendería a perder significación”[6].
En
concordancia con estas tesituras, ya hemos asistido a algunos pronunciamientos
de Tribunales internacionales que se dictan desoyendo un mandato imperativo de
semejante claridad, y que además han fundamentado expresamente su alejamiento
respecto de esos paradigmas.
Respecto
de circunstancias emblemáticas, se ha consignado específicamente la edad de los
inculpados y el monto de las penas a las que han sido condenadas muchas
personas sometidas a tribunales especiales, sin contar, claro está, los casos
de aquellas que han sido condenadas a muerte. En cada una de esas situaciones,
es obvio que el sistema penal ha decidido hacer caso omiso del requisito legal
de la resocialización, rehabilitación o reintegración social de los condenados,
si se atiende a la difícil compatibilización entre los años de prisión
impuestos y la edad biológica de los castigados.
A
mayor abundamiento, ya hemos reseñado los precedentes del Tribunal Penal
Internacional para la ex-Yugoslavia (tpiy)
y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) que le concedieron a la
noción de retribución -frente a otros fines de la pena- un rol marcadamente
preponderante[7].
Es
evidente que -al menos en esas decisiones- el Derecho penal internacional, como
también lo han hecho algunos derechos nacionales, ha decidido apartarse de las
coordenadas de los denominados “paradigmas Re”.
En
un contexto en el que, en materia de políticas públicas asociadas a la cuestión
criminal, se ha sustituido un paradigma de control de la economía y liberación
social por otro que adhiere a la liberalización de la economía y el control
social, el welfarismo penal, impuesto
décadas atrás “desde arriba” de las superestructuras y sin demasiada oposición,
tropieza con demandas alternativas, encontradas, draconianas, que en nada se
asemejan a la apatía e ignorancia que el público exhibía en esta materia
durante los años de vigencia del Estado de bienestar[8].
La
cuestión radica en determinar si, aún con las tensiones que genera ese clamor
social, es posible que un sistema penal liberal, humanista y democrático puede
efectivamente prescindir de los mencionados paradigmas correccionalistas.
La
legitimación -a nuestro entender solamente aparente-
para actuar por fuera de los mandatos establecidos legalmente, se enanca en el
ya mencionado debilitamiento y descreimiento en el que ha caído el objetivo
resocializador de las penas de prisión.
Su
puesta en crisis, particularmente severa en algunos países que marcan agenda en
materia de política criminal, ha operado como un salvoconducto de facto para
que también el Derecho penal internacional se apartara de los mismos, sin
demasiadas explicaciones ni preocupaciones dogmáticas.
La
construcción de un nuevo “sentido común”, sustancialmente emotivo, en el que la
reaparición de la víctima le agrega una importante alícuota de pretensión
punitiva a la relación entre ofensa y reacción social, transforma a esta última
en un articulador de la vida cotidiana que se salda con una propensión a la mayor
dureza institucional.
Se ha entendido que “asistimos
por lo tanto hoy en muchos países, y sobre todo en los Estados Unidos de
América, a un desplazamiento del discurso oficial sobre la cárcel, de la
prevención especial positiva (resocialización) hacia la prevención especial
negativa (neutralización, incapacitación)”[9].
Esta regresividad resulta
paradójica, justamente porque el Derecho penal a nivel planetario debería ser
respetuoso de ciertas máximas acotantes del poder punitivo, para evitar que una
iniciativa en principio saludable y superadora se convierta en una nueva
maquinaria de terror. “El poder punitivo internacional no previene los homicidios masivos
estatales: con lo anterior queda dicho que no aceptamos la supuesta función
preventiva del poder punitivo internacional respecto de futuros crímenes
masivos. Su legitimidad, siempre que se mantenga dentro de cauces limitados,
radica en el restablecimiento de la personalidad del criminal, conforme al
principio básico jushumanista de que todo
ser humano espersona” (…) “La
prevención secundaria exige la inversión de la actual política criminal
imperante en el mundo: pero nos incumbe la llamada prevención secundaria. Todo lo que hagamos por disminuir la
conflictividad o sus efectos será saludable. La política criminal que cunde por
el mundo, inspirada por las administraciones republicanas de los Estados Unidos
en las últimas décadas, que renegando de su propia tradición extiende de modo
constante la programación criminalizante y habilita cada vez más poder punitivo
para canalizar más venganza, no se percata de que si los límites del sistema
penal se superan se produce su inversión, pues cuando se desborda, de
canalizador pasa a ser ejecutor de la propia venganza para mantener o recuperar
su poder y, por ende, del propio sacrificio de la víctima expiatoria” [10].
En concordancia con la posición
que sostenemos, es necesario analizar cuál es la concepción dominante en
algunos Estados nacionales en cuyo territorio se purgan condenas por delitos de
lesa humanidad y genocidio impuestas por tribunales internacionales, para
desentrañar cuáles son los ideales que constinúan guiando e influyendo respecto
de las formas de cumplimiento de esas sanciones.
Acaso el supuesto más ilustrativo
en este sentido sea el de Noruega, que a través de documentos oficiales[11]
parece no dejar dudas alguna acerca de la vigencia plena de los paradigmas
correccionalistas en lo que hace a la ejecución de la pena privativa de
libertad de los condenados[12].
Vale decir que, al momento de ejercer la ejecución de las
penas privativas de libertad de personas acusadas o condenadas por delitos
contra la humanidad, no hay ninguna duda que Noruega seguirá afiliado a su
paradigma resocializador. Por otra parte, el examen circunstanciado de la obra
de Ambos conduce a la conclusión
que el Derecho penal internacional es una suerte de elemento acotante de las
pulsiones violentas y de las conductas
violatorias de los derechos humanos fundamentales.
Estos derechos fundamentales se presumen compartidos por el
conjunto, porque en su protección y tutela subyacen bienes jurídicos que
difícilmente no resulten valiosos para todas las civilizaciones y culturas: “De
este modo, el Derecho penal mundial formaría parte del “escudo de protección de
los derechos humanos y de la visible solidaridad de la ciudadanía mundial con
las víctimas de las violaciones a los derechos humanos”[13].
“Para que un Derecho penal legitimado en los derechos humanos, “humano general”
e “intercultural” fuera válido, tendría
que dirigirse a hombres de todas las culturas, no pudiendo existir en modo
alguno, desde el punto de vista del Derecho penal, el extranjero[14]:
“son difíciles de encontrar culturas jurídicas que sean tan diferentes por
principio como para no conocer en absoluto delitos fundados en la protección de
los derechos humanos; más bien, el alcance del poder punitivo se extiende (…)
Aquello por lo cual nosotros nos empeñamos con ahínco, lo encontramos también
en otras culturas; y especialmente aquello por lo que nosotros nos indignamos
produce también indignación en los hombres de otro lugar”[15].
Por lo tanto, sin pretender
desconocer las críticas razonables que atraviesan al principio resocializador,
reivindicamos frente a la posibilidad cierta que en el sistema penal
internacional se opere una inflación punitiva, los fines de la pena que se
ciñen a un ideal humanista del Derecho penal y del derecho de ejecución penal,
como así también de la pena privativa de libertad como ultima ratio.
[1] Garland, David: “La cultura del Control, Editorial Gedisa,
Barcelona, 2005, pp. 34 y 42.
[2]
Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución penal
eficaz a la prevención de los crímenes contra la humanidad?”, Plenario,
Publicación de la Asociación de Abogados de
Buenos Aires, abril de 2009, pp. 7
a 24, disponible
en//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf
[8] Garland,
David: “La cultura del Control, Editorial Gedisa, Barcelona, 2005 p.
106.
[9]
Baratta, Alessandro: “Resocialización o control social Por un
concepto crítico de "reintegración social" del condenado”, Ponencia presentada en el seminario
"Criminología crítica y sistemapenal", organizado por Comisión Andina
Juristas y la
Comisión Episcopal de Acción Social, en Lima, del 17 al 21 de
Septiembre de 1990, disponible en
http://www.inau.gub.uy/biblioteca/Resocializacion.pdf
[10] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución
penal eficaz a la prevención de los crímenes contra la humanidad?”, Plenario, Publicación de la Asociación de Abogados de
Buenos Aires, abril de 2009, pp. 7
a 24, disponible
en//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf
[11]
“Penas que funcionan: menos delincuencia, una sociedad más segura”´, Ministerio
Noruego de Justicia y de la
Policía. Resumen en español, disponible en http://img3.custompublish.com/getfile.php/
757324.823.usfdxvxesa/spansk.pdf?return=www.kriminalomsorgen.no
[12]
“El Ministerio pone de manifiesto diferentes aspectos
del trabajo de resocialización de los
condenados penales: penas de prisión y resocialización,
cumplimiento de la condena en la sociedad, grupos que necesitan una adaptación
especial, intereses y necesidades de las víctimas y los parientes próximos de
los internos. El objetivo de la actividad profesional de la Administración
Penitenciaria es un penado que, cuando cumpla su condena,
esté libre del hábito de la droga o tenga control sobre su consumo, disponga de
una vivienda adecuada, sepa leer, escribir y contar, tenga oportunidades en el
mercado laboral, mantenga relaciones con sus familiares y amigos y con el resto
de la sociedad, esté capacitado para buscar ayuda para los problemas que puedan
surgir tras la puesta en libertad y sea capaz de vivir de manera independiente.
El Gobierno estima que ‘entrar con buen pie’ en la puesta en libertad aumenta
las posibilidades de que los internos logren llevar una existencia libre de
criminalidad. La aplicación de la pena de privación de libertad se basará en
los cinco pilares antes reseñados: aquello que el legislador ha indicado como
la finalidad de la pena, la perspectiva humanista, el principio de seguridad
jurídica, el principio de igualdad ante la Ley, según el cual el reo, una vez cumplida la condena,
ha pagado su deuda a la sociedad, y el principio de normalidad. La reclusión
debe tener un contenido adecuado y todas las medidas deben basarse en
conocimientos documentados. Las nuevas medidas que se ponen a prueba deben ser
sometidas a evaluación. La política de aplicación de las penas tendrá
debidamente en cuenta a todos los afectados: las víctimas del delito, el
público y la sociedad en general y los delicuentes y sus parientes próximos”.
(…) “Los internos no son en absoluto un grupo homogéneo, sino que muchos
necesitan una adaptación especial. El informe estudia medidas de resocialización para grupos de reclusos
en particular. Se trata de los detenidos en régimen preventivo, los condenados
a medidas de seguridad, los menores de edad, los detenidos y condenados de
lengua sami, los internos de nacionalidad extranjera, inclusive los condenados por el Tribunal Penal Internacional para la ex
Yugoslavia (TPIY) y la
Corte Penal Internacional (CPI) y los reclusos con graves
problemas psíquicos y conductas desviadas[12].
Las internas son también consideradas por separado ya que, dada su escasez,
representan una parte ínfima del total de reclusos”.
[13]
Höffe, Strafrecht: “Demokratie”, 1999, p. 369, citado por Ambos, Kai, en “La Parte general del Derecho
penal internacional. Bases para una elaboración dogmática”, traducción de
Ezequiel Malarino; Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2004, p. 62.
[14] Ambos, Kai: “La Parte general del Derecho
penal internacional. Bases para una elaboración dogmática”, traducción de Ezequiel
Malarino; Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2004, p. 62.
[15] Höffe,
Strafrecht: “Democratie”, 1999, p. 370, citado por Ambos, Kai, en “La
Parte general del Derecho penal internacional. Bases para una
elaboración dogmática”, traducción de Ezequiel Malarino,
Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2004, p. 62.
Desde la perspectiva de una concepción minimalista
del Derecho penal se ha advertido: “El verdadero problema penal de nuestro
tiempo es la crisis del Derecho penal, o sea de ese conjunto de formas y
garantías que le distinguen de otra forma de control social más o menos salvaje
y disciplinario. Quizá lo que hoy es utopía no son las alternativas al derecho
penal, sino el derecho penal mismo y sus garantías; la utopía no es el
abolicionismo, lo es el garantismo, inevitablemente parcial e imperfecto”[1].Las grandes potencias nos proporcionan cotidianamente
acabados ejemplos de lo que significa la puesta en práctica de un Derecho penal
de lógicas binarias, mínima taxatividad, máxima excepcionalidad, recurrente
emergencia y mínimas garantías.
Si
las corrientes que propugnan un Derecho penal mínimo postulan que el castigo
tiene como único propósito proteger a la persona dañada por el delito, pero
también al ofensor de reacciones informales públicas o privadas (“máximo bien
posible para los no desviados, y … mínimo mal necesario para los desviados”)[2],
podríamos decir que - particularmente en el caso de los Estados Unidos y otras
potencias- nos encontramos, por el contrario, frente a cotidianas exhibiciones
unilaterales de “derecho penal máximo”: máximo retribucionismo, extremo
prevencionismo, mínimas garantías penales y constitucionales para los
imputados.
Voy
a citar un ejemplo actual, emblemático, que en buena medida traduce el cuadro
de situación al que ya nos hemos referido de manera pormenorizada y significa,
juntamente con el denominado escándalo “wikileaks”,
la mayor evidencia de la continuidad de una lógica imperial que legitima al
país del norte como gendarme universal: Estados Unidos puso en vigencia en 2006
la Nueva Ley de Comisiones Militares (Military Commissions Act), cuyo objetivo era, justamente, la
creación de comisiones militares y el procedimiento legal mediante el cual
habrían de ser juzgados los “combatientes enemigos ilegales”, por la eventual
tipificación de alguna de las conductas ilegales creadas por la norma en
cuestión, a la sazón el instrumento central que en materialegal utilizaría la
administración Bush en su lucha contra el terrorismo global[3].
Esta Ley no significa sino la continuidad de otras reglas
legales similares que en materia de Derecho interno ya tenían vigencia por
entonces en los Estados Unidos[1]. Efectivamente, es algo evidente que han sido
motivos más bien formales que sustantivos los que han llevado al gobierno
estadounidense a promulgar esta nueva legislación. Gracias a ella se ha dotado
de una base jurídica bastante más sólida que la existente para continuar con
este tipo de medidas, subsanando así el defecto de forma que el Tribunal
Supremo había identificado en el caso Hamdan versus Rumsfeldcomo causa de
ilegalidad del sistema de comisiones preexistente: la ausencia de una previa
autorización del Congreso[2].
Por otra parte, no cabe duda que la adopción de esta nueva
Ley representa una muy buena señal política para Administración Bush. El apoyo explícito recibido por
parte de las dos Cámaras legislativas cuando todavía estaban controladas por
los Republicanos, sin duda, servirá para justificar su política antiterrorista
ante una opinión pública que cada vez resultaba menos complaciente con las
acciones del gobierno y más sensible ante sus excesos. Sosteniendo que el
terrorismo internacional sigue representando un grave peligro para la seguridad
nacional de los EEUU y que se precisan todavía medidas legislativas
extraordinarias para afrontarlo, el gobierno ha logrado consagrar legalmente
los amplísimos poderes con los que se ha ido dotando a lo largo de estos años
para detener, interrogar y enjuiciar a los presuntos terroristas.
Aunque el principal propósito de la Ley sea regular el
procedimiento a través del cual se establecerán y funcionarán estas comisiones,
es evidente que ese trata de algo más que una mera regulación de carácter penal
o procesal. A lo largo de sus diez secciones confirma la interpretación
unilateral y selectiva de las obligaciones internacionales que el gobierno
estadounidense ha venido sosteniendo en contra de la doctrina y jurisprudencia
de los órganos de control internacionales. En ella, se respaldan categorías
jurídicas desconocidas para el Derecho internacional humanitario (DIH)[3]
como la de “combatiente enemigo ilegal”, o la de “infracciones graves del
artículo 3 común”, se flexibiliza la prohibición absoluta de someter a las
personas a tratos crueles, inhumanos o degradantes, no se acoge de manera
correcta el régimen de responsabilidad de los agentes del Estado por crímenes
de guerra, se establece un procedimiento judicial que no respeta las más
mínimas garantías del acusado y se priva a los detenidos del recurso al habeas
corpus, una garantía judicial que de acuerdo con el Derecho internacional
general vigente no puede suspenderse ni siquiera en situaciones excepcionales[4].
Por otra parte, la MCA no garantiza con carácter absoluto
ciertos principios generales del Derecho penal, tales como el principio de
presunción de inocencia, el principio de non bis in ídem, el principio
de irretroactividad de la Ley, ni tampoco los derechos procesales que
corresponden a todo acusado: el derecho a no declararse culpable, el derecho a
la defensa, el derecho a estar presente en el juicio o a que una jurisdicción
superior pueda examinar la declaración de culpabilidad y de condena[5].
Aunque es cierto que por motivos de emergencia nacional pueden llegar a limitarse
ciertas garantías judiciales, la MCA afecta a derechos y principios que deben
mantenerse incluso en situaciones excepcionales, porque son indispensables para
garantizar el derecho a un proceso justo ante un tribunal imparcial e
independiente. Además, priva al acusado de los recursos judiciales adecuados y
efectivos para hacerlos valer en el caso de que aquellos resulten violados.
