Cualquier tentativa de gestionar la cuestión criminal en la Provincia, debe reparar
necesariamente en la percepción actual que la sociedad tiene de la inseguridad y del contenido que a la
misma le asigna. El miedo al delito, nuevo ordenador de la vida cotidiana de la
modernidad tardía, que puede encubrir inseguridades de diversa índole, debe ser
considerado, revertido o acotado a términos compatibles con una convivencia
social armónica. Solamente así habrá un margen razonable para poner en práctica
estrategias de mediano y largo plazo que mejoren sustancialmente los problemas
vinculados a la conflictividad.
El Estado deberá establecer núcleos duros de abordaje que incluyan
esfuerzos preventivos específicos en la coyuntura y desplieguen estrategias de
prevención integral a futuro, basadas en presupuestos teóricos que existen en
el mundo hace décadas, pero que, salvo casos esporádicos, no se han aplicado en
la Provincia.
Pero además, como decimos, deberá operar inexorablemente sobre la
utilización del miedo como instrumento de control social y sobre la
direccionalidad y asimetría de los procesos de criminalización que son posibles
de reproducir en estos contextos de inédita crispación.
Un proyecto de gestión debe entenderse como un ejercicio hipotético y
coordinado de acciones posibles, que no excluyen a otras ni necesariamente
invalidan cursos de acción vigentes o en proceso de ejecución, y que admite la
puesta en práctica de políticas públicas en el corto, mediano y largo plazo.
Deberíamos entender que si en los Estados Unidos se concedieron dieciocho
años de plazo a los impulsores de la
Escuela de Chicago[1] para diagnosticar las razones de la
conflictividad y elaborar estrategias ecológicas de prevención del delito a
principios del siglo pasado, la mayor complejidad que imponen la diversidad de
las sociedades postmodernas, la privación relativa, la exclusión y la violencia
en nuestro país, demandan políticas de Estado igualmente consecuentes y
sustentables en el tiempo, donde se articulen armónicamente las acciones
respuestas de las agencias estatales implicadas.
Esto no quita que podamos enumerar acciones relevantes en materia
político criminal, muchas de las cuales seguramente se han ejecutado o se
encuentran en proceso de puesta en práctica, como habremos de ver.
La tendencia recurrente a definir la crisis por sus efectos más visibles
antes que por sus causas, parece una
aporía propia de la
Argentina contemporánea. Porque si bien podría aceptarse que
las disciplinas sociales, desde el colapso del positivismo sociológico, son
mucho más descriptivas que prescriptivas, esa limitación no nos exime de la
necesidad de articular políticas alternativas que partan de un diagnóstico que
se sostenga medianamente frente a la realidad histórica continental y la
interpreten. Este es, justamente, el sentido de la recuperación del concepto de
seguridad.
La realidad heredada del neoliberalismo, signada por el atraso, la
pobreza, las más grandes desigualdades sociales que recordemos (en el marco del
capitalismo más concentrado y excluyente desde la revolución industrial hasta
el presente), el consecuente aumento de la conflictividad social (y dentro de
ella, naturalmente, de los indicadores cualitativos y cuantitativos de la
criminalidad), el descreimiento de amplios sectores de la sociedad, y una
concepción autoritaria en materia de concebir el conflicto como un problema
antes que como un patrimonio, han puesto en crisis los paradigmas que
durante más de dos siglos disciplinaron al conjunto y que hoy en día son
sistemáticamente cuestionados (se han puesto en crisis los partidos, los
poderes políticos, las fuerzas de "seguridad", las religiones, la
justicia, la idea de vivir en un mundo injusto y –por ende- la correlación
entre “esfuerzo” y “metas” en términos de realización personal y de movilidad
social vertical). Esta situación aparece como la resultante obligada de la
relación de fuerzas sociales propia de la postmodernidad
marginal y de la hegemonía de políticas neoliberales, especialmente durante la
década de los 90'; y es señalada como la característica más saliente de las
sociedades contrademocráticas, en la que los vínculos sociales se establecen en
base a escrutinios e interpelaciones cotidianas y, muy especialmente, a la
desconfianza respecto del otro y de las instituciones.
La exclusión, que implica a su vez una novedosa
y descomunal sensación de inseguridad, se configura también a partir de la
evidencia de que el resto de la sociedad no necesita a los millones de
marginales; más bien, desearía "vivir sin ellos", aunque para eso
deba el Estado aferrarse al paradigma puramente defensista.
Este proceso desembocó en una apelación constante e irracional al encierro institucionalizado como
única respuesta basada en términos de "seguridad" ciudadana o, lo que
es más grave, a una privatización de la seguridad que incluye deshacerse
también de la ejecución del control social punitivo mediante la privatización de los organismos de
asistencia y seguimiento de personas en conflicto con la ley penal,
e incluso de la cárcel, de lo que sobran ejemplos en América latina y en el
mundo.
El Estado “penal” postmoderno, ha sustituido a aquél “Estado social” que
alimentó el imaginario argentino del siglo XX, en términos de progreso
indefinido y cohesión social, valores que caracterizaron a una amplia clase
media que confería identidad al país respecto de otras naciones
latinoamericanas. En la actualidad, vemos que las clases medias, ante la
percepción de los riesgos de derrumbe y exclusión, son particularmente
permeables al reduccionismo de la inseguridad como mera posibilidad de resultar
víctimas de delitos de calle o de subsistencia y adhieren en muchos casos, a
soluciones vindicativas, olvidando que la violencia ilegítima es imposible de
regular, y que lo que queda del Estado luego de décadas de políticas
neoliberales, tiene dificultades objetivas para reconstruir el límite simbólico
que la separa de “los de afuera” o “los otros”.
La visión ampliada de la Política Criminal es empleada cuando el concepto
se asume como la reacción socio-estatal ante la criminalidad, como las diversas
formas de respuesta que desarrolla el Estado y la Sociedad Civil
contra el fenómeno delictivo. La política criminal, desde una perspectiva
criminológica, tiene un sentido mucho más amplio: incluye desde luego las
políticas jurídico-penales, pero también -y muy especialmente- otras políticas
sociales que tienen relevancia para la prevención y la intervención en el
fenómeno delictivo.
En esa dirección, será una tarea
prioritaria la articulación de estrategias de política criminal, coherentes,
sustentables y unitarias, que comprometan multi e interdisciplinariamente a
todas las áreas del Estado vinculadas al fenómeno de la conflictividad, y a la
sociedad en su conjunto. El abordaje de los aspectos conflictivos que
incidan sobre la seguridad objetiva o subjetiva de los ciudadanos, aún
aceptando que el Estado nunca reacciona monolíticamente, deberá concebirse
estratégicamente como un todo armónico, sin fisuras, arrestos voluntaristas,
demagógicos o espasmódicos o procederes contradictorios. La creación de un
espacio vinculado a la cuestión debe ser una propuesta concreta en cualquier
planificación, acaso la primera.
Todos los recursos operativos del Estado deben entonces interactuar
coordinadamente en esta nueva concepción. La misma debe atender a las
particularidades de las causas que contribuyen a la generación de las conductas
delictivas y articular diagnósticos y propuestas operativas que deben
inexorablemente atender a esas singularidades sociales. Pero, por sobre todo,
el sistema en su conjunto debe
apartarse gradualmente de su selectividad histórica, respecto de los
grupos sociales de infractores y las infracciones sobre las que se estructuran
hasta ahora las estrategias de prevención, disuasión y conjuración de los
delitos. Esta es una clave inexorable, de
la que se desprenden medidas factibles en el plano de la gestión pública, que es preciso enumerar. En este
mismo sentido, entonces, es posible plantear de manera introductoria algunas
propuestas concretas, sin perjuicio de las restantes que se incorporan e
integran la iniciativa:
• Procurar que la reciente reforma
al sistema de enjuiciamiento y persecución penal se inscriba en la idea de
revertir la connotación selectiva de la criminalización primaria y secundaria,
que deslegitima tanto al sistema penal, sus agencias y operadores, como a las
estrategias de prevención de delitos. Como se verá, muchas de las tareas aquí
propuestas se vinculan a la percepción social del delito, que naturalmente
acapara intuiciones, prejuicios, pero también realidades internalizadas que
deben ser revertidas. Por ende, la preocupación sobre la “sensación de
inseguridad”, entendida en su acepción más acotada de la mera posibilidad de
ser víctima de un delito de calle o de subsistencia -el nuevo miedo fundante de
la sociedad postmoderna- es un aspecto que debería considerarse , y muy
especialmente, en la formulación de estas políticas públicas.
• Por ende, debe respetarse sin
cortapisas el espíritu inicial del nuevo Código, como marco de vigencia de
mayores garantías para los imputados y una celeridad compatible con las
demandas de “justicia” de la sociedad en su conjunto, con abstracción de las
connotaciones que asuman los discursos hegemónicos o las pulsiones de los
grupos de presión que –ante la inexistencia de estrategias unitarias de
política criminal- terminan incidiendo decisivamente en las lógicas, las
prácticas y las decisiones de los operadores. Si se perdiera de vista esta
última salvedad, no podríamos asegurar que abdiquen las tendencias recurrentes a través de las
cuales se filtra el derecho penal de enemigo, en especial a partir de las
trabas que se imponen para la obtención de la excarcelación de los imputados o
la utilización excesiva de las medidas de coerción, en particular la prisión
preventiva, generalmente respecto de ciertos delitos que generan un clamor
social a partir de la perpetración de hechos conmocionantes. Vemos con preocupación
que no hay racionalidades consistentes que expliquen por qué razón, por
ejemplo, el 20% de las personas con prisión preventiva en Santa Rosa eran
agresores de género según una constatación que hiciera la propia Defensa
Pública durante el mes de julio de este año.
Fundamentalmente, debe propenderse
también a una interpretación “pro homine” en materia de ejecución de la pena.
Respecto de este último punto en particular, es interesante reiterar,
como ya lo ha hecho gran parte de la doctrina jurídico penal, que si el
positivismo no ha necesitado tener un código de fondo en la Argentina para imponer
sus postulados y su cultura, es porque le ha resultado suficiente con los
códigos procesales inquisitivos o mixtos, las leyes de ejecución de la pena, la
legislación relativa a niños y niñas en conflicto con la ley penal y la cultura
de los operadores.
Dentro de las normas que regulan la ejecución del castigo, existen
innumerables nichos de poder que se ejerce cotidianamente. La microfísica del
poder foucaultiano se expresa particularmente en los informes “criminológicos”
que produce la administración carcelaria, que invariablemente tienden a
demostrar que el individuo se parecía al delito que cometió aún antes de
cometerlo, están atravesados por un exceso insostenible de sobrepredictibilidad
delictiva, se construyen en base a prejuicios que en muchos casos no son sino
referencias a la vulnerabilidad de los internos y se autolegitiman descubriendo
estándares insólitos de “peligrosidad”. Por eso es necesario que se cuente con
una institución oficial de contención y seguimiento de las personas en
conflicto con la ley penal. Que no debería llamarse Patronato de Liberados, por
su implicancia semiótica y conceptual regresiva, y que tampoco podría estar en
manos de privados, como ya hemos explicado. La Pampa es una de las Provincias con menores
dispositivos en materia de contención y asistencia de personas que han
tenido “conflictos” con la ley penal.
