Podríamos
afirmar que la culpa o, con mayor propiedad, la culpabilidad de los imputados,
es el presupuesto indispensable que habilita a los Estados para la aplicación
de una pena en un Derecho penal liberal. La mayoría de los sistemas penales
democráticos justifican, además, la imposición de castigo, amparados en la
vigencia inexcusable de los denominados “paradigmas
Re”. Esto es, en la expectativa de que la sanción impuesta, bajo
determinadas condiciones de asistencia y tratamiento, faciliten la reinserción,
resocialización o reintegración de los infractores a “la sociedad”, a la que se
concibe como un todo unidimensional
que se sostiene y reproduce en base a valores mayoritariamente aceptados, que
el crimen ofende y lesiona. Desde esta perspectiva se concibe al poder punitivo
institucional como una forma de evitar la venganza privada y disminuir los
estándares de reincidencia.
Nos
hemos ocupado de la volatilidad de las sociedades plurales y diversas que
caracterizan a la modernidad tardía, y, por lo tanto, a las dificultades en
retener una referencia cierta capaz de producir valores con arreglo a los
cuales los individuos deberían comportarse, en especial aquellos que son condenados,
justamente para lograr que en lo sucesivo se motiven en la vigencia de las
normas que rigen a aquella. Pero no es este el momento ni el espacio para
desarrollar una teoría de la relatividad
de los valores sociales. Simplemente, queremos señalar algunas cuestiones que
prologan la difícil relación entre infracción y castigo, en materia de delitos
contra la humanidad.
Para
ello debemos comenzar reconociendo la aguda crisis que afecta, desde hace
cuatro décadas, al paradigma correccionalista de los Estados de derecho
nacionales, como consecuencia del deterioro del Estado de bienestar, de la que
evidentemente no se ha recuperado todavía. Este nuevo mundo del control del
delito, que se expresa en democracias occidentales que ejecutan delincuentes y
mantienen tasas de encarcelamiento que superan ampliamente los estándares que
en la materia exhiben otras potencias liberales, indudablemente debe de haber
influido, a su vez, en las coordenadas en las que se asienta el derecho penal
internacional.
Las
nuevas formas de control del delito, han gestado las bases de legitimación de
una política antiwelfarista en materia de reacción social e institucional
frente al delito. De hecho, la prisionización aluvional y una cultura del
control exacerbada son las formas mediante las que se expresan las respuestas a
los problemas de orden social durante la postmodernidad. El cambio de los
discursos condiciona en gran forma las políticas públicas que en materia de
control social del delito se operan en los derechos internos.
El
delito y la reacción social contra esas ofensas han pasado a ser un articulador
de la vida cotidiana, se inscriben naturalmente en las retóricas mundanas,
redundando en una nueva penología destinada, fundamentalmente a controlar los
riesgos. Por eso, hay más punitividad, pero también más prevención. En ese marco, “la aparición en la política oficial de
sentimientos punitivos y gestos expresivos que parecen extraordinariamente
arcaicos y francamente antimodernos, tiende a confundir a las teorías sociales
actuales sobre el castigo y su desarrollo histórico”. “Esta caída en desgracia
de la rehabilitación ha sido inmensamente significativa. Su declive fue el
primer indicador de que el esquema de la modernidad -que se había fortalecido
incesantemente a lo largo de un siglo- estaba comenzando a desarticularse”[1].
Esa
profunda crisis de credibilidad estuvo basada en la sustitución del discurso
correccionalista, criticado a diestra y siniestra, por políticas públicas que
se ocupan del delito y el castigo expresando “sentimientos” de la multitud, que
han suplantado los aportes de los expertos, claramente devaluados en la
actualidad.