En lo que respecta a las penas, la Ley deja una amplísima
libertad: puede imponerse cualquier tipo de pena que no se encuentre prohibida
expresamente. Está permitida la pena de muerte, la cadena perpetua, la
privación de libertad, el pago de una indemnización equitativa o cualquier otro
castigo que pueda determinar la comisión militar. No deja de producir cierta
perplejidad la lista de los castigos que quedan expresamente prohibidos: los
latigazos, marcar o tatuar el cuerpo humano, el uso de grilletes, así como
cualquier otro maltrato que pueda considerarse cruel o “inusual”. Se deja sin
aclarar qué tipos de castigos entrarían dentro de esta última categoría que, en
nuestra opinión, puede dar cabida a la práctica de castigos de carácter
inhumano o degradante pero, sin embargo, considerados como “usuales”. Tampoco
se menciona el límite máximo de la sentencia, a determinar por el Presidente o
el Secretario de Defensa. En todo caso, la pena de privación de libertad se
ejecutará en un lugar que se encuentre bajo el control de las fuerzas armadas o
en cualquier institución penal o correccional controlada por los Estados
Unidos, sus aliados, o que se encuentre a su disposición.
Está prevista expresamente, incluso, la pena de muerte para
los reos de aquellos delitos que produzcan como consecuencia la muerte de
personas, como los casos de asesinato de personas protegidas, los ataques a civiles,
la toma de rehenes, el uso como escudo humano de personas protegidas, el empleo
de veneno o armas similares o cuando se produce la muerte de la persona tras
ser torturada o sometida a otros tratamientos crueles o inhumanos[6].
Si bien la MCA parece requerir condiciones más estrictas
cuando se trata de imponer la pena capital, exigiendo un número más elevado de
miembros en la votación y la unanimidad de todos ellos para imponer esta pena,
no puede pasarse por alto que, al mismo tiempo, prevé numerosas excepciones que
claramente juegan en contra del reo. Una lectura conjunta de todas ellas puede
llevar a la conclusión de que, al estar en juego un derecho inderogable como es
el derecho a la vida de la persona, la MCA no ofrece al acusado un proceso con
todas las garantías jurídicas y que, por tanto, la imposición de la pena
capital debe considerarse una privación arbitraria del derecho a la vida, de
acuerdo con amplia jurisprudencia y doctrina internacional.
No deja de ser llamativo en este sentido que la propia Ley
se refiera al error judicial en los siguientes términos: “una determinación o
sentencia de una comisión militar, creada de conformidad con este capítulo, no
debe considerarse incorrecta como consecuencia de un error de Derecho, a menos
que el error materialmente perjudique los principales derechos del acusado”[7].
Es evidente que el legislador ha tomado las normas del DIH como punto de
referencia para tipificar y definir los crímenes de guerra y de ahí que la
terminología empleada en las últimas secciones resulte bastante familiar. Se
recomienda, no obstante, leer y analizar con mucha cautela esta nueva Ley que
lejos de hacer una mera transposición de las normas y principios del DIH, opta
por recurrir a ellos de manera selectiva[8].
La MCA mantiene la definición que ya la Detainee
Treatment Act del 2005 ofrecía de este concepto, destinado a crear un nuevo
régimen jurídico para el tratamiento de los combatientes enemigos que el
gobierno de los EEUU no considera legítimos en el sentido que se desprende de
los Convenios de Ginebra de 1949[9].
Siguiendo la línea marcada por la Detainee Treatment Act, la Military Commission Act garantiza
la impunidad de los agentes estadounidenses por las posibles violaciones que
pudieran cometer en el curso de la “detención, la transferencia, el
tratamiento, el enjuiciamiento o en relación con las condiciones de
internamiento” de cualquier persona que haya sido detenida a partir del 11 de
Septiembre del 2001 en calidad de enemigo combatiente o que se encuentre a la
espera de dicha determinación[10]
.
Si se prefiere, campea en el horizonte de proyección
biopolítica un estado de excepción
que tiende a lograr legitimidad a partir del acatamiento que el mismo se
proporciona, y a conferirle una nueva racionalidad al nexo hasta ahora
indiscutido que existe entre violencia y derecho, que parece resquebrajarse en
la modernidad tardía[11].
[1] Como es sabido, el Presidente Bush,
inmediatamente después de los atentados del 11 S, había instaurado un
sistema de comisiones militares con la finalidad de juzgar a los presuntos
autores mediante procedimientos aún más excepcionales que los previstos para
las cortes marciales (la
Orden Militar nº. 1 sobre la detención, trato y
enjuiciamiento de detenidos extranjeros en la guerra contra el terrorismo del
2001, modificada y completada por sucesivas órdenes militares del Secretario de
Defensa y la Detainee
Treatment Act del 2005). La Military Commissions
Act (MCA); por lo tanto, ahora no hace otra cosa que confirmar
y revestir con forma de Ley este procedimiento extraordinario establecido para
juzgar al “enemigo” por los crímenes que pueda cometer en el curso de esa
“guerra” atípica que para los EEUU se está librando contra el terrorismo
internacional. Quiere esto decir que las nuevas comisiones militares seguirán
funcionando como lo han hecho hasta ahora: siguiendo un procedimiento que no
toma en consideración los privilegios reconocidos por el III Convenio de
Ginebra de 1949 (IIICG) a los prisioneros de guerra y donde se obvian los
elementos más fundamentales que requiere un juicio para poder ser considerado
como justo, los mismos que, de acuerdo con el Derecho internacional de los
derechos humanos (DIDH) y el Derecho Internacional Humanitario (DIH), no pueden
ser suspendidos en ningún caso y bajo ninguna circunstancia.
[2]
Costas Trascasa, Milena: “La nueva ley estadounidense de comisiones militares:
elementos para un análisis crítico desde la perspectiva del derecho internacional”, Revista Electrónica de
Estudios Internacionales, N° 14, 2007, disponible en http://www.reei.org/reei%2014/CostasTrascasas(reei14).pdf
[3]
Costas Trascasa, Milena: “La nueva ley estadounidense de comisiones militares:
elementos para un análisis crítico desde la perspectiva del derecho
internacional”, Revista Electrónica de Estudios Internacionales, N° 14, 2007,
disponible en http://www.reei.org/reei%2014/CostasTrascasas(reei14).pdf
[4] “Desde el punto de vista de la técnica
legislativa, estamos ante una regulación confusa, donde son frecuentes las
referencias internas, las excepciones, el uso de términos ambiguos, la
repetición innecesaria de palabras y las frases donde se aparenta decir una
cosa, cuando en realidad se dice la contraria. La Ley utiliza una redacción
engañosa y capciosa porque los principios y derechos que afirma garantizar
quedan completamente vacíos de contenido a lo largo de su articulado. Desde
luego que no hace falta ser un experto en Derecho penal para concluir que la Military Commissions
Act (MCA) presenta ciertos aspectos que difícilmente se conforman con el
principio de legalidad, el cual exige que las leyes sean claras y precisas en
el contenido de su regulación”. “De la letra de la Ley se desprende claramente
que lo que se persigue es juzgar a nacionales no estadounidenses que se
encuentren implicados en hostilidades contra los Estados Unidos o que hayan
“apoyado” actos de hostilidad contra ese país. Se trata, por tanto, de un
régimen intrínsecamente discriminatorio ya que se aplica únicamente a las
personas que no gocen de la nacionalidad norteamericana y que, por otra parte, puede
afectar a personas que, estrictamente hablando, no toman parte en las
hostilidades y, por tanto, que no son combatientes, ni legítimos ni ilegítimos.
Cabe señalar en todo caso que las personas que no entren dentro de esta
categoría -combatientes enemigos pero “legales”- habrán de ser juzgadas por
tribunales militares, según el procedimiento previsto en el Capítulo 47 del Uniform
Code of Military Justice (de hecho la nueva Ley se introduce como nuevo
Capítulo 47 A
del United States Code que compila y codifica la legislación que
conforma el Derecho general federal)”.
[5]
Costas Trascasa, Milena: “La nueva ley estadounidense de comisiones militares:
elementos para un análisis crítico desde la perspectiva del derecho internacional”,
Revista Electrónica de Estudios Internacionales, N° 14, 2007, disponible en http://www.reei.org/reei%2014/CostasTrascasas(reei14).pdf
[6]
Costas Trascasa, Milena: “La nueva ley estadounidense de comisiones militares:
elementos para un análisis crítico desde la perspectiva del derecho
internacional”, Revista Electrónica de Estudios Internacionales, N° 14, 2007,
disponible en http://www.reei.org/reei%2014/CostasTrascasas(reei14).pdf
[7]Costas
Trascasa,
Milena: “La nueva ley estadounidense de comisiones militares: elementos para un
análisis crítico desde
la perspectiva del derecho internacional”, Revista Electrónica de Estudios
Internacionales, N° 14, 2007, disponible en http://www.reei.org/reei%2014/CostasTrascasas(reei14).pdf
[8] Así, por ejemplo, en unos casos,
aparentemente toma como base y se refiere de manera expresa a las disposiciones
de los Convenios de Ginebra pero omite posteriormente ciertas obligaciones y
frases, o incorpora otras provisiones que no están específicamente previstas.
En otros casos, la Ley
resulta engañosa pues añade la coletilla “in
violation of the law of war” cuando en realidad no existe ninguna norma de
este conjunto normativo que prevea la regla en cuestión. A través de esta
técnica, la nueva legislación viene a enmendar de manera sustantiva la War Crimes
Act (1996) en lo que respecta a los actos que constituyen crímenes de
guerra en virtud del artículo 3 común.
[9] Serán por tanto tratados como legítimos, o mejor, como
“ilegales” (preferimos este término puesto que la Ley no acoge exactamente la
definición de combatiente legítimo del DIH) aquellas personas que realicen
actos hostiles contra este país en nombre de un Estado y que no puedan
encuadrarse dentro de alguna de las siguientes categorías: a) miembros de las
fuerzas regulares; b) miembros de las milicias, voluntarios, o de movimientos
de resistencia organizados, que se encuentren bajo un mando responsable y
lleven un signo distintivo fijo que sea reconocible a distancia, lleven las
armas a la vista y dirijan sus operaciones de conformidad con el Derecho aplicable
a los conflictos armados; c) miembros de las fuerzas armadas regulares que
sigan las instrucciones de un gobierno que no haya sido reconocido como tal por
los Estados Unidos. Como se apreciará, la definición de esta nueva categoría
-creada ex novo y, por tanto, extraña para el DIH- está claramente
tomada del artículo 4 del IIICG, una disposición que el legislador ha retocado
hasta obtener el resultado deseado, esto es, una definición de combatiente
legítimo con derecho al estatuto de prisionero de guerra, bastante más estricta
que la que ofrece el DIH y de la que al mismo tiempo resultan excluidas
determinadas categorías de personas, como, por ejemplo, la población que toma
espontáneamente las armas para combatir contra las tropas invasoras -artículo 4.6
IIICG- y en todo caso los miembros de Al-Quaeda que, de acuerdo con la Ley, no entran dentro de esta
categoría al tratarse precisamente de un grupo armado no gubernamental y, por
supuesto, no reconocido por el gobierno estadounidense. Resulta obvio que al
eliminar la referencia a “una autoridad no reconocida” que contiene el artículo
4.3 IIICG, la Ley
persigue evitar que el estatuto de prisionero de guerra abarque a los miembros
de las fuerzas armadas regulares capturadas y que profesen lealdad a una autoridad
no reconocida por la potencia detentora. La política tolerante con respecto a los abusos
cometidos en el curso de la lucha contra el terrorismo internacional que ha
venido siguiendo el gobierno de los EEUU ha sido elevada al rango de Ley.
[10] Ningún tribunal o juez tendrá jurisdicción para
aceptar o considerar la aplicación del recurso de habeas corpus o de
cualquier otra acción contra los Estados Unidos o sus agentes por ninguno de
estos motivos. Por si fuera poco, esta norma se aplicará retroactivamente y sin
excepción a todos los casos que se encuentren pendientes o a los que puedan
producirse tras la entrada en vigor de la Ley. Consideramos,
en definitiva, que la
Military Commissions Act es una mala
legislación nacional, porque utiliza una terminología equívoca y capciosa,
porque realiza una interpretación interesada y selectiva de las normas
internacionales, porque tolera la violación de derechos fundamentales de la
persona, porque viola los principios generales del Derecho penal, porque priva
a las personas detenidas y acusadas del derecho a defenderse, porque establece
órganos judiciales que no presentan las más mínimas garantías de independencia
e imparcialidad y porque, además, es intrínsicamente discriminatoria.
[11] “El significado inmediatamente biopolítico del estado
de excepción como estructura original en la cual el derecho incluye en sí al
viviente a través de su propia suspensión emerge con claridad en el military order emanado del presidentede
los Estados Unidos el 13 de noviembre de 2001, que autoriza la “indefinity detention” y el proceso por
parte de “military commissions” (que
no hay que confundir con los tribunales militares prvistos por el derecho de
guerra) de los no- ciudadanos sospechados de estar implicados en actividades
terroristas. Ya el USA Patriot Act,
emanado del Senado el 26 de octubre de 2001, permitía al Attorney general “poner bajo custodia” al extranjero (alien) que fuera sospechado de
activiades que pusieran en peligro “la seguridad nacional de los Estados
Unidos”; pero dentro de los siete días el extranjero debía ser, o bien
expulsado, o acusado de violación de la ley de inmigración o de algún otro
delito. La novedad de la “orden” del presidente Bush es que cancela
radicalmente todo estatuto jurídico de un individuo, produciendo así un ser
jurídicamente innominable e inclasificable. Los talibanes capturados en
Afganistán no sólo no gozan del estatuto de POW según la convención de Ginebra,
sino que ni siquiera del de imputado por algún delito según las leyes
norteamericanas. Ni prisioneros ni acusados, sino solamente detainees, ellos son objeto de una pura
señoría de hecho, de una detención indefinida no sólo en sentido temporal, sino
también en cuanto a su propia naturaleza, dado que está del todo sustraída a la
ley y al control jurídico. El único parangón posible es con la situación
jurídica de los judíos en los Langer nazis, quienes habían perdido, junto con
la ciudadanía, toda identidad jurídica, pero mantenían al menos la de ser
judíos. Como ha señalado eficazmente Judith Butler, en el detainee de Guantánamo la nuda vida
encuentra su máxima indeterminación”.
[2] Pitch, Tamar: “Responsabilidades limitadas. Actores,
conflictos y justicia penal”, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2003, p. 122.
[3] Costas Trascasa, Milena: “La nueva ley
estadounidense de comisiones militares: elementos para un análisis crítico
desde la perspectiva del derecho internacional”, Revista Electrónica de
Estudios Internacionales, N° 14, 2007, disponible en http://www.reei.org/reei%2014/CostasTrascasas(reei14).pdf
No obstante las
múltiples evidencias históricas que parecen demostrar un retroceso inexorable del derecho
internacional de los Derechos Humanos, a partir de su asimetría, su
arbitrariedad y su selectividad, algunas
otras situaciones que son materia de contemporáneo debate dan cuenta que, bajo la superficie de las grandes
formulaciones neopunitivistas imperiales, fluyen tensiones, rupturas, desencuentros y, tal
vez, síntesis, que nos permitan albergar expectativas menos severas respecto
del futuro del sistema penal internacional.
Si la contracara del Derecho penal mínimo -concebido como
tendencia a una masiva deflación de los bienes penales actualmente tutelados
por la ley, por lo tanto a una drástica reducción de las prohibiciones legales,
como condición de su legitimidad política y jurídica, con acotamiento de la potentia puniendi y máximo respeto de
las garantías procesales y constitucionales[1]-
era un Derecho penal de máxima velocidad y punición, absolutamente desatento a
las garantías mínimas del debido proceso, excepcional, resulta interesante,
como ejemplo contrario, analizar lo que ha ocurrido hasta hora con el
denominado “Caso Lubanga”, donde la
puja subsiste entre paradigmas hasta ahora no compatibiles: el Derecho penal
mínimo (de máximas garantías, y por ende, de mínimo dolor) y las tendencias
prevencionistas y retribucionistas.
La Sala de la Corte Penal Internacional que juzga la
conducta de Thomas Lubanga Dyilo, quien fuera líder de la Unión de
Patriotas Congoleña y conocido como “El Señor de la guerra congolés”,
perseguido penalmente por la posible comisión del delito de reclutamiento de
“niños soldados”, ordenó el 2 de julio de 2008 la libertad incondicional del
imputado por considerar que “un juicio justo para el acusado es imposible, y la
justificación para continuar con su detención ya no es válida”[1].
La decisión reconoció un antecedente de suspensión de las
actuaciones contra Lubanga, y puso de manifiesto las disidencias existentes
entre la Fiscalía y los jueces, durante el primer caso de juzgamiento por el
reclutamiento forzozo de niños menores de quince años en un conflicto bélico,
quienes eran obligados a matar a los considerados “enemigos” en el conflicto, y
de quienes se decía también eran esclavizados sexualmente por las jerarquías
militares.
Este es un caso de particular sensibilidad en el que, como
de ordinario ocurre, podría haberse registrado un supuesto más de relajamiento
de las garantías del debido proceso, a expensas de la “gravedad” de los hechos
y la “necesidad” de “hacer justica” a toda costa y de cualquier manera,
respecto de un imputado de escasa influencia política a nivel internacional.
Sin embargo, según el juez titular Adrian Fulford,
la imposibilidad de que el acusado tenga un juicio justo radica en la
circunstancia que la defensa técnica no ha tenido la oportunidad de compulsar
documentación sensible para controvertir la prueba de cargo, que resultaría de
extrema importancia para el interés de su parte, ratificando de esta manera la
vigencia de un piso de garantías inexorable e infranqueable[2].