• En este
punto, es necesario que los sistemas procesales contemplen especialmente el rol
de la víctima, a quien el conflicto le ha sido expropiado, articulando formas
consistentes de resolución alternativa
de conflictos que ponga coto al clamor retribucionista. La víctima debe
necesariamente ser educada y contenida por paradigmas superadores de la
venganza, y las agencias estatales no pueden permanecer ajenas a esa exigencia
constitucional y legal. Hasta ahora, se ha hecho exactamente lo contrario. Para
ello es menester agilizar el acceso de los ciudadanos a la Justicia, que podría
concretarse con ejercicios de “ir hacia la gente”, descentralizando el accionar
estatal y posibilitando que las personas cuenten en sus propios lugares de
residencia y referencia con un servicio de justicia pronto y eficiente.
• El Estado
debería analizar la reformulación del
Convenio que ha suscripto con el Ministerio de Justicia de la Nación, con el objeto de
salvaguardar el alojamiento en establecimientos carcelarios del SPF enclavados
en la Provincia
de la mayor cantidad posible de reclusos pampeanos, y evitar, como
contrapartida, el aumento de población reclusa de otras latitudes en nuestra
Provincia, sobre todo en el caso de condenados por modalidades de delincuencia
organizada.
• Establecer
seguimientos periódicos de la evaluación de los indicadores de prisionización
(algunos formatos a tomar en cuenta podrían ser el del Ministerio de Justicia
de la Nación, la Encuesta de Seguridad
Pública de Cataluña o el European Sourcebook of Crime and Criminal Justice
Statistics[2]), con el objeto de relevar y
analizar las tendencias y fluctuaciones de estas variables. A partir de la
crisis de 2001, se registró un crecimiento exponencial de las tasas de
encarcelamiento en casi todas las jurisdicciones del país, en muchos casos como
consecuencia directa de la reforma y endurecimiento de las leyes penales y
procesales, y por la exacerbación de los discursos prevencionistas o
retribucionistas, viabilizados generalmente a través de los medios de
comunicación, que incidieron ostensiblemente en las decisiones de los
tribunales. De esa involución no hemos podido recuperarnos: pasamos de 59
presos cada 100000 habitantes en el año 2000, a casi 166 en el 2004, y a 110, 74 en
diciembre de 2011, según una constatación también realizada por el MPD.
• Profundizar
las estrategias de intervención y prevención de la violencia de género,
familiar y escolar. En sociedades como la argentina, donde los controles
formales parecen mucho más laxos e ineficaces que los informales (la prensa, el
rumor, la información reservada que revelan las agencias del estado -incluso y
muy especialmente las judiciales- para adquirir la impunidad o al menos la
indulgencia de una sociedad donde sus agencias están fuertemente condicionadas
por esos medios de control informales), es probable que se produzcan numerosos
casos de fragmentación o dualización de la personalidad de los individuos (una
“pública” y otra “privada”), que sean la condición de probabilidad de una
violencia familiar, cuyas dimensiones y proporciones son seguramente
imprevisibles. A estos fines, debería trabajarse fuertemente y de manera
mançomunada con las agencias encargados de protección, contención y seguimiento
de las víctimas, utilizando los programas ya existentes, analizando la creación
de nuevas estrategias y apelando a las bases de datos que existan en ese
ámbito. La violencia de género, por ejemplo, es un insumo insuficientemente
explorado en cuanto a su proyección y real incidencia en la conflictividad
social, y las réplicas draconianas y efectistas no son la mejor respuesta
frente a este tipo de conflictividad. A nadie escapa que la disminución de la
violencia social, en cualquiera de sus manifestaciones, es central para el éxito de todas las
políticas públicas que se intenten.
• Proponer la
puesta en vigencia de sistemas superadores de composición y restauración ante
lo que se ha denominado faltas y contravenciones, mediante
procedimientos más ágiles, profundamente ajustados al paradigma de la Constitución, y
tendientes a lograr el fortalecimiento de los vínculos de convivencia. Esto
implica desarraigar el fetiche de que los Juzgados de Faltas se justifican a
partir de la aporía de que las pequeñas
contravenciones constituyen la antesala o la escala previa para la comisión de
los más graves delitos y sustituirlo por el paradigma de la responsabilidad
social para la convivencia armónica. Aquella especulación, que carece de la más
mínima verificación empírica, se ha incorporado al módico arsenal discursivo de
los estados y no hace más que contribuir a la profundización de la violencia
estatal (y por ende, social), en situaciones donde el avenimiento, la
composición y la restauración frente a estas situaciones problemáticas,
implicaría un salto de calidad institucional y una alternativa superadora de
convivencia democrática. Esos nuevos esquemas, que en modo alguno suponen
prescindir de las sanciones, deberían contar con el protagonismo activo y
directo de los municipios, con quienes sería deseable establecer acuerdos
formales para la puesta en práctica focalizada de estas estrategias de
conformidad con las problemáticas que acontezcan en cada comunidad.
• Desplegar
de estrategias de prevención situacional adaptadas (con rigor teórico y
científico) a las diferentes formas mediante las que se expresan la
criminalidad o la violencia en cada zona de las distintas ciudades y centros
urbanos, que tengan por objetivo la reconciliación, la restauración y la
composición. En este caso, la articulación de políticas públicas con los
Municipios también resulta fundamental, toda vez que la detección de las
situaciones problemáticas, los grupos de infractores, las particularidades y las
rutinas de los ofensores y la puesta en práctica de inmediatas medidas de
prevención situacional, no pueden llevarse a cabo exitosamente sin el concurso
y la participación de los municipios, que son quienes conocen con mayor detalle
“el campo” de toda experiencia político criminal.
• Redefinir
las estrategias tendientes a la unificación y coordinación de los diversos
actores institucionales y sociales involucrados, a fin de evitar dispersión de
esfuerzos o medidas contradictorias que conducen a su propia neutralización o
inocuización. En este sentido, las estrategias que podrían impulsarse de manera
permanentemente unitaria entre los actores institucionales involucrados,
deberían apuntar a la construcción de “grandes consensos” (entendidos como la
generación de tendencias que se arraiguen en el conjunto, superadoras de las
volátiles y fugaces jerarquías sociales) y al esfuerzo coordinado de los
poderes judicial, legislativo y ejecutivo, de los municipios, de las ONG´s, y
muy especialmente de las víctimas y sus representaciones colectivas y
estatales, como un presupuesto probable de éxito en todo emprendimiento
político criminal.
• Crear foros
de convivencia armónica y prevención del delito, integrado por representantes
de los distintos ministerios y agencias del estado, de los poderes legislativo
y judicial, de organismos de DDHH y ONGs, de Municipios, de víctimas y de
ciudadanos, que permitan un abordaje interdisciplinario de la cuestión, sobre
todo en materia de prevención general y en base a relatos totalizantes
alternativos respecto de la “otredad”, la diversidad y el multiculturalismo.
• Proponer la
unificación de las estrategias destinadas a mejorar la “gobernanza”, y en ese marco, la seguridad pública, estableciendo
una política criminal para infractores juveniles y adultos bajo una única
órbita institucional, o al menos en un contexto de coordinación aceptable y
actualizado entre todas las agencias implicadas.
• Garantizar
que la legislación penal de niñas y niños y las prácticas de los operadores
sean compatible con los pactos, convenciones y tratados internacionales y,
fundamentalmente, con un sistema de responsabilidad juvenil que se exprese en
un juicio justo, bajo los preceptos del debido proceso y las garantías de
defensa en juicio. De hecho, la Defensa Pública ha colaborado, con esa
perspectiva, en la capacitación de los nuevos operadores del IPESA
• Derogar y/o
modificar las normas de Facto de la
Policía, para adaptarlas a una estructura de consenso,
compatibles con el programa de la Constitución. Estas
modificaciones deben abarcar desde los procesos sancionatorios internos hasta
los escalafones, propendiendo a la concreción de agencias estatales
democráticas y no militarizadas, ni autonomizadas.
• Jerarquizar
y revalorizar a la Policía
y convertirla en una institución comunitaria, recomponiendo su mística y su
autoestima. En este sentido, es importante realizar estudios que releven el
grado de autodesvalorización de los operadores de estas agencias de control,
similares a los que ya se llevaron a cabo con policías en la Provincia de La Pampa, cuyos resultados se
agregan al presente trabajo. Para encomendar aspectos cuya centralidad resulta
indiscutible a la Policía,
debemos primero saber con qué Policía contamos.
• Prevenir y operar, mediante estrategias e
investigaciones cualitativas, sobre los procesos de victimización de los miembros
de la Policía,
cuya situación en este sentido debe revertirse de inmediato. En este
sentido, las experiencias etnográficas efectuadas sobre estos operadores ponen
de relieve altísimos indicadores de victimización que seguramente se traducen
en la relación entre los miembros de la fuerza, entre éstos y las restantes
agencias estatales y también respecto de la sociedad, sus propias familias y,
particularmente, los detenidos a su cargo.
En un capítulo específico de esta obra se transcribirá, como ya se lo ha
adelantado, una investigación efectuada con efectivos policiales en la Provincia de La Pampa, de la que surgen
no solamente denominadores comunes, situaciones tal vez similares y guarismos
tan atendibles como preocupantes, sino también conclusiones que tienen que ver
con los procesos de criminalización que sufren las agencias oficiales que están
en contacto con internos.
•Proponer una
modificación unitaria de los planes de estudio del Instituto Superior Policial,
que deberá incluir la consulta a académicos, criminólogos, juristas, tendiente
a la implementación de plexos armónicos que, por ejemplo, contemplen
asignaturas tales como Derechos Humanos, conflictología (a fin de lograr la
internalización de lógicas no binarias de resolución de conflictos), mediación,
y un análisis de las distintas escuelas criminológicas, acotando el paradigma
biologicista que primara históricamente en la formación penitenciaria. La
pérdida de importancia de los expertos en materia político criminal es una de
las improntas que caracterizan a la cultura del control postmoderna, tal como
lo señala Garland. Esa cultura descree de las postulaciones del
correccionalismo welfarista y plantea un discurso y un conjunto de prácticas
neopunitivistas de connotaciones retribucionistas extremas, que parte de la
idea de que la cárcel funciona, pero no para la reintegración social de los
detenidos. El deterioro del ideal resocializador (que mientras influyó en la
legislación y la política penales lograron que los grupos profesionales contribuyeran
a modificar progresivamente la cultura del castigo)[3], y su sustitución por una ideología
que asume a la cárcel como un ámbito procesual de incapacitación ayuda a
explicar la explosión de las tasas de encarcelamiento actuales.
Para
contrarrestar estas narrativas, debe procurarse que los profesores del
Instituto de Capacitación Policial sen elegidos mediante concurso público de
oposición y antecedentes, en el que deberán participar como observadores,
docentes de Universidades Nacionales en áreas afines.
