La Argentina vive horas de intensidad sin precedentes. El gobierno de las grandes corporaciones del capital transnacional, la embajada y sus socios locales, huyen hacia el pasado reciente por un camino no del todo conocido.
Es que los dueños actuales de la empresa del Plata hacen que Macri (nominalmente) ejecute sobrepasando incluso los límites que se había autoimpuesto la propia dictadura militar. A la pérdida de los derechos sociales y económicos conquistados por el kirchnerismo, la derecha autoritaria añade la agresión sistemática y acelerada de derechos y garantías políticas y civiles que se expresa de las maneras más variadas. La pregunta es por qué el gobierno de Cambiemos ha renunciado a la utopía de una construcción política y quiere “ir por todo” haciendo frente a las máximas canónicas de los estados democráticos burgueses.
Una de las respuestas podría estar dada por la necesidad de generar condiciones diferentes en el país y la región, de cara a la agudización de la conflictividad que enfrenta al imperialismo con potencias antagónicas emergentes, aceptando que América Latina pueda transformarse en un nuevo campo de Marte. Esto explica la forma en que se aplica actualmente la doctrina del shock (y el "capitalismo del desastre") que describía Naomi Klein. Se trata de una doctrina creada al influjo del referente de la Escuela de Chicago, Milton Friedman, que plantea la necesidad de desarticular todo vestigio del Estado de Bienestar y promover una globalización neoliberal sin anestesia con formato de blitzkrieg. Esta tesis implica, por supuesto, la supresión del rol social del Estado, la más plena discrecionalidad de las empresas y una preocupación social nula. Un verdadero genocidio que pretende "encontrar oportunidades" para el capital en los más terribles escenarios de desastres y masacres.
Para eso, para perpetrar el capítulo argento del nuevo escenario de control global punitivo, Macri ( o, mejor dicho, los verdaderos gestores del poder plutocrático) necesitan coaligarse con los sectores más reaccionarios del país, y buscar auxilio especialmente en los pliegues más conservadores del peronismo -de hecho lo están haciendo- (1) y valerse de las limitaciones ideológicas y las prácticas políticas del kirchnerismo que, a diferencia de los gobiernos de Bolivia y Ecuador, por ejemplo, resignó los antagonismos fundamentales y dejó demasiados resortes vitales de la economía y la batalla cultural en manos adversarias. El gobierno intenta, en consonancia con ese objetivo, profundizar el aislamiento de los sectores populares a partir de una campaña de silenciamiento de las voces opositoras, que también alcanza niveles escandalosos. Como dice Michell Collon, en las guerras (el mundo lo está, y la Argentina no está al margen de esa conflictividad) llegan antes las mentiras que las bombas. Pero todo llega, y de las peores maneras que pudiéramos imaginar. Lo que cambia es el formato de los instrumentos de aniquilamiento de las experiencias emancipatorias reformistas.
Desde el golpe de Pinochet hasta las intervenciones en África, la antigua Yugoslavia o América Latina surca el escenario de las nuevas formas de dominación una multiplicidad de denominadores comunes. El verdadero rol del estado, aquel de quien durante más de doce años esperamos transformaciones estructurales, reaparece en su forma más althusseriana. He aquí el nuevo estado de los CEOs que anticipaba Zizek. En breve, es posible que tengamos la evidencia explícita de la ligazón internacional de las políticas del macrismo. El TPP bien podría encarnar el tramo más duro de la pérdida de soberanía política y jurídica y la concreción definitiva de la consigna “todo el poder a las multinacionales”. Estemos atentos, por exhibir sólo un dato, con lo que puede ocurrir con los medicamentos. Esa es una clave de barbarie ya expresada por Lagarde. Los sectores vulnerables son un “problema” del que, sin embargo, es posible sacar provecho en el estrago del shock.
(1) Aclara Morales Solá, en su columna habitual en el diario La Nación. “A Macri le quedan los gobernadores peronistas, los intendentes del conurbano y los sindicatos para enhebrar un diálogo político. Ese peronismo también sabe que su peor receta sería aferrarse al revanchismo del cristinismo. Mucho más cuando descubrió que hay un Presidente dispuesto a disputarle el poder a Cristina, palmo a palmo”.
Borges habló en su momento de una adorable quietud hispana, así como de un calor y una amistad que son difíciles de encontrar en culturas occidentales distintas a aquellas donde se habla la lengua de Machado o Rulfo. Sin embargo, un reverso existencial, cultural y político, de ese atractiva calidez podría recorrer las latitudes de nuestra cultura. En casi todas las naciones del universo hispano encontraremos un constante déficit en la modernización, sobre todo en lo que atañe a la simple conciencia nacional, al orgullo y la firmeza universales de ser así, como somos, bolivianos, chilenos o colombianos. Hay entre nosotros un complejo de inferioridad, una timidez cuasi ontológica que implica que el término medio de las naciones hispanas tengan una débil consistencia, una conciencia temblorosa de su identidad en la arena internacional. Y no sólo eso, pues la debilidad, a la fuerza, opera primeramente hacia dentro.
Ser cosmopolitas exige encontrar un lugar en la desprotección, ser capaces de navegar en el vértigo y la soledad de lo universal. Pero hace tiempo que la sentimentalidad hispana encuentra excesivamente fría y desolada la planicie de lo mundial. A diferencia de Italia, nos hemos refugiado en una cálida bonhomía que enrojece un poco ante la incertidumbre de cualquier gesta histórica, como si tuviéramos algo muy peculiar de lo avergonzarnos, algo más que cualquier otra cultura o nación. Esta ingenua retirada se produce en nosotros -hay que recordarlo- casi al margen del tamaño, la riqueza económica, la potencia natural o la población de los distintos países. Y si falla esta cuestión de la resolución exterior, y su correlato de poder estatal, todos los otros elementos de una modernización, sean el cine, la ciencia o la economía, quedan sueltos, descabezados, sin suelo.
Es lo que decía el penúltimo embajador estadounidense, poco antes de hacer las maletas: "Lo único que no me gusta de España es lo poco que se quiere sí misma". Pero un parecido síndrome lo podemos encontrar en todos nuestros parajes hispanos. El caso de México, una nación que actualmente tiene 120 millones de personas, con casi 20 millones más en Estados Unidos, es bastante rotundo. Para empezar, mantiene con el poderoso vecino del norte una actitud ingenua, un poco mendicante y acomplejada que resulta parecida a la que España, gobernando la derecha o la izquierda, mantiene con la Comunidad Europea. Dentro de su vigorosa pujanza, hay pocas dificultades mexicanas -la desigualdad social y la pobreza, la educación, la indolencia estatal y el nivel de delincuencia, el racismo interno que castiga a distintas minorías- cuyos signos no tengan una relación más o menos directa con una dubitativa conciencia nacional y la consiguiente fragilidad de las instituciones estatales, tanto hacia el interior como hacia el exterior.
En cuanto a la hispanidad es posible que Unamuno sea más rotundo, pero encontramos ya que el particularismo que Ortega denuncia en Españainvertebrada -un fenómeno que él sitúa, más que en Cataluña o el País Vasco, en el Poder central- se debe a una especie de ingenuidad, de dimisión histórica. Según lo describe Ortega en el Capítulo V de ese extraño y todavía vigente libro, el problema de España no son los secesionismos periféricos, sino, por así decirlo, el separatismo de Madrid con respecto a lo que sería la audacia mínima que necesita una nación moderna para mantenerse y proyectarse en el mundo. Cuando falla esa audacia externa, falla también la cohesión interna. "Será casualidad -comenta el autor de Meditaciones del Quijote-, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular". Igual que en todo cuerpo orgánico, la debilidad hacia afuera parece revertir casi automáticamente contra el adentro. "Castilla ha hecho a España, y Castilla la ha deshecho".
En el particularismo de cuño hispano cada empresario, cada policía, cada político, cada ciudad y cada gremio -tal vez maestros mexicanos incluidos- camina por su lado. Quizás de remota herencia árabe, este localismo tribal se ha acentuado por la debilidad de todas las revoluciones burguesas en el orbe hispano, que apenas han constituido naciones unificadas estatalmente y volcadas sobre el mundo, con la hilera de aliados, rivales y enemigos que sean de rigor. Es esta debilidad en la proyección histórica, con el inevitable resultado de amistades y enemistades, lo que hace que una nación se desgarre en luchas intestinas. La guerra civil española, que de manera democrática parece que aún seguir en estado larvario, es sólo un ejemplo histórico. "En tiempos de paz el hombre belicoso se lanza contra sí mismo", nos recordaba Nietzsche. Ahora bien, ¿qué hombre, qué nación no es en su raíz belicosa, obligada a luchar por mantener su singularidad, sin mendigar reconocimiento?
Y esta ingenuidad histórica no es un problema de tamaño o potencia económica, sino de convicción, de decisión y conciencia política en el vértigo de lo mundial. Aparte de la Argentina de Perón, aparte de algunas otras variantes histriónicas actuales, el ejemplo de Cuba -con todos sus defectos- sigue siendo una excepción significativa. Con cien mil errores del régimen, una pequeña isla de doce millones de habitantes resiste el acoso de una de las mayores potencias del mundo gracias a la inteligencia y resolución de su patriotismo. Si la derecha española puede hoy hacer burla de esto es solamente porque ella también ha dimitido de todo lo que sea coraje político en la arena mundial. Más importante que el marxismo -y sus errores- ha sido entre los cubanos una moderna conciencia nacional, como lo prueba el hecho de que después de Castro y de la Unión Soviética, hasta hoy mismo, persista la audacia nacional y estatal, aliada ahora con el fondo de sincretismo católico que siempre latió en la isla. Es esta resolución -política e impolítica- la que falta dramáticamente en España, donde parece que hemos conquistado la democracia al precio de perder casi toda noción de lo que sea ejercer un uso legítimo y moderno de la decisión y la fuerza.
Nuestra invertebración estructural, anímica e institucional, con sus secuelas de tensiones regionales centrífugas, se duplica otra vez en el sectarismo partidario entre derecha e izquierda, entre izquierda y derecha. No sólo en la actual España, también en Argentina y Venezuela, el fanatismo ideológico es el sucedáneo de una totalidad nacional flotante, con una conciencia de comunidad moderna que ha sido adelgazada al máximo. Es cierto que la idiotez sectaria es el abecé de la vida política en todas partes, pero el nivel al que se llega en los países latinos, España incluida, no tiene una fácil comparación. Tal vez la causa sea muy simple y siga teniendo relación con el diagnóstico de Ortega: no existe una mínima conciencia de proyecto en la complejidad universal, un mínimo "orgullo" nacional ante los otros, que tampoco son perfectos. De manera que la hostilidad media que atraviesa toda sociedad civil -acentuada por la competencia capitalista- no encuentra diques de contención. Ni estatales ni morales, ni políticos ni patrióticos.
Lo que, forzando el lenguaje, podríamos llamar auto-odio es una de las herencias más perniciosas, más todavía que la debilidad de las estructuras políticas y las instituciones, que la madre patria ha legado a las antiguas colonias. Es palpable en México, pero también en Galicia y Andalucía. Es palpable en Argentina, pero también en Asturias y en Extremadura o Valencia. Privada y pública, la corrupción es uno de los signos de ese odio a sí mismo y ese despedazamiento interno. Ni que decir tiene -dicho sea de paso- que cuando la corrupción es hacia el exterior y se vuelca en empresas extranjeras, ya no se llama corrupción, sino potencia económica.
