El concepto de Relaciones
Internacionales es particularmente polisémico,
se encuentra fuertemente condicionado por las narrativas de la modernidad
temprana, y alude originariamente a las formas de vinculación entre los estados
nacionales, los sujetos políticos emergentes como consecuencia del triunfo del
liberalismo y la consagración de la burguesía como nueva clase dominante en
Europa, entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. La aparición del estado-nación
impactó decisivamente sobre los sistemas de creencias, las percepciones y e
intuiciones del hombre burgués respecto del mundo moderno del que formaba parte.
Durante el capitalismo temprano, las
relaciones que se establecieron a nivel mundial implicaron fundamentalmente a
las naciones como sujeto político organizador de las nuevas sociedades.
Hoy, si bien convencionalmente
seguimos haciendo referencia a las relaciones internacionales cuando aludimos a
las nuevas formas de articulación del mundo postmoderno, quizás más propiamente
podríamos o deberíamos referirnos a las relaciones mundiales para identificar a estos vínculos cada vez más complejos
y cambiantes. Los vínculos a nivel internacional ya no se establecen solamente a través de las naciones, sino
que ese delicado tablero se integra con otras categorías y subjetividades
políticas. Esas nuevas partes de las relaciones universales son, entre
otras, las asociaciones interestatales,
las organizaciones no gubernamentales y las naciones sin estado. No obstante,
optaremos por seguir denominando “relaciones internacionales” a estas nuevas
formas de relacionamiento global, con el objetivo de aventar cualquier tipo de
confusión conceptual respecto de aspectos que no conciernen al objetivo
fundamental de este trabajo.
Las relaciones internacionales, en cualquiera
de ambas acepciones, abarcan circunstancias políticas, económicas, militares, religiosas,
históricas y filosóficas. Estas relaciones no son igualitarias, no han sido
casi nunca democráticas, ni siquiera consensuales. Expresan relaciones de
fuerzas, y nuevos conflictos que se han complejizado,
a su vez, al proyectarse el capitalismo hacia su última fase imperialista.
Independientemente de la
consideración que pueda merecer la descripción macroeconómica del imperialismo
y la globalización durante el tercer milenio, entendemos que la idea de la
realidad política contemporánea debe completarse con un dato que atañe más a la
superestructura que a la estructura económica de la fase superior del
capitalismo. Ese elemento es la disputa permanente, despareja y asimétrica, por
un nuevo relato, un sistema de creencias
único y un sentido común que se corresponda con un unidimensionalismo cultural.
Esta práctica hegemónica
la han manejado los imperios de manera impecable durante toda la historia, pero
nunca tan bien como en la actualidad, a partir de la creación de un sistema de
control global punitivo.
Los grandes monopolios
comunicacionales y las nuevas tecnologías de la información, han asumido una
gravitación fundamental en la organización de las vidas cotidianas, pero
también, y muy particularmente, en la construcción de valores, intuiciones,
hábitos, aprobaciones y desaprobaciones, siempre realizadas echando mano al más
brutal proceso de alienación cultural de la historia.
Algunos países han
comprendido, en los últimos años, la dimensión de estos procesos de dominación,
y se han lanzado a una disputa contracultural que ha dado frutos mucho más
rápido de lo que podíamos suponer en un principio. Estos intentos autonómicos,
imperfectos e inacabados, han generado nuevos consensos, alrededor de nuevos
paradigmas, y un pensamiento crítico alternativo a la formidable empresa de la
penetración cultural hegemónica. Pero también han mostrado nuevas rupturas, que
se expresan en un marco de crecimiento de la conflictividad y las
contradicciones a nivel global.
Desde nuestra perspectiva,
el comportamiento imperial no ha variado sustancialmente, en este punto,
durante la modernidad tardía, y reconoce en este caso algunas identidades con
las lógicas que utilizara durante el capitalismo temprano. La creencia de un
derecho basado en la fuerza, sustentado en el realismo político y las tesis de
vacío de poder no se han modificado.
Sí lo han hecho, en
cambio, las tecnologías, las campañas propagandísticas, las acciones y
reacciones adoptadas en virtud de los grandes cambios planetarios y la
posibilidad de articular formas de control con lógicas análogas, tanto en el
orden internacional como interno de las naciones.