• Evitar la
superpoblación en lugares de detención y encierro institucionales, acotando las
facultades administrativas discrecionales de traslados de reclusos y respetando
en la medida de lo posible la cercanía de los internos con su región de pertenencia
y su núcleo familiar. Para eso es necesario, en sustancia, a) atender a las
variables que puedan impactar sobre el volumen de la población reclusa
(hipotéticamente, y dependiendo del número de delitos flagrantes detectados, el
caso del juicio directo) y b) apelar a otras medidas de control y seguimiento
de personas en condiciones de obtener regímenes más favorables y laxos de
ejecución de la pena y/o sustitutivos de la pena de prisión.
• Resignificar las funciones explícitas y
simbólicas de la cárcel, redefiniendo y actualizando la idea fuerza de los DDHH
como límite a las modernas narrativas del retribucionismo y el prevencionismo
extremos.
• Incorporar y luego evaluar sistemática y
periódicamente, formas de mediación, composición y restauración de conflictos
entre los propios reclusos, intentando incorporar a sus mecanismos de
resolución de conflictos herramientas no violentas, que permitan contrarrestar
los preocupantes indicadores de muertes traumáticas y violentas en contextos de
encierro.
• Establecer parámetros fiables de los
estándares de reincidencia en la población carcelaria.
Por lo tanto, sería interesante realizar mediciones sobre este segmento
de la población carcelaria y de la reincidencia con la mayor fiabilidad
posible.
Sobre todo, en el caso de delitos que causan una gran alarma y conmoción
social, respecto de los cuales la reiteración o multiplicación de los relatos
mediáticos pueden conducir a conclusiones erróneas respecto de sus indicadores
de reincidencia.
En este caso, ante la necesidad de analizar la problemática de los
agresores sexuales, uno de los casos emblemáticos vinculados a las cuestiones
de la reincidencia y las posibilidades de reinserción y las estrategias de
rehabilitación de este tipo de agresores, es necesario capacitar a los
operadores en los sustantivos avances que en materia de tests de previsión de
reincidencia, se han llevado a cabo en España por autores tales como Santiago
Redondo Illescas y Vicente Garrido Genovés.
• Realizar
evaluaciones e investigaciones cualitativas para determinar el impacto de la
cárcel en las personas, una vez que recuperan su vínculo con el mundo libre,
a través de indagaciones que se resumen en el “quién fui”, “quien soy” y “quién
seré”.
• Articular un seguimiento y actualización
permanente de la extracción social de los reclusos, sus niveles de educación
formal, los promedios de edad de los mismos, etc. En el mismo sentido,
apuntar a profundizar las estrategias reinserción social y la vinculación
futura con el mundo libre atendiendo a las capacidades que demanda la SIC.
• Despertar la conciencia jurídica hacia la
verdadera función de lo judicial, que es de contención y de vigilancia de las
agencias ejecutivas, y de acotamiento del poder punitivo del estado.
• Promover estudios que ayuden a establecer el impacto de la prédica y el
tratamiento que los medios de comunicación confieren a la cuestión criminal
sobre las percepciones de inseguridad y de delincuencia. Esos estudios, realizados en el
marco del más irrestricto derecho a la libertad de expresión, deberían
necesariamente incluir a los propios empresarios y trabajadores de los medios a
fin de que comprendan la gravitación de su cometido, apelando a instancias de
seguimiento, autocontrol y autocrítica, a organismos de Derechos Humanos y a
las agencias estatales e instituciones internacionales implicadas en temas de
libertad de expresión, para garantizar la transparencia y precisión de los
objetivos y alcances de la iniciativa. En ese marco, analizar especialmente la
responsabilidad, la influencia y dañosidad social que ocasiona a los ciudadanos
que viven en comunidades alejadas de las grandes ciudades, la extrapolación de
un discurso mediático basado en realidades criminológicas manifiestamente
distintas.
• Utilizar los programas existentes -sobre todo
en el extranjero- para educar en contra del miedo y a favor de la seguridad, a
fin de neutralizar los relatos autoritarios, el avance de los prejuicios
sociales, la consecuente profundización del “miedo al otro” y todo tipo de
conductas reactivas regresivas. La disputa por el discurso es
fundamental en la modernidad tardía, porque de sus resultados dependen se
derivan consecuencias directas en términos de procesos de victimización.• Generación de espacios de capacitación
preferentemente en las universidades, con posibilidad de asistencia de
todos los actores involucrados en cuestiones político criminales, incluyendo
naturalmente a los miembros de la policía, especialmente para articular
recursos referentes a mediación y justicia restaurativa, tendientes
fundamentalmente a lograr la reconciliación y el perdón de los ofensores.
• Trabajo permanente y conjunto con recursos
académicos de las universidades y con la comunidad organizada horizontalmente,
para llevar a cabo investigaciones cualitativas, tendientes a conocer mejor la
realidad de la delincuencia y de quienes delinquen, y su percepción del mundo.
Pero también la de las agencias de criminalización secundaria de los estados.
• Operar de manera unitaria y coordinada en
temas político criminales, entendiendo que la política criminal moderna excede
la política penal, y debe construirse con herramientas jurídico penales,
sociales, educativas y laborales, evitando la confusión entre
estrategias de asistencia social con tendencias de por sí criminalizadotas.
• Llevar a
cabo “mapas del delito”,
indagando sobre sus connotaciones situacionales, variables horarias,
características de los ofensores, edad, extracción social, modus operando,
variaciones estacionales, niveles de organización, etcétera.
• Operar fuertemente para disminuir la
sensación de inseguridad instalada socialmente, en la inteligencia de que
solamente el cumplimiento de ese objetivo permitiría la estructuración y puesta
en práctica de planes de gestión en el mediano y largo plazo: la crispación
social y el clamor social hace imposible la extensión de créditos que superen
plazos realmente perentorios. En
ese sentido, relevar mediante estadísticas la evolución -aumento o disminución-
de la preocupación de la población respecto del delito y la violencia
(experiencia análoga a las que se miden a través del “Sourcebook of criminal
justice statistics”).
• Optimizar las pesquisas de determinados
delitos, recuperando el papel de los gobiernos locales y provincial,
reconociendo que tanto la prevención del delito como la seguridad en las
comunidades representan un derecho (en lo que deben coincidir necesariamente
las unidades de gestión ocupadas de esta problemática) y una cuestión
determinante que hace a la calidad de vida del conjunto; por lo tanto es
necesario, en orden a estos aspectos, trabajar más allá de los límites
jurisdiccionales de manera horizontal y vertical; advertir el papel crucial de
liderazgos políticos asentados sobre consensos legítimos; generar estrategias
consensuadas adaptadas a las necesidades locales a partir de diagnósticos
criminológicos fiables y planes precisos; fortalecer las capacidades y la
calidad institucional; desarrollar permanentemente herramientas e instrumentos
dentro del marco de la ley y la Constitución. Todo esto debe contribuir a lograr
comunidades seguras y vigorosas, apuntando a restablecer estándares de orden y
seguridad compatibles con una convivencia armónica.
• Para ello es menester estudiar en el corto
plazo los patrones que muestran la incidencia de problemas sociales y
económicos en un determinado barrio o comunidad, así como por la violencia, el
“desorden” y la victimización, cuya evaluación debe quedar a cargo de
expertos interdisciplinarios que deben poner en práctica estrategias de
prevención dentro del plazo propuesto de un año, lo que es absolutamente
factible. Se sugiere tomar en consideración conclusiones y estudios
comparativos relevados por instituciones de indudable prestigio, como por
ejemplo el Centro Internacional para la Prevención de la Criminalidad.
• En esa misma inteligencia, y con las pautas
cognitivas precedentemente citadas, intervenir en la prevención de delitos
particularmente violentos e intimidatorios, por caso, el robo de viviendas y
los robos armados. En estos supuestos, se podrían aprovechar
experiencias internacionales exitosas, como por ejemplo, las llevadas adelante
en Inglaterra por el “Grupo de trabajo sobre el desvalijamiento residencial”
(Domestic Burglary Task Force), en Gales, los Países Bajos o Canadá. En este
caso, sería factible realizar proyectos piloto en zonas críticas, celebrando
convenios con los organismos internacionales o universidades involucradas en la
temática en dichos países, en el marco de la gestión reglada de las principales
acciones que son propias de la Dirección Nacional de Política Criminal, siempre
en coordinación con los municipios.
• Mantener y potenciar los organismos de
prevención y persecución penal en el caso de delitos complejos. Esas
estrategias deberían ser materia de un seguimiento y evaluación permanentes a
través de mediciones cuantitativas y experiencias etnográficas. Esos organismos
deben trabajar necesariamente en coordinación con todas las áreas estatales
involucradas, para dotarse de mayor y mejor información y fortalecer la
institucionalidad y las respuestas consistentes frente a este tipo de hechos.
• Atento a la situación particular que
involucra a jóvenes de zonas marginales en la comisión de delitos predatorios
de los que resultan víctimas personas de similar extracción social, la pronta
intervención estatal debería poner en práctica políticas sociales, educativas y
municipales, adoptadas de manera coordinada, sobre todo en lo que tiene que ver
con la relación entre adicciones y delincuencia. Esa intervención debe
asumir estilos absolutamente diferenciados del clientelismo y sus formas de
degradación social, que muchas veces explican y reproducen las conductas
infractoras que supuestamente pretenden prevenir. Mientras tanto, como en todos
los casos, la puesta en vigencia de tácticas de prevención aplicadas debe ser
prioritaria y urgente. Con la misma finalidad, es posible articular políticas
de acercamiento consensuadas con organismos de otros gobiernos federales, por
caso el National Crime Prevention Center- NCPC de Canadá[4], en la entera convicción de que este
trabajo es susceptible de ser puesto en práctica en el corto plazo (conservando
el estado el monopolio en cuanto a la dirección estratégica e ideológica de
estas prácticas) y que la prevención es una inversión cualitativamente
superadora no sólo del castigo, sino también de tácticas de prevención
situacional que, por sí solas, se agotan en el tiempo.
• Fortalecer la seguridad en las escuelas, que
por su heterogeneidad social despiertan una gran sensación de temor en niños y
adultos (sobre todo padres), priorizando a esos fines enfoques
proactivos, programas de contención tempranos y urgentes, en lo posible
iniciadas antes de la “adolescencia”. Para ello, con análoga mecánica, es
conveniente rescatar experiencias internacionales exitosas publicadas también
por el Centro Internacional para la Prevención de la Criminalidad.
• Relevar la magnitud de la influencia del
sistema penal en la formación de la “identidad del delincuente” (labeling), el
sometimento a procesos extremos de visibilización, diferenciación y
estigmatización durante el juicio, a fin de acotar los insumos
simbólicos que coadyuven a potenciar dicha identidad, toda vez que la asunción
de la misma profundiza la relación con otros infractores y un nuevo rol que
induce a la persistencia en la carrera delictiva. En tanto se tenga una idea
aproximada de la magnitud del etiquetamiento de los sujetos
criminalizados (mediante observación participante en el campo, entrevistas o
informantes claves), se podrían establecer estrategias para disminuir o
conmover esas rutinas y sus consecuencias.
• Indagar la incidencia estadística de la
adopción de formas subculturales en las que intervienen -además del lenguaje-
otras simbologías y, en especial, las técnicas de neutralización, en los
procesos de asociación diferencial.