Madrid ha cometido a la vez dos errores antagónicos con la "periferia", tanto española como latinoamericana. Por un lado, es cierto que ha sidocentralista, poco atenta a los matices y las diferencias. Por otro, más grave todavía, ha sido centralista -a diferencia de Francia- con muy poca audacia a la hora de unir esas serias diferencias internas con un redoblado proyecto exterior. Y hay que insistir en que, igual que en un individuo o una familia, solamente la fuerza exterior restaña las heridas internas. Hasta en una pareja, para mantenerse, se habla de "salir juntos".
Es muy posible que el famoso espíritu de la Transición no haya dado, en suletra, más que respuestas pasajeras a la vertebración española. El Estado de las autonomías, con un "café con leche para todos", probablemente se limitó a arbitrar soluciones de compromiso entre los distintos particularismos e "idiotismos" locales. De algún modo, quizás el ejemplo nuestro debió de ser, desde hace mucho, más el Reino Unido que Francia.
Pero no, ni uno ni otra. Una nación como la española, que tiene un himno mudo, sin letra, es posible que viva demasiado pendiente de las versiones -Leyenda Negra incluida- que los otros dan de ella misma. Nuestra adorada Francia no puede dejar de asombrarse ante esta diferenciaespañola. El signo de tal débil alma común puede que no se vea tanto, por poner un ejemplo tópico, en nuestra escasa soltura con los idiomas extranjeros como en la escasa soltura que mantenemos en el uso de la cultura y la lengua propia, con sus mil matices.
El norte, sea Inglaterra, Alemania o EEUU, vive desde hace siglos en la lógica de la separación, de una insularidad individualista que no es nuestra. De este puritanismo de la separación proviene su poder militar y su potencia económica. Los hispanos del sur que les seguimos estamos condenados a servir de camareros -o limpiabotas- en esa opulencia que los norteños dirigen. La simple entrega compulsiva al turismo, en detrimento de otros sectores menos serviles -sea la investigación agrícola, industrial, tecnológica o científica-, es propia de una nación que acaba de llegar a la modernidad y quiere ser más postmoderna que ninguna, tapando el vacío y las inseguridades a toda prisa.
La Ilustración española, un poco de segunda mano y con la furia propia de los recién llegados, nos ha llevado a odiar todo lo que sean elementosprimarios de una nación, desde el propio sentimiento nacional al cuidado de una agricultura propia. Pero sin todo eso una nación no pervive, aunque no tenga claros enemigos externos. Podíamos resumir el manido problema de la "cohesión territorial" española en una frase que los catalanes y vascos le han dicho de mil modos al resto del Estado: "Si ustedes no quieren ser una nación, ni se aprecian a sí mismos como distintos, nosotros sí". Y este mensaje está cargado con la obligación de cuidar los propio, empezando por ese sector primario que España ha despreciado en los últimos cuarenta años. De ser esto así, Ortega seguiría teniendo bastante razón al decir que el problema no está en Barcelona o en Bilbao, sino en Madrid.
En China, Rusia y Cuba -quizás hasta en la misma Grecia- el marxismo ha tenido el efecto nacional que la religión ha tenido en otros países. Curiosamente, la religión y el marxismo se han relevado en muy distintas potencias nacionales. Es significativo que la modernidad española no quiera saber nada de eso y achaque cualquier nacionalismo o populismo a un retraso cultural, más o menos propio de culturas despóticas o tercermundistas. Olvidamos así que todas nuestras adoradas instituciones globales, de la Comunidad Europea y la OTAN al FMI, están dirigidas por unas pocas naciones fuertes que, a veces, carecen incluso de los más mínimos modales.
Partiendo de las categorías psicoanalíticas y poniéndolas en diálogo con la teoría política de Ernesto Laclau, nos proponemos comprender la construcción populista y su relación con la democracia. Con este objetivo en primer lugar diferenciaremos la mencionada construcción de la de masas, porque entendemos que ambas modalidades son respuestas diferentes al malestar en la cultura y producen distintos efectos en los actores de cada una de ellas. El populismo, definido por Laclau desde la teoría del lenguaje de Saussure, supone una construcción de identidad a partir de la articulación de demandas que se hacen equivalentes. En contraposición, la masa es una respuesta social no discursiva si no puramente libidinal. Creemos que tal distinción resulta imprescindible, a riesgo de producir un saldo lamentable que redunda en la asociación de populismo, o peronismo en la idiosincrasia nacional, y fascismo. En tal sentido queremos despejar también las relaciones entre populismo y democracia: si constituye éste un peligro para ella o si es un síntoma de la misma.
Masa
Freud, en su artículo “Psicología de las masas y análisis del yo”, afirma que las masas son asociaciones de individuos que se manifiestan con características bárbaras, violentas, impulsivas y carentes de límites, en las que se echan por tierra las represiones. Son grupos humanos hipnotizados, con bajo rendimiento intelectual y que buscan someterse a la autoridad del líder poderoso que las domina por sugestión.
“Una masa primaria de esta índole es una multitud de individuos que han puesto un objeto, uno y el mismo, en el lugar de su ideal del yo” (FREUD 1921, 116).
Se trata allí de una constitución libidinosa producida por la identificación al líder, en la que una multitud de individuos pone en el mismo objeto (el líder) el lugar del ideal del yo, operador simbólico que sostiene la identificación de los yoes de los miembros entre sí. Por lo tanto, dos operaciones constituyen y caracterizan a la masa: idealización al líder e identificación con el líder y entre los miembros. A partir de “Introducción del Narcisismo” Freud articula identificación y amor, y confiere a éste estructura de engaño. Como consecuencia de la identificación y la idealización, se desprende el estado de hipnosis que produce fascinación colectiva, y una pasión: la del Uno que uniformiza y excluye.
Desde la última enseñanza de Lacan, cuando incluye su teoría de los nudos borromeos, es posible pensar una modalidad de lo simbólico que no hace cadena, es decir, un conjunto de elementos disjuntos, de Unos no encadenados. Lacan utilizó la imagen del grano de arena para explicar el significante no encadenado: un simbólico que no hace cadena tampoco hace lazo social, estaría más cerca de la lengua que del discurso.
“El grano de arena no establece relación, hace montón, es la multiplicidad inconsistente del montón y me doy cuenta que es un problema captar la diferencia entre un lazo social y un montón de gente. No hace falta creer que lo múltiple hace lazo social (…) lo simbólico del nudo Borromeo no es lo simbólico del grafo del deseo, por ejemplo.” (COLETTE SOLER 2009, 40).
Populismo
Coincidimos con el punto de vista de Laclau, quien concibe al populismo como expresión indiferente a la ideología y a las versiones, grupos, clases o momentos históricos, también al desarrollo económico y social de una sociedad. La construcción populista no surge como antagonista del poder conforme al modelo marxista de la lucha de clases, sino que Laclau lo define como “lucha popular democrática”, formación social que depende de una lógica de articulación de demandas que se relacionan y conforman identidad. Dicho autor produce una teoría del populismo a partir del análisis del discurso, utilizando la lingüística saussuriana, la teoría lacaniana y la política, y concibiendo lo social como realidad de discurso, de significación. La concepción del lenguaje de Saussure, permite a Laclau explicar el concepto de populismo basándose en la retórica y el análisis discursivo. Considera el fenómeno como una lógica de valores, un sistema de relaciones entre elementos equivalentes y diferentes; al igual que la lingüística estructuralista con los significados del sistema de la lengua, desestima la trama ideacional y moral de las demandas. En su formulación Laclau también incluye la concepción lacaniana del lenguaje, en particular del significante en tanto sistema de oposiciones y diferencias que se relacionan entre sí y producen de esta forma infinitos efectos de sentido. Según Lacan, no hay universo de discurso porque el Otro en tanto batería significante está barrado (A), es decir, no es un conjunto cerrado y por lo tanto ninguna significación es absoluta ni abarca lo real. Para que el lenguaje se constituya en un sistema de diferencias, es necesario establecer un límite, un elemento excluido que está más allá del límite, un heterogéneo radical que deviene en otra diferencia. De este modo se deduce que el cierre del conjunto no es posible y que no hay universo de representación.
A diferencia de otros autores que se ocuparon del populismo, Laclau no parte del concepto de pueblo como supuesto ontológico dado, sino más bien lo plantea como un efecto contingente, una construcción política particular que tiene como unidad de análisis a y se origina en la demanda social.
“Los símbolos o identidades populares, en tanto son una superficie de inscripción no expresan pasivamente lo que está inscripto en ella, sino que de hecho constituyen lo que expresan a través del proceso mismo de su expresión. En otras palabras: la posición del sujeto popular no expresa simplemente una unidad de demandas constituidas fuera y antes de sí mismo, sino que es el momento decisivo en el establecimiento de esa unidad (…) La única fuente de articulación es la cadena como tal” (LACLAU 2008, 129).
Las demandas no son sólo significación de una necesidad, sino que además implican demanda de reconocimiento, de identidad y de inscripción en la comunidad. Como las demandas siempre se dirigen al Otro (el campo del lenguaje), siempre suponen la dimensión relacional, “el entre”, y es allí, en la relación de equivalencia con otras demandas, donde se significan, y no a priori, pues no son unidades de sentido sino que acarrean una práctica articulatoria. A través de la lógica de la equivalencia las demandas devienen construcción de identidad populista, que supondrá la unificación de las mismas, conformando de este modo una construcción política hegemónica. Laclau recorta dos clases de demandas: las democráticas, que son satisfechas por las instituciones y por eso están aisladas de la equivalencia, y las populares, que establecen relaciones de equivalencia. Esta distinción no implica fijeza conceptual pues una demanda democrática absorbida por la institucionalidad puede devenir popular si se reactiva y entra en equivalencia con otras; las demandas no son estáticas sino dinámicas. Las demandas populistas siendo diferentes se hacen equivalentes y por intermedio de este proceso van construyendo hegemonía popular, de tal modo que un elemento es susceptible de representar la totalidad, representación de una imposibilidad en el que un particular asume el universal. En el mismo sentido que el objeto a lacaniano, un simbólico que designa lo real imposible, el pueblo del populismo es entendido como una parcialidad que intenta funcionar como totalidad y que por eso mismo construye hegemonía; el pueblo será entonces metáfora o nombre de la comunidad “toda”. Por otra parte y a la vez, el populismo aparece como efecto del antagonismo propio de lo social y es de dimensión rupturista, pues se trata de interpelaciones y respuestas sociales que generan una división dicotómica en la sociedad.
Populismo: ¿peligro para la democracia?
Para pensar si la construcción populista constituye un peligro conviene retomar la diferencia establecida por Freud en “Inhibición síntoma y angustia” entre un síntoma y un peligro. Allí el síntoma queda ubicado como una respuesta posible de un aparato que da una señal de angustia y es capaz de defenderse sin quedar avasallado ni paralizado ante lo que aparece como situación de peligro, definida como amenaza de castración proferida por el padre de la ley. “Los síntomas son creados para evitar la situación de peligro que es señalada por el desarrollo de angustia”, (FREUD 1927, 122). Para Freud el síntoma, como resultado del conflicto entre lo pulsional y lo prohibido, será:
- una formación de compromiso, un mensaje a ser descifrado dirigido al Otro. Aquí podemos ubicar la lógica de las demandas populistas que se articulan y se hacen equivalentes.
- un modo de satisfacción, sustituto pulsional de estructura extraterritorial en el yo, extranjero egodistónico. Lacan lo define en R.S.I. como un signo de algo que no anda en lo real, un efecto simbólico en lo real.