Por
otra parte, desde las perspectivas críticas del Derecho penal y la
Criminología, se ha puesto en crisis también al correccionalismo por considerar
sus postulados una ficción, toda vez que la cárcel no solamente no resocializa
ni reinserta a los penados, sino que por el contrario, los vincula y socializa
con otros sujetos en conflicto con la ley penal, de lo que resultaba una suerte
de aprendizaje o especialización de la delincuencia al interior de las
prisiones. Pero, además, se exacerban las críticas respecto de la escasa
calidad institucional de los Estados y el rol deficiente de los expertos a la
hora de apuntalar mínimamente la perspectiva de una efectiva resocialización de
los penados.
La
ideología del “tratamiento” demostraba, según estas narrativas críticas, su
inocuidad, su falibilidad y la falacia que yace en la base misma de su
formulación, en la que el Estado elude su propia resposabilidad en materia de
crecimiento de la conflictividad social.
Desde las expresiones más extremas del realismo de
derechas, que cobra fuerza a partir de las década del 80’, por su parte, se
planteó que las cárceles en verdad sí
funcionaban, pero no como un espacio de rehabilitación previo al
reencuentro con el mundo libre, sino,
lisa y llanamente, como un ámbito de inocuización, neutralización o
incapacitación de los indeseables y los peligrosos.
La
pena de prisión se justifica, de esta manera, apelando a un retribucionismo y
un prevencionismo extremos, en el que el futuro de los prisioneros era una
cuestión secundaria y residual subordinada a la preservación de valores tales
como el derecho a la defensa social respecto
de los delincuentes.
Ambos
cuestionamientos, por supuesto, continúan en boga en la actualidad, pero no han
derogado, en absoluto, la vigencia de ciertos paradigmas decimonónicos que
había acuñado el correccionalismo, a la sazón el paradigma más cercano a las
narrativas y prácticas rehabilitadoras.
A
mayor abundamiento, debe ponerse especial énfasis en señalar que en las
Constituciones liberales de los Estados constitucionales de derecho, la
ideología de la resocialización y la reinserción o reintegración de los penados
es lo que confiere una única justificación al castigo institucional, y en
especial, a la pena de prisión.
Eso
es lo que establece, de manera categórica, el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos, que en su artículo 10.3 prescribe: “El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya
finalidad esencial será la reforma y la
readaptación social de los penados”.
Vale
recordar que en dicho Pacto, que entró en vigor el 23 de marzo de 1976, se
reivindica en su Preámbulo como sujeto a
los “principios enunciados en la Carta de las Naciones Unidas, la libertad, la
justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad
inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e
inalienables”.
Estamos
frente a un Instrumento internacional, emanado de la propia Organización de las Naciones Unidas, que
ratifica entre sus objetivos fundamentales y valores, los objetivos de reforma
y readaptación social de los penados, y por lo tanto, la vigencia del paradigma
correccionaslista no podría ser materia
de objeción, debate o desconocimiento en
cualquier sistema penal democrático.
Por
lo expuesto, pareciera que, en salvaguarda de la coherencia interna de un
sistema jurídico universal, no podría eludirse -mucho menos en lo que concierne
a una cuestión de semejante sensibilidad- la única causal explicitada que
legitima la pena privativa de libertad en el orden internacional[2].
No
obstante ello, la doctrina más autorizada en la materia se encarga de ratificar
la crisis del welfarismo correccionalista
en materia de resocialización o reinserción de los penados, con un discurso en
apariencia descriptivo que, en realidad, se permite poner en crisis con una
gramática polisémica los propios paradigmas del Derecho penal liberal y ampliar
los límites de lo posible, en materia de aplicación de penas privativas de
libertad en el plano internacional. Así,
se ha afirmado: “Las funciones y fines del Derecho penal nacional no son
susceptibles de ser fácilmente transferidas al Derecho penal internacional. Sin
perjuicio de lo anterior, las similitudes entre ambos planos son inequívocas.
Mientras el Derecho penal nacional sirve a la pacífica convivencia de las
personas dentro de un Estado, el Derecho penal internacional persigue esta
finalidad cruzando las fronteras, y sólo en el evento de graves violaciones a
los derechos humanos o grandes amenazas a la paz y seguridad de la humanidad”[3].