• Evitar el deterioro de determinadas zonas de las ciudades. El cuidado permanente de ciertos
ámbitos físicos conflictivos disuade a los delincuentes y disminuye las
oportunidades de comisión de delitos.
• Evitar que el Estado contribuya a la creación
de zonas críticas, como lamentablemente lo ha hecho hasta ahora, a través de
ciertos criterios y diseños en la construcción de colectivos barriales que,
desde una perspectiva ecológica, terminan generando situaciones inéditas de
conflictividad y facilitando la comisión de determinadas formas de
criminalidad.
• “Acotar las oportunidades” de los ofensores,
reducir los “beneficios” del delito e incrementar sus riesgos,
incidiendo directa o indirectamente en la ecología y el contexto comunitario.
También en este caso, resulta decisivo influir en las percepciones e
intuiciones de los infractores, creando una “sensación de inseguridad” inversa,
o una “contrasensación” de inseguridad: si los ofensores se sienten inseguros
es natural que se replieguen. Si los vecinos se sienten más seguros, es también
natural que intenten recuperar los espacios públicos perdidos. Este tipo de
intervenciones han merecido reservas de diversa índole. Una de ellas es la
insuficiencia de que las mismas puedan ser duraderas y consistentes en términos
de recuperación de la calidad de vida de la gente sin otro tipo de abordajes
complementarios: social, educativo, terapéutico, económico, etcétera. El
desarrollo de esta idea incluye esas nociones de manera prioritaria, lo que
releva de mayores comentarios sobre esta crítica. La segunda es una reserva de
carácter ideológico: estas estrategias, a partir de un proceso de “adquisición
por posesión” producido a partir del deterioro de las ideologías welfaristas,
ha sido presentada como un patrimonio de las políticas de gestiones estatales
de cuño conservador. Aquí es más difícil coincidir. Nuestra propuesta asocia a
estas políticas, estrategias de claro contenido social, y reniega de prácticas
pseudo prevencionistas que implican un recorte objetivo de los derechos y
garantías de los vecinos. Por ende, las intervenciones pueden estar orientadas
hacia el potencial ofensor o hacia la potencial víctima, se deben inscribir en
un contexto más amplio de políticas sociales y apuntan a mejorar la convivencia
y nunca a deteriorar los lazos de solidaridad comunitaria.
Ejemplos de típicas técnicas de prevención situacional-ambiental son,
entre otros: la vigilancia personal por parte de efectivos policiales o
guardias de seguridad, la recuperación de espacios públicos (plazas, parques,
paseos), la utilización de circuitos cerrados de televisión, el rediseño
urbano, etc.
Estas estrategias, de conformidad con las evaluaciones realizadas, pueden
deparar ciertas consecuencias preocupantes:
·
El
desarrollo de una psicología del miedo que alienta el “encierro” de los
vecinos, profundiza el deterioro de los lazos de solidaridad y de confianza en
ámbitos protegidos, lo que produce necesariamente un resquebrajamiento de las
relaciones sociales basadas en la confianza;
·
La
reproducción de las relaciones de marginalidad, exclusión y discriminación,
focalizando las energías sociales contra la otredad, y percibiendo al otro, al
distinto, como alguien respecto del cual es posible hacer algo antes de que
este ataque;
·
La
multiplicación del “efecto de desplazamiento: geográfico (cuando el mismo
delito se realiza en otro lugar); temporal (cuando el mismo delito se realiza
en otro momento) táctico (cuando el mismo delito se realiza con otros medios o
de otra forma), de blancos (cuando el mismo tipo de delito se realiza con
respecto a otro blanco) y de tipo de delito”[5].
Para evitar estos efectos, es menester articular estos abordajes con
estrategias de prevención social que significan el reaseguro a largo plazo de
esta mirada sobre el delito.
En
particular, se le debería dar un fuerte impulso a las acciones no binarias
destinadas a la recuperación del espacio público (plazas, parques, paseos,
etc.), alejados de la noción excluyente y militarizada de “espacio defendible”,
poniendo el énfasis en el seguimiento y la prevención de determinados delitos
de alta sensibilidad, como por ejemplo el asalto a viviendas habitadas, las
agresiones de todo tipo y los arrebatos, todos ellos perpetrados generalmente
respecto de personas vulnerables.
• Acentuar mediante estrategias situacionales
la prevención primaria en el ámbito rural, reasignando los recursos disponibles
y creando nuevas formas solidarias de comunicación, autoprotección y
heteroprotección entre los productores, atendiendo a que el crecimiento
de la oportunidad para delinquir, está generando la perpetración de delitos
novedosos o no convencionales vinculadas muchas veces a las nuevas variables
macroeconómicas, que determinan la magnitud del beneficio de los delitos en
concordancia con los bajos riesgos que aparejan los mismos a los infractores
(así, de acuerdo a su valor en el mercado u otras variables de la economía, se
han sucedido en los últimos años hurtos de colmenas, herramientas,
agroquímicos, asaltos a mano armada, abigeatos perpetrados en escala
organizada, etc).
• Tomar en cuenta que los delitos
convencionales (llamados también “de calle” o de “subsistencia”), aunque
resultan extremadamente sensibilizantes y deben ocupar los primeros esfuerzos
estatales, no agotan la sensación de inseguridad ni la inseguridad objetiva.
Por lo tanto, es posible poner en práctica fuertes estrategias de prevención y
desarticulación de delitos de cuello blanco que, además de la intrínseca
justicia de la medida, permitirían revertir la sensación generalizada de
selectividad del sistema y permiten la relegitimación del mismo. La usura, por
ejemplo, podría acotarse no solamente con la imposición de penas más severas
sino con la creación de registros obligatorios de los contratos de mutuos. Las
agencias policiales y administrativas de defensa civil podrían operar
fuertemente respecto de los delitos ecológicos o de envenenamiento del medio
ambiente. Las policías, los municipios, las asociaciones de defensa civil, las
ONGs y demás organizaciones sociales y de víctimas podrían incidir de la misma
forma respecto de la violencia de género, los delitos contra el medio ambiente,
y los delitos imprudentes, mediante estrategias de justicia restaurativa y no
meramente punitiva.
• Realización de Estudios de Victimización
(estos estudios deberían abarcar especialmente los procesos de victimización de
las fuerzas de seguridad, al menos como muestreos ilustrativos, y especialmente
abordar cuantitativa y cualitativamente la violencia de familiar y de género).
Es conocida y admitida en todo el mundo la escasa fiabilidad de las encuestas y
estadísticas judiciales y policiales en materia de delitos. Esto es así, no
solamente porque, como lo admiten muchos criminólogos, existen detectadas
etapas, motivaciones y modalidades de manipulación de los datos, sino porque
las mismas únicamente trabajan con los delitos reportados (que no incluyen la
denominada “cifra negra” de la criminalidad), y porque los a veces intrincados
mecanismos judiciales contabilizan de manera particular las causa “NN”, las
prescriptas, las incidentales o las que no se investigan. Pero además, estas
muestras cuantitativas empecen, por ejemplo, a la necesidad social básica de
conocer con un grado de probabilidad cierta si el delito aumenta o disminuye en
un determinado ámbito temporal y espacial, las fluctuaciones de determinadas
modalidades delictivas o de violencia social, el estado y evolución de la
seguridad urbana “objetiva” y “subjetiva” (esto es, la sensación de inseguridad
basada en factores ajenos a la propia victimización de las personas). A partir
de la elaboración de las mismas, podrá contarse con elementos objetivos de
constatación que permitan articular, de acuerdo a las distintas realidades
criminológicas, estrategias razonables y adecuadas de política criminal, con
apego a las modalidades específicas de las infracciones que se releven en cada
Municipio. Sobre la reserva consignada entre paréntesis, es preciso poner de
relieve que cualquier política criminal debe reconocer que las medidas que se
adopten pueden ser efectivas en algunos lugares y no en otros, respecto de
determinados colectivos y no de otros, y en algunos momentos pero no en otros.
Por lo tanto, cualquier “mapa del delito” debería tender a considerar también
los resultados de estos estudios.
• Evitar la homogeneización social: En
los barrios denominados “mixtos”, donde junto a gente marginada convive gente
con agregados donde la cultura de clase media es mayoritaria, las primeras
tienen más oportunidades de asumir valores convencionales y de acceder al
trabajo y a la cultura del trabajo. Se debe tratar de evitar intervenciones de
los poderes públicos dirigidas concentrar a personas en situación de
marginación social en determinados espacios de la ciudad, de manera que esos
grupos pudieran resultar mayoritarios.
• Ayudar a las personas más carenciadas:
los poderes públicos deben intervenir para proteger socialmente y para dar
oportunidades de formación a las personas en condiciones de pobreza, pero
evitando la dádiva y/o el clientelismo, y apuntando a que esa ayuda coadyuve a
que esa gente reasuma valores convencionales de clase trabajadora.
La asistencia estatal debe estar controlada por ONGs.
• Fomentar el asociacionismo: En la
medida en que aumentan las estructuras de relación en el barrio, en especial
las que vinculan a personas adultas y jóvenes, se genera mayor nivel de
cohesión social, produciendo mayor transmisión de valores convencionales y
mejorando y acotando el nivel de control informal. La recuperación de los
clubes es un paso fundamental en esa dirección.
• Incrementar la vigilancia efectuada en clave
de policía de comunidades. Las anteriores medidas de prevención social
deben ir acompañadas de medidas de prevención situacional, incrementando
el nivel de vigilancia de los puntos negros de la delincuencia, evitando que el
lugar aparezca a los potenciales infractores como de “bajo control”,
preservando el rol de las autoridades prevencionales como policías
comunitarias, respetuosa de los derechos civiles implicados.
• Sin perjuicio de lo expuesto, es menester
tener a la mano la posibilidad de aplicar estrategias parcialmente diversas en
la medida en que nos encontremos ante conductas infractoras expresivas y no
instrumentales (cultura “de la banda”), por ende más violentas y mucho más
difícil de remover únicamente mediante estrategias de prevención social,
porque generalmente esas condiciones criminológicas están fuertemente asociadas
a otros factores como: a) delincuencia adulta; b) relaciones sociales en un
espacio común que integre a los adultos con los jóvenes, operativizando un
proceso comunicacional y de enseñanza y aprendizaje de técnicas para realizar
delitos; c) integración y mixtura del mundo convencional con el delictivo. Para
ello, la prevención situacional debe intensificarse. De todos modos, estas
estrategias deben ser llevadas a cabo por agencias estatales que conozcan de
formas alternativas de resolución de conflicto, no violentas y restaurativas,
tendientes a desarrollar líneas de acción basadas en neutralizar los problemas
de ajuste de los jóvenes infractores de sectores vulnerables, a través del
incremento de las oportunidades.
• Lograr la suficiente cohesión y compromiso
interno para obtener el diseño de propuestas lo suficientemente claras e
inequívocas que impidan alteración o sustitución por discursos o conductas
meramente “gestuales” (“acting out”) que en la práctica signifiquen una
desnaturalización cuando no una modificación encubierta de las mismas, hasta
lograr incluso finalidades antagónicas respecto de las que las inspiraran.