Si extrapolamos la referencia psicoanalítica del síntoma al campo social y ubicamos al populismo como modo de respuesta de un aparato que se defiende y reacciona, se deduce que el populismo no es un peligro sino un síntoma, que se realiza y manifiesta en la realidad social como pedido a ser descifrado por el otro del reconocimiento. Siguiendo a Laclau, producto de demandas articuladas que cobran significación en la articulación misma y que expresan algo que no anda y aún no tiene respuesta institucional.
Lo común y la democracia. La identidad en lamasa y en el populismo.
Según Laclau el populismo es un modo de construcción de lo político inherente a la comunidad porque es impensable que esta satisfaga todas sus demandas. La demanda populista agrupa y separa en lo público, implica hablar y hacerse escuchar. De esa diferencia surge como consecuencia el pueblo y la política en tanto batalla discursiva
La concepción de la política en la construcción populista refiere a la pluralidad de los seres humanos en un mundo común, siendo lo plural y no la fusión, condición indispensable para la política. Lo común desde esta perspectiva, no se asimila a la unidad homogeneizante ni a la producción mercantil de objetos y de sujetos tomados como objetos, propia de la masa. En esta última se produce una destitución subjetiva propia del discurso capitalista, el sujeto no es tratado como tal, no tiene voz ni voto.
La construcción de identidad difiere cuando la caracteriza el enlace libidinal con el líder, como sucede en el caso de la masa, de la que se consigue por la lógica de las demandas, propia del populismo. Laclau rescata al líder de “Psicología de las masas y análisis del yo” como enlace libidinal, pero el acento en la construcción populista no está puesto en la identificación a esa figura, si no en la lógica equivalencial de demandas. No es lo mismo la identidad alcanzada sólo por la identificación y obediencia al líder, sujeto y amo de la palabra que articula mandatos e imperativos, que la conseguida a través de la lógica de demandas que piden inscripción. En el populismo, al poner en juego su palabra colocando una demanda en el lugar del agente, en tanto enunciado y enunciación dirigida al Otro, a una escucha, los sujetos devienen actores políticos Se trata entonces de la suposición de un sujeto de deseo que se inserta desde su demanda reclamando reconocimiento; es un sujeto que legitima su figura, renovado en su potestad y en su soberanía. En el fenómeno populista verificamos que es posible otra conformación de identidad que no consiste en la identificación al “Führer” y ajena a la pasión por el Uno. En oposición, el sujeto de la masa es pasivo, servil y sugestionado, con un yo empobrecido sometido a un amo que articula ideologías preconcebidas y fijadas e ideales en los que obviamente no se produce política. En este caso, el líder es el único que encarna las demandas que funcionan como imperativos o mandatos a obedecer. Freud vio en el rebaño, la fascinación colectiva y la homogeneización de la psicología de las masas un prolegómeno del totalitarismo. A este respecto, Lacan es muy claro y nos recomienda, en “La dirección de la cura”, no confundir la identificación con el significante todopoderoso de la demanda ni con el objeto de la demanda de amor. En el mismo sentido, en el Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, propone ir más allá del plano de la identificación: mantener la máxima distancia entre el Ideal y el objeto, ya que la superposición y confusión de ambos lleva al estado de hipnosis. Advertimos que la masa no es un modo de lazo social, de discurso, si no que se constituye por un montón de gente seriada, indiferenciada y unificada. A partir del sujeto lacaniano es posible pensar un espacio común y para todos sin que se anule lo singular. Este sujeto radicalmente incognoscible e incalculable es la única garantía que tenemos contra el racismo y el totalitarismo propio de la masa.
A diferencia de la masa que se sostiene en el ideal, el populismo pone en acto la pluralidad discursiva, por lo que supone la idea de democracia como fundamento.
Por lo expuesto concluimos que la construcción de pueblo no es igual a la de la masa pues ambas representan dos modos distintos de respuesta social al malestar en la cultura. Entendemos el populismo como un fenómeno que refiere fundamentalmente a la democracia participativa, que pone en evidencia los límites de la democracia representativa. Revitaliza en su accionar mismo la vieja retórica moralizante y predestinada y permite que la creatividad de todos produzca iniciativas populares nuevas, posibilitando la irrupción de acontecimientos imprevistos e irreductibles a formas previas. Una cultura política posible, libertaria, emancipatoria, implica la construcción de hegemonía popular como condición, a través de la invención cultural, sin gradualismos ni puntos de llegada, con antagonismos que se inscriben en la democracia dentro de sus límites y posibilidades, asumiendo el riesgo de la verificación colectiva.
Referencias bibliográficas
1. FREUD, S. (1914) “Introducción del Narcisismo”. En Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1986, XIV, 71-98.
2. FREUD, S. (1921) “Psicología de las masas”. En Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu editores, 2006, XVIII, 67-196.
3. FREUD, S. (1927) “Inhibición, síntoma y angustia”. En Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu editores, 2004, XX, 83-161.
4. LACAN, J. (1975) “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”. En Escritos, México, Siglo XXI, 1984, II, 773-807, A.
5. LACAN, J. (1975) “La dirección de la cura”. En Escritos, México, Siglo XXI, 1984, II, 565-626, B.
6. LACLAU, E. (2008) Debates y combates: por un nuevo horizonte de la política, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2008, A.
7. LACLAU, E. (2008) La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2008, B.
8. SOLER, C. (2009) La querella de los diagnósticos, Buenos Aires, Letra Viva, 2009.
(*) Publicada originariamente en https://www.topia.com.ar/articulos/pol%C3%ADtica-y-psicoan%C3%A1lisis-populismo-y-democracia
Desmontando una por una las reformas del estado de bienestar, los gestores del capital avanzan a paso redoblado, dejando a su alrededor un panorama generalizado de desolación y catástrofe social, enajenación de la soberanía, quiebre institucional, exclusión, recorte de las libertades públicas, despidos y persecución sin límites de las voces opositoras. Es claro que, más temprano que tarde, esta agudización de las contradicciones en un estado permanente de excepción, podría precipitar la protesta y movilización de la sociedad, por más que las organizaciones sindicales y el Congreso hayan brillado hasta ahora por su ausencia. Dato para nada subalterno, por supuesto, que ayuda a explicar en buena parte la lógica del embate imperial. Ahora bien, se impone tener en claro que estamos ante un gobierno autoritario con fachada civil, en el que se emulan experiencias internacionales de reciente data, y en cuyo apoyo acuden corporaciones de distinta índole (por ahora mediática, económica y judicial.
Debe recordarse, y no es éste un elemento menor, que la Presidenta Cristina Fernández fue destituida por vía judicial antes de que expirara su mandato constitucional). Lo que ocurre en nuestro país ha venido pasando en todas las experiencias recientes de guerras de cuarta generación, con distintos matices. Es importante entonces que las formas de protesta y movilización social -tal cual ha ocurrido hace algunas horas con el abrazo al Congreso- no dejen de pensar en lo gravísimo, en términos de Heidegger. Lo gravísimo sería que esas protestas y movilizaciones de absoluta legitimidad sean exhibidas interna e internacionalmente como intentos obstruccionistas llevados a cabo contra un gobierno "elegido por la vía electoral". Éste es el riesgo crucial de la realidad argentina. Porque, si en cualquier caso, el pretexto fuera utilizado y amplificado por la fenomenal unilateralidad de voces de que dispone el gobierno, y multiplicado por las cadenas hegemónicas afines a nivel global, el problema se profundizaría hasta alcanzar niveles insospechados. Ni hablar si alguna fracción política minúscula, volviera a hacer una lectura equivocada de las condiciones objetivas y subjetivas preexistentes. Vale decir que, en la Argentina, la mentada resistencia debería encarnar formas absolutamente dinámicas, atentas, creativas, conceptuales y sobre todo pacíficas, que no den lugar a ningún tipo de tergiversación que habilite la excusa de cualquier modalidad de "intervención". Ya conocemos la experiencia sufrida por los pueblos que el imperialismo ha caracterizado como "no democráticas". Millones de víctimas consideradas "nuda vida", al decir de Agamben. Vidas sin valor alguno. Homo sacer. Un error en este punto podría ser fatal para los intereses populares. Eso debería quedar en claro. Lo contrario, sería desconocer el entramado internacional que subyace tras la imposición electoral del PRO y las fuerzas del capital que han hecho posible este desenlace, abstracción hecha de los errores propios. Por otra parte, en este plano el pueblo argentino cuenta con una herramienta institucional de importancia regional estratégica. Hace pocos días, Jorge Taiana asumió como Presidente del PARLASUR. El cargo adquiere una relevancia crucial en esta coyuntura política internacional e interna. Los propósitos del Parlasur son por demás sensibles en el actual escenario continental. Consisten, justamente, en representar a los pueblos cuyos países integran el MERCOSUR, respetando su pluralidad ideológica y política; asumir la promoción y defensa permanente de la democracia, la libertad y la paz; impulsar el desarrollo sustentable de la región con justicia social y respeto a la diversidad cultural de sus poblaciones; garantizar la participación de los actores de la sociedad civil en el proceso de integración; estimular la formación de una conciencia colectiva de valores ciudadanos y comunitarios para la integración y contribuir a consolidar la integración latinoamericana mediante la profundización y ampliación del MERCOSUR. Muchos de estos derechos se han puesto en crisis por parte de la reciente administración. Igual que el pluralismo y la tolerancia como garantías de la diversidad de expresiones políticas, sociales y culturales de los pueblos de la región; la transparencia de la información y de las decisiones para crear confianza y facilitar la participación de los ciudadanos; el respeto de los derechos humanos en todas sus expresiones; el repudio a todas las formas de discriminación, etc, que son justamente los "PRINCIPIOS" del Parlasur. Si asumimos las dificultades que podrían acarrear las tentativas de revisar en el futuro los decretos de Macri (sugiero, para desazón de muchos, la lectura de un exhaustivo análisis del Profesor Gustavo Arballo, disponible en http://www.saberderecho.com/2015/12/el-abc-de-los-dnus.html), es claro que la resistencia institucional debería encontrar en el Parlasur un espacio incomparable para complementar la política y articular los lazos sociales frente al avance del capital.
Este trabajo es parte de los resultados generados por el proyecto financiado por el Fondo de Desarrollo Científico y Tecnológico, FONDECYT, Nº 1990726, “La justificación moral del castigo”.
Resumen
El castigo o pena es el último extremo al cual recurre el derecho penal para responder institucionalizada, legal y legítimamente a las ofensas que quiebran el orden jurídico de una sociedad. El castigo es, y no puede ser de otra manera, un mal que causa dolor físico, mental y moral y por eso, precisamente, requiere, al menos en el plano teórico, una justificación –es decir, un conjunto de razones moral y racionalmente compatibles– ético-filosófica y, jurídica. En este trabajo se examina la dimensión ético-filosófica de la pena y se expone el clásico debate filosófico moderno entre el retribucionismo y el utilitarismo preventivo; en la discusión se ponen a la vista, fundamentalmente, las doctrinas de Kant y Schopenhauer, dos pensadores que abrazan teorías contrapuestas. El primero, precisamente el retribucionismo y, el segundo, el utilitarismo prevencionista.
I. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA
Un problema que desde tiempos inmemoriales ha preocupado a los hombres es el de determinar en qué medida y hasta qué punto es legítimo castigar a quien ha cometido una falta o un delito. El castigo es una forma de sufrimiento físico, psíquico o moral que surge como respuesta natural y espontánea ante la ofensa de quien, a su vez, de manera arbitraria e intencional, daña a un inocente. El ofensor pareciera que de algún modo, brutal o sutil, transgrede cierto orden querido y estimado como bueno o útil por la tradición, las leyes o los valores que la sociedad y la autoridad consideran justo y necesario preservar para la vida buena, el bien común y el bienestar de los hombres.
La respuesta institucionalizada es el castigo o pena. Pero, ¿cómo justificar el castigo? “Justificar” implica ofrecer razones y argumentos racionales que, en último término, legitimen o hagan aceptable racionalmente esta institución. ¿Cómo explicar, en consecuencia, que una comunidad políticojurídica ejerza una violencia programada sobre uno de sus miembros? ¿En qué fundamenta ese poder punitivo o derecho a castigar? ¿Cuál es la última razón del poder punitivo del Estado o de la sociedad? ¿Cómo justificar, por tanto, que a la violencia ilegal representada en el delito se añada esa segunda violencia institucionalizada y motorizada por los órganos punitivos del Estado?
Filósofos y juristas a lo largo de los siglos se han preguntado si por el hecho de que una persona ha cometido una ofensa se le debe infligir un castigo. Este, considerado en sí mismo, es un mal, un daño consciente y deliberado, realizado por hombres dotados de autoridad y financiados por el Estado. Por cierto que esto significa que las respuestas tradicionales emanadas del legalismo, del autoritarismo, del utilitarismo y del retribucionismo, no son suficientes. Los criterios elaborados por estas doctrinas adolecen de deficiencias argumentativas y de racionalidad, lo que las hace sospechosas y no convincentes. Sin una razón justificadora, a nadie se le puede exigir, en rigor, que acepte la institución del castigo, si por falta de ella ésta aparece como arbitraria e irracional. Ello no equivale a sugerir que todas las faltas y los delitos han de quedar impunes; tan sólo se trata de revisar esta institución social y jurídica para, a la luz de nuevas consideraciones, poner en claro su naturaleza, su finalidad y su eventual legitimación.
Se puede percibir que la cuestión de la justificación de la pena conlleva una serie de relaciones e implicaciones que comprometen la existencia misma del Estado y del derecho penal. Esto quiere decir que la legitimidad política y moral del derecho penal, en tanto técnica de control social que constriñe la libertad de los ciudadanos, es en gran medida el problema mismo de la legitimidad del Estado, como monopolio organizado de la fuerza.
En la historia del derecho penal las reformas y giros del derecho han venido siempre precedidos por doctrinas éticas y filosóficas acerca del fin de la pena y de las condiciones racionales que ésta debe satisfacer. Es el sufrimiento implícito en la pena lo que ha movido a filósofos y a penalistas a buscar una justificación moral de ella que sea suficientemente convincente y racional, siendo la pena, como es, y la coacción en general, un elemento esencial del Derecho; la justificación moral de la pena es una condición filosófica necesaria para la legitimación ética del Derecho.
Las consideraciones precedentes demuestran de inmediato que el problema de la justificación moral del castigo, sentido lato, o de la pena, sentido jurídico, da origen a una maraña de problemas de carácter ético, axiológico, metodológico y epistemológico que la ciencia y la filosofía penal no pueden menos que comenzar por distinguir. Hay tres problemas lógicamente implicados que es de rigor separar: el delito, la justificación de las penas o castigos que surgen como consecuencia del delito y los procedimientos de investigación y calificación de éstos. El que a nosotros nos interesa es propiamente el segundo, en tanto y en cuanto implica toda una problemática filosófica y moral.
En efecto, no le compete a la teoría del castigo justificarse a sí misma, como no le corresponde a la matemática, sino a la filosofía de la matemática, la justificación de los saberes positivos. La justificación de los saberes positivos es esencial para un saber fundado, como vio Husserl. Una filosofía penal, en consecuencia, debería aspirar a investigar los alcances y posibilidades de una doctrina de la justificación moral del castigo, con el fin de que ésta pueda desempeñar un papel cimentador en una política criminal, en una teoría penal y, desde luego, en un ordenamiento jurídico. Un enfoque epistemológico –es decir, de las fundamentaciones axiomáticas de la teoría– obliga a hacer una serie de distinciones muchas veces pasadas por alto y causa de numerosas confusiones y extravíos.
Primeramente es necesario distinguir al menos dos niveles de discurso: el extrajurídico y el intrajurídico. El primero versa sobre los fines externos y el deber ser de la pena. El segundo trata del ser de la pena. Aquél es un discurso eminentemente filosófico; éste, esencialmente jurídico. El discurso filosófico se encamina a descubrir el fin que justifica o no justifica el castigo (y, por ende, el derecho penal), trátase de una doctrina normativa referida a valores. El discurso jurídico, en cambio, describe, o cree describir, los fenómenos penales por medio de proposiciones que resultan verdaderas o falsas.
Las normas nada dicen acerca de los hechos, del mismo modo que los hechos nada pueden decir sobre el valor de las normas. Por tanto, la pregunta fundamental “¿Por qué castigar?” ha de ser explicitada en dos sentidos diferentes: ¿Por qué existe la pena o se castiga? y ¿Por qué debe existir la pena o se debe castigar? El primero es, como se ve, un problema de orden empírico; el segundo, por el contrario, es un problema filosófico (axiológico), formulado mediante expresiones normativas de las que sólo cabría decir que son justas o injustas, correctas o incorrectas. La tarea preliminar de una teoría sobre la finalidad de la pena consiste, entonces, en elucidar en un plano metateórico los diversos niveles epistemológicos implicados en la pregunta “¿por qué se debe castigar?”, si es que se debe castigar. La legitimación interna en un sistema penal dado corresponde, pues, de acuerdo a lo dicho, a la teoría penal, mientras que la externa compete a la filosofía del derecho penal. Naturalmente que si sólo se trabaja en el plano interno se podrá, cuanto más, llegar a una legitimación interna de la pena, pero no a una justificación última y final, sin la cual el sistema jurídico penal aparecerá desprovisto de fundamento gnoseológico y de una razón primera o final.
Supóngase que en un colegio hay un sistema normativo, conocido por los alumnos, que prescribe un castigo para los estudiantes que sean sorprendidos fumando en el recinto educacional. Es el caso que X fue sorprendido fumando, el Director lo llamó y lo castigó con pérdida de recreo por una semana. El padre, al enterarse, visita al profesor jefe y le demanda que justifique el sentido del castigo. El profesor argumenta: “Se lo castigó porque infringió las disposiciones del colegio que prohíben fumar”. No conforme, el padre se acerca al Director en busca de una justificación más convincente y éste contesta: “Se lo castigó para que no vuelva a fumar en el colegio”. Obviamente las dos respuestas son no sólo diferentes, sino –según una tradición de más de dos mil años– incluso incompatibles. Ellas reflejan de manera fidedigna las doctrinas retribucionista y utilitarista, respectivamente.
Para el retribucionismo, cuando X fuma en el colegio, X comete una ofensa que en cuanto tal es indebida; como consecuencia de ello –y si ha actuado libre y voluntariamente– se ha hecho culpable y un agente moral portador de una culpa debe expiar su culpa, para lo cual debe recibir de parte de la autoridad lo que a su vez les es debido, es decir, el castigo. A la ofensa se retribuye con castigo (que es un mal) a objeto de borrar o lavar –a ser posible– la ofensa. En definitiva, el sujeto es castigado “porque cometió una ofensa”. Kant y Hegel representan, en los Tiempos Modernos, paradigmática y genuinamente, esta doctrina. Según Kant, un imperativo moral absoluto obliga a castigar al culpable por el mero hecho de haber cometido la falta o delito. “Aun cuando la sociedad civil, escribe, se disolviera con el consentimiento de todos sus miembros, el último asesino que se encontrara en la cárcel debería antes ser juzgado a fin de que la sangre derramada no recaiga sobre el pueblo que no ha reclamado tal punición”. Hegel argumentó de manera semejante, pero no pormore a la ética, sino al Derecho. “En esta discusión, sostuvo, lo único que importa es que el delito debe ser eliminado no como el surgimiento de un mal, sino como lesión al derecho como derecho”1.
Para el utilitarismo, lo importante no es la ofensa, porque ya está cometida y “lo que está hecho, como sostuvo Platón, no puede ser deshecho”. De lo que se trata es de que el alumno no vuelva a fumar en el colegio y que sus compañeros se den cuenta que si ellos hacen otro tanto, les ocurrirá lo mismo que a X. El castigo que se inflige a un sujeto humano no puede, pues, justificarse moralmente basándose en el concepto “culpa-ofensa”. Todo castigo, perse, es dañino y malo. Mal se podría intentar alcanzar un bien por intermedio de un mal. Un castigo sólo puede justificarse moralmente cuando se toman en cuenta las consecuencias valiosas que su aplicación puede llegar a producir. El campeón de esta doctrina ha sido Bentham, quien escribió: “La finalidad del Derecho es aumentar la felicidad. El objeto general que todas las leyes tienen, o deben tener, es incrementar la felicidad general de la sociedad y, por lo tanto, deben excluir, tan completamente como sea posible, cualquier cosa que tienda a deteriorar esa felicidad: en otras palabras, excluir lo pernicioso. Y la pena es un mal y es perniciosa. Sobre la base del principio de utilidad, si ella ha de ser admitida, sólo debe serlo en la medida en que promete evitar un mal mayor”2.
Sin embargo, ambas teorías importan consecuencias que, desde el punto de vista de una teoría racional de la moral, son inaceptables. Como vio bien Séneca, las justificaciones del retribucionismo son quiapeccatum, es decir, miran hacia el pasado (se castiga al sujeto por lo que hizo), mientras que las utilitaristas son nepeccetur, es decir, miran hacia el futuro, se castiga para que el delito no se vuelva a producir.
El retribucionismo reprocha al utilitarismo varios puntos, entre otros:
i) que permita el castigo de inocentes. Claro, porque si de lo que se trata es de conseguir efectos útiles, entonces no hace falta establecer una estricta proporción entre la ofensa y el castigo. Si lo que interesa es que en la sociedad no se cometan delitos o faltas que atenten contra los fines valiosos, entonces podría estar permitido castigar sin tener en consideración la proporción entre la ofensa y el castigo. En realidad, a mayor castigo, probablemente, mejor advertencia para los posibles infractores y, entonces, de ahí a castigar a un inocente no hay más que un paso. Así pensó Caifás cuando en el Sanedrín argumentó a favor de que era mejor condenar a un inocente que permitir que todo el pueblo perezca. Y nada puede causar más repugnancia moral que el castigo de un inocente.
ii) Tampoco sería el castigo en sí mismo lo que previene, reforma o desalienta ya que estos fines pueden alcanzarse por otros medios tales como la amenaza del castigo, los consejos, el tratamiento psiquiátrico, la educación, etc., medios todos externos al castigo en sí.
Sin embargo, hay que señalar, como han sostenido algunos iusfilósofos de la escuela analítica, que un planteamiento más riguroso en términos lógicos y lingüísticos puede llevar a disipar problemas que en verdad no son tales. En este sentido la pregunta “¿Por qué se castiga?” o mejor, “¿Por qué se debe castigar?” conviene descomponerla en estas dos cuestiones: “¿Por qué (cuestión ontológica) se debe castigar?” y “para qué (cuestión teleológica) se debe castigar?” Como es fácil observar, la primera pregunta es contestable desde un punto de vista retribucionista (“Porque se cometió un delito”) y la segunda, desde un punto de vista utilitarista (“Para que no se vuelva a repetir”). Cualquier intento eclecticista parece fracasar, al menos en el plano teórico, ya que no se pueden conciliar ambas teorías. Porque, ¿qué contestar desde el punto de vista retribucionista a la pregunta ‘¿para qué castigar?’ y, a su vez, qué contestaría el utilitarismo a la pregunta ‘¿por qué castigar?’?