La Fiscalía, por su parte, adujo en su momento no poder acatar la orden del
tribunal en lo que concernía a revelar la identidad de un testigo fundamental,
invocando razones de seguridad del mismo y la necesidad de protección de su
vida, algo que los jueces entendían estaba garantizada. Llegado a este punto,
el Tribunal resolvió en esa oportunidad la liberación del acusado, medida que
no se haría efectiva hasta tanto no quedara firme la decisión, que podía ser
recurrida en un plazo de cinco días de acuerdo al artículo 154 de las Reglas de
Procedimiento y Prueba de la Corte[3].
Sin perjuicio de la suerte ulterior de la resolución bajo
análisis y el curso que el juicio
acertara a tomar (Lubanga fue finalmente condenado), lo cierto es que aquella
decisión significó un hito esperanzador en materia de acotamiento del poder
punitivo internacional, y de respeto de las garantías del debido proceso,
indudablemente vinculadas, como habremos de ver, al concepto de “Derecho penal
minimo”. Sobre todo en un caso como el que presentamos, en el que, por su
indudable gravedad, la fiscalía había adelantado que iba a solicitar la máxima
pena posible para el acusado. En síntesis, lo que la Sala juzgadora ha señalado
es que no puede resolverse la cuestión de fondo sin garantizarse un juicio
justo, rodeado de las garantías del debido proceso, a la persona acusada.
Aunque esa persona haya sido la primera sometida a persecución y enjuiciamiento
penal por parte de la Corte Penal Internacional y el primer detenido a su
disposición[4].
Por eso creemos que traer a colación el precedente, y
confrontarlo con lo que pareciera una tendencia imperial hegemónica de
características contrapuestas, pondría sobre el tapete la verdadera crisis de
identidad que condiciona todavía al sistema penal internacional[5].
Se trata del caso de un líder de un país periférico, que
además ha dejado de detentar poder institucional, con una muy menguada
capacidad de presión, absolutamente ajeno a la agenda de las principales
cadenas de noticias internacionales, lo que podía hacer presumir un tratamiento
procesal y una resolución final similar al que estos casos habitualmente han
tenido en materia de Derecho penal internacional. Es decir, que el poder
punitivo desbocado se ejerce, selectiva y arbitrariamente, sobre unos pocos
genocidas, que han perdido su cobertura y se vuelven vulnerables[6].
Sin embargo, los hechos ocurrieron de manera bien distinta
a lo esperado. “El 21 de octubre de 2008, la Sala de Apelaciones de la Corte
Penal Internacional (CPI) rechazó la apelación presentada por el Fiscal de la
CPI. Luis Moreno Ocampo de retomar
el juicio de la CPI en contra del primer acusado, Thomas Lubanga Dyilo de la República Democrática
del Congo (RDC)”[7].
No obstante, los magistrados fallaron a favor de la apelación del fiscal de
rechazar la liberación del acusado a pesar de la suspensión del proceso[8].
En suma, de manera consciente o no, el Tribunal ha recalado en las tesis de Ferrajoli en cuanto problematizan acerca
de cómo juzgar, y cómo condenar[9].
Desde esa perspectiva, los fines del Derecho penal (en este caso,
internacional) no pueden supeditarse ni subordinarse al paradigma de la defensa
social contra la amenaza que representan los delitos, por graves que estos
fueran, con prescindencia de otros límites e improntas claramente politicas e
ideológicas.
Si, como hemos visto, el Derecho penal democrático debe
implicar máximo bien posible para los no desviados, y mínimo mal necesario para
los desviados, esa ecuación supone, siempre, la protección del débil contra el
más fuerte, “tanto del débil ofendido o amenazado por el delito, como del débil
ofendido o amenazado por las venganzas; contra el más fuerte, que en el delito
es el delincuente y en la venganza es la parte ofendida o los sujetos con ella
solidarios. Precisamente -monopolizando la fuerza, delimitando los presupuestos
y las modalidades e impidiendo el ejercicio arbitrario por parte de los sujetos
no autorizados- la prohibición y la amenaza de las penas protegen a los reos
contra las venganzas u otras reacciones más severas. En ambos aspectos la ley
penal se justifica en tanto ley del más débil, orientada hacia la tutela de sus
derechos contra las violencias arbitrarias del más fuerte. De este modo, los
derechos fundamentales constituyen precisamente los parámetros que definen los
ámbitos y los límites como bienes, los cuales no se justifica ofender ni con
los delitos ni con las puniciones”[10].
[1]
Coalición por la Corte Penal
Internacional, www.iccnow.org, disponible en http://www. iccnow.org/?mod=drctimelinelubanga&lang=es
[2]
Coalición por la Corte Penal
Internacional, www.iccnow.org, disponible
en http://www.iccnow.org/?mod=drctimelinelubanga&lang=es
[3] Coalición por la
Corte Penal Internacional, www.iccnow.org,
disponible en http://www.
iccnow.org/?mod=drctimelinelubanga&lang=es
[5] Coalición por la
Corte Penal Internacional, www.iccnow.org,
Alerta de Prensa, disponible en http://www. iccnow.org/documents/Lubanga2July08_releaseCICC_sp.pdf
[6]
Zaffaroni, Eugenio; Alagia, Alejandro; Slokar, Alejandro: “Derecho
Penal. Parte General”, Editorial Ediar, Buenos Aires, 2000, p. 188.
[7]
Coalición por la Corte Penal
Internacional, www.iccnow.org, disponible en http://www.
iccnow.org/?mod=drctimelinelubanga&lang=es
[8] Coalición por la
Corte Penal Internacional,
www.iccnow.org, disponible en http://www. iccnow.org/?mod=drctimelinelubanga&lang=es
[9]
Ferrajoli, Luigi: “Derecho y Razón. Teoría del Garantismo Penal”,
Editorial Trotta, 1995, pp. 537 y 603.
Cualquier tentativa de gestionar la cuestión criminal en la Provincia, debe reparar
necesariamente en la percepción actual que la sociedad tiene de la inseguridad y del contenido que a la
misma le asigna. El miedo al delito, nuevo ordenador de la vida cotidiana de la
modernidad tardía, que puede encubrir inseguridades de diversa índole, debe ser
considerado, revertido o acotado a términos compatibles con una convivencia
social armónica. Solamente así habrá un margen razonable para poner en práctica
estrategias de mediano y largo plazo que mejoren sustancialmente los problemas
vinculados a la conflictividad.
El Estado deberá establecer núcleos duros de abordaje que incluyan
esfuerzos preventivos específicos en la coyuntura y desplieguen estrategias de
prevención integral a futuro, basadas en presupuestos teóricos que existen en
el mundo hace décadas, pero que, salvo casos esporádicos, no se han aplicado en
la Provincia.
Pero además, como decimos, deberá operar inexorablemente sobre la
utilización del miedo como instrumento de control social y sobre la
direccionalidad y asimetría de los procesos de criminalización que son posibles
de reproducir en estos contextos de inédita crispación.
Un proyecto de gestión debe entenderse como un ejercicio hipotético y
coordinado de acciones posibles, que no excluyen a otras ni necesariamente
invalidan cursos de acción vigentes o en proceso de ejecución, y que admite la
puesta en práctica de políticas públicas en el corto, mediano y largo plazo.
Deberíamos entender que si en los Estados Unidos se concedieron dieciocho
años de plazo a los impulsores de la
Escuela de Chicago[1] para diagnosticar las razones de la
conflictividad y elaborar estrategias ecológicas de prevención del delito a
principios del siglo pasado, la mayor complejidad que imponen la diversidad de
las sociedades postmodernas, la privación relativa, la exclusión y la violencia
en nuestro país, demandan políticas de Estado igualmente consecuentes y
sustentables en el tiempo, donde se articulen armónicamente las acciones
respuestas de las agencias estatales implicadas.
Esto no quita que podamos enumerar acciones relevantes en materia
político criminal, muchas de las cuales seguramente se han ejecutado o se
encuentran en proceso de puesta en práctica, como habremos de ver.
La tendencia recurrente a definir la crisis por sus efectos más visibles
antes que por sus causas, parece una
aporía propia de la
Argentina contemporánea. Porque si bien podría aceptarse que
las disciplinas sociales, desde el colapso del positivismo sociológico, son
mucho más descriptivas que prescriptivas, esa limitación no nos exime de la
necesidad de articular políticas alternativas que partan de un diagnóstico que
se sostenga medianamente frente a la realidad histórica continental y la
interpreten. Este es, justamente, el sentido de la recuperación del concepto de
seguridad.
La realidad heredada del neoliberalismo, signada por el atraso, la
pobreza, las más grandes desigualdades sociales que recordemos (en el marco del
capitalismo más concentrado y excluyente desde la revolución industrial hasta
el presente), el consecuente aumento de la conflictividad social (y dentro de
ella, naturalmente, de los indicadores cualitativos y cuantitativos de la
criminalidad), el descreimiento de amplios sectores de la sociedad, y una
concepción autoritaria en materia de concebir el conflicto como un problema
antes que como un patrimonio, han puesto en crisis los paradigmas que
durante más de dos siglos disciplinaron al conjunto y que hoy en día son
sistemáticamente cuestionados (se han puesto en crisis los partidos, los
poderes políticos, las fuerzas de "seguridad", las religiones, la
justicia, la idea de vivir en un mundo injusto y –por ende- la correlación
entre “esfuerzo” y “metas” en términos de realización personal y de movilidad
social vertical). Esta situación aparece como la resultante obligada de la
relación de fuerzas sociales propia de la postmodernidad
marginal y de la hegemonía de políticas neoliberales, especialmente durante la
década de los 90'; y es señalada como la característica más saliente de las
sociedades contrademocráticas, en la que los vínculos sociales se establecen en
base a escrutinios e interpelaciones cotidianas y, muy especialmente, a la
desconfianza respecto del otro y de las instituciones.
La exclusión, que implica a su vez una novedosa
y descomunal sensación de inseguridad, se configura también a partir de la
evidencia de que el resto de la sociedad no necesita a los millones de
marginales; más bien, desearía "vivir sin ellos", aunque para eso
deba el Estado aferrarse al paradigma puramente defensista.
Este proceso desembocó en una apelación constante e irracional al encierro institucionalizado como
única respuesta basada en términos de "seguridad" ciudadana o, lo que
es más grave, a una privatización de la seguridad que incluye deshacerse
también de la ejecución del control social punitivo mediante la privatización de los organismos de
asistenciay seguimiento de personas en conflicto con la ley penal,
e incluso de la cárcel, de lo que sobran ejemplos en América latina y en el
mundo.
El Estado “penal” postmoderno, ha sustituido a aquél “Estado social” que
alimentó el imaginario argentino del siglo XX, en términos de progreso
indefinido y cohesión social, valores que caracterizaron a una amplia clase
media que confería identidad al país respecto de otras naciones
latinoamericanas. En la actualidad, vemos que las clases medias, ante la
percepción de los riesgos de derrumbe y exclusión, son particularmente
permeables al reduccionismo de la inseguridad como mera posibilidad de resultar
víctimas de delitos de calle o de subsistencia y adhieren en muchos casos, a
soluciones vindicativas, olvidando que la violencia ilegítima es imposible de
regular, y que lo que queda del Estado luego de décadas de políticas
neoliberales, tiene dificultades objetivas para reconstruir el límite simbólico
que la separa de “los de afuera” o “los otros”.
La visión ampliada de la Política Criminal es empleada cuando el concepto
se asume como la reacción socio-estatal ante la criminalidad, como las diversas
formas de respuesta que desarrolla el Estado y la Sociedad Civil
contra el fenómeno delictivo. La política criminal, desde una perspectiva
criminológica, tiene un sentido mucho más amplio: incluye desde luego las
políticas jurídico-penales, pero también -y muy especialmente- otras políticas
sociales que tienen relevancia para la prevención y la intervención en el
fenómeno delictivo.
En esa dirección, será una tarea
prioritaria la articulación de estrategias de política criminal, coherentes,
sustentables y unitarias, que comprometan multi e interdisciplinariamente a
todas las áreas del Estado vinculadas al fenómeno de la conflictividad, y a la
sociedad en su conjunto. El abordaje de los aspectos conflictivos que
incidan sobre la seguridad objetiva o subjetiva de los ciudadanos, aún
aceptando que el Estado nunca reacciona monolíticamente, deberá concebirse
estratégicamente como un todo armónico, sin fisuras, arrestos voluntaristas,
demagógicos o espasmódicos o procederes contradictorios. La creación de un
espacio vinculado a la cuestión debe ser una propuesta concreta en cualquier
planificación, acaso la primera.
Todos los recursos operativos del Estado deben entonces interactuar
coordinadamente en esta nueva concepción. La misma debe atender a las
particularidades de las causas que contribuyen a la generación de las conductas
delictivas y articular diagnósticos y propuestas operativas que deben
inexorablemente atender a esas singularidades sociales. Pero, por sobre todo,
el sistema en su conjunto debe
apartarse gradualmente de su selectividad histórica, respecto de los
grupos sociales de infractores y las infracciones sobre las que se estructuran
hasta ahora las estrategias de prevención, disuasión y conjuración de los
delitos. Esta es una clave inexorable, de
la que se desprenden medidas factibles en el plano de la gestión pública, que es preciso enumerar. En este
mismo sentido, entonces, es posible plantear de manera introductoria algunas
propuestas concretas, sin perjuicio de las restantes que se incorporan e
integran la iniciativa:
• Procurar que la reciente reforma
al sistema de enjuiciamiento y persecución penal se inscriba en la idea de
revertir la connotación selectiva de la criminalización primaria y secundaria,
que deslegitima tanto al sistema penal, sus agencias y operadores, como a las
estrategias de prevención de delitos. Como se verá, muchas de las tareas aquí
propuestas se vinculan a la percepción social del delito, que naturalmente
acapara intuiciones, prejuicios, pero también realidades internalizadas que
deben ser revertidas. Por ende, la preocupación sobre la “sensación de
inseguridad”, entendida en su acepción más acotada de la mera posibilidad de
ser víctima de un delito de calle o de subsistencia -el nuevo miedo fundante de
la sociedad postmoderna- es un aspecto que debería considerarse , y muy
especialmente, en la formulación de estas políticas públicas.
• Por ende, debe respetarse sin
cortapisas el espíritu inicial del nuevo Código, como marco de vigencia de
mayores garantías para los imputados y una celeridad compatible con las
demandas de “justicia” de la sociedad en su conjunto, con abstracción de las
connotaciones que asuman los discursos hegemónicos o las pulsiones de los
grupos de presión que –ante la inexistencia de estrategias unitarias de
política criminal- terminan incidiendo decisivamente en las lógicas, las
prácticas y las decisiones de los operadores. Si se perdiera de vista esta
última salvedad, no podríamos asegurar que abdiquen las tendencias recurrentes a través de las
cuales se filtra el derecho penal de enemigo, en especial a partir de las
trabas que se imponen para la obtención de la excarcelación de los imputados o
la utilización excesiva de las medidas de coerción, en particular la prisión
preventiva, generalmente respecto de ciertos delitos que generan un clamor
social a partir de la perpetración de hechos conmocionantes. Vemos con preocupación
que no hay racionalidades consistentes que expliquen por qué razón, por
ejemplo, el 20% de las personas con prisión preventiva en Santa Rosa eran
agresores de género según una constatación que hiciera la propia Defensa
Pública durante el mes de julio de este año.
Fundamentalmente, debe propenderse
también a una interpretación “pro homine” en materia de ejecución de la pena.
Respecto de este último punto en particular, es interesante reiterar,
como ya lo ha hecho gran parte de la doctrina jurídico penal, que si el
positivismo no ha necesitado tener un código de fondo en la Argentina para imponer
sus postulados y su cultura, es porque le ha resultado suficiente con los
códigos procesales inquisitivos o mixtos, las leyes de ejecución de la pena, la
legislación relativa a niños y niñas en conflicto con la ley penal y la cultura
de los operadores.
Dentro de las normas que regulan la ejecución del castigo, existen
innumerables nichos de poder que se ejerce cotidianamente. La microfísica del
poder foucaultiano se expresa particularmente en los informes “criminológicos”
que produce la administración carcelaria, que invariablemente tienden a
demostrar que el individuo se parecía al delito que cometió aún antes de
cometerlo, están atravesados por un exceso insostenible de sobrepredictibilidad
delictiva, se construyen en base a prejuicios que en muchos casos no son sino
referencias a la vulnerabilidad de los internos y se autolegitiman descubriendo
estándares insólitos de “peligrosidad”. Por eso es necesario que se cuente con
una institución oficial de contención y seguimiento de las personas en
conflicto con la ley penal. Que no debería llamarse Patronato de Liberados, por
su implicancia semiótica y conceptual regresiva, y que tampoco podría estar en
manos de privados, como ya hemos explicado. La Pampa es una de las Provincias con menores
dispositivos en materia de contención y asistencia de personas que han
tenido “conflictos” con la ley penal.
• En este
punto, es necesario que los sistemas procesales contemplen especialmente el rol
de la víctima, a quien el conflicto le ha sido expropiado, articulando formas
consistentes de resolución alternativa
de conflictos que ponga coto al clamor retribucionista. La víctima debe
necesariamente ser educada y contenida por paradigmas superadores de la
venganza, y las agencias estatales no pueden permanecer ajenas a esa exigencia
constitucional y legal. Hasta ahora, se ha hecho exactamente lo contrario. Para
ello es menester agilizar el acceso de los ciudadanos a la Justicia, que podría
concretarse con ejercicios de “ir hacia la gente”, descentralizando el accionar
estatal y posibilitando que las personas cuenten en sus propios lugares de
residencia y referencia con un servicio de justicia pronto y eficiente.