• Unificar las pautas o estándares procesales,
respecto de los criterios de restricción de libertad en las distintas
jurisdicciones de la
Povincia. Este aspecto es fundamental por su incidencia en
términos político criminales y criminológicos. Sería muy dificultoso
establecer medidas coordinadas entre distintas agencias jurisdiccionales si la
misma conducta permitiera distinto tratamiento en cada una de ellas en lo que
atañe a las restricciones de libertad, y mucho más complejo aún, prever la
tendencia de los indicadores de prisionización a futuro, si no se unifican
estos parámetros. Esta última cuestión, además, debería influir razonablemente
sobre los criterios a seguir respecto de los lugares de instalación de
establecimientos de detención. La misma perspectiva podría analizarse respecto
de una interpretación amplia del derecho a acceder a la suspensión del juicio a
prueba y otros beneficios.
• Racionalizar y limitar los criterios
administrativos que inciden en el traslado de los internos, no solamente
por las implicaciones que en orden a los derechos fundamentales de los reclusos
adquieren dichas decisiones, sino porque el traslado de internos/as a lugares
extraños al de su procedencia hace que el núcleo de relaciones de los mismos se
afinquen en las zonas donde esos presidios están instalados, se vinculen con
infractores locales y potencien la actividad delictiva en ese lugar.
• Diferenciar la forma en que se expresa la
criminalidad en las zonas más populosas y en las menos pobladas, para
instrumentar con sujeción a esa distinta realidad las estrategias de
prevención, disuasión y conjuración de delitos.
• En ese sentido, resultaría factible que
se analizaran las manifestaciones de la criminalidad en las zonas de
tránsito o turísticas,
sobre todo en las épocas de mayor afluencia de visitantes, la mayoría de ellos
provenientes de las clases medias donde las narrativas sobre el crecimiento de
la delincuencia y el “miedo al otro” asumen formas condicionantes particulares
en sus percepciones y sistemas de creencias. Se propone analizar el modelo de
encuesta de seguridad y victimización “Turismo y seguridad en Andalucía”[6].
Resumiendo,
se proponen las siguientes medidas:
• Reinterpretación y resignificación
correcta de las lógicas del nuevo sistema adversarial en la Provincia.
• Modificación integral y puesta en funcionamiento efectiva de
un sistema superador de enjuiciamiento y persecución por faltas y
contravenciones.
·
Derogación y/o modificación de las normas de
Facto de la Policía
(1034 y 1064) para adaptarla a una estructura policial de consenso, compatibles
con el programa de la
Constitución.
·
Despliegue
de estrategias de prevención situacional adaptadas (con rigor teórico y
científico) a las diferentes formas en
que la criminalidad o las conductas desviadas se expresan en cada zona de las
distintas ciudades y centros urbanos.
·
Redefinición
de estrategias tendientes a la unificación y coordinación de los diversos
actores institucionales y sociales involucrados, a fin de evitar dispersión de
esfuerzos, medidas contradictorias o inocuas.
·
Creación
de un espacio interagencial de Seguridad, integrado por el Mrio de Gobierno,
Justicia y Seguridad, la
Policía, el Superior Tribunal de Justicia, la Procuración General,
la Defensa Pública,
los Municipios y los Ministerios de Bienestar Social, Salud y Educación, ONGs y
miembros de la sociedad civil.
·
Modificar
la Ley del
Consejo de la
Magistratura, para que -cumpliendo acabadamente con el
mandato constitucional que obliga a realizar concursos de oposición y
antecedentes- los que deberán llevarse a cabo con una integración distinta (al
menos en el fuero penal) que contemple la participación de Profesores
calificados de Universidades Públicas (conocidos como “juristas invitados”)
que, aunque no integren formalmente los tribunales ni tengan derecho a voto,
tendrán la misión de presentar sus propios dictámenes, del cual el resto de los
jurados podrá apartarse pero haciéndolo de manera fundada.
·
Modificar
los planes de Estudio de la
Escuela de Policía, profundizando las exigencias de nivel
académico y abriendo otros horizontes de tradiciones intelectuales alternativas
al positivismo. Incluir “Conflictología” como una materia de las currículas a
fin de inculcar formas alternativas de resolución de conflictos.
·
Calificación
y actualización dinámica y permanente de los operadores del Poder Judicial.
·
Trabajo
permanente y conjunto con recursos académicos de la UNLPam y con la comunidad.
·
Operar
de manera unitaria y coordinada en temas político criminales, entendiendo que
la política criminal moderna excede la política penal, y debe construirse con
herramientas jurídico penales, sociales, educativas y laborales.
·
Evitar
el deterioro de determinadas zonas de la ciudad. El cuidado permanente de
ciertos ámbitos físicos conflictivos disuade en muchas oportunidades a los
delincuentes.
·
Rediseñar
el abordaje de la nocturnidad en las ciudades más pobladas de la Provincia.
·
Acentuar
mediante estrategias situacionales la prevención primaria y secundaria en el
ámbito rural, reasignando los recursos disponibles.
·
Presencia
policial operativa. Racionalizar en cuanto a sus efectivos el Comando
radioléctrico de la URI
y volcar esos efectivos a las comisarías, para realizar tareas dinámicas
inherentes a la prevención, disuasión y conjuración de las conductas desviadas.
·
Tomar
en cuenta que estos delitos convencionales no agotan la sensación de
inseguridad ni la inseguridad objetiva.
·
Realización
de Estudios de Victimización.
FUNDAMENTOS TEÓRICOS DE
LAS PROPUESTAS
Estas propuestas han sido extraídas de las experiencias criminológicas
que se han desplegado a lo largo del siglo XX y del presente, por expertos y
académicos de todo el mundo.
Suponen un recorrido histórico y conceptual perfectamente adaptable a
nuestro medio, y no se proponen agotar el catálogo de estrategias posibles
sino, por el contrario, convertirse en un punto de partida para encontrar
pautas fiables en materia de seguridad democrática, Derechos Humanos y acceso a
la Justicia,
propiciando un debate social que, lamentablemente, no reconoce demasiados
precedentes en nuestro país.
La criminología, como toda disciplina con pretensión científica, tiene
contenidos epistemológicos precisos que hacen imperiosa la participación de los
expertos en temas de semejante complejidad. Esto significará un salto
cualitativo respecto de un “sentido común” nefasto en base al cual se adoptan
decisiones en materia político criminal.
I.- La denominada Escuela de Chicago constituye una de las primeras
expresiones sistemáticas que abordan el fenómeno de la criminalidad a partir
del estudio y análisis de las formas de
agregación social y de cómo las mismas influyen en el comportamiento desviado.
Justamente, la ciudad de Chicago, con su crecimiento demográfico exponencial
durante el período de reconversión de sus relaciones de producción y el paso de
una sociedad rural a una industrializada, configuró la aparición del “factor
ecológico” como tesis explicativa de la criminalidad, desplazando – acaso por
primera vez- a las perspectivas biologicistas en la consideración de los
criminólogos. El delincuente, para esta
corriente de pensamiento, era alguien “normal”, condicionado por su entorno
ambiental.
Se trató de indagar más “cómo vivía la
gente” que respecto de especiales características psiquiátricas, psicológicas o
biológicas de la misma. Por primera vez, los sociólogos desplazaron a los
psiquiatras, los médicos y los psicólogos en la formulación de una tesis
explicativa de la “desviación”.
García Pablos de Molina, quien considera
a la Escuela
de Chicago como “el germen y el crisol de las más relevantes concepciones de la
sociología criminal”, enseña que desde 1860, cuando Chicago contaba con 110.000
habitantes, llegan a esta ciudad millares de inmigrantes, sobre todo de Europa,
lo que motiva un crecimiento que en 1910 la ciudad rebase los 2.000.000 de
habitantes[7].
Larrauri- Cid destacan, en el mismo
sentido, que Chicago había pasado de de
tener 40.000 habitantes en las primeras décadas del siglo XIX, a casi 3.000.000
en el primer tercio del Siglo XX, producto de la instalación de las grandes
terminales automotrices en el casco urbano de la ciudad y la llegada de miles
de campesinos y extranjeros (fundamentalmente de los países más pobres de
Europa: Italia, Rusia, Polonia) atraídos por las nuevas posibilidades de empleo
asalariado[8].
Los intelectuales de esta escuela parten
-para entender el aumento de la criminalidad- de la premisa del cambio cultural
que acompaña el tránsito de una vida rural a una vida urbana. Esto, que parece
una obviedad, no solamente permitió establecer diagnósticos y estrategias
consecuentes en materia de política criminal, sino que se transformó en un
punto de inflexión para la criminología moderna.
La escuela no solamente se preocupó por
entender las formas que asumía el cambio social, sino que explicó esas
transformaciones desde el interior de esas culturas y avanzó en la formulación
de políticas públicas respecto de las nuevas minorías sociales, reclamando un
fuerte compromiso del Estado, aún con los límites de una visión
correccionalista, tendiente a ayudar a los sectores social y culturalmente más
desfavorecidos.
Incluso, la teoría reconoce su vigencia
en la actualidad, a la luz de fenómenos demográficos y sociales tales como la
superpoblación de determinados conglomerados urbanos. Cabe destacar, como
ejemplo de lo dicho, que de las 25 megalópolis existentes en el mundo
contemporáneo, 19 pertenecen a países
del Tercer Mundo, con las lógicas consecuencias de marginalidad, exclusión,
desempleo y/o precariedad laboral, degradación del medioambiente, diversidad
cultural, migraciones internas, relajamiento de los controles informales,
etcétera. Se trata, en definitiva, de un intento de explicación de la
incidencia de la urbanización en la evolución de las tasas de determinadas
formas de criminalidad.
En ese sentido, la nueva dimensión que
adquieren los procesos migratorios en el mundo exhuma la pretensión de vigencia
de la teoría.
Uno de los máximos referentes e
iniciadores de la escuela ecológica es Robert Park, quien en el año 1915,
analiza los cambios y diferencias de los
mecanismos de control social vigentes en las zonas no urbanas (donde adquieren
preeminencia la costumbre y el escrutinio cotidiano) respecto de las urbanas (donde priman la ley
y la impersonalidad de las relaciones).
Las conclusiones que los impulsores de
esta escuela extrajeron de los relevamientos realizados en Chicago y también en
Michigan pusieron de relieve que las áreas urbanas que proporcionalmente tenían
mayores tasas de delincuencia eran
aquellas que estaban habitadas mayoritariamente por gente pobre, pero
fundamentalmente las que, también, evidencian mayor deterioro físico, alta
movilidad (“los delincuentes” son de “afuera”: esto es, los “distintos”, los
que no comulgaban con los mismos códigos sociales, hablaban distintos idiomas y
vivían en condiciones desfavorables), heterogeneidad cultural y delincuencia
adulta.
Según la Escuela de Chicago,
pobreza y desorganización social son los factores que deben necesariamente
concurrir para que haya delincuencia.