Una buena teoría debe dar respuesta a las dos interrogantes.
II. EL ORIGEN DE LA CONTROVERSIA Y SU PROYECCIÓN MODERNA
Es interesante observar desde el punto de vista filosófico que la disputa moderna y contemporánea sobre los fines de la pena no ha avanzado en lo esencial respecto del planteamiento originalmente habido en la filosofía griega. Entre los filósofos griegos hay una divergencia en lo relativo a la dimensión ontológica y teleológica de la pena. En ésta, como en otras materias, se puede decir que la diferencia que marcaron las dos primeras teorías griegas se mantiene hasta el día de hoy. Ninguna filosofía ni teoría penal ha logrado salvar la decisiva discrepancia entre las teorías absolutas y las relativistas de la pena. Las teorías absolutas, que asumen una filosofía idealista, han agotado todo lo esencial respecto del sentido de la pena, pero no han logrado resolver el aspecto relativo a su dimensión social y psicológica; por el contrario, el relativismo penal, si bien ha podido ofrecer garantías sólidas en este último aspecto, es bien poco lo que ha podido avanzar en la indagación de la esencia de este fenómeno profundamente humano. En todo caso, pareciera ser que la primera noción que surge espontáneamente en una sociedad menos evolucionada filosófica y jurídicamente, es la comprensión de la pena como una suerte de represalia que los particulares ofendidos encargan a la sociedad por medio de las instituciones represivas del Estado. En su sentido más original, y brutal, la pena es concebida por las primeras sociedades como ius talionis. Platón, en cambio, ya se opuso con sólidos argumentos, que la tradición filosófica y jurídica repetirá hasta nuestros días, al planteamiento retribucionista.
“Porque nadie castiga a los malhechores –sostiene en el Protágoras– prestando atención a que hayan delinquido, a no ser que se vengue irracionalmente como un animal. El que intenta castigar, con razón, no se venga a causa del crimen cometido –ya que no se puede lograr que lo hecho sea deshecho–, sino con vistas al futuro, para que no se obre mal nuevamente, ni este mismo ni otro, al ver que éste sufre su castigo. Y el que tiene ese pensamiento piensa que la virtud es enseñable, pues castiga a efectos de disuasión, de modo que tienen semejante opinión cuantos castigan en público o en privado.”
Esta sorprendente y perenne universalidad del genial pensamiento platónico encuentra su contrapartida en la no menos extraordinaria doctrina aristotélica de la pena. Aristóteles, sobre la base de un concepto de justicia más elaborado, se propone superar los atavismos de venganza irracional que subsisten en el retribucionismo al sostener que el fundamento de la pena debe estar en lo que él denomina justiciacorrectiva, concepto éste que tiene su razón de ser en la igualdad matemática. Según el Estagirita, la vida social exenta de conflictos supone un perfecto estado de equilibrio. En ausencia de ofensas no hay ni puede haber castigo; éste es el orden natural. Pero cuando un agente moral incurre en un ilícito, desestabiliza el equilibrio natural y este desequilibrio dañino para la vida social se mantiene incólume mientras no intervenga una fuerza externa que vuelva a llevar al estado de cosas a su justo natural. En la justicia penal, sostiene:
“La ley atiende únicamente a la diferencia del daño y trata como iguales a las partes, viendo sólo si uno cometió injusticia y el otro la recibió, si uno causó un daño y el otro lo resintió.
En consecuencia, el juez procura igualar esta desigualdad de que resulta la injusticia. Cuando uno es herido y el otro hiere, o cuando uno mata y el otro muere, la pasión y la acción están divididas en partes desiguales, y el juez trata entonces de igualarlas con el castigo, retirando lo que corresponde del provecho del agresor. De estos términos nos servimos de una manera general en semejantes casos (...). Así, siendo lo igual un medio entre lo más y lo menos, el provecho y la pérdida son respectivamente más y menos de manera contraria: más de lo bueno y menos de lo malo son provecho, y lo contrario, pérdida. Y como entre ambas cosas el medio es lo igual, y es lo que llamamos justo, síguese que lo justo correctivo será, por tanto, el medio entre la pérdida y el provecho. Por esta razón, todas las veces que los hombres disputan entre sí recurren al juez. Ir al juez es ir a la justicia, pues el juez ideal es, por así decirlo, la justicia animada” 3.
III. EL DEBATE MODERNO: KANT / SCHOPENHAUER
Al menos para la historia de la filosofía penal, y en el horizonte de los intereses de este trabajo, es pertinente reactualizar el debate en torno al sentido y fin de la pena que se da en el seno del idealismo alemán entre Kant y Schopenhauer. La disputa es bien representativa del mundo filosófico y jurídico moderno –y no tan conocida como se pudiera suponer– y, desde luego, no parece que hasta el día de hoy la ciencia y la filosofía penal se hayan decantado por una de ellas con olvido de la otra; por el contrario, ambas doctrinas siguen vigentes y una y otra dominan en tal o cual escuela jurídica e influyen en la determinación de la política criminal de las sociedades contemporáneas. El examen de este diferendo puede tener la virtud de permitirnos ver con claridad cuáles son los puntos más agudos del conflicto y ponderar las virtudes y los defectos de cada doctrina.
Según Kant, la pena judicial (poenaforensis), como él la llama, conforme a su doctrina moral, no puede nunca servir como medio para fomentar otro bien ni aunque este supuesto bien vaya en beneficio del propio delincuente o de la sociedad civil. La pena, en tanto castigo, ha de imponerse al reo única y exclusivamente porque ha delinquido. Este “porque” es antecedente de la consecuencia que es la pena. Kant ha postulado, como se sabe, que el hombre no puede ser manejado como medio para cumplir propósitos de otro, ni ser confundido entre los objetos del derecho real (Sachenrecht). El hombre, incluido el reo, por el mero hecho de ser persona moral es inmune a la pérdida de su dignidad, aunque ciertamente con la pena pueda perder la personalidad civil. Nadie debe pensar en sacar algún provecho de ninguna especie de castigo. Sería tan inmoral pretender sacar un provecho del castigo como escapar a él. Eso es precisamente lo que ocurre en el juicio público que Caifás dirige sobre la supuesta ofensa religiosa que Jesús ha causado a la comunidad judía. No hay motivo ni prueba que justifique la pena. “Aun cuando se disolviera la sociedad civil –sostiene Kant en un conocido pasaje de laMetafísicadelascostumbres– con el consentimiento de todos sus miembros (por ejemplo, si decidiera disgregarse y diseminarse por todo el mundo el pueblo que vive en una isla), antes tendría que ser ejecutado hasta el último asesino que se encuentra en prisión, para que cada cual reciba lo que merece según sus actos y el homicidio no recaiga sobre el pueblo que no ha exigido esta punición”4.
¿Cuál es el fundamento moral que se encuentra en el fondo de este planteamiento kantiano? Aparentemente Kant, al invocar el iustalionis, estaría nada menos que reviviendo un concepto de justicia vengativa que, al parecer, a esas alturas de la historia la humanidad ya ha superado. Sin embargo, una lectura más atenta y filosófica demuestra que en el planteamiento kantiano hay un fundamento totalmente compatible con su rigurosa concepción moral de la creatura humana. Lo primero que Kant reclama desde un punto de vista moral, que es lo que obliga al derecho, es que haya justicia. La justicia no puede ni debe ignorar o debilitar el hecho delictuoso. Ese es el dato fundamental. Y si el delito ha sido cometido a plena conciencia por un hombre que tiene total dominio sobre su voluntad y entendimiento, y ha hecho uso pleno de su libre arbitrio, la sociedad tiene que comenzar por devolver mal por mal para que el delincuente encuentre en la pena o castigo la necesaria acción igualadora que emana de las exigencias del cuerpo social. Por eso sostiene, reviviendo a Aristóteles, que en la base del castigo debe estar el principio de igualdad proporcional, en la posición del fiel de la balanza de la justicia que no se inclina más hacia un lado que hacia el otro.
Una breve excursión hacia el fondo de su pensamiento moral podrá poner más en claro la decisión jurídica kantiana, que en un principio puede parecer contraria a las corrientes humanitaristas que ya circulan en esos tiempos. Kant distingue dos tipos de leyes: las leyes de la naturaleza y las leyes morales. Las leyes de la naturaleza se imponen inexorablemente a todos los entes naturales y biológicos que se encuentran en el mundo de la naturaleza. Pero si son leyes de la libertad, entonces pertenecen al reino de la moralidad. Y si afectan tan sólo a las acciones externas y a su conformidad con la ley, se llaman leyes jurídicas. Pero si exigen también que ellas mismas deban ser los fundamentos de determinación de las acciones, entonces son éticas. Cuando el hombre cumple con las primeras se habla de legalidad; cuando cumple con las segundas, se habla de moralidad. La libertad a la que se refieren las primeras leyes sólo puede ser la libertad en el ejercicio externo del arbitrio; pero aquella libertad a la que se refieren las últimas leyes, puede serlo tanto en el ejercicio externo como en el interno del arbitrio, en tanto que queda determinada por las exigencias formales de la razón. La voluntad es, en este cuadro, el fundamento de determinación del arbitrio a la acción. “En la medida que la razón puede determinar la facultad de desear en general, el arbitrio –pero también el simple deseo– puede estar contenido bajo la voluntad. El arbitrio que puede ser determinado por la razón pura se llama libre arbitrio. El que sólo es determinable por la inclinación (impulso sensible, stimulus), sería arbitrio animal (arbitriumbrutum). El arbitrio humano, por el contrario, es de tal modo que es afectado ciertamente por los impulsos, pero no determinado; y, por tanto, no es puro por sí, pero puede ser determinado a las acciones por una voluntad pura.” De todo lo cual se sigue, para Kant, que la libertad del arbitrio queda a salvo de su determinación por los impulsos sensibles. Esto, en el sentido negativo de libertad; en el sentido positivo, la facultad de la razón pura puede por sí misma hacerse práctica5.
De suerte tal que la causalidad natural, que se manifiesta mediante las inclinaciones, puede ser, y debe ser, neutralizada por la causalidad moral que no queda determinada en modo alguno por las leyes de la naturaleza, sino que encuentra en la propia razón el principio y fundamento de la acción. El hombre, por tanto, como creatura racional dotada de voluntad y capaz de actuar con entera libertad, precisamente por ser libre y racional, puede con plena conciencia elegir entre cumplir con la ley externa o transgredirla. Pero, al transgredirla, no puede en modo alguno eludir su responsabilidad y lo que eventualmente pueda derivarse de ella, la culpabilidad que acompaña a la acción contraria a la ley.