• El Estado
debería analizar la reformulación del
Convenio que ha suscripto con el Ministerio de Justicia de la Nación, con el objeto de
salvaguardar el alojamiento en establecimientos carcelarios del SPF enclavados
en la Provincia
de la mayor cantidad posible de reclusos pampeanos, y evitar, como
contrapartida, el aumento de población reclusa de otras latitudes en nuestra
Provincia, sobre todo en el caso de condenados por modalidades de delincuencia
organizada.
• Establecer
seguimientos periódicos de la evaluación de los indicadores de prisionización
(algunos formatos a tomar en cuenta podrían ser el del Ministerio de Justicia
de la Nación, la Encuesta de Seguridad
Pública de Cataluña o el European Sourcebook of Crime and Criminal Justice
Statistics[2]), con el objeto de relevar y
analizar las tendencias y fluctuaciones de estas variables. A partir de la
crisis de 2001, se registró un crecimiento exponencial de las tasas de
encarcelamiento en casi todas las jurisdicciones del país, en muchos casos como
consecuencia directa de la reforma y endurecimiento de las leyes penales y
procesales, y por la exacerbación de los discursos prevencionistas o
retribucionistas, viabilizados generalmente a través de los medios de
comunicación, que incidieron ostensiblemente en las decisiones de los
tribunales. De esa involución no hemos podido recuperarnos: pasamos de 59
presos cada 100000 habitantes en el año 2000, a casi 166 en el 2004, y a 110, 74 en
diciembre de 2011, según una constatación también realizada por el MPD.
• Profundizar
las estrategias de intervención y prevención de la violencia de género,
familiar y escolar. En sociedades como la argentina, donde los controles
formales parecen mucho más laxos e ineficaces que los informales (la prensa, el
rumor, la información reservada que revelan las agencias del estado -incluso y
muy especialmente las judiciales- para adquirir la impunidad o al menos la
indulgencia de una sociedad donde sus agencias están fuertemente condicionadas
por esos medios de control informales), es probable que se produzcan numerosos
casos de fragmentación o dualización de la personalidad de los individuos (una
“pública” y otra “privada”), que sean la condición de probabilidad de una
violencia familiar, cuyas dimensiones y proporciones son seguramente
imprevisibles. A estos fines, debería trabajarse fuertemente y de manera
mançomunada con las agencias encargados de protección, contención y seguimiento
de las víctimas, utilizando los programas ya existentes, analizando la creación
de nuevas estrategias y apelando a las bases de datos que existan en ese
ámbito. La violencia de género, por ejemplo, es un insumo insuficientemente
explorado en cuanto a su proyección y real incidencia en la conflictividad
social, y las réplicas draconianas y efectistas no son la mejor respuesta
frente a este tipo de conflictividad. A nadie escapa que la disminución de la
violencia social, en cualquiera de sus manifestaciones, es central para el éxito de todas las
políticas públicas que se intenten.
• Proponer la
puesta en vigencia de sistemas superadores de composición y restauración ante
lo que se ha denominado faltas y contravenciones, mediante
procedimientos más ágiles, profundamente ajustados al paradigma de la Constitución, y
tendientes a lograr el fortalecimiento de los vínculos de convivencia. Esto
implica desarraigar el fetiche de que los Juzgados de Faltas se justifican a
partir de la aporía de que las pequeñas
contravenciones constituyen la antesala o la escala previa para la comisión de
los más graves delitos y sustituirlo por el paradigma de la responsabilidad
social para la convivencia armónica. Aquella especulación, que carece de la más
mínima verificación empírica, se ha incorporado al módico arsenal discursivo de
los estados y no hace más que contribuir a la profundización de la violencia
estatal (y por ende, social), en situaciones donde el avenimiento, la
composición y la restauración frente a estas situaciones problemáticas,
implicaría un salto de calidad institucional y una alternativa superadora de
convivencia democrática. Esos nuevos esquemas, que en modo alguno suponen
prescindir de las sanciones, deberían contar con el protagonismo activo y
directo de los municipios, con quienes sería deseable establecer acuerdos
formales para la puesta en práctica focalizada de estas estrategias de
conformidad con las problemáticas que acontezcan en cada comunidad.
• Desplegar
de estrategias de prevención situacional adaptadas (con rigor teórico y
científico) a las diferentes formas mediante las que se expresan la
criminalidad o la violencia en cada zona de las distintas ciudades y centros
urbanos, que tengan por objetivo la reconciliación, la restauración y la
composición. En este caso, la articulación de políticas públicas con los
Municipios también resulta fundamental, toda vez que la detección de las
situaciones problemáticas, los grupos de infractores, las particularidades y las
rutinas de los ofensores y la puesta en práctica de inmediatas medidas de
prevención situacional, no pueden llevarse a cabo exitosamente sin el concurso
y la participación de los municipios, que son quienes conocen con mayor detalle
“el campo” de toda experiencia político criminal.
• Redefinir
las estrategias tendientes a la unificación y coordinación de los diversos
actores institucionales y sociales involucrados, a fin de evitar dispersión de
esfuerzos o medidas contradictorias que conducen a su propia neutralización o
inocuización. En este sentido, las estrategias que podrían impulsarse de manera
permanentemente unitaria entre los actores institucionales involucrados,
deberían apuntar a la construcción de “grandes consensos” (entendidos como la
generación de tendencias que se arraiguen en el conjunto, superadoras de las
volátiles y fugaces jerarquías sociales) y al esfuerzo coordinado de los
poderes judicial, legislativo y ejecutivo, de los municipios, de las ONG´s, y
muy especialmente de las víctimas y sus representaciones colectivas y
estatales, como un presupuesto probable de éxito en todo emprendimiento
político criminal.
• Crear foros
de convivencia armónica y prevención del delito, integrado por representantes
de los distintos ministerios y agencias del estado, de los poderes legislativo
y judicial, de organismos de DDHH y ONGs, de Municipios, de víctimas y de
ciudadanos, que permitan un abordaje interdisciplinario de la cuestión, sobre
todo en materia de prevención general y en base a relatos totalizantes
alternativos respecto de la “otredad”, la diversidad y el multiculturalismo.
• Proponer la
unificación de las estrategias destinadas a mejorar la “gobernanza”, y en ese marco, la seguridad pública, estableciendo
una política criminal para infractores juveniles y adultos bajo una única
órbita institucional, o al menos en un contexto de coordinación aceptable y
actualizado entre todas las agencias implicadas.
• Garantizar
que la legislación penal de niñas y niños y las prácticas de los operadores
sean compatible con los pactos, convenciones y tratados internacionales y,
fundamentalmente, con un sistema de responsabilidad juvenil que se exprese en
un juicio justo, bajo los preceptos del debido proceso y las garantías de
defensa en juicio. De hecho, la Defensa Pública ha colaborado, con esa
perspectiva, en la capacitación de los nuevos operadores del IPESA
• Derogar y/o
modificar las normas de Facto de la
Policía, para adaptarlas a una estructura de consenso,
compatibles con el programa de la Constitución. Estas
modificaciones deben abarcar desde los procesos sancionatorios internos hasta
los escalafones, propendiendo a la concreción de agencias estatales
democráticas y no militarizadas, ni autonomizadas.
• Jerarquizar
y revalorizar a la Policía
y convertirla en una institución comunitaria, recomponiendo su mística y su
autoestima. En este sentido, es importante realizar estudios que releven el
grado de autodesvalorización de los operadores de estas agencias de control,
similares a los que ya se llevaron a cabo con policías en la Provincia de La Pampa, cuyos resultados se
agregan al presente trabajo. Para encomendar aspectos cuya centralidad resulta
indiscutible a la Policía,
debemos primero saber con qué Policía contamos.
• Prevenir y operar, mediante estrategias e
investigaciones cualitativas, sobre los procesos de victimización de los miembros
de la Policía,
cuya situación en este sentido debe revertirse de inmediato. En este
sentido, las experiencias etnográficas efectuadas sobre estos operadores ponen
de relieve altísimos indicadores de victimización que seguramente se traducen
en la relación entre los miembros de la fuerza, entre éstos y las restantes
agencias estatales y también respecto de la sociedad, sus propias familias y,
particularmente, los detenidos a su cargo.
En un capítulo específico de esta obra se transcribirá, como ya se lo ha
adelantado, una investigación efectuada con efectivos policiales en la Provincia de La Pampa, de la quesurgen
no solamente denominadores comunes, situaciones tal vez similares y guarismos
tan atendibles como preocupantes, sino también conclusiones que tienen que ver
con los procesos de criminalización que sufren las agencias oficiales que están
en contacto con internos.
•Proponer una
modificación unitaria de los planes de estudio del Instituto Superior Policial,
que deberá incluir la consulta a académicos, criminólogos, juristas, tendiente
a la implementación de plexos armónicos que, por ejemplo, contemplen
asignaturas tales como Derechos Humanos, conflictología (a fin de lograr la
internalización de lógicas no binarias de resolución de conflictos), mediación,
y un análisis de las distintas escuelas criminológicas, acotando el paradigma
biologicista que primara históricamente en la formación penitenciaria. La
pérdida de importancia de los expertos en materia político criminal es una de
las improntas que caracterizan a la cultura del control postmoderna, tal como
lo señala Garland. Esa cultura descree de las postulaciones del
correccionalismo welfarista y plantea un discurso y un conjunto de prácticas
neopunitivistas de connotaciones retribucionistas extremas, que parte de la
idea de que la cárcel funciona, pero no para la reintegración social de los
detenidos. El deterioro del ideal resocializador (que mientras influyó en la
legislación y la política penales lograron que los grupos profesionales contribuyeran
a modificar progresivamente la cultura del castigo)[3], y su sustitución por una ideología
que asume a la cárcel como un ámbito procesual de incapacitación ayuda a
explicar la explosión de las tasas de encarcelamiento actuales.
Para
contrarrestar estas narrativas, debe procurarse que los profesores del
Instituto de Capacitación Policial sen elegidos mediante concurso público de
oposición y antecedentes, en el que deberán participar como observadores,
docentes de Universidades Nacionales en áreas afines.
• Evitar la
superpoblación en lugares de detención y encierro institucionales, acotando las
facultades administrativas discrecionales de traslados de reclusos y respetando
en la medida de lo posible la cercanía de los internos con su región de pertenencia
y su núcleo familiar. Para eso es necesario, en sustancia, a) atender a las
variables que puedan impactar sobre el volumen de la población reclusa
(hipotéticamente, y dependiendo del número de delitos flagrantes detectados, el
caso del juicio directo) y b) apelar a otras medidas de control y seguimiento
de personas en condiciones de obtener regímenes más favorables y laxos de
ejecución de la pena y/o sustitutivos de la pena de prisión.
• Resignificar las funciones explícitas y
simbólicas de la cárcel, redefiniendo y actualizando la idea fuerza de los DDHH
como límite a las modernas narrativas del retribucionismo y el prevencionismo
extremos.
• Incorporar y luego evaluar sistemática y
periódicamente, formas de mediación, composición y restauración de conflictos
entre los propios reclusos, intentando incorporar a sus mecanismos de
resolución de conflictos herramientas no violentas, que permitan contrarrestar
los preocupantes indicadores de muertes traumáticas y violentas en contextos de
encierro.
• Establecer parámetros fiables de los
estándares de reincidencia en la población carcelaria.
Por lo tanto, sería interesante realizar mediciones sobre este segmento
de la población carcelaria y de la reincidencia con la mayor fiabilidad
posible.
Sobre todo, en el caso de delitos que causan una gran alarma y conmoción
social, respecto de los cuales la reiteración o multiplicación de los relatos
mediáticos pueden conducir a conclusiones erróneas respecto de sus indicadores
de reincidencia.
En este caso, ante la necesidad de analizar la problemática de los
agresores sexuales, uno de los casos emblemáticos vinculados a las cuestiones
de la reincidencia y las posibilidades de reinserción y las estrategias de
rehabilitación de este tipo de agresores, es necesario capacitar a los
operadores en los sustantivos avances que en materia de tests de previsión de
reincidencia, se han llevado a cabo en España por autores tales como Santiago
Redondo Illescas y Vicente Garrido Genovés.
• Realizar
evaluaciones e investigaciones cualitativas para determinar el impacto de la
cárcel en las personas, una vez que recuperan su vínculo con el mundo libre,
a través de indagaciones que se resumen en el “quién fui”, “quien soy” y “quién
seré”.
• Articular un seguimiento y actualización
permanente de la extracción social de los reclusos, sus niveles de educación
formal, los promedios de edad de los mismos, etc. En el mismo sentido,
apuntar a profundizar las estrategias reinserción social y la vinculación
futura con el mundo libre atendiendo a las capacidades que demanda la SIC.
• Despertar la conciencia jurídica hacia la
verdadera función de lo judicial, que es de contención y de vigilancia de las
agencias ejecutivas, y de acotamiento del poder punitivo del estado.
• Promover estudios que ayuden a establecer el impacto de la prédica y el
tratamiento que los medios de comunicación confieren a la cuestión criminal
sobre las percepciones de inseguridad y de delincuencia. Esos estudios, realizados en el
marco del más irrestricto derecho a la libertad de expresión, deberían
necesariamente incluir a los propios empresarios y trabajadores de los medios a
fin de que comprendan la gravitación de su cometido, apelando a instancias de
seguimiento, autocontrol y autocrítica, a organismos de Derechos Humanos y a
las agencias estatales e instituciones internacionales implicadas en temas de
libertad de expresión, para garantizar la transparencia y precisión de los
objetivos y alcances de la iniciativa. En ese marco, analizar especialmente la
responsabilidad, la influencia y dañosidad social que ocasiona a los ciudadanos
que viven en comunidades alejadas de las grandes ciudades, la extrapolación de
un discurso mediático basado en realidades criminológicas manifiestamente
distintas.
• Utilizar los programas existentes -sobre todo
en el extranjero- para educar en contra del miedo y a favor de la seguridad, a
fin de neutralizar los relatos autoritarios, el avance de los prejuicios
sociales, la consecuente profundización del “miedo al otro” y todo tipo de
conductas reactivas regresivas. La disputa por el discurso es
fundamental en la modernidad tardía, porque de sus resultados dependen se
derivan consecuencias directas en términos de procesos de victimización.• Generación de espacios de capacitación
preferentemente en las universidades, con posibilidad de asistencia de
todos los actores involucrados en cuestiones político criminales, incluyendo
naturalmente a los miembros de la policía, especialmente para articular
recursos referentes a mediación y justicia restaurativa, tendientes
fundamentalmente a lograr la reconciliación y el perdón de los ofensores.
• Trabajo permanente y conjunto con recursos
académicos de las universidades y con la comunidad organizada horizontalmente,
para llevar a cabo investigaciones cualitativas, tendientes a conocer mejor la
realidad de la delincuencia y de quienes delinquen, y su percepción del mundo.
Pero también la de las agencias de criminalización secundaria de los estados.
• Operar de manera unitaria y coordinada en
temas político criminales, entendiendo que la política criminal moderna excede
la política penal, y debe construirse con herramientas jurídico penales,
sociales, educativas y laborales, evitando la confusión entre
estrategias de asistencia social con tendencias de por sí criminalizadotas.
• Llevar a
cabo “mapas del delito”,
indagando sobre sus connotaciones situacionales, variables horarias,
características de los ofensores, edad, extracción social, modus operando,
variaciones estacionales, niveles de organización, etcétera.
• Operar fuertemente para disminuir la
sensación de inseguridad instalada socialmente, en la inteligencia de que
solamente el cumplimiento de ese objetivo permitiría la estructuración y puesta
en práctica de planes de gestión en el mediano y largo plazo: la crispación
social y el clamor social hace imposible la extensión de créditos que superen
plazos realmente perentorios. En
ese sentido, relevar mediante estadísticas la evolución -aumento o disminución-
de la preocupación de la población respecto del delito y la violencia
(experiencia análoga a las que se miden a través del “Sourcebook of criminal
justice statistics”).
• Optimizar las pesquisas de determinados
delitos, recuperando el papel de los gobiernos locales y provincial,
reconociendo que tanto la prevención del delito como la seguridad en las
comunidades representan un derecho (en lo que deben coincidir necesariamente
las unidades de gestión ocupadas de esta problemática) y una cuestión
determinante que hace a la calidad de vida del conjunto; por lo tanto es
necesario, en orden a estos aspectos, trabajar más allá de los límites
jurisdiccionales de manera horizontal y vertical; advertir el papel crucial de
liderazgos políticos asentados sobre consensos legítimos; generar estrategias
consensuadas adaptadas a las necesidades locales a partir de diagnósticos
criminológicos fiables y planes precisos; fortalecer las capacidades y la
calidad institucional; desarrollar permanentemente herramientas e instrumentos
dentro del marco de la ley y la Constitución. Todo esto debe contribuir a lograr
comunidades seguras y vigorosas, apuntando a restablecer estándares de orden y
seguridad compatibles con una convivencia armónica.