Pareciera
de toda lógica que si las funciones y fines del derecho penal internacional y
de los derechos nacionales coinciden, el ideal rehabilitador debería estar presente en ambos supuestos. Pero,
llamativamente, se ha señalado al mismo tiempo que “El Derecho penal
internacional se distingue del Derecho penal nacional no sólo en cuanto a su campo de aplicación (universal), sino
también, en cuanto a otra categoría básica, esto es, en su limitación para
proteger los bienes jurídicos
fundamentales de los individuos y de la comunidad internacional (protección
que incluso justifica, en gran medida, el reconocimiento del deber internacional
de castigar)”[4].
Y
que el hecho de que “la función del Derecho penal sea vista como una efectiva protección de bienes jurídicos, nada
dice acerca de la forma en que este
objetivo ha de ser alcanzado. Es comúnmente aceptado entre las teorías utilitarias
de la pena, el que ésta simplemente se limite a prevenir la comisión de futuros
perjuicios a determinados intereses o bienes jurídicos; mas no así, al resarcimiento de delitos que ya han sido perpetrados. No obstante lo
anterior, el referido efecto preventivo puede ser alcanzado de distintas
maneras, según las circunstancias individuales de cada caso. Más aún, es
menester tener presente, que el efecto preventivo de la pena (o su simple
amenaza) exige una evaluación completamente distinta, según la naturaleza de
los delitos específicos de que se trate (esto es especialmente importante en
cuanto a la perspectiva del derecho penal internacional, véase infra 4)”[5].
Esta
caracterización anuncia una aparente convalidación de la posibilidad cierta que
el Derecho penal internacional -como lo han hecho algunos Derechos internos-
haga abandono del ideal resocializador: “Sobre el particular, es pertinente
recordar -aunque sea brevemente- tres importantes críticas formuladas a este
respecto en el ámbito del derecho penal nacional, las cuales pueden ser
relevantes en materia de derecho penal internacional. En primer lugar, se debe
mencionar la discrepancia entre la teoría y la práctica de la resocialización.
Las expectativas -aun sin confirmación- depositadas en la posibilidad de
prevenir la reincidencia del delincuente mediante programas terapéuticos
apropiados, en la práctica han obtenido -por el momento- resultados bastante
desalentadores. En segundo lugar, un planteamiento orientado exclusivamente en
los propósitos de la prevención especial adolece de una limitación inherente a
la severidad de la sanción penal. Finalmente, el reparo hegeliano continúa
gozando de validez: La educación forzada de un adulto sería contraria a la
dignidad humana. A este respecto, merecen tener consideración las reflexiones
formuladas por Roht-Arriazas en
torno al efecto disuasivo de la pena, en el caso de delincuentes
institucionalmente obligados (cumplimiento de un deber): Como estos
delincuentes son protegidos por su respectiva “fachada organizacional”, todo
intento de disuasión y resocialización estaría destinado al fracaso. A este
respecto, sólo una reforma institucional podría ser de utilidad. Más aún,
atendido el carácter excepcional de los delitos y delincuentes internacionales,
la disuasión especial tendería a perder significación”[6].
En
concordancia con estas tesituras, ya hemos asistido a algunos pronunciamientos
de Tribunales internacionales que se dictan desoyendo un mandato imperativo de
semejante claridad, y que además han fundamentado expresamente su alejamiento
respecto de esos paradigmas.
Respecto
de circunstancias emblemáticas, se ha consignado específicamente la edad de los
inculpados y el monto de las penas a las que han sido condenadas muchas
personas sometidas a tribunales especiales, sin contar, claro está, los casos
de aquellas que han sido condenadas a muerte. En cada una de esas situaciones,
es obvio que el sistema penal ha decidido hacer caso omiso del requisito legal
de la resocialización, rehabilitación o reintegración social de los condenados,
si se atiende a la difícil compatibilización entre los años de prisión
impuestos y la edad biológica de los castigados.