Kant, como hombre moderno e ilustrado que cree en la autodeterminación de la persona como ser moral y político, consecuentemente concibe al Estado y la relación entre el Estado y el individuo como un vínculo que debe mantener por sobre todo siempre y en toda circunstancia a salvo la libertad personal. El Estado debe respetar al individuo y esto significa concretamente, desde el punto de vista político, que todo hombre tiene derecho a buscar la felicidad y a concebirla a su manera, sin interferencia externa alguna que pueda poner en peligro su autonomía moral. El Estado no puede obligar a nadie a ser feliz, sino que su deber consiste en garantizar las condiciones para que la libertad de cada cual permita al individuo su propia realización. Los sistemas religiosos y morales pueden tener sus ideas de la virtud y construir sus cánones de comportamiento moral e, incluso, pueden, y quizás deben, influir en la conducta de los miembros que asumen sus creencias para que se comporten interna y externamente de acuerdo a un ideal de virtud. Pero ése es un problema moral y no le incumbe al Estado en modo alguno la moralidad de sus ciudadanos sino única y exclusivamente la juridicidad de sus acciones. La moral es cuestión de las personas y cada uno resolverá acudiendo a su condición de ente libre y racional; pero la juridicidad es cuestión del Estado, no para preservar moralidad alguna, sino para permitir el marco externo adecuado para que los individuos busquen de un modo compatible con la ley la felicidad y la realización personal6.
En consecuencia, tampoco la sociedad por intermedio del Estado tiene derecho alguno a intervenir sobre el futuro del reo y no es nadie para indicarle cómo debe conducir su vida, qué valores debe preferir y qué camino debe seguir para reintegrarse a la sociedad como un hombre nuevo que ha sido reconducido de una determinada manera, y bajo una concepción de lo que es el bien y de lo que es el mal, a la vida ciudadana. Kant ve una forma intolerable de tiranía en las doctrinas que minimizan la culpabilidad y ponen toda su atención en la reinserción social o, en términos generales, conciben el derecho penal como un instrumento que debe constreñir a los hombres a ser “buenos” al modo como entiende la bondad el cuerpo social, la autoridad o el Estado. Lo que el Estado debe proteger es la juridicidad y nada más. La moralidad es cosa de los individuos y pertenece al sagrado recinto de la conciencia de cada cual. Incluso si el hombre se rebela contra el Estado, contra la sociedad y todas sus instituciones y declara que no quiere reconvertirse ni asumir los valores jurídicos y morales que comparte su sociedad, está en su perfecto derecho. Pero la ley debe intervenir cuando el perverso intenta pasar, o decididamente pasa, de las intenciones a la acción. Como miembro del cuerpo social no le está permitido en modo alguno dañarlo y si el daño material se produce, debe atenerse a las consecuencias sensibles que implica la respuesta jurídica de la sociedad. Así entiende Kant el rol que le corresponde desempeñar al ciudadano y al derecho en la comunidad.
Esta doctrina jurídico-moral ha sido, en cambio, enérgicamente rechazada por muchos y muy notables pensadores modernos y contemporáneos. Schopenhauer en Alemania –desde la filosofía idealista– y Bentham en Inglaterra –desde el pragmatismo filosófico inglés– mantienen puntos de vista totalmente incompatibles con Kant. “... la teoría de Kant –sostiene Schopenhauer– según la cual la pena se establece únicamente para castigar, es contraria a la razón y carece de sólido fundamento. Lo cual no impide que la reproduzcan en sus obras grandes juristas, envuelta en grandes perífrasis que no son sino palabrería”7.
El punto de partida de Schopenhauer está, naturalmente, en su teoría filosófica explicada en Elmundocomovoluntadyrepresentación. Desde esa filosofía, el que comete delito despoja a la voluntad objetivada de un individuo de sus fuerzas para aumentar en la misma medida las suyas propias; por consiguiente, al exteriorizar su voluntad traspasa los límites de su cuerpo y niega la voluntad del otro. Esta invasión de los límites de la voluntad ajena ha sido conocida en todos los tiempos y su concepto se designa con el nombre de “injusticia”. De suerte, pues, que el concepto de derecho, como negación de la injusticia, encuentra su principal aplicación en los casos en que por intermedio de la fuerza se impide la comisión de un acto injusto. Como esta coacción ya no es injusta por estar institucionalizada y representar la defensa de los valores sociales, es, sin duda, justa, aunque la coacción misma, si se la considerara aisladamente, no lo sería; pero en el derecho penal se justifica en razón del motivo de defensa y de negación de la voluntad invasora que sin derecho invade los límites de la libertad ajena con peligro para la integridad y la propiedad del individuo. En este sentido, sólo dentro de la sociedad jurídicamente organizada, es decir, el Estado, puede darse propiamente el derecho penal. Todo derecho a castigar está fundado en la ley positiva ya que antes de cometerse el ilícito ha de estar señalada una pena cuya amenaza sirva de contramotivo y esté encaminada a contrarrestar todos los motivos que pueden conducir a la delincuencia. No cabe aquí desconocerla ni le es dado al delincuente hacerlo, ya que el pacto social la ha reconocido y la ha sancionado eventualmente para todos. Pacto que obliga a todos parejamente, sin excepción. Y por eso, precisamente, el Estado, garante del pacto, tiene pleno derecho a exigir su cumplimiento. De aquí deduce Schopenhauer dos consecuencias inmediatas de la ley penal; primero, desencadena o puede desencadenar la ejecución de la ley ya que ello no significa sino poner en marcha el pacto con las consecuencias que desde luego conlleva y, segundo, y quizá lo más importante, el único fin de la ley es impedir, por la intimidación, el menoscabo de los derechos ajenos, para lo cual se han reunido todos bajo un Estado, renunciando precisamente con ello a cometer injusticias y comprometiéndose a reprimirlas de acuerdo con la ley cuando éstas ocurran.
Schopenhauer está consciente que él no está inventando ninguna teoría penal y que, por el contrario, lo que está haciendo es simplemente difundir y reeditar la vieja doctrina platónica –que Séneca repite en estos términos: “Nemoprudenspunit,quiapeccatumest;sednepeccetur”– que en los tiempos modernos ha vuelto a ser propugnada por pensadores como Hobbes, Puffendorf, Beccaria, Carrara, Feuerbach y muchos otros juristas y filósofos.
Regresando a Kant, al estudiar su teoría penal en los fundamentos, se verá que domina en ella el interés de una justificación no orientada al futuro. Esto, debido a que, según él, del derecho a castigar del Estado no se deriva ninguna consecuencia que sea legítimo tener en consideración. El poder de castigar, principal y esencialmente, se deriva del poder moral que tiene la sociedad de defender lo que de suyo le pertenece. Si bajo la perspectiva schopenahuereana se encontraba una justificación en la proyección futura de la pena, Kant pretende atribuir la mayor racionalidad posible a la retribución.
La pena debe encontrar fundamentación y sentido solamente cuando se aplica sin tener en cuenta una intención que vaya más allá de sí misma para entrar a considerar al infractor y a la relación que éste guarda con la sociedad y el Estado. Cuando esto ocurre, la persona queda mediatizada, aunque se alegue que la mediatización obedece a fines altruistas y superiores como lo son los queridos y tutelados por el Derecho. La pena “no puede servir simplemente como medio para fomentar otro bien, sea para el delincuente mismo, sea para la sociedad civil, sino que ha de imponerse al autor del delito sólo porque ha delinquido”8. La pena obedece a un imperativo categórico que obliga a castigar y, por ello, ningún hombre de la sociedad civil puede escapar a él. Si eso ocurre, sería degradar la justicia, valor supremo de la vida espiritual y social de una nación. “Porque si perece la justicia –sostiene Kant– carece ya de valor que vivan los hombres sobre la tierra”9.
Aceptada la retribución, de lo que se trata es de establecer o encontrar una especie de igualdad proporcional, de carácter jurídico, entre el acto criminal del ofensor y la retribución institucionalizada del ofendido. Esto quiere decir que el sentido de la pena judicial se dirige, o debe dirigirse, hacia el acto criminoso mismo, no hacia el sujeto criminal, como se deriva de las teorías utilitaristas o prevencionistas. Lo que compete a la justicia legal es, más bien, restituir el orden quebrantado, mediante la proporción jurídica debida, en cierto modo, al estilo aristotélico. “En todo castigo –escribe– como tal, debe haber ante todo justicia, ésta constituye lo esencial en este concepto”10. En efecto, se pregunta Kant: “¿Cuál es el tipo y grado de castigo que la justicia pública adopta como principio y como patrón?”11. Ninguno, sostiene, más que el principio de igualdad. Por tanto, “cualquier daño inmerecido que ocasiones a otro te lo haces a ti mismo; si me injurias, te injurias; si me robas, te robas a ti mismo; si golpeas, te golpeas a ti mismo; si matas a tu prójimo, te matas a ti mismo”12. La clave de la prohibición está, desde el punto de vista lógico, en que todas estas acciones generan una aniquilación social ya que, si estuviera permitido robar, y como consecuencia de ello promulgáramos el principio “se permite a todo el mundo robar”, entonces, evidentemente, todos podrían ser simultáneamente sujetos y objeto del robo, con lo cual desaparece toda seguridad, puesto que se aniquila el concepto mismo de “robo” en su esencia. Es interesante observar que Kant desarrolla consecuentemente su idea de castigo desde sus primeras y hasta sus últimas obras. Así, por ejemplo, en las LeccionesdeEtica encontramos la arqueología y cimientos de su pensamiento más tardío. Ahí distingue entre castigos preventivos y castigos restitutorios, entre castigos que atañen a la justicia penal y castigos que atañen a la prudencia del legislador. “Los castigos preventivos –escribe– son aquellos que se declaran con el fin de que no acontezca el mal. Los restitutorios, por el contrario, se declaran por el mal que ha ocurrido. Los castigos, por lo tanto, son medidas para evitar o penar el mal. Todos los castigos provenientes de la autoridad son de tipo preventivo, aleccionadores para el propio infractor o tendientes a aleccionar a otros mediante el ejemplo.”13
Esto es lo que acontece en realidad, y es el modo como comúnmente concibe la autoridad pública su función de castigar. Ciertamente la autoridad no castiga porque se haya delinquido, sino para que no se vuelva a delinquir. Pero después Kant avanza más resueltamente exponiendo su propia concepción retributiva del castigo y explicando por qué, desde un punto de vista moral, falla la concepción prevencionista de la autoridad pública. El retribucionismo de alguna manera recompensa al delincuente al permitirle su reinserción en la vida social. Pero la recompensa –dice Kant– se sigue de una buena acción “y no para que se sigan ejecutando buenas acciones, sino porque se ha obrado bien. Si comparamos los castigos con las recompensas, observaremos que ni los castigos ni las recompensas deben ser considerados como motivo de acciones”14. Si así ocurriese en realidad, entonces la finalidad jurídica de la pena incurriría en la llamada por Kant “índole abyecta”, que se divide en “índole mercenaria” (acciones motivadas por la recompensa) e “índole servil” (la inhibición de cometer mala acción por miedo al castigo), y ambas conductas son contrarias al orden moral. De esta forma, toda acción o toda omisión de cometer un delito por miedo, intimidación o persuasión, queda, según Kant, absolutamente fuera del orden moral, lo cual es perfectamente coherente con su concepción ética que implica que un acto verdaderamente moral no debe ser ejecutado bajo ningún estado de pasión, sea de deseo o de miedo, porque si eso ocurre, la conducta moral humana quedaría motivada por la causalidad natural y con ella escaparía al campo de la libertad y, por lo mismo, a la responsabilidad jurídica y moral. De aquí se sigue, primero, que toda coacción psicológica para evitar y prevenir delitos tal como se deriva de la prevención general negativa, sostenida primero por Schopenhauer y más tarde por Feuerbach en Alemania, carecería de toda justificación moral y, segundo, que toda intimidación o inhibición psicológica supone utilizar la sanción, en incluso al delincuente, como medio y no como fin en sí misma. La acción, en cambio, ha de estar conforme a la voluntad que se da a sí misma su legislación y, por tanto, su propia autonomía y su propia soberanía.