• Para ello es menester estudiar en el corto
plazo los patrones que muestran la incidencia de problemas sociales y
económicos en un determinado barrio o comunidad, así como por la violencia, el
“desorden” y la victimización, cuya evaluación debe quedar a cargo de
expertos interdisciplinarios que deben poner en práctica estrategias de
prevención dentro del plazo propuesto de un año, lo que es absolutamente
factible. Se sugiere tomar en consideración conclusiones y estudios
comparativos relevados por instituciones de indudable prestigio, como por
ejemplo el Centro Internacional para la Prevención de la Criminalidad.
• En esa misma inteligencia, y con las pautas
cognitivas precedentemente citadas, intervenir en la prevención de delitos
particularmente violentos e intimidatorios, por caso, el robo de viviendas y
los robos armados. En estos supuestos, se podrían aprovechar
experiencias internacionales exitosas, como por ejemplo, las llevadas adelante
en Inglaterra por el “Grupo de trabajo sobre el desvalijamiento residencial”
(Domestic Burglary Task Force), en Gales, los Países Bajos o Canadá. En este
caso, sería factible realizar proyectos piloto en zonas críticas, celebrando
convenios con los organismos internacionales o universidades involucradas en la
temática en dichos países, en el marco de la gestión reglada de las principales
acciones que son propias de la Dirección Nacional de Política Criminal, siempre
en coordinación con los municipios.
• Mantener y potenciar los organismos de
prevención y persecución penal en el caso de delitos complejos. Esas
estrategias deberían ser materia de un seguimiento y evaluación permanentes a
través de mediciones cuantitativas y experiencias etnográficas. Esos organismos
deben trabajar necesariamente en coordinación con todas las áreas estatales
involucradas, para dotarse de mayor y mejor información y fortalecer la
institucionalidad y las respuestas consistentes frente a este tipo de hechos.
• Atento a la situación particular que
involucra a jóvenes de zonas marginales en la comisión de delitos predatorios
de los que resultan víctimas personas de similar extracción social, la pronta
intervención estatal debería poner en práctica políticas sociales, educativas y
municipales, adoptadas de manera coordinada, sobre todo en lo que tiene que ver
con la relación entre adicciones y delincuencia. Esa intervención debe
asumir estilos absolutamente diferenciados del clientelismo y sus formas de
degradación social, que muchas veces explican y reproducen las conductas
infractoras que supuestamente pretenden prevenir. Mientras tanto, como en todos
los casos, la puesta en vigencia de tácticas de prevención aplicadas debe ser
prioritaria y urgente. Con la misma finalidad, es posible articular políticas
de acercamiento consensuadas con organismos de otros gobiernos federales, por
caso el National Crime Prevention Center- NCPC de Canadá[4], en la entera convicción de que este
trabajo es susceptible de ser puesto en práctica en el corto plazo (conservando
el estado el monopolio en cuanto a la dirección estratégica e ideológica de
estas prácticas) y que la prevención es una inversión cualitativamente
superadora no sólo del castigo, sino también de tácticas de prevención
situacional que, por sí solas, se agotan en el tiempo.
• Fortalecer la seguridad en las escuelas, que
por su heterogeneidad social despiertan una gran sensación de temor en niños y
adultos (sobre todo padres), priorizando a esos fines enfoques
proactivos, programas de contención tempranos y urgentes, en lo posible
iniciadas antes de la “adolescencia”. Para ello, con análoga mecánica, es
conveniente rescatar experiencias internacionales exitosas publicadas también
por el Centro Internacional para la Prevención de la Criminalidad.
• Relevar la magnitud de la influencia del
sistema penal en la formación de la “identidad del delincuente” (labeling), el
sometimento a procesos extremos de visibilización, diferenciación y
estigmatización durante el juicio, a fin de acotar los insumos
simbólicos que coadyuven a potenciar dicha identidad, toda vez que la asunción
de la misma profundiza la relación con otros infractores y un nuevo rol que
induce a la persistencia en la carrera delictiva. En tanto se tenga una idea
aproximada de la magnitud del etiquetamiento de los sujetos
criminalizados (mediante observación participante en el campo, entrevistas o
informantes claves), se podrían establecer estrategias para disminuir o
conmover esas rutinas y sus consecuencias.
• Indagar la incidencia estadística de la
adopción de formas subculturales en las que intervienen -además del lenguaje-
otras simbologías y, en especial, las técnicas de neutralización, en los
procesos de asociación diferencial.
• Evitar el deterioro de determinadas zonas de las ciudades. El cuidado permanente de ciertos
ámbitos físicos conflictivos disuade a los delincuentes y disminuye las
oportunidades de comisión de delitos.
• Evitar que el Estado contribuya a la creación
de zonas críticas, como lamentablemente lo ha hecho hasta ahora, a través de
ciertos criterios y diseños en la construcción de colectivos barriales que,
desde una perspectiva ecológica, terminan generando situaciones inéditas de
conflictividad y facilitando la comisión de determinadas formas de
criminalidad.
• “Acotar las oportunidades” de los ofensores,
reducir los “beneficios” del delito e incrementar sus riesgos,
incidiendo directa o indirectamente en la ecología y el contexto comunitario.
También en este caso, resulta decisivo influir en las percepciones e
intuiciones de los infractores, creando una “sensación de inseguridad” inversa,
o una “contrasensación” de inseguridad: si los ofensores se sienten inseguros
es natural que se replieguen. Si los vecinos se sienten más seguros, es también
natural que intenten recuperar los espacios públicos perdidos. Este tipo de
intervenciones han merecido reservas de diversa índole. Una de ellas es la
insuficiencia de que las mismas puedan ser duraderas y consistentes en términos
de recuperación de la calidad de vida de la gente sin otro tipo de abordajes
complementarios: social, educativo, terapéutico, económico, etcétera. El
desarrollo de esta idea incluye esas nociones de manera prioritaria, lo que
releva de mayores comentarios sobre esta crítica. La segunda es una reserva de
carácter ideológico: estas estrategias, a partir de un proceso de “adquisición
por posesión” producido a partir del deterioro de las ideologías welfaristas,
ha sido presentada como un patrimonio de las políticas de gestiones estatales
de cuño conservador. Aquí es más difícil coincidir. Nuestra propuesta asocia a
estas políticas, estrategias de claro contenido social, y reniega de prácticas
pseudo prevencionistas que implican un recorte objetivo de los derechos y
garantías de los vecinos. Por ende, las intervenciones pueden estar orientadas
hacia el potencial ofensor o hacia la potencial víctima, se deben inscribir en
un contexto más amplio de políticas sociales y apuntan a mejorar la convivencia
y nunca a deteriorar los lazos de solidaridad comunitaria.
Ejemplos de típicas técnicas de prevención situacional-ambiental son,
entre otros: la vigilancia personal por parte de efectivos policiales o
guardias de seguridad, la recuperación de espacios públicos (plazas, parques,
paseos), la utilización de circuitos cerrados de televisión, el rediseño
urbano, etc.
Estas estrategias, de conformidad con las evaluaciones realizadas, pueden
deparar ciertas consecuencias preocupantes:
·
El
desarrollo de una psicología del miedo que alienta el “encierro” de los
vecinos, profundiza el deterioro de los lazos de solidaridad y de confianza en
ámbitos protegidos, lo que produce necesariamente un resquebrajamiento de las
relaciones sociales basadas en la confianza;
·
La
reproducción de las relaciones de marginalidad, exclusión y discriminación,
focalizando las energías sociales contra la otredad, y percibiendo al otro, al
distinto, como alguien respecto del cual es posible hacer algo antes de que
este ataque;
·
La
multiplicación del “efecto de desplazamiento: geográfico (cuando el mismo
delito se realiza en otro lugar); temporal (cuando el mismo delito se realiza
en otro momento) táctico (cuando el mismo delito se realiza con otros medios o
de otra forma), de blancos (cuando el mismo tipo de delito se realiza con
respecto a otro blanco) y de tipo de delito”[5].
Para evitar estos efectos, es menester articular estos abordajes con
estrategias de prevención social que significan el reaseguro a largo plazo de
esta mirada sobre el delito.
En
particular, se le debería dar un fuerte impulso a las acciones no binarias
destinadas a la recuperación del espacio público (plazas, parques, paseos,
etc.), alejados de la noción excluyente y militarizada de “espacio defendible”,
poniendo el énfasis en el seguimiento y la prevención de determinados delitos
de alta sensibilidad, como por ejemplo el asalto a viviendas habitadas, las
agresiones de todo tipo y los arrebatos, todos ellos perpetrados generalmente
respecto de personas vulnerables.
• Acentuar mediante estrategias situacionales
la prevención primaria en el ámbito rural, reasignando los recursos disponibles
y creando nuevas formas solidarias de comunicación, autoprotección y
heteroprotección entre los productores, atendiendo a que el crecimiento
de la oportunidad para delinquir, está generando la perpetración de delitos
novedosos o no convencionales vinculadas muchas veces a las nuevas variables
macroeconómicas, que determinan la magnitud del beneficio de los delitos en
concordancia con los bajos riesgos que aparejan los mismos a los infractores
(así, de acuerdo a su valor en el mercado u otras variables de la economía, se
han sucedido en los últimos años hurtos de colmenas, herramientas,
agroquímicos, asaltos a mano armada, abigeatos perpetrados en escala
organizada, etc).
• Tomar en cuenta que los delitos
convencionales (llamados también “de calle” o de “subsistencia”), aunque
resultan extremadamente sensibilizantes y deben ocupar los primeros esfuerzos
estatales, no agotan la sensación de inseguridad ni la inseguridad objetiva.
Por lo tanto, es posible poner en práctica fuertes estrategias de prevención y
desarticulación de delitos de cuello blanco que, además de la intrínseca
justicia de la medida, permitirían revertir la sensación generalizada de
selectividad del sistema y permiten la relegitimación del mismo. La usura, por
ejemplo, podría acotarse no solamente con la imposición de penas más severas
sino con la creación de registros obligatorios de los contratos de mutuos. Las
agencias policiales y administrativas de defensa civil podrían operar
fuertemente respecto de los delitos ecológicos o de envenenamiento del medio
ambiente. Las policías, los municipios, las asociaciones de defensa civil, las
ONGs y demás organizaciones sociales y de víctimas podrían incidir de la misma
forma respecto de la violencia de género, los delitos contra el medio ambiente,
y los delitos imprudentes, mediante estrategias de justicia restaurativa y no
meramente punitiva.
• Realización de Estudios de Victimización
(estos estudios deberían abarcar especialmente los procesos de victimización de
las fuerzas de seguridad, al menos como muestreos ilustrativos, y especialmente
abordar cuantitativa y cualitativamente la violencia de familiar y de género).
Es conocida y admitida en todo el mundo la escasa fiabilidad de las encuestas y
estadísticas judiciales y policiales en materia de delitos. Esto es así, no
solamente porque, como lo admiten muchos criminólogos, existen detectadas
etapas, motivaciones y modalidades de manipulación de los datos, sino porque
las mismas únicamente trabajan con los delitos reportados (que no incluyen la
denominada “cifra negra” de la criminalidad), y porque los a veces intrincados
mecanismos judiciales contabilizan de manera particular las causa “NN”, las
prescriptas, las incidentales o las que no se investigan. Pero además, estas
muestras cuantitativas empecen, por ejemplo, a la necesidad social básica de
conocer con un grado de probabilidad cierta si el delito aumenta o disminuye en
un determinado ámbito temporal y espacial, las fluctuaciones de determinadas
modalidades delictivas o de violencia social, el estado y evolución de la
seguridad urbana “objetiva” y “subjetiva” (esto es, la sensación de inseguridad
basada en factores ajenos a la propia victimización de las personas). A partir
de la elaboración de las mismas, podrá contarse con elementos objetivos de
constatación que permitan articular, de acuerdo a las distintas realidades
criminológicas, estrategias razonables y adecuadas de política criminal, con
apego a las modalidades específicas de las infracciones que se releven en cada
Municipio. Sobre la reserva consignada entre paréntesis, es preciso poner de
relieve que cualquier política criminal debe reconocer que las medidas que se
adopten pueden ser efectivas en algunos lugares y no en otros, respecto de
determinados colectivos y no de otros, y en algunos momentos pero no en otros.
Por lo tanto, cualquier “mapa del delito” debería tender a considerar también
los resultados de estos estudios.
• Evitar la homogeneización social: En
los barrios denominados “mixtos”, donde junto a gente marginada convive gente
con agregados donde la cultura de clase media es mayoritaria, las primeras
tienen más oportunidades de asumir valores convencionales y de acceder al
trabajo y a la cultura del trabajo. Se debe tratar de evitar intervenciones de
los poderes públicos dirigidas concentrar a personas en situación de
marginación social en determinados espacios de la ciudad, de manera que esos
grupos pudieran resultar mayoritarios.
• Ayudar a las personas más carenciadas:
los poderes públicos deben intervenir para proteger socialmente y para dar
oportunidades de formación a las personas en condiciones de pobreza, pero
evitando la dádiva y/o el clientelismo, y apuntando a que esa ayuda coadyuve a
que esa gente reasuma valores convencionales de clase trabajadora.
La asistencia estatal debe estar controlada por ONGs.
• Fomentar el asociacionismo: En la
medida en que aumentan las estructuras de relación en el barrio, en especial
las que vinculan a personas adultas y jóvenes, se genera mayor nivel de
cohesión social, produciendo mayor transmisión de valores convencionales y
mejorando y acotando el nivel de control informal. La recuperación de los
clubes es un paso fundamental en esa dirección.
• Incrementar la vigilancia efectuada en clave
de policía de comunidades. Las anteriores medidas de prevención social
deben ir acompañadas de medidas de prevención situacional, incrementando
el nivel de vigilancia de los puntos negros de la delincuencia, evitando que el
lugar aparezca a los potenciales infractores como de “bajo control”,
preservando el rol de las autoridades prevencionales como policías
comunitarias, respetuosa de los derechos civiles implicados.
• Sin perjuicio de lo expuesto, es menester
tener a la mano la posibilidad de aplicar estrategias parcialmente diversas en
la medida en que nos encontremos ante conductas infractoras expresivas y no
instrumentales (cultura “de la banda”), por ende más violentas y mucho más
difícil de remover únicamente mediante estrategias de prevención social,
porque generalmente esas condiciones criminológicas están fuertemente asociadas
a otros factores como: a) delincuencia adulta; b) relaciones sociales en un
espacio común que integre a los adultos con los jóvenes, operativizando un
proceso comunicacional y de enseñanza y aprendizaje de técnicas para realizar
delitos; c) integración y mixtura del mundo convencional con el delictivo. Para
ello, la prevención situacional debe intensificarse. De todos modos, estas
estrategias deben ser llevadas a cabo por agencias estatales que conozcan de
formas alternativas de resolución de conflicto, no violentas y restaurativas,
tendientes a desarrollar líneas de acción basadas en neutralizar los problemas
de ajuste de los jóvenes infractores de sectores vulnerables, a través del
incremento de las oportunidades.
• Lograr la suficiente cohesión y compromiso
interno para obtener el diseño de propuestas lo suficientemente claras e
inequívocas que impidan alteración o sustitución por discursos o conductas
meramente “gestuales” (“acting out”) que en la práctica signifiquen una
desnaturalización cuando no una modificación encubierta de las mismas, hasta
lograr incluso finalidades antagónicas respecto de las que las inspiraran.
• Unificar las pautas o estándares procesales,
respecto de los criterios de restricción de libertad en las distintas
jurisdicciones de la
Povincia. Este aspecto es fundamental por su incidencia en
términos político criminales y criminológicos. Sería muy dificultoso
establecer medidas coordinadas entre distintas agencias jurisdiccionales si la
misma conducta permitiera distinto tratamiento en cada una de ellas en lo que
atañe a las restricciones de libertad, y mucho más complejo aún, prever la
tendencia de los indicadores de prisionización a futuro, si no se unifican
estos parámetros. Esta última cuestión, además, debería influir razonablemente
sobre los criterios a seguir respecto de los lugares de instalación de
establecimientos de detención. La misma perspectiva podría analizarse respecto
de una interpretación amplia del derecho a acceder a la suspensión del juicio a
prueba y otros beneficios.
• Racionalizar y limitar los criterios
administrativos que inciden en el traslado de los internos, no solamente
por las implicaciones que en orden a los derechos fundamentales de los reclusos
adquieren dichas decisiones, sino porque el traslado de internos/as a lugares
extraños al de su procedencia hace que el núcleo de relaciones de los mismos se
afinquen en las zonas donde esos presidios están instalados, se vinculen con
infractores locales y potencien la actividad delictiva en ese lugar.
• Diferenciar la forma en que se expresa la
criminalidad en las zonas más populosas y en las menos pobladas, para
instrumentar con sujeción a esa distinta realidad las estrategias de
prevención, disuasión y conjuración de delitos.
• En ese sentido, resultaría factible que
se analizaran las manifestaciones de la criminalidad en las zonas de
tránsito o turísticas,
sobre todo en las épocas de mayor afluencia de visitantes, la mayoría de ellos
provenientes de las clases medias donde las narrativas sobre el crecimiento de
la delincuencia y el “miedo al otro” asumen formas condicionantes particulares
en sus percepciones y sistemas de creencias. Se propone analizar el modelo de
encuesta de seguridad y victimización “Turismo y seguridad en Andalucía”[6].
Resumiendo,
se proponen las siguientes medidas:
• Reinterpretación y resignificación
correcta de las lógicas del nuevo sistema adversarial en la Provincia.