“La pobreza y la desorganización social
parecen interactuar de la siguiente manera: una persona pobre que vive en un
barrio desorganizado carece de oportunidades (convencionales) de promoción
social y se siente menos vinculado a los valores convencionales; en cambio, una
persona pobre que viva en un barrio organizado tiene más oportunidades de
promoción social y se siente más ligado a los valores convencionales. Esto
significa que los barrios organizados no sólo sirven para transmitir más
eficazmente los valores convencionales sino que además ofrecen más
oportunidades para salir de la pobreza. Por tanto, las medidas individuales
para afrontar la pobreza deben ir acompañadas de intervenciones ecológicas que
incrementen e nivel de organización social del barrio”[9].
El método de Shaw y Mc Kay consistió en
investigar, por zonas de la ciudad, el número de jóvenes llevados ate los
tribunales de menores de Chicago, clasificarlos por sus lugares de residencia y
correlacionar tales cifras con el número de jóvenes que viven en cada área de
la ciudad.
De esa manera, logran el porcentaje de
delincuentes juveniles por número de jóvenes de cada área de la ciudad.
(“Juvenil delinquency and urban areas”).
Los autores estudian 3
períodos discontinuos de seis años cada uno durante treinta años (lo que da la
pauta que no es serio esperar milagros en la investigación criminológica seria
y en las estrategias consistentes y duraderas en materia político criminal)
para determinar si entre 1900 y 1933 se han producido variaciones
significativas en las tasas de delincuentes de la ciudad.
Los resultados principales del análisis
son: a) se produce una gran diferencia de delincuencia entre las diversas áreas
de la ciudad (mientras existen áreas que prácticamente no tienen delincuencia
juvenil hay otras donde casi 20 de cada 100 jóvenes han pasado por los
tribunales de menores). b) hay una gran concentración de delincuencia en las áreas centrales (25% de la población
produce la mitad de los delincuentes). C) no existen variaciones importantes en
los 3 períodos estudiados.
Los autores destacan que su análisis no
permite derivar ninguna correlación entre una determinada minoría étnica y la delincuencia,
señalando que en los períodos estudiados se han producido cambios completos en
las minorías que habitan una determinada zona urbana, y sin embargo la tasa de
delincuencia se ha mantenido estable. En conclusión, según esta escuela, lo que
explica la delincuencia no es el origen de la población sino las condiciones de
vida de la misma en determinadas áreas de la ciudad.
En las mencionadas condiciones de
pobreza generalizada, deterioro físico, movilidad, heterogeneidad étnica y
delincuencia adulta, la población se encuentras imposibilitada de llevar a la
práctica valores convencionales por los siguientes motivos:
a)
menor capacidad de
asociación o cohesión social;
b)
menores posibilidades
de control sobre actividades desviadas (menos tiempo de padres que trabajan con
sus hijos, mayor cantidad de tiempo de los chicos en la calle y mayor anonimato
y menor control social informal).
c)
Mayor exposición de los
jóvenes a valores no convencionales.
Entre las estrategias de política
criminal propuesta por los investigadores, pueden señalarse las siguientes:
·
Evitar el deterioro físico: Un barrio organizado se caracteriza
porque la gente (convencional) que lo habita no quiere abandonarlo. Para que
los habitantes del barrio no deseen abandonarlo, éste no debe aparecer como
deteriorado. Ello reclama un tipo de intervención dirigido a la rehabilitación
de viviendas y espacios comunes, para que la gente perciba que el barrio está
en un proceso de mejora[10]. La inversión en tales
áreas no sólo debería detener el proceso de abandono, sino que también debería
favorecer el traslado de personas de clase media a tales áreas.
·
Evitar la homegeización
social: En
los barrios denominados “mixtos”, donde junto a gente marginal convive gente trabajadora y de clase media,
las primeras tienen más oportunidades de asumir valores convencionales y de
acceder al trabajo y a la cultura del trabajo. Se debe tratar de evitar
intervenciones de los poderes públicos dirigidas concentrar a personas en
situación de marginación social en determinados espacios de la ciudad.
·
Ayudar a las personas más
carenciadas: Los poderes públicos deben intervenir para proteger socialmente
y para dar oportunidades de formación a las personas en condiciones de pobreza,
apuntando a que esa ayuda coadyuve a que esa gente reasuma valores
convencionales de clase media o trabajadora.
·
Fomentar el
asociacionismo: En la medida en que aumentan las estructuras de relación en el
barrio, en especial las que vinculan a personas adultas y jóvenes, se genera
mayor nivel de cohesión social, produciendo mayor transmisión de valores
convencionales y mejorando el nivel de control
informal.
·
Operar con políticas de
índole social sobre un colectivo en riesgo y no a través de terapias
individuales.
·
Incrementar la vigilancia. Las anteriores medidas
de prevención social deben ir acompañadas de medidas de prevención situacional,
incrementando el nivel de vigilancia de los puntos negros de la delincuencia,
evitando que el lugar aparezca a los potenciales delincuentes como de “bajo control”.
La Escuela de Chicago fue objeto de
muchas críticas. Algunas, por entender que solamente se ocupaba de las
infracciones convencionales perpetradas por sujetos vulnerables. Otras hicieron
hincapié en los riesgos de manejarse con la cifra blanca que surge de las
estadísticas judiciales o policiales, que invisibilizan una cantidad
indeterminada de delitos y la mayoría de las ofensas perpetradas por los
poderosos. También se observó que la excesiva utilización de las agencias
institucionales de control social en la formulación de políticas públicas de
seguridad termina reproduciendo la discriminación, puesto que muchos espacios,
barrios o zonas, resultan, de ordinario, objeto de vigilancia, control y
castigo en una proporción mayor de lo que acontece en zonas ciudadanas más
reputadas.
No
obstante ello, es indudable que estas estrategias podrían reproducirse en
determinados agregados sociales que han sufrido procesos similares de
degradación, pauperización y diversidad social, con crecimiento de las tasas de
conflictividad, en los que los infractores son generalmente jóvenes del propio
barrio, víctimas a su vez de un sistema de exclusión y degradación.
II.- La teoría de la
Anomia es otra corriente de la que podríamos sacar en La Pampa enseñanzas concretas y
puntuales, en casos de delitos predatorios, producidos con fines
instrumentales, generalmente en casos de privación relativa e inequidad social.
Robert Merton (1910-2004), escribió en
1938 un artículo "Anomia y estructura social", que es el que da pie a
una de las teorías más importantes de las tradiciones intelectuales
funcionalistas, y cuya vigencia permaneció intacta mientras se mantuvo en pie
el paradigma del “buen capitalismo” y entra en crisis el welfarismo penal.
Basta con observar de qué manera los gobiernos de Kennedy y Johnson, en la
década del 60’
intentaron aplicar las estrategias de política criminal sugeridas por Merton en
la lucha contra la criminalidad en los barrios estadounidenses marginales, a
partir de la mejora de las oportunidades de los jóvenes postergados.
Sin perjuicio de este aporte fundamental
de Robert Merton, es preciso reconocer a Durkheim como el sociólogo que
utilizara –aunque con otro alcance- el concepto de “anomia” en 1893, al intentar explicar las consecuencias
de la división del trabajo en el capitalismo temprano. La división del trabajo
supone, para Durkheim, mucho más que una forma ordenatoria de la economía de
las sociedades capitalista, sino uno de los fundamentos más importantes de la
vida en sociedad. Por eso, al analizar la solidaridad social, llega a la
conclusión de que en las sociedades con un alto grado de división del trabajo,
las diferentes partes del mismo ya no se relacionan entre sí sino a partir de
sus funciones, tal como acontece con los diferentes órganos de un cuerpo
viviente. En sociedades de estas características (con gran diferenciación de
funciones producto del avance de las relaciones de producción capitalistas que provocan la
división del trabajo), se produce un debilitamiento de la conciencia colectiva
y una mayor acentuación de las diferencias individuales. “Anomia es, entonces,
el estado de desintegración social originado por el hecho de que la creciente
división del trabajo obstaculiza cada vez más un contacto lo suficientemente
eficaz entre los obreros y, por lo tanto, una relación social satisfactoria”[11], por la falta de reglas. “Anomia” sería, en la visión de Durkheim,
algo parecido al concepto de “falta de normas”.
Pese a que, a partir de que Merton
escribiera su artículo “Anomia y estructura social”, la teoría de la anomia fue
puesta en crisis por los teóricos del control, muchos de sus postulados,
actualizados, permiten el diseño de alternativas actuales contra la
criminalidad convencional.
El concepto de “anomia” no significa, en
la visión de Merton,"ausencia de normas" (a diferencia de Durkheim)
si no que, en las sociedades anómicas "junto con la presión que las
personas reciben para obedecer las normas, reciben otras tendientes a
desobedecerlas”.
Estas presiones sobrevienen de una
excesiva importancia asignada a los fines socialmente valorados, que en EEUU se
resumen en el éxito económico y el ascenso social (el "sueño
americano" en la sociedad fordista).
Se trata de "un desequilibro entre
fines (metas) y medios". La desproporcionada importancia que una sociedad
confiere a ciertos fines, hace que en la búsqueda colectiva de los mismos,
algunos sujetos que carecen de la posibilidad de acceder a ellos por medios
lícitos, apelen a medios ilícitos para alcanzarlos. Si bien Merton elabora su
teoría tomando como base la sociedad americana, muchas de sus ideas son
enteramente aplicables a otras sociedades occidentales donde el
capitalismo –sobre todo de posguerra-
produjo fenómenos masivos de inclusión social y pleno empleo. La Argentina, por cierto,
no es una excepción: “Mi hijo el doctor” es una obra que en buena medida resume
esa presión anómica en la historia de nuestro país y en “Sociología de la clase
media argentina”, Julio Mafud, da cuenta
de la aplicabilidad de estas postulaciones a nuestro medio.
En la misma, la actitud sacrificial de
la familia, como elemento fundante de control social informal, condiciona la
perspectiva del mundo de las nuevas clases medias a través de un sistema de
creencias que abraza el éxito económico y el ascenso social como pautas valoradas
por el conjunto sicial.
Las características de una sociedad
anómica, según Merton, son las siguientes:
a)
desequilibrio cultural
entre fines y medios: en sociedades anómicas como la estadounidense, los
canales de socialización (la flia, los pares, la escuela, los medios de
comunicación) son medios que transmiten "los mismos valores", que se
resumen en el éxito económico (esfuerzo y ascenso social). Las personas que no
comulgan con estos valores o no los ponen en práctica a lo largo de su vida son
socialmente desvaloradas o despreciadas. Por lo tanto, en esa búsqueda
desesperada de status, las personas menos favorecidas socialmente comienzan a
buscar el éxito no por "medios lícitos" sino por "medios
eficaces", que por supuesto incluyen las conductas ilícitas. De esta
manera se intenta explicar la perpetración de las conductas desviadas.
b)
Universalismo en la
definición de los fines: la estructura cultural (sistema de creencias, escalas
de valores, expectativas compartidas) no
limita el logro de los fines a unos pocos, sino que los hace extensivos al
conjunto de la sociedad, incluso a aquellos más desfavorecidos que participan
de esta escala de estas expectativas.
c)
Desigualdad de
oportunidades: no obstante, en la realidad objetiva, la sociedad
anómica produce una tensión sobre muchos ciudadanos cuando la estructura
cultural (superestructura) induce a plantearse altas aspiraciones y, en cambio,
la estructura económica y social limita a ciertos grupos, solamente, las
oportunidades lícitas de alcanzar esas metas tan elevadas.