Los motivos subjetivos existirían únicamente para suplir la falta de moralidad. “Quien se ve recompensado a causa de sus buenas acciones, volverá a ejecutar una buena acción, pero no porque sean buenas, sino porque son recompensadas y, quien es castigado a causa de una mala acción no aborrece las malas acciones, sino los castigos, de modo que continuará realizando malas acciones, tratando de eludir los castigos mediante la ‘astucia jesuítica’”15.
Toda la argumentación kantiana en esta materia está ordenada a justificar un retribucionismo que descarta toda posibilidad teórica de aceptar la pena desde una perspectiva teleológica. El fundamento de su ética humanitaria supone el principio según el cual debe tratarse a la humanidad, en la persona del prójimo y en la propia, siempre como fin en sí mismo y jamás como medio. Este principio fundamentalísimo de la cultura ética occidental intenta Kant hacerlo presidir el orden jurídico, toda vez que, en su concepción, el derecho, en definitiva, debe responder a las exigencias de la moralidad por mucho que el derecho en tanto derecho se distinga precisamente de la moralidad. De ahí su insistencia en que la acción de castigar se fundamenta en el delito cometido en sí, en la pura transgresión de la legalidad vigente –como dirá Hegel– y bajo una idea directriz representada por la ley del talión, principio éste que Kant lleva hasta las últimas consecuencias cuando trata de justificar la pena capital. La lextalionis constituye, para el filósofo de Königsberg, la medida y la regla cuando se trata de castigar un crimen. Porque “si alguien ha cometido un asesinato, tiene que morir. No hay ningún equivalente que satisfaga a la justicia más que la muerte del ofensor. No existe ninguna equivalencia entre una vida, por penosa que sea, y la muerte; por tanto, tampoco hay igualdad entre el crimen y la represalia sino matando al culpable por disposición jurídica, aunque ciertamente ha de tratarse de una muerte libre de cualquier ultraje que convierta en un espantajo a la humanidad en la persona de quien la sufre”16.
La reflexión que cabe hacer aquí es si, como sostenía Ulpiano, ¿ha de hacerse justicia siempre, aunque perezca el mundo? O, por el contrario, ¿ha de hacerse justicia, como corregirá Hegel, precisamente, para que no perezca el mundo? Kant es partidario absolutamente del primer modo de concebir la justicia y ello, como se ha recordado, porque hace derivar lógica y ontológicamente la justicia jurídica de la justicia moral y, siendo el orden moral superior al jurídico, este último debe subordinarse a aquél. Porque la grandeza de lo humano no consiste en el comportamiento jurídico, ni político, ni social, sino en el comportamiento conforme al deber, es decir, a la moralidad, lo único no condicionado y bueno en sí mismo. Naturalmente que esto no quiere decir que Kant rechace el orden jurídico, político y social; tan sólo quiere decir que estos órdenes no pueden autolegislar a espaldas de la moralidad ya que el hombre se define como tal por su conducta moral, ni siquiera por la teórica, sino esencialmente por su vida práctica y, dentro de ésta, por la moral.
La doctrina rival, el retribucionismo utilitarista, en cambio, descuida este aspecto teórica y racionalmente tan riguroso y sólido, para minimizarlo en vistas de la seguridad jurídica y de los intereses sociales. Pero los intereses surgen de la necesidad material y tangible que despliega el hombre por el mundo real, en lo cual y con lo cual, en definitiva, no se distingue en el reino de la naturaleza de los demás seres sensibles. Porque también éstos tienen intereses derivados de la prioridad material de sus cuerpos y del medio ambiente. En cambio, al hombre, y sólo al hombre, le ha sido dada la gloria de sobrepasar los intereses en vista de aspiraciones más altas e intangibles, que son los valores. Los valores corresponden y orientan la vida espiritual y por ser ésta muy superior a la material, todo el orden humano debe subordinarse a ella.
Desde la otra perspectiva, fundamentalmente pragmática, romana y empirista, el hombre es eminentemente un ser social y su realización en orden a conseguir la felicidad depende de la interacción social. Desde este ángulo de visión, la eliminación del delincuente no solamente sería inmoral –ya que la moral es un resultado de la vida social y no una consecuencia nouménica de leyes a priori independientes de la causalidad natural– sino también improductiva. De lo que se trata, entonces, es de otorgarle la posibilidad de retornar al orden perdido como consecuencia de la caída. El delincuente que reconoce su delito, recibe una pena y se rehabilita, ya ha “saldado” su deuda con la sociedad y, por tanto, ésta debe volver a admitirlo en su seno para la plena integración y realización humana y social.
Lo contrario sería brutalidad e injusticia y así lo entienden los filósofos penalistas de todos los tiempos. Schopenhauer intentará rebatir la esencia del argumento kantiano del hombre como finalidad absoluta, y Beccaria hará un llamado humanitario en la defensa de los derechos del condenado apelando a la sensibilidad social. Para el filósofo alemán, el concepto del castigo se reduce a lo siguiente: “La emisión de un mal como secuela de una acción, ocasiona que dicha acción quede amenazada por la ley a fin de prevenir aquel mal”17. Este concepto schopenahuereano supone que el castigo vale contra una acción malvada que está prohibida por la legalidad mediante otra disposición jurídica que anula la ilegalidad y, de esta forma, la finalidad propia de la ley consiste en la intimidación del menoscabo del derecho ajeno ya que, precisamente, para quedar protegido ante injusticias o violaciones de la ley es por lo que cada cual se adhiere al Estado y renuncia a cometer injusticias, a la vez que asume las cargas para la conservación del Estado y el orden social. Ahí estaría el fundamento de la reserva teleológica de Schopenhauer y, a su vez, el punto de quiebre con el retribucionismo kantiano. De ahí que Schopenhauer deba fundamentar su rotundo rechazo al principio moral kantiano según el cual el hombre nunca debe valer como medio, sino siempre como fin. La vindicatio, que mira al pasado, sólo tendría razón de ser en el estado de naturaleza, pero dentro del Estado pierde toda significación y todo valor de justicia ya que al acordarse por contrato social las leyes que regirán el Estado, éste, a nombre del individuo ofendido, hará recaer todo su peso legal contra el individuo ofensor y, de este modo, los tribunales de la sociedad civil cumplirán el propósito para el cual fueron creados, esto es, dirimir y restablecer el orden jurídico cuando alguno de sus integrantes lo ha quebrantado. En este punto Hegel concuerda con Schopenhauer –o quizá Schopenhauer con Hegel. El filósofo idealista escribe: “El derecho que ha llegado a la existencia en forma de ley, es para sí, y se pone como independiente frente al particular y la opinión del derecho alcanza valor como universal. Este conocimiento y realización del derecho en los casos particulares que deja de lado el sentimiento subjetivo del interés particular, concierne a un poder público, los tribunales de justicia”18.
También Locke, antes que Hegel, valora y legitima la función punitiva que le cabe al Estado cuando señala en su Ensayosobreelgobiernocivil, “Vemos, pues, que al quedar excluido el juicio particular (la posibilidad de venganza) de cada uno de los miembros, la comunidad viene a convertirse en árbitro y, interpretando las reglas generales por intermedio de ciertos hombres autorizados por la comunidad, resuelve todas las diferencias que puedan surgir entre los miembros de dicha sociedad en asuntos de derecho, y castiga las culpas que cualquiera haya cometido contra la sociedad, aplicándole los castigos que la ley tiene establecidos”19.
De este modo, al parecer, el iustalionis kantiano queda rechazado por estos pensadores, con lo cual se desecha el principio último, de carácter oral, que debe sustentar el derecho penal, según Kant. Lo que no puede aceptar Schopenhauer es que el derecho castigue única y exclusivamente las acciones en sí mismas; eso lo considera contrario a la razón y, precisamente por ello, “inmoral”.
Como se observa, el ataque de los prevencionistas a la concepción jurídico-penal del retribucionismo radica en el concepto de sociedad civil y, muy especialmente, en la idea del “pacto social”. Pareciera ser, en la doctrina prevencionista, que el pacto implica, desde luego, la potencial consecuencia indeseada del castigo para los hombres que concurrieron a su aceptación. Este es, también, el punto del jurista italiano Cesare Beccaria, quien, en 1764, dio a la luz su famoso y breve tratado Delosdelitosydelaspenas en donde echa los fundamentos del derecho penal prevencionista de la Ilustración. Beccaria asume una teoría netamente utilitarista e intimidatoria de la pena; el fin de la pena no es otro que impedir al reo realizar nuevos daños a los ciudadanos y desanimar a los demás a hacer cosas semejantes. No es necesario, piensa Beccaria, que las penas sean crueles, como lo es la pena capital, para ser intimidatorias. En su defecto, basta la cadena perpetua, la que sería más intimidatoria y, desde luego, más humana que la propia pena de muerte porque le obliga a representarse al potencial ofensor una larga vida cargada de sufrimiento y no sólo un momento amargo y pasajero, que es el de la ejecución.
Kant rechaza conscientemente la argumentación de Beccaria y, por tanto, podríamos suponer, la argumentación de Locke y de Schopenhauer, y todo el retribucionismo, cuando escribe precisamente lo siguiente. “El Marqués de Beccaria, por un sentimentalismo compasivo de un humanitarismo afectado, ha sostenido que toda pena de muerte es ilegítima, porque no puede estar contenida en el contrato civil originario pues en ese caso cada uno en el pueblo hubiera tenido que estar de acuerdo en perder su vida si mata a otro; pero este consentimiento es imposible porque nadie estaría dispuesto a dejar que otros dispongan a su arbitrio de su propia vida.”20
Contra este argumento (de que en el contrato originario sería imposible que el individuo aceptara poner en riesgo su propia vida en el caso hipotético y contrafáctico de cometer él un homicidio, sobreviniéndole por ello la lextalionis –argumento en el cual se hacen fuerte todos los prevencionistas contrarios a la pena de muerte y, en general, a la pena compensatoria– se dirige el formidable pensamiento kantiano. En efecto, nadie –explica– en el contrato civil originario pondría su vida en peligro al acordar la pena máxima para un asesino. No es el pueblo, es decir, cada individuo en sí mismo, quien dicta la condena de muerte, sino el tribunal, es decir, la justicia pública, por tanto, otro distinto del criminal. En el contrato social no está contenida, en modo alguno, la promesa de ser castigado, disponiendo así el contratante de sí mismo y de su propia vida. El punto clave de este sofisma, dice Kant, es el de considerar que el propio juicio del criminal de tener que perder la vida se considere como decisión de su voluntad y, de este modo, se representen como unidos en una y la misma persona el que exige la sanción y el que la decreta, porque si así fuera estarían en una misma posición el delincuente y el juez que sanciona al criminal. Y puesto que, para Kant, la legislación externa al sujeto moral se correlaciona con el Derecho, corresponde precisamente a éste la coacción y la sanción exterior de los actos antijurídicos. Tal legislación penal y, en especial, la sentencia condenatoria del tribunal, le sobreviene al individuo mediante una causa externa, ajena a la autonomía de su voluntad. Bajo ésta, las disposiciones y condiciones internas y subjetivas del individuo quedan superadas y supeditadas al poder de las instituciones jurídicas llamadas a calificar y a sancionar las conductas criminales. Mal podría ser, entonces, la supuesta contribución voluntaria de la representación individual de males jurídicos futuros, en el pacto, el origen de la legitimidad de los castigos judiciales porque, racionalmente, nadie firmaría un pacto en el cual somete a riesgo su persona y la deja como rehén de las vicisitudes de la vida.