• Modificación integral y puesta en funcionamiento efectiva de
un sistema superador de enjuiciamiento y persecución por faltas y
contravenciones.
·
Derogación y/o modificación de las normas de
Facto de la Policía
(1034 y 1064) para adaptarla a una estructura policial de consenso, compatibles
con el programa de la
Constitución.
·
Despliegue
de estrategias de prevención situacional adaptadas (con rigor teórico y
científico) a las diferentes formas en
que la criminalidad o las conductas desviadas se expresan en cada zona de las
distintas ciudades y centros urbanos.
·
Redefinición
de estrategias tendientes a la unificación y coordinación de los diversos
actores institucionales y sociales involucrados, a fin de evitar dispersión de
esfuerzos, medidas contradictorias o inocuas.
·
Creación
de un espacio interagencial de Seguridad, integrado por el Mrio de Gobierno,
Justicia y Seguridad, la
Policía, el Superior Tribunal de Justicia, la Procuración General,
la Defensa Pública,
los Municipios y los Ministerios de Bienestar Social, Salud y Educación, ONGs y
miembros de la sociedad civil.
·
Modificar
la Ley del
Consejo de la
Magistratura, para que -cumpliendo acabadamente con el
mandato constitucional que obliga a realizar concursos de oposición y
antecedentes- los que deberán llevarse a cabo con una integración distinta (al
menos en el fuero penal) que contemple la participación de Profesores
calificados de Universidades Públicas (conocidos como “juristas invitados”)
que, aunque no integren formalmente los tribunales ni tengan derecho a voto,
tendrán la misión de presentar sus propios dictámenes, del cual el resto de los
jurados podrá apartarse pero haciéndolo de manera fundada.
·
Modificar
los planes de Estudio de la
Escuela de Policía, profundizando las exigencias de nivel
académico y abriendo otros horizontes de tradiciones intelectuales alternativas
al positivismo. Incluir “Conflictología” como una materia de las currículas a
fin de inculcar formas alternativas de resolución de conflictos.
·
Calificación
y actualización dinámica y permanente de los operadores del Poder Judicial.
·
Trabajo
permanente y conjunto con recursos académicos de la UNLPam y con la comunidad.
·
Operar
de manera unitaria y coordinada en temas político criminales, entendiendo que
la política criminal moderna excede la política penal, y debe construirse con
herramientas jurídico penales, sociales, educativas y laborales.
·
Evitar
el deterioro de determinadas zonas de la ciudad. El cuidado permanente de
ciertos ámbitos físicos conflictivos disuade en muchas oportunidades a los
delincuentes.
·
Rediseñar
el abordaje de la nocturnidad en las ciudades más pobladas de la Provincia.
·
Acentuar
mediante estrategias situacionales la prevención primaria y secundaria en el
ámbito rural, reasignando los recursos disponibles.
·
Presencia
policial operativa. Racionalizar en cuanto a sus efectivos el Comando
radioléctrico de la URI
y volcar esos efectivos a las comisarías, para realizar tareas dinámicas
inherentes a la prevención, disuasión y conjuración de las conductas desviadas.
·
Tomar
en cuenta que estos delitos convencionales no agotan la sensación de
inseguridad ni la inseguridad objetiva.
·
Realización
de Estudios de Victimización.
FUNDAMENTOS TEÓRICOS DE
LAS PROPUESTAS
Estas propuestas han sido extraídas de las experiencias criminológicas
que se han desplegado a lo largo del siglo XX y del presente, por expertos y
académicos de todo el mundo.
Suponen un recorrido histórico y conceptual perfectamente adaptable a
nuestro medio, y no se proponen agotar el catálogo de estrategias posibles
sino, por el contrario, convertirse en un punto de partida para encontrar
pautas fiables en materia de seguridad democrática, Derechos Humanos y acceso a
la Justicia,
propiciando un debate social que, lamentablemente, no reconoce demasiados
precedentes en nuestro país.
La criminología, como toda disciplina con pretensión científica, tiene
contenidos epistemológicos precisos que hacen imperiosa la participación de los
expertos en temas de semejante complejidad. Esto significará un salto
cualitativo respecto de un “sentido común” nefasto en base al cual se adoptan
decisiones en materia político criminal.
I.- La denominada Escuela de Chicago constituye una de las primeras
expresiones sistemáticas que abordan el fenómeno de la criminalidad a partir
del estudio y análisis de las formas de
agregación social y de cómo las mismas influyen en el comportamiento desviado.
Justamente, la ciudad de Chicago, con su crecimiento demográfico exponencial
durante el período de reconversión de sus relaciones de producción y el paso de
una sociedad rural a una industrializada, configuró la aparición del “factor
ecológico” como tesis explicativa de la criminalidad, desplazando – acaso por
primera vez- a las perspectivas biologicistas en la consideración de los
criminólogos. El delincuente, para esta
corriente de pensamiento, era alguien “normal”, condicionado por su entorno
ambiental.
Se trató de indagar más “cómo vivía la
gente” que respecto de especiales características psiquiátricas, psicológicas o
biológicas de la misma. Por primera vez, los sociólogos desplazaron a los
psiquiatras, los médicos y los psicólogos en la formulación de una tesis
explicativa de la “desviación”.
García Pablos de Molina, quien considera
a la Escuela
de Chicago como “el germen y el crisol de las más relevantes concepciones de la
sociología criminal”, enseña que desde 1860, cuando Chicago contaba con 110.000
habitantes, llegan a esta ciudad millares de inmigrantes, sobre todo de Europa,
lo que motiva un crecimiento que en 1910 la ciudad rebase los 2.000.000 de
habitantes[7].
Larrauri- Cid destacan, en el mismo
sentido, que Chicago había pasado de de
tener 40.000 habitantes en las primeras décadas del siglo XIX, a casi 3.000.000
en el primer tercio del Siglo XX, producto de la instalación de las grandes
terminales automotrices en el casco urbano de la ciudad y la llegada de miles
de campesinos y extranjeros (fundamentalmente de los países más pobres de
Europa: Italia, Rusia, Polonia) atraídos por las nuevas posibilidades de empleo
asalariado[8].
Los intelectuales de esta escuela parten
-para entender el aumento de la criminalidad- de la premisa del cambio cultural
que acompaña el tránsito de una vida rural a una vida urbana. Esto, que parece
una obviedad, no solamente permitió establecer diagnósticos y estrategias
consecuentes en materia de política criminal, sino que se transformó en un
punto de inflexión para la criminología moderna.
La escuela no solamente se preocupó por
entender las formas que asumía el cambio social, sino que explicó esas
transformaciones desde el interior de esas culturas y avanzó en la formulación
de políticas públicas respecto de las nuevas minorías sociales, reclamando un
fuerte compromiso del Estado, aún con los límites de una visión
correccionalista, tendiente a ayudar a los sectores social y culturalmente más
desfavorecidos.
Incluso, la teoría reconoce su vigencia
en la actualidad, a la luz de fenómenos demográficos y sociales tales como la
superpoblación de determinados conglomerados urbanos. Cabe destacar, como
ejemplo de lo dicho, que de las 25 megalópolis existentes en el mundo
contemporáneo, 19 pertenecen a países
del Tercer Mundo, con las lógicas consecuencias de marginalidad, exclusión,
desempleo y/o precariedad laboral, degradación del medioambiente, diversidad
cultural, migraciones internas, relajamiento de los controles informales,
etcétera. Se trata, en definitiva, de un intento de explicación de la
incidencia de la urbanización en la evolución de las tasas de determinadas
formas de criminalidad.
En ese sentido, la nueva dimensión que
adquieren los procesos migratorios en el mundo exhuma la pretensión de vigencia
de la teoría.
Uno de los máximos referentes e
iniciadores de la escuela ecológica es Robert Park, quien en el año 1915,
analiza los cambios y diferencias de los
mecanismos de control social vigentes en las zonas no urbanas (donde adquieren
preeminencia la costumbre y el escrutinio cotidiano) respecto de las urbanas (donde priman la ley
y la impersonalidad de las relaciones).
Las conclusiones que los impulsores de
esta escuela extrajeron de los relevamientos realizados en Chicago y también en
Michigan pusieron de relieve que las áreas urbanas que proporcionalmente tenían
mayores tasas de delincuencia eran
aquellas que estaban habitadas mayoritariamente por gente pobre, pero
fundamentalmente las que, también, evidencian mayor deterioro físico, alta
movilidad (“los delincuentes” son de “afuera”: esto es, los “distintos”, los
que no comulgaban con los mismos códigos sociales, hablaban distintos idiomas y
vivían en condiciones desfavorables), heterogeneidad cultural y delincuencia
adulta.
Según la Escuela de Chicago,
pobreza y desorganización social son los factores que deben necesariamente
concurrir para que haya delincuencia.
“La pobreza y la desorganización social
parecen interactuar de la siguiente manera: una persona pobre que vive en un
barrio desorganizado carece de oportunidades (convencionales) de promoción
social y se siente menos vinculado a los valores convencionales; en cambio, una
persona pobre que viva en un barrio organizado tiene más oportunidades de
promoción social y se siente más ligado a los valores convencionales. Esto
significa que los barrios organizados no sólo sirven para transmitir más
eficazmente los valores convencionales sino que además ofrecen más
oportunidades para salir de la pobreza. Por tanto, las medidas individuales
para afrontar la pobreza deben ir acompañadas de intervenciones ecológicas que
incrementen e nivel de organización social del barrio”[9].
El método de Shaw y Mc Kay consistió en
investigar, por zonas de la ciudad, el número de jóvenes llevados ate los
tribunales de menores de Chicago, clasificarlos por sus lugares de residencia y
correlacionar tales cifras con el número de jóvenes que viven en cada área de
la ciudad.
De esa manera, logran el porcentaje de
delincuentes juveniles por número de jóvenes de cada área de la ciudad.
(“Juvenil delinquency and urban areas”).
Los autores estudian 3
períodos discontinuos de seis años cada uno durante treinta años (lo que da la
pauta que no es serio esperar milagros en la investigación criminológica seria
y en las estrategias consistentes y duraderas en materia político criminal)
para determinar si entre 1900 y 1933 se han producido variaciones
significativas en las tasas de delincuentes de la ciudad.
Los resultados principales del análisis
son: a) se produce una gran diferencia de delincuencia entre las diversas áreas
de la ciudad (mientras existen áreas que prácticamente no tienen delincuencia
juvenil hay otras donde casi 20 de cada 100 jóvenes han pasado por los
tribunales de menores). b) hay una gran concentración de delincuencia en las áreas centrales (25% de la población
produce la mitad de los delincuentes). C) no existen variaciones importantes en
los 3 períodos estudiados.
Los autores destacan que su análisis no
permite derivar ninguna correlación entre una determinada minoría étnica y la delincuencia,
señalando que en los períodos estudiados se han producido cambios completos en
las minorías que habitan una determinada zona urbana, y sin embargo la tasa de
delincuencia se ha mantenido estable. En conclusión, según esta escuela, lo que
explica la delincuencia no es el origen de la población sino las condiciones de
vida de la misma en determinadas áreas de la ciudad.
En las mencionadas condiciones de
pobreza generalizada, deterioro físico, movilidad, heterogeneidad étnica y
delincuencia adulta, la población se encuentras imposibilitada de llevar a la
práctica valores convencionales por los siguientes motivos:
a)
menor capacidad de
asociación o cohesión social;
b)
menores posibilidades
de control sobre actividades desviadas (menos tiempo de padres que trabajan con
sus hijos, mayor cantidad de tiempo de los chicos en la calle y mayor anonimato
y menor control social informal).
c)
Mayor exposición de los
jóvenes a valores no convencionales.
Entre las estrategias de política
criminal propuesta por los investigadores, pueden señalarse las siguientes:
·
Evitar el deterioro físico: Un barrio organizado se caracteriza
porque la gente (convencional) que lo habita no quiere abandonarlo. Para que
los habitantes del barrio no deseen abandonarlo, éste no debe aparecer como
deteriorado. Ello reclama un tipo de intervención dirigido a la rehabilitación
de viviendas y espacios comunes, para que la gente perciba que el barrio está
en un proceso de mejora[10]. La inversión en tales
áreas no sólo debería detener el proceso de abandono, sino que también debería
favorecer el traslado de personas de clase media a tales áreas.
·
Evitar la homegeización
social: En
los barrios denominados “mixtos”, donde junto a gente marginal convive gente trabajadora y de clase media,
las primeras tienen más oportunidades de asumir valores convencionales y de
acceder al trabajo y a la cultura del trabajo. Se debe tratar de evitar
intervenciones de los poderes públicos dirigidas concentrar a personas en
situación de marginación social en determinados espacios de la ciudad.
·
Ayudar a las personas más
carenciadas: Los poderes públicos deben intervenir para proteger socialmente
y para dar oportunidades de formación a las personas en condiciones de pobreza,
apuntando a que esa ayuda coadyuve a que esa gente reasuma valores
convencionales de clase media o trabajadora.
·
Fomentar el
asociacionismo: En la medida en que aumentan las estructuras de relación en el
barrio, en especial las que vinculan a personas adultas y jóvenes, se genera
mayor nivel de cohesión social, produciendo mayor transmisión de valores
convencionales y mejorando el nivel de control
informal.
·
Operar con políticas de
índole social sobre un colectivo en riesgo y no a través de terapias
individuales.
·
Incrementar la vigilancia. Las anteriores medidas
de prevención social deben ir acompañadas de medidas de prevención situacional,
incrementando el nivel de vigilancia de los puntos negros de la delincuencia,
evitando que el lugar aparezca a los potenciales delincuentes como de “bajo control”.
La Escuela de Chicago fue objeto de
muchas críticas. Algunas, por entender que solamente se ocupaba de las
infracciones convencionales perpetradas por sujetos vulnerables. Otras hicieron
hincapié en los riesgos de manejarse con la cifra blanca que surge de las
estadísticas judiciales o policiales, que invisibilizan una cantidad
indeterminada de delitos y la mayoría de las ofensas perpetradas por los
poderosos. También se observó que la excesiva utilización de las agencias
institucionales de control social en la formulación de políticas públicas de
seguridad termina reproduciendo la discriminación, puesto que muchos espacios,
barrios o zonas, resultan, de ordinario, objeto de vigilancia, control y
castigo en una proporción mayor de lo que acontece en zonas ciudadanas más
reputadas.
No
obstante ello, es indudable que estas estrategias podrían reproducirse en
determinados agregados sociales que han sufrido procesos similares de
degradación, pauperización y diversidad social, con crecimiento de las tasas de
conflictividad, en los que los infractores son generalmente jóvenes del propio
barrio, víctimas a su vez de un sistema de exclusión y degradación.
II.- La teoría de la
Anomia es otra corriente de la que podríamos sacar en La Pampa enseñanzas concretas y
puntuales, en casos de delitos predatorios, producidos con fines
instrumentales, generalmente en casos de privación relativa e inequidad social.
Robert Merton (1910-2004), escribió en
1938 un artículo "Anomia y estructura social", que es el que da pie a
una de las teorías más importantes de las tradiciones intelectuales
funcionalistas, y cuya vigencia permaneció intacta mientras se mantuvo en pie
el paradigma del “buen capitalismo” y entra en crisis el welfarismo penal.
Basta con observar de qué manera los gobiernos de Kennedy y Johnson, en la
década del 60’
intentaron aplicar las estrategias de política criminal sugeridas por Merton en
la lucha contra la criminalidad en los barrios estadounidenses marginales, a
partir de la mejora de las oportunidades de los jóvenes postergados.
Sin perjuicio de este aporte fundamental
de Robert Merton, es preciso reconocer a Durkheim como el sociólogo que
utilizara –aunque con otro alcance- el concepto de “anomia” en 1893, al intentar explicar las consecuencias
de la división del trabajo en el capitalismo temprano. La división del trabajo
supone, para Durkheim, mucho más que una forma ordenatoria de la economía de
las sociedades capitalista, sino uno de los fundamentos más importantes de la
vida en sociedad. Por eso, al analizar la solidaridad social, llega a la
conclusión de que en las sociedades con un alto grado de división del trabajo,
las diferentes partes del mismo ya no se relacionan entre sí sino a partir de
sus funciones, tal como acontece con los diferentes órganos de un cuerpo
viviente. En sociedades de estas características (con gran diferenciación de
funciones producto del avance de las relaciones de producción capitalistas que provocan la
división del trabajo), se produce un debilitamiento de la conciencia colectiva
y una mayor acentuación de las diferencias individuales. “Anomia es, entonces,
el estado de desintegración social originado por el hecho de que la creciente
división del trabajo obstaculiza cada vez más un contacto lo suficientemente
eficaz entre los obreros y, por lo tanto, una relación social satisfactoria”[11], por la falta de reglas. “Anomia” sería, en la visión de Durkheim,
algo parecido al concepto de “falta de normas”.
Pese a que, a partir de que Merton
escribiera su artículo “Anomia y estructura social”, la teoría de la anomia fue
puesta en crisis por los teóricos del control, muchos de sus postulados,
actualizados, permiten el diseño de alternativas actuales contra la
criminalidad convencional.
El concepto de “anomia” no significa, en
la visión de Merton,"ausencia de normas" (a diferencia de Durkheim)
si no que, en las sociedades anómicas "junto con la presión que las
personas reciben para obedecer las normas, reciben otras tendientes a
desobedecerlas”.