Ya no es necesario
construir un enemigo "comunista" a quien combatir (aunque el
imperialismo lo sigue haciendo en algunas naciones soberanas, tales como Cuba,
Venezuela, Corea del Norte, Bielorrusia, etcétera), sino habilitar las vías
institucionales para perseguir, "civilizar" y
"democratizar", echando mano a una idea unilateral del derecho y la
justicia, a los distintos y los díscolos. Que, en casi todos los casos, son
poseedores de grandes reservas de preciados recursos naturales. Esas cruzadas
planetarias, que se perpetran mediante guerras de baja intensidad u operaciones
policiales de alta intensidad, se han llevado a cabo, cada vez con mayor frecuencia,
desde la agresión de la OTAN
a los Balcanes, utilizando la fachada de “operaciones humanitarias”, que
encubren generalmente graves crímenes contra la Humanidad.
Esas prácticas bélicas,
llevadas a cabo con posterioridad en Irak, Afganistán, Libia y Siria, por poner
solamente algunos ejemplos, tuvieron la particularidad de invocar, en todos los
casos, a los “derechos humanos” como patente
de corso para emprender las más cruentas agresiones armadas. Más aún,
campea en todo el mundo, la fundada reserva de la utilización sistemática y
recurrente de la propia Organización de las Naciones Unidas para legitimar
estas cruzadas unilaterales.
Es cierto que al amparo de
la globalización se registran procesos de transformación cuya dinámica y
profundidad resultaban inimaginables hace apenas unas décadas. Pero también lo
es que el gran quebranto financiera global, parece obligar nuevamente al
Imperialismo a resolver sus crisis cíclicas recurriendo a la guerra, tal como lo hizo a través de
toda su historia.
Lo interesante, entonces,
es intentar descubrir la anatomía, las regularidades de hecho y las rutinas
que, en términos económicos y culturales, ha deparado este nuevo concepto de lo
global. Para ello es necesario
distinguir, al menos, dos períodos de la historia reciente.
El primer tramo de la
globalización, posterior a la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión
Soviética, asociado a la unipolaridad, el consenso de Washington, el dogma
neoliberal, y el debilitamiento del rol soberano de los estados nacionales,
resultó claramente hegemónico hasta principios de la década pasada. Varias
crisis y colapsos de magnitud (Rusia, México, Japón, América Latina),
conmovieron fuertemente aquella primera expectativa pletórica de crecimiento y
fe en las posibilidades de un neoliberalismo sin relatos totalizantes alternativos.
Estas crisis, dieron
lugar, a su vez, a nuevas formas de capitalismo, una reaparición de los Estados
como articuladores protagónicos de las economías nacionales, nuevos liderazgos
regionales y experimentos reiterados y exitosos de estrategias contracíclicas
heterodoxas. Es este el caso de Rusia, China, India, Sudáfrica y América Latina,
durante el último decenio.
En América Latina, muchos
de estos países, azotados hace menos de una década, por profundas crisis
económicas y financieras, pudieron aprovechar, la fluidez de los cambios
globales para recomponer en poco tiempo sus economías (Argentina, Brasil,
Ecuador, Venezuela, Bolivia). Por el contrario, las recetas monetaristas
neoliberales han causado, con la misma vertiginosidad y en el mismo lapso,
severas depresiones en varios naciones de Europa.
El paradigma del discurso
único neoliberal, que presagiaba el "fin de la historia" y el ocaso
de las grandes utopías, avalado por un gran gendarme universal que conserva
intacta su capacidad militar disuasiva, fue –paradójicamente- el más fugaz de la historia humana. Entró en
crisis en poco más de dos décadas, y dio lugar al surgimiento de alianzas
múltiples, tanto en el plano militar como económico, político y cultural.
Este abrupto cambio,
signado por la aparición de bloques emergentes, alteró sensiblemente la
anterior hegemonía global, y la sustituyó por un magma en permanente
transformación, todavía no delineado en sus contornos definitivos, que amenaza
el predominio económico de la primera potencia mundial. Ésta, no obstante,
sigue siendo la nación que más gasta en armamentos y mantiene por ende el
predominio militar y la capacidad de disuasión unilateral en el mundo.