A
mayor abundamiento, ya hemos reseñado los precedentes del Tribunal Penal
Internacional para la ex-Yugoslavia (tpiy)
y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) que le concedieron a la
noción de retribución -frente a otros fines de la pena- un rol marcadamente
preponderante[7].
Es
evidente que -al menos en esas decisiones- el Derecho penal internacional, como
también lo han hecho algunos derechos nacionales, ha decidido apartarse de las
coordenadas de los denominados “paradigmas Re”.
En
un contexto en el que, en materia de políticas públicas asociadas a la cuestión
criminal, se ha sustituido un paradigma de control de la economía y liberación
social por otro que adhiere a la liberalización de la economía y el control
social, el welfarismo penal, impuesto
décadas atrás “desde arriba” de las superestructuras y sin demasiada oposición,
tropieza con demandas alternativas, encontradas, draconianas, que en nada se
asemejan a la apatía e ignorancia que el público exhibía en esta materia
durante los años de vigencia del Estado de bienestar[8].
La
cuestión radica en determinar si, aún con las tensiones que genera ese clamor
social, es posible que un sistema penal liberal, humanista y democrático puede
efectivamente prescindir de los mencionados paradigmas correccionalistas.
La
legitimación -a nuestro entender solamente aparente-
para actuar por fuera de los mandatos establecidos legalmente, se enanca en el
ya mencionado debilitamiento y descreimiento en el que ha caído el objetivo
resocializador de las penas de prisión.
Su
puesta en crisis, particularmente severa en algunos países que marcan agenda en
materia de política criminal, ha operado como un salvoconducto de facto para
que también el Derecho penal internacional se apartara de los mismos, sin
demasiadas explicaciones ni preocupaciones dogmáticas.
La
construcción de un nuevo “sentido común”, sustancialmente emotivo, en el que la
reaparición de la víctima le agrega una importante alícuota de pretensión
punitiva a la relación entre ofensa y reacción social, transforma a esta última
en un articulador de la vida cotidiana que se salda con una propensión a la mayor
dureza institucional.
Se ha entendido que “asistimos
por lo tanto hoy en muchos países, y sobre todo en los Estados Unidos de
América, a un desplazamiento del discurso oficial sobre la cárcel, de la
prevención especial positiva (resocialización) hacia la prevención especial
negativa (neutralización, incapacitación)”[9].
Esta regresividad resulta
paradójica, justamente porque el Derecho penal a nivel planetario debería ser
respetuoso de ciertas máximas acotantes del poder punitivo, para evitar que una
iniciativa en principio saludable y superadora se convierta en una nueva
maquinaria de terror. “El poder punitivo internacional no previene los homicidios masivos
estatales: con lo anterior queda dicho que no aceptamos la supuesta función
preventiva del poder punitivo internacional respecto de futuros crímenes
masivos. Su legitimidad, siempre que se mantenga dentro de cauces limitados,
radica en el restablecimiento de la personalidad del criminal, conforme al
principio básico jushumanista de que todo
ser humano es persona” (…) “La
prevención secundaria exige la inversión de la actual política criminal
imperante en el mundo: pero nos incumbe la llamada prevención secundaria. Todo lo que hagamos por disminuir la
conflictividad o sus efectos será saludable. La política criminal que cunde por
el mundo, inspirada por las administraciones republicanas de los Estados Unidos
en las últimas décadas, que renegando de su propia tradición extiende de modo
constante la programación criminalizante y habilita cada vez más poder punitivo
para canalizar más venganza, no se percata de que si los límites del sistema
penal se superan se produce su inversión, pues cuando se desborda, de
canalizador pasa a ser ejecutor de la propia venganza para mantener o recuperar
su poder y, por ende, del propio sacrificio de la víctima expiatoria” [10].