Estas presiones sobrevienen de una
excesiva importancia asignada a los fines socialmente valorados, que en EEUU se
resumen en el éxito económico y el ascenso social (el "sueño
americano" en la sociedad fordista).
Se trata de "un desequilibro entre
fines (metas) y medios". La desproporcionada importancia que una sociedad
confiere a ciertos fines, hace que en la búsqueda colectiva de los mismos,
algunos sujetos que carecen de la posibilidad de acceder a ellos por medios
lícitos, apelen a medios ilícitos para alcanzarlos. Si bien Merton elabora su
teoría tomando como base la sociedad americana, muchas de sus ideas son
enteramente aplicables a otras sociedades occidentales donde el
capitalismo –sobre todo de posguerra-
produjo fenómenos masivos de inclusión social y pleno empleo. La Argentina, por cierto,
no es una excepción: “Mi hijo el doctor” es una obra que en buena medida resume
esa presión anómica en la historia de nuestro país y en “Sociología de la clase
media argentina”, Julio Mafud, da cuenta
de la aplicabilidad de estas postulaciones a nuestro medio.
En la misma, la actitud sacrificial de
la familia, como elemento fundante de control social informal, condiciona la
perspectiva del mundo de las nuevas clases medias a través de un sistema de
creencias que abraza el éxito económico y el ascenso social como pautas valoradas
por el conjunto sicial.
Las características de una sociedad
anómica, según Merton, son las siguientes:
a)
desequilibrio cultural
entre fines y medios: en sociedades anómicas como la estadounidense, los
canales de socialización (la flia, los pares, la escuela, los medios de
comunicación) son medios que transmiten "los mismos valores", que se
resumen en el éxito económico (esfuerzo y ascenso social). Las personas que no
comulgan con estos valores o no los ponen en práctica a lo largo de su vida son
socialmente desvaloradas o despreciadas. Por lo tanto, en esa búsqueda
desesperada de status, las personas menos favorecidas socialmente comienzan a
buscar el éxito no por "medios lícitos" sino por "medios
eficaces", que por supuesto incluyen las conductas ilícitas. De esta
manera se intenta explicar la perpetración de las conductas desviadas.
b)
Universalismo en la
definición de los fines: la estructura cultural (sistema de creencias, escalas
de valores, expectativas compartidas) no
limita el logro de los fines a unos pocos, sino que los hace extensivos al
conjunto de la sociedad, incluso a aquellos más desfavorecidos que participan
de esta escala de estas expectativas.
c)
Desigualdad de
oportunidades: no obstante, en la realidad objetiva, la sociedad
anómica produce una tensión sobre muchos ciudadanos cuando la estructura
cultural (superestructura) induce a plantearse altas aspiraciones y, en cambio,
la estructura económica y social limita a ciertos grupos, solamente, las
oportunidades lícitas de alcanzar esas metas tan elevadas.
El modelo teórico de Merton presupone
que una parte de los ciudadanos asumirán ese mandato respecto de la obtención
del éxito, pese a sus limitadas posibilidades de alcanzarlo, debido justamente
a que en ese medio cultural, la mayoría de la gente tiende a identificarse no
con la mayoría que no logra esas metas sino con la minoría que sí lo logra. Del
juego combinado de esos dos factores (fines y medios, o metas y oportunidades)
concluye que la presión anómica será especialmente sentida por aquellas
personas de clase baja. Al asumir que las “altas aspiraciones” son una de las
fuentes de la presión anómica, Merton está desarrollando una idea que
anteriormente había utilizado Durkheim para explicar las tasas de suicidio en
la sociedad europea del siglo XIX. La diferencia es que las “altas
aspiraciones” en Durkheim se originan en el instinto biológico de la persona,
son naturales y se registran especialmente en momentos de crisis en que las
mismas no son reguladas socialmente, para Merton son inducidas culturalmente y
son permanentes.
Merton
reconoce que existen cinco formas posibles que las personas podrán
exhibir frente a la presión anómica que reciben de la sociedad, las que podrían
resumirse apelando a este conocido cuadro, en el que “+” significa
“adaptación”, “-“rechazo y “-+” rechazo respecto de los fines y/o medios
socialmente aceptados para conseguir esos fines:
Formas de
adaptación Fines Medios lícitos
Conformidad
(+) (+)
Innovación
(+) (-)
Ritualismo
(-) (+)
Apatía (-) (-)
Rebelión
(-+) (-+)
La conformidad implica que la persona
internaliza y comparte tanto los fines socialmente valorados como los medios
lícitos admitidos en esa misma clave para alcanzarlos. El individuo es así un
sujeto mayoritariamente predecible, que se sacrifica para obtener el éxito,
tanto sea en su trabajo como en el estudio, porque cree vivir en una sociedad
meritocrática y presta una conformidad con las pautas de adaptación que la
misma impone. Esto no implica, desde luego, que se está ante una sociedad de
“triunfadores” – antes bien, y por el contrario, el quiebre del estado de
bienestar rompe con la aporía del “buen capitalismo” y profundiza las
asimetrías y desigualdades sociales, hasta poner en crisis el “sentido” de esa
decisión existencial de sacrificio- sino que existe una mayoría de la sociedad
dispuesta a bregar para acceder a esas metas.
El ritualismo consiste en la actitud, que
se dará principalmente en personas de clase media baja, de abandonar las metas
del éxito y de la rápida movilidad social hasta un punto en que pueda
satisfacer sus aspiraciones básicas mediante la utilización de medios lícitos.
No se espera de estos sujetos una respuesta delictiva, sino más bien un
desajuste propio de quien, socializado en valores de la clase media
(compatibles con la lucha por el éxito y el ascenso social), deja de atender a
las desvalorizaciones de que podría ser objeto por parte de terceros que
podrían reconocerlo como un “fracasado” frente a las dificultades que le
plantea la estructura social y ante las cuales se somete finalmente.
La rebelión implica una dificultad de
adaptación a los valores dominantes, porque se los pone expresa e
intencionalmente en crisis. Estos grupos, directamente, no comparten los fines
mayoritariamente asumidos por la sociedad capitalista y proponen finalidades
existenciales alternativas. Es decir que, sin apartarse del ejercicio de
rutinas “lícitas” (trabajo, estudio), confieren a la misma una connotación
diferente a la que las imagina como un tránsito obligado previo hacia el
ascenso en la consideración social y el éxito económico. Pero, en cualquier
caso, discrepan con los fines de lucro que disciplinan y controlan a la mayoría
de los estadounidenses de esa época.
Según
Merton, estos agregados generalmente están integrados por sujetos
radicalizados, militantes diferentes espacios sociales, cuya conducta puede
admitir desde meros comportamientos “desviados” (la desobediencia civil, por
ejemplo) hasta conductas “delictivas” (acciones violentas como medio de
conseguir transformaciones sociales[12].
En el
supuesto de la innovación como forma
de adaptación a la presión anómica, la conducta consiste en intentar alcanzar
los objetivos mayoritarios de éxito y movilidad social vertical ascendente,
mediante medios no lícitos aunque sí efectivos. Esta clase de personas, en
definitiva, comparte los objetivos pero no así los medios. Las conductas
innovadoras, en Merton, parecen respuestas a utilizar por personas de clase
baja frente a las ya señaladas dificultades estructurales comparativas de que
adolecen. No obstante, esta concepción funcionalista, de la que Merton es uno
de sus principales referentes, deja de lado la consideración de la innovación
como la conducta que caracteriza a ciertos delincuentes económicos, tales como
los estafadores.
La apatía es el rechazo tanto de los medios institucionales como de los
fines. El “apático” es un individuo frustado, retraído. En general, se asigna
esta reacción a personas que, habiendo recibido un proceso de socialización
temprana acorde con los valores dominantes, frente a fracasos producidos en sus
intentos por lograr el éxito, no renuncia a la meta por alcanzarlo pero adopta
mecanismos de escape, tales como el derrotismo, el aislamiento o la pasividad.
En suma, se produce un alejamiento de la vida social. Merton ubica como
ejemplos a los alcohólicos, los vagabundos, los drogadictos o los mendigos[13].
Las
estrategias de política criminal que se concibieron desde la teoría de la
anomia para intentar disminuir los indicadores de criminalidad estribaron en
incidir sobre la superestructura, cambiando los datos culturales que
condicionan a las personas favorecidas, o bien influir sobre la estructura
económico social, dotando a estas personas de mayores oportunidades, si es
posible, similares a las de individuos de clase media. Esta sería una de las
labores que el Estado debería garantizar, incorporando a las mismas las áreas
que en la Provincia
tuvieran incumbencia sobre el particular. Como se observa, también en este caso
existe una marcada vigencia de la
Escuela y una posibilidad concreta de aplicación.
III.- La teoría del etiquetamiento (o “labeling approach”), nace en
Estados Unidos a mediados de los años 60', casi como una réplica al excesivo
empirismo de las teorías criminológicas de la época, preocupadas casi exclusivamente
por dar respuestas a los estados acerca de las causas que originan el delito,
las formas para mantener y reproducir el orden y el logro de las mejores
estrategias para la prevención de las conductas desviadas. Como lo explica
Lamnek, el labeling approach demuestra también que la importancia práctica de
los criterios biológicos subsiste por su aplicación estigmatizante en el
comportamiento social, siendo esperable en la esfera de las prácticas
cotidianas, incluso en el futuro, repercusiones de los enfoques biológico
antropológicos[14], en buena medida retomados por el nuevo realismo de derecha
anglosajón a partir de los años 80’.
Sus representantes más conocidos son
Lemert[15] y Howard Becker:[16] aunque algunos sostienen que debería reconocerse a Frank Tenenbaum la
condición de precursor de esta perspectiva, a partir de su formulación: “The
young delinquent becomes bad, because he in defined as bad”[17] y a Lemert como un refundador de la escuela.
Si bien la teoría crece un contexto
histórico particular, que incluye la guerra de Vietnam, las consecuentes
movilizaciones populares contra esa invasión armada, contra la segregación
racial, contra la discriminación de las mujeres y a favor del aborto, su
impronta novedosa la produce, sin duda, el corrimiento de la pregunta acerca de
las causas de la delincuencia hacia la indagación respecto de los procesos de
definición del delincuente.
Surge, además, en medio de una nueva
concepción de la vida, más libertaria, menos materialista, no tan consumista
como la que proponía el capitalismo welfarista, al punto de que se pone en
crisis la idea misma del sueño americano y del “american way of life”.
El cambio de paradigma implica,
fundamentalmente, una evolución de los abordajes causales hacia la auscultación
de las percepciones y los sistemas de creencias sociales mediante los cuales se
define una conducta como desviada y se reacciona frente a ella, con un conjunto
de lógicas, discursos y prácticas que “etiquetan” a la persona que ha incurrido
en las mismas. Como dicen Larrauri-Cid, citando
a Lemert, se produce un viraje
respecto de la antigua idea que concebía al control social como una respuesta a
la desviación, que concibe ahora a la desviación como una respuesta a las
formas de control y reacción social[18].
La teoría cuestiona, en primer lugar, el
proceso de definición del delito. Se pone en jaque la idea de que las normas
penales sancionan las conductas socialmente más reprochables, argumentando que,
en realidad, esas normas responden a los intereses de grupos sociales
poderosos, muchas veces sintetizados en empresarios morales, con aptitud para
decidir e influir en lo que legalmente está prohibido y lo que está permitido.
Lo que acontece es, primeramente, un “proceso de calificación”, en un contexto de interacción
en el que los hombres le atribuyen a otro la condición desviada. Si una persona
incumple estos mandatos normativos grupales, seguramente, será considerada
desviada desde la visión de esos grupos. Sin embargo, a la inversa, “Desde el
punto de vista del individuo que es etiquetado como desviado, pueden ser
outsiders aquellas personas que elaboraron las reglas, de cuya violación fue
encontrado culpable”[19].
Luego sobreviene una instancia de
aplicación de las normas, mediante la cual son definidos como desviados los
contraventores de las mismas.
Esta relativización de la ontología del
delito, a su vez, es necesariamente ributaria del interaccionsimo simbólico, ya
que no puede comprenderse el crimen sino a través de la reacción social, del proceso social de definición y selección de
ciertas personas y conductas etiquetadas como criminales. Delito y reacción
social son términos interdependientes e inseparables[20].
En la visión de Howard Becker, la teoría
del etiquetamiento puede ser presentada con arreglo a estas características:
1) Ningún modo de comportamiento contiene en sí la cualidad de
desviado; antes bien, los mismos modos de comportamiento pueden ser tanto conformistas
como desviados, lo que se demuestra con facilidad interculturalmente como
también intracultural e históricamente.
2) Por la fijación de normas, a determinados modos de comportamiento
se les atribuye el predicado e desviado o violador de las reglas. Por lo tanto,
los que establecen las normas son los que definen el comportamiento desviado.
3) Estas definiciones del comportamiento desviado sólo influyen sobre
el comportamiento cuando las mismas son aplicadas. Las normas implícitas o
explícitas son realizadas en interacciones.
4) la aplicación de la norma como forma de etiquetamiento del
comportamiento desviado es realizada selectivamente, esto es, los mismos modos
de comportamiento son definidos diferencialmente según las situaciones y
personas específicas.
5) Aquellos criterios que determinan la selección pueden ser
subsumidos bajo el facto poder. El poder puede ser concebido, operacionalmente,
como la pertenencia a un estrato.
6) la rotulación como desviado pone en movimiento, bajo condiciones
que deben ser aún más especificadas los mecanismos de la self-fulfilling
prophecy que permite esperar modos de comportamiento ulteriores que están
definidos como desviados, o bien que serán definidos como tales. Por una
decisiva reducción de las posibilidades de acción conformista por expectativas
de comportamiento no conformista se inician las carreras desviadas”[21].
En términos de política criminal, la
teoría del etiquetamiento supone una crítica de las instancias punitivas del
estado, basada en que éste, a través de sus instancias de criminalización
(primarias y secundarias) favorece la identidad del delincuente,
visibilizándolo como tal y estigmatizándolo de tal manera que la persona
termina asumiéndose como tal, como portador de un nuevo rol desvalorado que lo
obliga a iniciar procesos de socialización en grupos vinculados a
comportamientos desviados, lo que no hace más que favorecer su inserción en la
“carrera delictiva”.
Por lo tanto, desde el labeling se
proponen estrategias basadas no tanto en la recurrencia al sistema penal cuanto
en medidas de descriminalización, vinculadas a la reparación o restauración de
los daños causados por el ofensor, evitando el proceso de estigmatización que,
de manera irreversible, ocasiona el sistema penal a través de sus normas, sus
símbolos, sus prácticas y sus gramáticas cotidianas.
Es indudable que los procesos de
etiquetamiento se dan también en La
Pampa, y que resultaría conveniente revisar retóricas,
prácticas y rituales que terminen contribuyendo a la asunción del propio
imputado como delincuente, ya que esa posibilidad muchas veces se presenta como
un verdadero camino de ida, del que resulta imposible rescatar a los
infractores, por cuanto pasan de ser ofensores utilitarios a simbólicos, y a
obtener una reputación desvalorada socialmente al interior de las bandas.
IV.- Uno de los principales referentes de la Teoría de la Asociación Diferencial
es Edwin Sutherland, que la esboza en sendos trabajos: “Principios de
criminología”, publicado en 1939 y “Criminalidad de cuello blanco”, en 1940.
Sutherland,
en sus investigaciones sobre la criminalidad de cuello blanco, llega a la
conclusión de que no puede referirse la conducta desviada a disfunciones o
inadaptación de los individuos de la “lower class”, sino al aprendizaje
efectivo de valores criminales, hecho que podría acontecer en cualquier
cultura.
Su
punto de vista inicial, luego rectificado en parte, era netamente sociológico,
ya que subestimaba el interés de los rasgos de la personalidad del individuo al
análisis en torno a las relaciones sociales (frecuencia, intensidad y
significado de la asociación).
El
presupuesto de la teoría del aprendizaje viene dado por la idea de organización
social diferencial, que, a su vez, se conectará con las concepciones del
conflicto social.
Organización
social diferencial significa que en toda sociedad existen diversas
“asociaciones” estructuradas en torno a también distintos intereses y metas. El
vínculo o nexo de unión que integra a los individuos en tales grupos,
constituye el sustrato psicológico real de los mismos al compartir intereses y
proyectos que se comunican libremente de unos miembros a otros y de generación
en generación. Dada esa divergencia, existente en la organización social,
resulta inevitable que muchos grupos suscriban y respalden modelos de conducta
delictiva, que otros adopten una posición neutral, indiferente; y que otros, la
mayoría, se enfrenten a los valores criminales y profesen los valores
mayoritariamente aceptados por el conjunto de la sociedad.
La
denominada “asociación diferencial” será, así, una consecuencia lógica del
proceso de aprendizaje a través de asociaciones de una sociedad plural y
conflictiva.
Sutherland
evoca la teoría del conflicto social, que luego será desarrollado por la
criminología crítica.
En
esa lógica, sostiene que el crimen no se hereda ni se imita, sino que se
aprende.
Hay
nueve proposiciones que respecto de este aprendizaje maneja Sutherland:
1)
El crimen se aprende, de la misma manera y mediante los mismos
mecanismos que se aprenden los comportamientos virtuosos.
2)
La conducta criminal se aprende interactuando con otras personas,
mediante un proceso de comunicación.