El modelo teórico de Merton presupone
que una parte de los ciudadanos asumirán ese mandato respecto de la obtención
del éxito, pese a sus limitadas posibilidades de alcanzarlo, debido justamente
a que en ese medio cultural, la mayoría de la gente tiende a identificarse no
con la mayoría que no logra esas metas sino con la minoría que sí lo logra. Del
juego combinado de esos dos factores (fines y medios, o metas y oportunidades)
concluye que la presión anómica será especialmente sentida por aquellas
personas de clase baja. Al asumir que las “altas aspiraciones” son una de las
fuentes de la presión anómica, Merton está desarrollando una idea que
anteriormente había utilizado Durkheim para explicar las tasas de suicidio en
la sociedad europea del siglo XIX. La diferencia es que las “altas
aspiraciones” en Durkheim se originan en el instinto biológico de la persona,
son naturales y se registran especialmente en momentos de crisis en que las
mismas no son reguladas socialmente, para Merton son inducidas culturalmente y
son permanentes.
Merton
reconoce que existen cinco formas posibles que las personas podrán
exhibir frente a la presión anómica que reciben de la sociedad, las que podrían
resumirse apelando a este conocido cuadro, en el que “+” significa
“adaptación”, “-“rechazo y “-+” rechazo respecto de los fines y/o medios
socialmente aceptados para conseguir esos fines:
Formas de
adaptación Fines Medios lícitos
Conformidad
(+) (+)
Innovación
(+) (-)
Ritualismo
(-) (+)
Apatía (-) (-)
Rebelión
(-+) (-+)
La conformidad implica que la persona
internaliza y comparte tanto los fines socialmente valorados como los medios
lícitos admitidos en esa misma clave para alcanzarlos. El individuo es así un
sujeto mayoritariamente predecible, que se sacrifica para obtener el éxito,
tanto sea en su trabajo como en el estudio, porque cree vivir en una sociedad
meritocrática y presta una conformidad con las pautas de adaptación que la
misma impone. Esto no implica, desde luego, que se está ante una sociedad de
“triunfadores” – antes bien, y por el contrario, el quiebre del estado de
bienestar rompe con la aporía del “buen capitalismo” y profundiza las
asimetrías y desigualdades sociales, hasta poner en crisis el “sentido” de esa
decisión existencial de sacrificio- sino que existe una mayoría de la sociedad
dispuesta a bregar para acceder a esas metas.
El ritualismo consiste en la actitud, que
se dará principalmente en personas de clase media baja, de abandonar las metas
del éxito y de la rápida movilidad social hasta un punto en que pueda
satisfacer sus aspiraciones básicas mediante la utilización de medios lícitos.
No se espera de estos sujetos una respuesta delictiva, sino más bien un
desajuste propio de quien, socializado en valores de la clase media
(compatibles con la lucha por el éxito y el ascenso social), deja de atender a
las desvalorizaciones de que podría ser objeto por parte de terceros que
podrían reconocerlo como un “fracasado” frente a las dificultades que le
plantea la estructura social y ante las cuales se somete finalmente.
La rebelión implica una dificultad de
adaptación a los valores dominantes, porque se los pone expresa e
intencionalmente en crisis. Estos grupos, directamente, no comparten los fines
mayoritariamente asumidos por la sociedad capitalista y proponen finalidades
existenciales alternativas. Es decir que, sin apartarse del ejercicio de
rutinas “lícitas” (trabajo, estudio), confieren a la misma una connotación
diferente a la que las imagina como un tránsito obligado previo hacia el
ascenso en la consideración social y el éxito económico. Pero, en cualquier
caso, discrepan con los fines de lucro que disciplinan y controlan a la mayoría
de los estadounidenses de esa época.
Según
Merton, estos agregados generalmente están integrados por sujetos
radicalizados, militantes diferentes espacios sociales, cuya conducta puede
admitir desde meros comportamientos “desviados” (la desobediencia civil, por
ejemplo) hasta conductas “delictivas” (acciones violentas como medio de
conseguir transformaciones sociales[12].
En el
supuesto de la innovación como forma
de adaptación a la presión anómica, la conducta consiste en intentar alcanzar
los objetivos mayoritarios de éxito y movilidad social vertical ascendente,
mediante medios no lícitos aunque sí efectivos. Esta clase de personas, en
definitiva, comparte los objetivos pero no así los medios. Las conductas
innovadoras, en Merton, parecen respuestas a utilizar por personas de clase
baja frente a las ya señaladas dificultades estructurales comparativas de que
adolecen. No obstante, esta concepción funcionalista, de la que Merton es uno
de sus principales referentes, deja de lado la consideración de la innovación
como la conducta que caracteriza a ciertos delincuentes económicos, tales como
los estafadores.
La apatía es el rechazo tanto de los medios institucionales como de los
fines. El “apático” es un individuo frustado, retraído. En general, se asigna
esta reacción a personas que, habiendo recibido un proceso de socialización
temprana acorde con los valores dominantes, frente a fracasos producidos en sus
intentos por lograr el éxito, no renuncia a la meta por alcanzarlo pero adopta
mecanismos de escape, tales como el derrotismo, el aislamiento o la pasividad.
En suma, se produce un alejamiento de la vida social. Merton ubica como
ejemplos a los alcohólicos, los vagabundos, los drogadictos o los mendigos[13].
Las
estrategias de política criminal que se concibieron desde la teoría de la
anomia para intentar disminuir los indicadores de criminalidad estribaron en
incidir sobre la superestructura, cambiando los datos culturales que
condicionan a las personas favorecidas, o bien influir sobre la estructura
económico social, dotando a estas personas de mayores oportunidades, si es
posible, similares a las de individuos de clase media. Esta sería una de las
labores que el Estado debería garantizar, incorporando a las mismas las áreas
que en la Provincia
tuvieran incumbencia sobre el particular. Como se observa, también en este caso
existe una marcada vigencia de la
Escuela y una posibilidad concreta de aplicación.
III.- La teoría del etiquetamiento (o “labeling approach”), nace en
Estados Unidos a mediados de los años 60', casi como una réplica al excesivo
empirismo de las teorías criminológicas de la época, preocupadas casi exclusivamente
por dar respuestas a los estados acerca de las causas que originan el delito,
las formas para mantener y reproducir el orden y el logro de las mejores
estrategias para la prevención de las conductas desviadas. Como lo explica
Lamnek, el labeling approach demuestra también que la importancia práctica de
los criterios biológicos subsiste por su aplicación estigmatizante en el
comportamiento social, siendo esperable en la esfera de las prácticas
cotidianas, incluso en el futuro, repercusiones de los enfoques biológico
antropológicos[14], en buena medida retomados por el nuevo realismo de derecha
anglosajón a partir de los años 80’.
Sus representantes más conocidos son
Lemert[15] y Howard Becker:[16] aunque algunos sostienen que debería reconocerse a Frank Tenenbaum la
condición de precursor de esta perspectiva, a partir de su formulación: “The
young delinquent becomes bad, because he in defined as bad”[17] y a Lemert como un refundador de la escuela.
Si bien la teoría crece un contexto
histórico particular, que incluye la guerra de Vietnam, las consecuentes
movilizaciones populares contra esa invasión armada, contra la segregación
racial, contra la discriminación de las mujeres y a favor del aborto, su
impronta novedosa la produce, sin duda, el corrimiento de la pregunta acerca de
las causas de la delincuencia hacia la indagación respecto de los procesos de
definición del delincuente.
Surge, además, en medio de una nueva
concepción de la vida, más libertaria, menos materialista, no tan consumista
como la que proponía el capitalismo welfarista, al punto de que se pone en
crisis la idea misma del sueño americano y del “american way of life”.
El cambio de paradigma implica,
fundamentalmente, una evolución de los abordajes causales hacia la auscultación
de las percepciones y los sistemas de creencias sociales mediante los cuales se
define una conducta como desviada y se reacciona frente a ella, con un conjunto
de lógicas, discursos y prácticas que “etiquetan” a la persona que ha incurrido
en las mismas. Como dicen Larrauri-Cid, citando
a Lemert, se produce un viraje
respecto de la antigua idea que concebía al control social como una respuesta a
la desviación, que concibe ahora a la desviación como una respuesta a las
formas de control y reacción social[18].
La teoría cuestiona, en primer lugar, el
proceso de definición del delito. Se pone en jaque la idea de que las normas
penales sancionan las conductas socialmente más reprochables, argumentando que,
en realidad, esas normas responden a los intereses de grupos sociales
poderosos, muchas veces sintetizados en empresarios morales, con aptitud para
decidir e influir en lo que legalmente está prohibido y lo que está permitido.
Lo que acontece es, primeramente, un “proceso de calificación”, en un contexto de interacción
en el que los hombres le atribuyen a otro la condición desviada. Si una persona
incumple estos mandatos normativos grupales, seguramente, será considerada
desviada desde la visión de esos grupos. Sin embargo, a la inversa, “Desde el
punto de vista del individuo que es etiquetado como desviado, pueden ser
outsiders aquellas personas que elaboraron las reglas, de cuya violación fue
encontrado culpable”[19].
Luego sobreviene una instancia de
aplicación de las normas, mediante la cual son definidos como desviados los
contraventores de las mismas.
Esta relativización de la ontología del
delito, a su vez, es necesariamente ributaria del interaccionsimo simbólico, ya
que no puede comprenderse el crimen sino a través de la reacción social, del proceso social de definición y selección de
ciertas personas y conductas etiquetadas como criminales. Delito y reacción
social son términos interdependientes e inseparables[20].
En la visión de Howard Becker, la teoría
del etiquetamiento puede ser presentada con arreglo a estas características:
1) Ningún modo de comportamiento contiene en sí la cualidad de
desviado; antes bien, los mismos modos de comportamiento pueden ser tanto conformistas
como desviados, lo que se demuestra con facilidad interculturalmente como
también intracultural e históricamente.
2) Por la fijación de normas, a determinados modos de comportamiento
se les atribuye el predicado e desviado o violador de las reglas. Por lo tanto,
los que establecen las normas son los que definen el comportamiento desviado.
3) Estas definiciones del comportamiento desviado sólo influyen sobre
el comportamiento cuando las mismas son aplicadas. Las normas implícitas o
explícitas son realizadas en interacciones.
4) la aplicación de la norma como forma de etiquetamiento del
comportamiento desviado es realizada selectivamente, esto es, los mismos modos
de comportamiento son definidos diferencialmente según las situaciones y
personas específicas.
5) Aquellos criterios que determinan la selección pueden ser
subsumidos bajo el facto poder. El poder puede ser concebido, operacionalmente,
como la pertenencia a un estrato.
6) la rotulación como desviado pone en movimiento, bajo condiciones
que deben ser aún más especificadas los mecanismos de la self-fulfilling
prophecy que permite esperar modos de comportamiento ulteriores que están
definidos como desviados, o bien que serán definidos como tales. Por una
decisiva reducción de las posibilidades de acción conformista por expectativas
de comportamiento no conformista se inician las carreras desviadas”[21].