En concordancia con la posición
que sostenemos, es necesario analizar cuál es la concepción dominante en
algunos Estados nacionales en cuyo territorio se purgan condenas por delitos de
lesa humanidad y genocidio impuestas por tribunales internacionales, para
desentrañar cuáles son los ideales que constinúan guiando e influyendo respecto
de las formas de cumplimiento de esas sanciones.
Acaso el supuesto más ilustrativo
en este sentido sea el de Noruega, que a través de documentos oficiales[11]
parece no dejar dudas alguna acerca de la vigencia plena de los paradigmas
correccionalistas en lo que hace a la ejecución de la pena privativa de
libertad de los condenados[12].
Vale decir que, al momento de ejercer la ejecución de las
penas privativas de libertad de personas acusadas o condenadas por delitos
contra la humanidad, no hay ninguna duda que Noruega seguirá afiliado a su
paradigma resocializador. Por otra parte, el examen circunstanciado de la obra
de Ambos conduce a la conclusión
que el Derecho penal internacional es una suerte de elemento acotante de las
pulsiones violentas y de las conductas
violatorias de los derechos humanos fundamentales.
Estos derechos fundamentales se presumen compartidos por el
conjunto, porque en su protección y tutela subyacen bienes jurídicos que
difícilmente no resulten valiosos para todas las civilizaciones y culturas: “De
este modo, el Derecho penal mundial formaría parte del “escudo de protección de
los derechos humanos y de la visible solidaridad de la ciudadanía mundial con
las víctimas de las violaciones a los derechos humanos”[13].
“Para que un Derecho penal legitimado en los derechos humanos, “humano general”
e “intercultural” fuera válido, tendría
que dirigirse a hombres de todas las culturas, no pudiendo existir en modo
alguno, desde el punto de vista del Derecho penal, el extranjero[14]:
“son difíciles de encontrar culturas jurídicas que sean tan diferentes por
principio como para no conocer en absoluto delitos fundados en la protección de
los derechos humanos; más bien, el alcance del poder punitivo se extiende (…)
Aquello por lo cual nosotros nos empeñamos con ahínco, lo encontramos también
en otras culturas; y especialmente aquello por lo que nosotros nos indignamos
produce también indignación en los hombres de otro lugar”[15].
Por lo tanto, sin pretender
desconocer las críticas razonables que atraviesan al principio resocializador,
reivindicamos frente a la posibilidad cierta que en el sistema penal
internacional se opere una inflación punitiva, los fines de la pena que se
ciñen a un ideal humanista del Derecho penal y del derecho de ejecución penal,
como así también de la pena privativa de libertad como ultima ratio.
[1] Garland, David: “La cultura del Control, Editorial Gedisa,
Barcelona, 2005, pp. 34 y 42.
[2]
Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución penal
eficaz a la prevención de los crímenes contra la humanidad?”, Plenario,
Publicación de la Asociación de Abogados de
Buenos Aires, abril de 2009, pp. 7
a 24, disponible
en//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf
[3]
Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho
penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº 12, 2003
, págs. 191-212.
[4] Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel
nacional y supranacional”, Revista de derecho
penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº 12, 2003
, págs. 191-212.
[5] Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y
supranacional”, Revista de derecho
penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº 12, 2003
, págs. 191-212.
[6]
Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y
supranacional”, Revista de derecho
penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº 12, 2003
, págs. 191-212.
[7]
Ambos, Kai: “Sobre los fines de la pena al nivel nacional y supranacional”, Revista de derecho
penal y criminología, ISSN 1132-9955, Nº 12, 2003
, págs. 191-212.
[8] Garland,
David: “La cultura del Control, Editorial Gedisa, Barcelona, 2005 p.
106.