3)
La parte decisiva de ese aprendizaje tiene lugar en el seno de las
relaciones más íntimas del individuo con sus familiares y allegados. La
influencia criminógena depende del grado de
intimidad del contacto interpersonal. En función de este proceso de
comunicación que se da en el marco de la intimidad, la influencia de los medios
de comunicación es muy relativa, toda vez que las relaciones familiares son
experiencias diarias que se interpretan mediante una constante interacción y
contribuyen de un modo más eficaz a que el individuo supere las barreras del
control social y asuma los valores delictivos.
4)
El aprendizaje del comportamiento criminal incluye el de las
técnicas de la comisión del delitos (sean éstas simples o complejas), se
aprenden también los motivos e impulsos, el lenguaje –argot- y demás símbolos e
instrumentos de comunicación en el mundo criminal, como así también la propia
racionalización de las “técnicas de neutralización”.
5)
La dirección específica de motivos e impulsos se aprende de las
definiciones más variadas de los preceptos legales, favorables o desfavorables
a éstos.
6)
Una persona se convierte en delincuente cuando las definiciones
favorables a infringir la ley superan a las desfavorables que tienden al
cumplimiento de la misma.
7)
Las asociaciones y contactos diferenciales del individuo pueden
ser distintos según la frecuencia, duración, prioridad e
intensidad de los mismos. Se trata de procesos complejos de interacción y
comunicación, por lo cual, lógicamente los contactos duraderos y frecuentes
tienen mayor influencia pedagógica que otros fugaces u ocasionales. Cuanto más
temprana sea la edad del socializado y más fuerteel prestigio de
los agentes de socialización, más significativo es el aprendizaje.
8)
El proceso de aprendizaje del comportamiento criminal implica
y conlleva el de todos los mecanismos inherentes a cualquier proceso de aprendizaje.
9)
Si bien la conducta delictiva es una expresión de necesidades
y valores generales, sin embargo, no puede explicarse como la concreción
de los mismos, ya que también la conducta conforme a derecho responde a
idénticas necesidades y valores.
V.- La idea de “subcultura” plantea de por sí una sociedad diversa,
plural, donde pueden existir alternativas a la escala de valores socialmente
mayoritaria.
Por
primera vez, la criminología norteamericana reconoce que los grupos desviados,
mayormente juveniles y provenientes de sectores sociales desfavorecidos, pueden
agruparse en derredor de valores que difieren de los que imparte la cultura
oficial.
Ese
reconocimiento implica un cambio de paradigma en el abordaje de este tipo de
conductas “desviadas”: ya no se está frente a un proceso defectuoso de
socialización respecto de los valores dominantes, sino que hay “otra” escala de
valores profesada por “otra” gente, que tiene una visión (percepciones,
intuiciones, representaciones) distinta del mundo.
Justamente
por eso, el concepto mismo de “subculturas” ha sido criticado por su
connotación prejuiciosa y peyorativa, por cuanto, en rigor, no está aludiendo a
“sub” culturas, sino a culturas diversas dentro de una misma sociedad. Y esas
culturas, aunque no se reproduzcan con arreglo a la ideología dominante, no
necesariamente son desviadas ni mucho menos delictivas. Piénsese, por ejemplo,
en las subculturas ideológicas, para hacernos una idea más acabada de lo
riesgoso de la utilización del concepto como sinónimo de “cultura de la banda”.
No
obstante esta advertencia, está claro que quienes impulsaron esta teoría lo
hicieron pensando en agregados o grupos violentos, compuestos mayoritariamente
por jóvenes de extracción humilde que se alzan en contra de la escala de
valores dominantes.
Así
parece surgir de la obra de Albert Cohen[22] y también de la de
Richard Cloward y Lloyd Olhin[23].
Las
subculturas, así entendidas, se caracterizan por realizar conductas expresivas
y no instrumentales, por llevar a cabo hechos claramente maliciosos, por
carecer de especialización interna y desplegar una búsqueda de placer a corto
plazo, tal como las definen Larrauri-Cid[24].
La
subcultura tiene, también, una organización y formas de control sociales
internas propias, donde algunas cualidades como el arrojo, la agresividad y el coraje son tan
especialmente valorados que actúan como certificaciones de promoción social
hacia el interior de esas bandas.
Esos
agregados, a su vez, desarrollan formas explícitas de solidaridad en un proceso
de interacción continuo con gente que padecen los mismos problemas de
adaptación[25].
Desde
una perspectiva político criminal, la existencia de las subculturas -más allá
de la discutible carga ideológica del término- exige tener a la mano
estrategias parcialmente diversas en la medida en que nos encontremos ante lo
que la criminología ha denominado "subculturas delictivas", con una
conflictividad expresiva y no instrumental, por ende más violenta
y mucho más difícil de remover. Para ello, la prevención situacional
debe intensificarse, incluso apelando a la disuasión como paso previo a la
conjuración de los delitos que eventualmente cometan estos grupos.
[5]
República Argentina: Plan Nacional de Prevención del delito”, 2000. Ministerio
del Interior. Ministerio de Justicia y DDHH. Disponible en
http://www.scribd.com/doc/23564275/Plan-de-Prevencion-del-Delito
[6]
Aebi, Marcelo: “Turismo y Seguridad en Andalucía. Informe final”, 2003, Junta de Andalucía Consejería de Turismo.
[7]
Conf. García Pablos de Molina, Antonio“: Criminología”, Ed. Tirant lo
Blanch, Valencia, 1999, p. 646.
El concepto de Relaciones
Internacionales es particularmente polisémico,
se encuentra fuertemente condicionado por las narrativas de la modernidad
temprana, y alude originariamente a las formas de vinculación entre los estados
nacionales, los sujetos políticos emergentes como consecuencia del triunfo del
liberalismo y la consagración de la burguesía como nueva clase dominante en
Europa, entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. La aparición del estado-nación
impactó decisivamente sobre los sistemas de creencias, las percepciones y e
intuiciones del hombre burgués respecto del mundo moderno del que formaba parte.
Durante el capitalismo temprano, las
relaciones que se establecieron a nivel mundial implicaron fundamentalmente a
las naciones como sujeto político organizador de las nuevas sociedades.
Hoy, si bien convencionalmente
seguimos haciendo referencia a las relaciones internacionales cuando aludimos a
las nuevas formas de articulación del mundo postmoderno, quizás más propiamente
podríamos o deberíamos referirnos a las relaciones mundiales para identificar a estos vínculos cada vez más complejos
y cambiantes. Los vínculos a nivel internacional ya no se establecen solamente a través de las naciones, sino
que ese delicado tablero se integra con otras categorías y subjetividades
políticas. Esas nuevas partes de las relaciones universales son, entre
otras, las asociaciones interestatales,
las organizaciones no gubernamentales y las naciones sin estado. No obstante,
optaremos por seguir denominando “relaciones internacionales” a estas nuevas
formas de relacionamiento global, con el objetivo de aventar cualquier tipo de
confusión conceptual respecto de aspectos que no conciernen al objetivo
fundamental de este trabajo.
Las relaciones internacionales, en cualquiera
de ambas acepciones, abarcan circunstancias políticas, económicas, militares, religiosas,
históricas y filosóficas. Estas relaciones no son igualitarias, no han sido
casi nunca democráticas, ni siquiera consensuales. Expresan relaciones de
fuerzas, y nuevos conflictos que se han complejizado,
a su vez, al proyectarse el capitalismo hacia su última fase imperialista.
Independientemente de la
consideración que pueda merecer la descripción macroeconómica del imperialismo
y la globalización durante el tercer milenio, entendemos que la idea de la
realidad política contemporánea debe completarse con un dato que atañe más a la
superestructura que a la estructura económica de la fase superior del
capitalismo. Ese elemento es la disputa permanente, despareja y asimétrica, por
un nuevo relato, un sistema de creencias
único y un sentido común que se corresponda con un unidimensionalismo cultural.
Esta práctica hegemónica
la han manejado los imperios de manera impecable durante toda la historia, pero
nunca tan bien como en la actualidad, a partir de la creación de un sistema de
control global punitivo.
Los grandes monopolios
comunicacionales y las nuevas tecnologías de la información, han asumido una
gravitación fundamental en la organización de las vidas cotidianas, pero
también, y muy particularmente, en la construcción de valores, intuiciones,
hábitos, aprobaciones y desaprobaciones, siempre realizadas echando mano al más
brutal proceso de alienación cultural de la historia.
Algunos países han
comprendido, en los últimos años, la dimensión de estos procesos de dominación,
y se han lanzado a una disputa contracultural que ha dado frutos mucho más
rápido de lo que podíamos suponer en un principio. Estos intentos autonómicos,
imperfectos e inacabados, han generado nuevos consensos, alrededor de nuevos
paradigmas, y un pensamiento crítico alternativo a la formidable empresa de la
penetración cultural hegemónica. Pero también han mostrado nuevas rupturas, que
se expresan en un marco de crecimiento de la conflictividad y las
contradicciones a nivel global.
Desde nuestra perspectiva,
el comportamiento imperial no ha variado sustancialmente, en este punto,
durante la modernidad tardía, y reconoce en este caso algunas identidades con
las lógicas que utilizara durante el capitalismo temprano. La creencia de un
derecho basado en la fuerza, sustentado en el realismo político y las tesis de
vacío de poder no se han modificado.
Sí lo han hecho, en
cambio, las tecnologías, las campañas propagandísticas, las acciones y
reacciones adoptadas en virtud de los grandes cambios planetarios y la
posibilidad de articular formas de control con lógicas análogas, tanto en el
orden internacional como interno de las naciones.
Ya no es necesario
construir un enemigo "comunista" a quien combatir (aunque el
imperialismo lo sigue haciendo en algunas naciones soberanas, tales como Cuba,
Venezuela, Corea del Norte, Bielorrusia, etcétera), sino habilitar las vías
institucionales para perseguir, "civilizar" y
"democratizar", echando mano a una idea unilateral del derecho y la
justicia, a los distintos y los díscolos. Que, en casi todos los casos, son
poseedores de grandes reservas de preciados recursos naturales. Esas cruzadas
planetarias, que se perpetran mediante guerras de baja intensidad u operaciones
policiales de alta intensidad, se han llevado a cabo, cada vez con mayor frecuencia,
desde la agresión de la OTAN
a los Balcanes, utilizando la fachada de “operaciones humanitarias”, que
encubren generalmente graves crímenes contra la Humanidad.
Esas prácticas bélicas,
llevadas a cabo con posterioridad en Irak, Afganistán, Libia y Siria, por poner
solamente algunos ejemplos, tuvieron la particularidad de invocar, en todos los
casos, a los “derechos humanos” como patente
de corso para emprender las más cruentas agresiones armadas. Más aún,
campea en todo el mundo, la fundada reserva de la utilización sistemática y
recurrente de la propia Organización de las Naciones Unidas para legitimar
estas cruzadas unilaterales.
Es cierto que al amparo de
la globalización se registran procesos de transformación cuya dinámica y
profundidad resultaban inimaginables hace apenas unas décadas. Pero también lo
es que el gran quebranto financiera global, parece obligar nuevamente al
Imperialismo a resolver sus crisis cíclicas recurriendo a la guerra, tal como lo hizo a través de
toda su historia.
Lo interesante, entonces,
es intentar descubrir la anatomía, las regularidades de hecho y las rutinas
que, en términos económicos y culturales, ha deparado este nuevo concepto de lo
global. Para ello es necesario
distinguir, al menos, dos períodos de la historia reciente.
El primer tramo de la
globalización, posterior a la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión
Soviética, asociado a la unipolaridad, el consenso de Washington, el dogma
neoliberal, y el debilitamiento del rol soberano de los estados nacionales,
resultó claramente hegemónico hasta principios de la década pasada. Varias
crisis y colapsos de magnitud (Rusia, México, Japón, América Latina),
conmovieron fuertemente aquella primera expectativa pletórica de crecimiento y
fe en las posibilidades de un neoliberalismo sin relatos totalizantes alternativos.
Estas crisis, dieron
lugar, a su vez, a nuevas formas de capitalismo, una reaparición de los Estados
como articuladores protagónicos de las economías nacionales, nuevos liderazgos
regionales y experimentos reiterados y exitosos de estrategias contracíclicas
heterodoxas. Es este el caso de Rusia, China, India, Sudáfrica y América Latina,
durante el último decenio.
En América Latina, muchos
de estos países, azotados hace menos de una década, por profundas crisis
económicas y financieras, pudieron aprovechar, la fluidez de los cambios
globales para recomponer en poco tiempo sus economías (Argentina, Brasil,
Ecuador, Venezuela, Bolivia). Por el contrario, las recetas monetaristas
neoliberales han causado, con la misma vertiginosidad y en el mismo lapso,
severas depresiones en varios naciones de Europa.
El paradigma del discurso
único neoliberal, que presagiaba el "fin de la historia" y el ocaso
de las grandes utopías, avalado por un gran gendarme universal que conserva
intacta su capacidad militar disuasiva, fue –paradójicamente- el más fugaz de la historia humana. Entró en
crisis en poco más de dos décadas, y dio lugar al surgimiento de alianzas
múltiples, tanto en el plano militar como económico, político y cultural.
Este abrupto cambio,
signado por la aparición de bloques emergentes, alteró sensiblemente la
anterior hegemonía global, y la sustituyó por un magma en permanente
transformación, todavía no delineado en sus contornos definitivos, que amenaza
el predominio económico de la primera potencia mundial. Ésta, no obstante,
sigue siendo la nación que más gasta en armamentos y mantiene por ende el
predominio militar y la capacidad de disuasión unilateral en el mundo.
Pareciera que asistimos,
de tal forma, a una nueva y gigantesca crisis
del capitalismo global (debe reiterarse la forma cruenta como éste superó
históricamente sus crisis cíclicas), en la que asoman, como ya hemos visto, nuevas
alianzas a nivel político, continental e intercontinental (BRICS, CELAC,
MERCOSUR), que confieren a la realidad mundial y las nuevas relaciones
internacionales, una impronta multipolar, mientras supervive, en teoría, una
única superpotencia bélica.
El sistema internacional, por lo tanto, es ahora un conjunto de
normas y prácticas de interacción,
vigente entre los actores internacionales, que abarca estados, organismos y
otras instituciones y agregados sociales, articulado generalmente a través del
conflicto, los intereses y las relaciones de fuerza o de poder vigentes entre
los mismos.
El Derecho Internacional,
en este escenario sin precedentes, es una superestructura formal que regula
total o parcialmente las relaciones entre Estados, entre personas, o entre
estados y personas, que no escapa a la impronta asimétrica y selectiva que caracteriza al derecho en los ordenamientos
internos. Es, por una parte, un proveedor de significados civilizatorios, y una
forma de limitación del poder punitivo global; pero, por la otra, se comporta también
como un mecanismo de reproducción de la relación de fuerzas sociales
preexistente en el sistema internacional. Dicho en otros términos: “La toma de
conciencia de que la legislación internacional debe ser respetada y que los
conflictos entre estados deberían poder ser controlados por una instancia
internacional, es en sí misma un progreso enorme en la historia humana,
comparable a la abolición del poder de la monarquía y de la aristocracia, la
abolición de la esclavitud, el desarrollo de la libertad de expresión, el
reconocimiento de los derechos sindicales y los de las mujeres, o el concepto
de seguridad social. Actualmente, quien se opone al fortalecimiento del derecho
internacional es, obviamente, Estados Unidos, además de los que apoyan sus
acciones en nombre de los derechos humanos”[1].
Los actores del nuevo sistema internacional son los Estados, pero
también los grupos subnacionales (por ejemplo, las minorías) o entidades
análogas en pugna por su liberación (naciones sin estado o entidades estatales
en trance de formación), los organismos interestatales internacionales, las coaliciones
o bloques de Estados (G 20, CELAC, UNASUR), organizaciones de diversa índole
(políticas, económicas, religiosas), conferencias internacionales y
organizaciones internacionales no gubernamentales. También, el derecho
internacional y sus tribunales, organismos, estatutos y normas específicas.
El sistema jurídico internacional, funciona en base a los intereses
permanentes de sus actores y sus formas asimétricas de relación. Estas relaciones
no son igualitarias, tampoco han sido casi nunca democráticas, pero no pueden
dejar de mantenerse, al menos con este grado de desarrollo de las formas de
coexistencia interestatal. Expresan relaciones de poder y nuevos conflictos de
naturaleza diversa, que se profundizan al proyectarse el capitalismo hacia su
última fase imperialista, aunque su fundamento explícito sean la solidaridad, la
justicia, la paz, la seguridad, el bienestar y los intereses de los actores.
La globalización, en síntesis, dota de un
nuevo fundamento al sistema internacional, ya que la interdependencia
obligatoria resignifica las razones que le conferían sentido en la modernidad
temprana, introduciendo cambios en los mapas y las relaciones, las alianzas
estratégicas, la aparición de nuevos bloques y nuevos sujetos políticos.
Esta difícil relación entre relaciones
internacionales, derecho internacional, sistema imperial y capacidad de
expresar nuevas prácticas hegemónicas, ha dado lugar a una sociología del control global punitivo, que remite a la guerra como
forma novedosa de imponer la voluntad imperial a los más débiles, estableciendo
nuevas e inflexibles categorías securitarias a nivel planetario.
[1] BRICMONT, Jean: “Imperialismo
Humanitario: El uso de los Derechos Humanos para vender la guerra”, Editorial
El Viejo Topo, Barcelona, 2008, p. 155.