Pareciera que asistimos,
de tal forma, a una nueva y gigantesca crisis
del capitalismo global (debe reiterarse la forma cruenta como éste superó
históricamente sus crisis cíclicas), en la que asoman, como ya hemos visto, nuevas
alianzas a nivel político, continental e intercontinental (BRICS, CELAC,
MERCOSUR), que confieren a la realidad mundial y las nuevas relaciones
internacionales, una impronta multipolar, mientras supervive, en teoría, una
única superpotencia bélica.
El sistema internacional, por lo tanto, es ahora un conjunto de
normas y prácticas de interacción,
vigente entre los actores internacionales, que abarca estados, organismos y
otras instituciones y agregados sociales, articulado generalmente a través del
conflicto, los intereses y las relaciones de fuerza o de poder vigentes entre
los mismos.
El Derecho Internacional,
en este escenario sin precedentes, es una superestructura formal que regula
total o parcialmente las relaciones entre Estados, entre personas, o entre
estados y personas, que no escapa a la impronta asimétrica y selectiva que caracteriza al derecho en los ordenamientos
internos. Es, por una parte, un proveedor de significados civilizatorios, y una
forma de limitación del poder punitivo global; pero, por la otra, se comporta también
como un mecanismo de reproducción de la relación de fuerzas sociales
preexistente en el sistema internacional. Dicho en otros términos: “La toma de
conciencia de que la legislación internacional debe ser respetada y que los
conflictos entre estados deberían poder ser controlados por una instancia
internacional, es en sí misma un progreso enorme en la historia humana,
comparable a la abolición del poder de la monarquía y de la aristocracia, la
abolición de la esclavitud, el desarrollo de la libertad de expresión, el
reconocimiento de los derechos sindicales y los de las mujeres, o el concepto
de seguridad social. Actualmente, quien se opone al fortalecimiento del derecho
internacional es, obviamente, Estados Unidos, además de los que apoyan sus
acciones en nombre de los derechos humanos”[1].
Los actores del nuevo sistema internacional son los Estados, pero
también los grupos subnacionales (por ejemplo, las minorías) o entidades
análogas en pugna por su liberación (naciones sin estado o entidades estatales
en trance de formación), los organismos interestatales internacionales, las coaliciones
o bloques de Estados (G 20, CELAC, UNASUR), organizaciones de diversa índole
(políticas, económicas, religiosas), conferencias internacionales y
organizaciones internacionales no gubernamentales. También, el derecho
internacional y sus tribunales, organismos, estatutos y normas específicas.
El sistema jurídico internacional, funciona en base a los intereses
permanentes de sus actores y sus formas asimétricas de relación. Estas relaciones
no son igualitarias, tampoco han sido casi nunca democráticas, pero no pueden
dejar de mantenerse, al menos con este grado de desarrollo de las formas de
coexistencia interestatal. Expresan relaciones de poder y nuevos conflictos de
naturaleza diversa, que se profundizan al proyectarse el capitalismo hacia su
última fase imperialista, aunque su fundamento explícito sean la solidaridad, la
justicia, la paz, la seguridad, el bienestar y los intereses de los actores.
La globalización, en síntesis, dota de un
nuevo fundamento al sistema internacional, ya que la interdependencia
obligatoria resignifica las razones que le conferían sentido en la modernidad
temprana, introduciendo cambios en los mapas y las relaciones, las alianzas
estratégicas, la aparición de nuevos bloques y nuevos sujetos políticos.
Esta difícil relación entre relaciones
internacionales, derecho internacional, sistema imperial y capacidad de
expresar nuevas prácticas hegemónicas, ha dado lugar a una sociología del control global punitivo, que remite a la guerra como
forma novedosa de imponer la voluntad imperial a los más débiles, estableciendo
nuevas e inflexibles categorías securitarias a nivel planetario.
[1] BRICMONT, Jean: “Imperialismo
Humanitario: El uso de los Derechos Humanos para vender la guerra”, Editorial
El Viejo Topo, Barcelona, 2008, p. 155.