[9]
Baratta, Alessandro: “Resocialización o control social Por un
concepto crítico de "reintegración social" del condenado”, Ponencia presentada en el seminario
"Criminología crítica y sistemapenal", organizado por Comisión Andina
Juristas y la
Comisión Episcopal de Acción Social, en Lima, del 17 al 21 de
Septiembre de 1990, disponible en
http://www.inau.gub.uy/biblioteca/Resocializacion.pdf
[10] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución
penal eficaz a la prevención de los crímenes contra la humanidad?”, Plenario, Publicación de la Asociación de Abogados de
Buenos Aires, abril de 2009, pp. 7
a 24, disponible
en//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf
[11]
“Penas que funcionan: menos delincuencia, una sociedad más segura”´, Ministerio
Noruego de Justicia y de la
Policía. Resumen en español, disponible en http://img3.custompublish.com/getfile.php/
757324.823.usfdxvxesa/spansk.pdf?return=www.kriminalomsorgen.no
[12]
“El Ministerio pone de manifiesto diferentes aspectos
del trabajo de resocialización de los
condenados penales: penas de prisión y resocialización,
cumplimiento de la condena en la sociedad, grupos que necesitan una adaptación
especial, intereses y necesidades de las víctimas y los parientes próximos de
los internos. El objetivo de la actividad profesional de la Administración
Penitenciaria es un penado que, cuando cumpla su condena,
esté libre del hábito de la droga o tenga control sobre su consumo, disponga de
una vivienda adecuada, sepa leer, escribir y contar, tenga oportunidades en el
mercado laboral, mantenga relaciones con sus familiares y amigos y con el resto
de la sociedad, esté capacitado para buscar ayuda para los problemas que puedan
surgir tras la puesta en libertad y sea capaz de vivir de manera independiente.
El Gobierno estima que ‘entrar con buen pie’ en la puesta en libertad aumenta
las posibilidades de que los internos logren llevar una existencia libre de
criminalidad. La aplicación de la pena de privación de libertad se basará en
los cinco pilares antes reseñados: aquello que el legislador ha indicado como
la finalidad de la pena, la perspectiva humanista, el principio de seguridad
jurídica, el principio de igualdad ante la Ley, según el cual el reo, una vez cumplida la condena,
ha pagado su deuda a la sociedad, y el principio de normalidad. La reclusión
debe tener un contenido adecuado y todas las medidas deben basarse en
conocimientos documentados. Las nuevas medidas que se ponen a prueba deben ser
sometidas a evaluación. La política de aplicación de las penas tendrá
debidamente en cuenta a todos los afectados: las víctimas del delito, el
público y la sociedad en general y los delicuentes y sus parientes próximos”.
(…) “Los internos no son en absoluto un grupo homogéneo, sino que muchos
necesitan una adaptación especial. El informe estudia medidas de resocialización para grupos de reclusos
en particular. Se trata de los detenidos en régimen preventivo, los condenados
a medidas de seguridad, los menores de edad, los detenidos y condenados de
lengua sami, los internos de nacionalidad extranjera, inclusive los condenados por el Tribunal Penal Internacional para la ex
Yugoslavia (TPIY) y la
Corte Penal Internacional (CPI) y los reclusos con graves
problemas psíquicos y conductas desviadas[12].
Las internas son también consideradas por separado ya que, dada su escasez,
representan una parte ínfima del total de reclusos”.
[13]
Höffe, Strafrecht: “Demokratie”, 1999, p. 369, citado por Ambos, Kai, en “La Parte general del Derecho
penal internacional. Bases para una elaboración dogmática”, traducción de
Ezequiel Malarino; Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2004, p. 62.
[14] Ambos, Kai: “La Parte general del Derecho
penal internacional. Bases para una elaboración dogmática”, traducción de Ezequiel
Malarino; Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2004, p. 62.
[15] Höffe,
Strafrecht: “Democratie”, 1999, p. 370, citado por Ambos, Kai, en “La
Parte general del Derecho penal internacional. Bases para una
elaboración dogmática”, traducción de Ezequiel Malarino,
Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2004, p. 62.