En términos de política criminal, la
teoría del etiquetamiento supone una crítica de las instancias punitivas del
estado, basada en que éste, a través de sus instancias de criminalización
(primarias y secundarias) favorece la identidad del delincuente,
visibilizándolo como tal y estigmatizándolo de tal manera que la persona
termina asumiéndose como tal, como portador de un nuevo rol desvalorado que lo
obliga a iniciar procesos de socialización en grupos vinculados a
comportamientos desviados, lo que no hace más que favorecer su inserción en la
“carrera delictiva”.
Por lo tanto, desde el labeling se
proponen estrategias basadas no tanto en la recurrencia al sistema penal cuanto
en medidas de descriminalización, vinculadas a la reparación o restauración de
los daños causados por el ofensor, evitando el proceso de estigmatización que,
de manera irreversible, ocasiona el sistema penal a través de sus normas, sus
símbolos, sus prácticas y sus gramáticas cotidianas.
Es indudable que los procesos de
etiquetamiento se dan también en La
Pampa, y que resultaría conveniente revisar retóricas,
prácticas y rituales que terminen contribuyendo a la asunción del propio
imputado como delincuente, ya que esa posibilidad muchas veces se presenta como
un verdadero camino de ida, del que resulta imposible rescatar a los
infractores, por cuanto pasan de ser ofensores utilitarios a simbólicos, y a
obtener una reputación desvalorada socialmente al interior de las bandas.
IV.- Uno de los principales referentes de la Teoría de la Asociación Diferencial
es Edwin Sutherland, que la esboza en sendos trabajos: “Principios de
criminología”, publicado en 1939 y “Criminalidad de cuello blanco”, en 1940.
Sutherland,
en sus investigaciones sobre la criminalidad de cuello blanco, llega a la
conclusión de que no puede referirse la conducta desviada a disfunciones o
inadaptación de los individuos de la “lower class”, sino al aprendizaje
efectivo de valores criminales, hecho que podría acontecer en cualquier
cultura.
Su
punto de vista inicial, luego rectificado en parte, era netamente sociológico,
ya que subestimaba el interés de los rasgos de la personalidad del individuo al
análisis en torno a las relaciones sociales (frecuencia, intensidad y
significado de la asociación).
El
presupuesto de la teoría del aprendizaje viene dado por la idea de organización
social diferencial, que, a su vez, se conectará con las concepciones del
conflicto social.
Organización
social diferencial significa que en toda sociedad existen diversas
“asociaciones” estructuradas en torno a también distintos intereses y metas. El
vínculo o nexo de unión que integra a los individuos en tales grupos,
constituye el sustrato psicológico real de los mismos al compartir intereses y
proyectos que se comunican libremente de unos miembros a otros y de generación
en generación. Dada esa divergencia, existente en la organización social,
resulta inevitable que muchos grupos suscriban y respalden modelos de conducta
delictiva, que otros adopten una posición neutral, indiferente; y que otros, la
mayoría, se enfrenten a los valores criminales y profesen los valores
mayoritariamente aceptados por el conjunto de la sociedad.
La
denominada “asociación diferencial” será, así, una consecuencia lógica del
proceso de aprendizaje a través de asociaciones de una sociedad plural y
conflictiva.
Sutherland
evoca la teoría del conflicto social, que luego será desarrollado por la
criminología crítica.
En
esa lógica, sostiene que el crimen no se hereda ni se imita, sino que se
aprende.
Hay
nueve proposiciones que respecto de este aprendizaje maneja Sutherland:
1)
El crimen se aprende, de la misma manera y mediante los mismos
mecanismos que se aprenden los comportamientos virtuosos.
2)
La conducta criminal se aprende interactuando con otras personas,
mediante un proceso de comunicación.
3)
La parte decisiva de ese aprendizaje tiene lugar en el seno de las
relaciones más íntimas del individuo con sus familiares y allegados. La
influencia criminógena depende del grado de
intimidad del contacto interpersonal. En función de este proceso de
comunicación que se da en el marco de la intimidad, la influencia de los medios
de comunicación es muy relativa, toda vez que las relaciones familiares son
experiencias diarias que se interpretan mediante una constante interacción y
contribuyen de un modo más eficaz a que el individuo supere las barreras del
control social y asuma los valores delictivos.
4)
El aprendizaje del comportamiento criminal incluye el de las
técnicas de la comisión del delitos (sean éstas simples o complejas), se
aprenden también los motivos e impulsos, el lenguaje –argot- y demás símbolos e
instrumentos de comunicación en el mundo criminal, como así también la propia
racionalización de las “técnicas de neutralización”.
5)
La dirección específica de motivos e impulsos se aprende de las
definiciones más variadas de los preceptos legales, favorables o desfavorables
a éstos.
6)
Una persona se convierte en delincuente cuando las definiciones
favorables a infringir la ley superan a las desfavorables que tienden al
cumplimiento de la misma.
7)
Las asociaciones y contactos diferenciales del individuo pueden
ser distintos según la frecuencia, duración, prioridad e
intensidad de los mismos. Se trata de procesos complejos de interacción y
comunicación, por lo cual, lógicamente los contactos duraderos y frecuentes
tienen mayor influencia pedagógica que otros fugaces u ocasionales. Cuanto más
temprana sea la edad del socializado y más fuerte el prestigio de
los agentes de socialización, más significativo es el aprendizaje.
8)
El proceso de aprendizaje del comportamiento criminal implica
y conlleva el de todos los mecanismos inherentes a cualquier proceso de aprendizaje.
9)
Si bien la conducta delictiva es una expresión de necesidades
y valores generales, sin embargo, no puede explicarse como la concreción
de los mismos, ya que también la conducta conforme a derecho responde a
idénticas necesidades y valores.
V.- La idea de “subcultura” plantea de por sí una sociedad diversa,
plural, donde pueden existir alternativas a la escala de valores socialmente
mayoritaria.
Por
primera vez, la criminología norteamericana reconoce que los grupos desviados,
mayormente juveniles y provenientes de sectores sociales desfavorecidos, pueden
agruparse en derredor de valores que difieren de los que imparte la cultura
oficial.
Ese
reconocimiento implica un cambio de paradigma en el abordaje de este tipo de
conductas “desviadas”: ya no se está frente a un proceso defectuoso de
socialización respecto de los valores dominantes, sino que hay “otra” escala de
valores profesada por “otra” gente, que tiene una visión (percepciones,
intuiciones, representaciones) distinta del mundo.
Justamente
por eso, el concepto mismo de “subculturas” ha sido criticado por su
connotación prejuiciosa y peyorativa, por cuanto, en rigor, no está aludiendo a
“sub” culturas, sino a culturas diversas dentro de una misma sociedad. Y esas
culturas, aunque no se reproduzcan con arreglo a la ideología dominante, no
necesariamente son desviadas ni mucho menos delictivas. Piénsese, por ejemplo,
en las subculturas ideológicas, para hacernos una idea más acabada de lo
riesgoso de la utilización del concepto como sinónimo de “cultura de la banda”.
No
obstante esta advertencia, está claro que quienes impulsaron esta teoría lo
hicieron pensando en agregados o grupos violentos, compuestos mayoritariamente
por jóvenes de extracción humilde que se alzan en contra de la escala de
valores dominantes.
Así
parece surgir de la obra de Albert Cohen[22] y también de la de
Richard Cloward y Lloyd Olhin[23].
Las
subculturas, así entendidas, se caracterizan por realizar conductas expresivas
y no instrumentales, por llevar a cabo hechos claramente maliciosos, por
carecer de especialización interna y desplegar una búsqueda de placer a corto
plazo, tal como las definen Larrauri-Cid[24].
La
subcultura tiene, también, una organización y formas de control sociales
internas propias, donde algunas cualidades como el arrojo, la agresividad y el coraje son tan
especialmente valorados que actúan como certificaciones de promoción social
hacia el interior de esas bandas.
Esos
agregados, a su vez, desarrollan formas explícitas de solidaridad en un proceso
de interacción continuo con gente que padecen los mismos problemas de
adaptación[25].
Desde
una perspectiva político criminal, la existencia de las subculturas -más allá
de la discutible carga ideológica del término- exige tener a la mano
estrategias parcialmente diversas en la medida en que nos encontremos ante lo
que la criminología ha denominado "subculturas delictivas", con una
conflictividad expresiva y no instrumental, por ende más violenta
y mucho más difícil de remover. Para ello, la prevención situacional
debe intensificarse, incluso apelando a la disuasión como paso previo a la
conjuración de los delitos que eventualmente cometan estos grupos.
[1]
Larrauri, Elena- Cid Moliné, José: “Teorías criminológicas”, Ed. Bosch, pags.
81 y ss.
[2] Disponible en http://www.europeansourcebook.org/
[3]
Garland, David: “Castigo y sociedad moderna”, Siglo XXI Editores, 1999, p.219.
[4] www.publicsafety.gc.ca
[5]
República Argentina: Plan Nacional de Prevención del delito”, 2000. Ministerio
del Interior. Ministerio de Justicia y DDHH. Disponible en
http://www.scribd.com/doc/23564275/Plan-de-Prevencion-del-Delito
[6]
Aebi, Marcelo: “Turismo y Seguridad en Andalucía. Informe final”, 2003, Junta de Andalucía Consejería de Turismo.
[7]
Conf. García Pablos de Molina, Antonio“: Criminología”, Ed. Tirant lo
Blanch, Valencia, 1999, p. 646.
[8]
Conf. Larrauri, Elena- Cid Moliné, José: “Teorías criminológicas”,
Bosch Editora, Barcelona, 2001, p. 81.
[9]
Conf. Larrauri, Elena- Cid Moliné, José: “Teorías criminológicas”,
Bosch Editora, Barcelona, 2001, p. 95.
[10]
Sampson, 1925.
[11]
Conf. Lamnek, Siegfried: “Teorías de la criminalidad”, Siglo XXI
Editores, México, 1987, p. 39.
[12] Conf.
Larrauri-Cid, op. cit., p. 131.
[13] Conf.
Larrauri- Cid, op. cit., p. 131.
[14]
Conf Lamnek, Siegfrid: “Teorías
de la criminalidad”, Siglo XXI editores, Me´xico, 1987, p. 35.
[15] “Human desviance, social
patology”, 1951; “Social problem and social control”, 1967.
[16] “Outsiders”, 1963.
[17] Conf. “Crime and comunity”,
Londres, 1953, p. 17, citado por Lamnek, op. cit., p. 56.
[18] Op. cit., p. 201.
[19] Conf. Lemert,
Edwin: “Social patology”, Nueva Cork, 1951, citado por Lamnek, op. cit., p. 57.
[20]
Conf. García Pablos: “Tratado de Criminología”, Tirant lo Blanch,
Valencia, 1999, p. 776.
[21] Conf. Lamnek, Sigfried, op. cit.,
p. 61 y 62.
[22] “Delinquent
boys. The cultura of the gang”, publicada 1955.
[23] “Delinquency
and opportunity. A theory of delinquents gangs” ,1960.
[24]
Op. cit., p. 153.
[25]
Conf. García Pablos de Molina: “Tratado de
Criminología”, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, p. 717 y 718.