IV. CONCLUSIONES
En este trabajo, orientado específicamente a examinar las consecuencias de la pena desde una perspectiva filosófica, hemos asistido al debate entre el retribucionismo y el utilitarismo prevencionista penales. No se puede decir que, moralmente hablando, el retribucionismo haya cedido ante el utilitarismo, ni lo contrario. Estas dos posiciones constituyen una antinomia aparentemente insoluble en el terreno de la filosofía penal y, desde luego, ponen a la vista las dificultades filosóficas y morales que surgen en una y otra postura.
El debate, en todo caso, nos aclara y nos lleva a exigir a todo sistema penal el cumplimiento de algunos principios éticos fundamentales sin los cuales la sociedad que castiga mediante el derecho penal no puede mantener ni conservar una buena conciencia. Y estos principios son, según se desprende de este debate, al menos los siguientes: “Hacer el bien y evitar el mal”, “Tratar al prójimo siempre como fin y nunca como medio”, “No castigar jamás a un inocente por muy buenas razones de carácter social y preventivo que se puedan aducir”, “Darle a cada cual lo suyo según el mérito de sus actos y sólo por el mérito de sus actos, lo que equivale a decir que nadie debe ser castigado con más ni menos que lo que realmente sus hechos delictivos valen”.
A estos hay que sumar los principios consagrados por el liberalismo a partir de las doctrinas iusnaturalistas e ilustradas de la modernidad, que conocemos como derechos humanos o fundamentales y que han pasado a constituir el soporte y la verdadera legitimación del moderno estado social y democrático de derecho.
Estos principios morales no deberían ser sometidos a regateo por ninguna política criminal y, por el contrario, deberían presidir y orientar todo el ordenamiento jurídico penal de una nación civilizada.
NOTAS
1 G.W.F. HEGEL: PrincipiosdelafilosofíadelDerechooDerechonaturaloCienciaPolítica. Edit. Edhasa, Barcelona, 1988, pp. 160-161.
2 J. BENTHAM: Tratadodelegislacióncivilypenal. Librería de Lecointe y Lasserre, Madrid, 1938. Los utilitaristas, a su vez, consideran que los retribucionistas incurren en varios errores: i) Al considerar la pena como una respuesta proporcional a la ofensa no están sino sublimando la venganza que manda devolver mal por mal, lo cual es irracional e injusto. ¿Cómo se puede pretender que de la suma de dos males (la ofensa y el castigo), resulte un bien? ii) No es posible alcanzar un bien –la supuesta justicia retributiva y reparativa– mediante un mal, cual es el castigo.
3 ARISTÓTELES: EticaNicomaquea, Libro V, Gredos, Madrid, 1993.
6 La escuela italiana, al decir de Carrara, comparte esencialmente este planteamiento moral y sus consecuencias jurídicas. “No se puede, pues, dice Carrara, aceptar como principio absoluto el derecho alarepresión, la fórmula derecho alacorrección, porque si la consideramos respecto a la corrección interna, no da una razón absoluta de sí misma, y si la miramos por el lado de la corrección externa, se confunde y unifica con la tutela jurídica. Si declaramos a un perverso el derecho de corregirlo, empleando la expresión quieroqueseasbueno, él negará obediencia a ese deseo, respondiendo que quiere ser perverso a su antojo y desear el mal como le dé la gana, sin que otro pueda –a no ser que incida en tiranía– entrometerse en ello mientras no se haya visto ofendido en el goce de sus libertades.” Programadederechocriminal. Vol. I. Editorial Torres S.A., Bogotá, 1988, p. 15.
7 A. SCHOPENHAUER: Elmundocomovoluntadyrepresentación. Porrúa, México D.F., 1992.
8Metafísicadelascostumbres, p. 116.
9Ibíd., p. 167.
10Ibíd., p. 167.
11Ibíd., p. 166.
12Ibíd., p. 167.
13Leccionesdeética, Siglo XXI, Madrid, 1994, p. 95.
14Ibíd. p. 95.
15Ibíd. p. 127.
16MetafísicadelasCostumbres, p. 168.
17Ibíd. p. 110.
18Op. cit., p. 209.
19EnsayossobreelGobierno Civil, Edit. Aguilar, 1963, p. 109.
20MetafísicadelasCostumbres, p. 171.
(*) Fac. de Ciencias Jurídicas Universidad Austral de Chile.
Rev. derecho (Valdivia). [online]. dic. 2001, vol.12, no.2 [citado 31 Diciembre 2015], p.123-135. Disponible en la World Wide Web: . ISSN 0718-0950.
Si se me
pidiera una definición de la diferencia esencial entre el animal y el hombre,
diría con absoluta convicción que ella consiste en que el hombre aparece
caracterizado por el afán de perfección. Pues, en efecto, tal diferencia
es la única que de veras separa al animal del hombre, y cuantos otros detalles
pueden también consignarse como notas diferenciativas, están implicados en la
ya aludida. En lo restante, sean características somáticas, séanlo psíquicas,
la semejanza y el paralelismo de estructura y funciones se muestran asaz
visibles en ambas formas de vida la humana y la animal.
Pero,
precisemos: ¿en qué consiste intrínsecamente este afán de perfección que filia
exclusivamente al hombre? Consiste, para presentarlo esquemáticamente, en: 1)
la capacidad que tiene el hombre de separarse de su contorno, de
sustraerse a él, no físicamente lo cual no tiene ninguna importancia, sino
inespacialmente (para no comprometernos por ahora con ningún vocablo tales como
mente, espíritu, &c.); 2) la puesta de una conciencia, que adviene
de la separación antealudida, y que, por una parte, implica el darse cuenta
de; y por otra hace patente al hombre la indigencia de esa
separación, o sea que sin que le sea posible independizarse totalmente de ese
contorno, ha de hacerlo parcialmente, padeciendo con ello el ser y no ser
simultáneos y recíprocos en que se resuelve en última instancia la vida humana.
Finalmente, 3) la escindencia hombre-contorno se funda definitivamente en la trascendencia,
que a su vez, y como en dos gradaciones sucesivas e intrastrocables,
constitúyense en conciencia teórica y conciencia moral.
Hay pues, en
el hombre, en primer término una capacidad dualificante, por la cual la totalidad
de su ser se escinde en dos polos o subregiones, a saber: el hombre y el mundo,
o como quería Fichte (aunque no sea posible admitirlo por razones que ahora no
cabe exponer) el yo y el no-yo. Esa capacidad dualificante es la
que justamente, al decir de Max Scheler, diferencia al hombre del animal en
cuanto que éste sólo tiene medio, mientras aquél posee un mundo;
o sea que sí es capaz de separarse de su contorno y objetivarlo, de tornarle en
algo extraño a él, incomprensible y azorante. El hombre dementiza el
contorno en que se halla indisolublemente situado, se niega a aceptarlo como
algo suyo de hecho y de derecho, admitiendo en principio que lo sea de hecho,
mas no de derecho, y es justamente por ello que se lanza a la aventura que
consiste en preguntarse desde sí mismo por la razón de ser de ese contorno del
cual se escinde inespacialmente y en cuya virtud se torna extraño y extrañante.
El mundo es, pues, el resultado de un desglosamiento del hombre y su contorno,
que torna a eso que así queda como la otra parte de la dualidad resultante en
algo hostil al hombre, que le acosa y asedia al situarlo en la insoslayable
necesidad de preguntarse por la razón de ser de eso que no es propiamente él,
pero que, además, da razón del ser del hombre, para que pueda éste realizar
cabalmente el destino propio. Al hombre le importa el mundo, tiene que
importarle, pues la indiferencia (absoluta, como en el ser inerte, vbg.,
la piedra; o relativa, la vida instintiva del animal) no es posible en
el hombre. Pero, con esto último, con el concepto de indiferencia, caemos en la
segunda de las cuestiones apuntadas ab initio.
Que al hombre
no le es indiferente el contorno, puesto que inicialmente se separa de él,
convirtiéndolo en mundo, quiere decir que ha de dominarlo, de vencerlo, al
menos en algún sentido. Este dominio del hombre respecto del mundo proviene del
hecho específico de la conciencia, que, como señalábamos hace un
momento, supone a la par que un darse cuenta de, la patencia de una indigencia.
El hombre se da cuenta, advierte que está separado del mundo, necesariamente,
por virtud de su naturaleza humana; pero que es esta una separación no de
carácter espacial ni tampoco de simple naturaleza mental, como la que puede
hacerse por vía de la abstracción. Separado, quiere decir en este caso
que se sitúa en un cierto modo respecto del contorno, sin desligarse totalmente
de él, porque ni el hombre incluye absolutamente ese contorno, al punto de que
le pertenezca íntegramente, ni tampoco ese contorno es totalmente independiente
de él. Por eso, como lo expresa acertadamente Heidegger: la puesta de la
conciencia implica el mundo, y recíprocamente, este supone la puesta de la
conciencia. Por esto es que puede el hombre tener conciencia de su presencia
frente al mundo y a la vez padecer la radical indigencia y
menesterosidad de ese mundo al cual se encuentra religado, en el sentido
de un doble nexo: el del hombre respecto al mundo y el de éste respecto al
hombre.
Es
precisamente ahora cuando entra en juego el concepto de trascendencia, a
todas luces delicado, aun muy impreciso y de gravísimas implicaciones
filosóficas. Pero de modo aproximado podemos decir que la trascendencia es a la
par la razón de ser primera y última de la existencia humana. El hombre se pone
como tal, como existencia de una conciencia, en el hecho primario de su
dualificación respecto del contorno, [21] o sea de la mundificación de éste;
pero, además, y como remate de su puesta como hombre, ha de manifestarse como conciencia
de una existencia, o sea como advertencia de ese mundo y su correspondiente
patencia de la separabilidad nunca absoluta, y por lo mismo causante de la
extrañeza por un lado y del sentimiento de menesterosidad por otro. Pero tanto
en el comienzo como en el final de este juego, uno y el mismo en cada instante
de la naturaleza humana, encontramos como fundamento, como ratio essendi
de esos principios y fin que se repiten infinitamente en número y sucesión, a
la trascendencia. Al trascenderse funda el hombre el mundo y en la
trascendencia de éste encuentra el hombre la razón de su ser como humano. Por
eso decíamos hace un instante que el hombre se pone como existencia de una
conciencia (lo que equivale en cierto modo a la mundificación del contorno, a
la escisión dualificante), y culmina en la conciencia de una existencia (la
siempre relativa explicación de su ser como constante referencia a ese mundo a
la vez propio y ajeno, a la vez amable y hostil).
La
trascendencia dota, pues, al hombre de su ser como tal y del ser del mundo. Y
ya esto advierte de su fundamental importancia respecto de todo modo de
existir. Si el hombre no se trasciende en el mundo, para fundar éste, no hay humanidad
posible; pero tampoco hay mundicidad que valga si el mundo no se
trasciende en el hombre. Mas la trascendencia, que así justifica la existencia
de hombre y mundo, requiere a su vez una propia justificación. Y esta ha de
residir, como toda justificación, en la razón que le asiste para ser lo que es.
En su caso, su razón de ser dimana no tanto de lo que podría ser, no importa el
modo en que fuere, en su comienzo, sino en su culminación, al cabo de su acción
operante. Y esta culminación está dada por lo que la trascendencia tiene que
ver con la conciencia teórica y la conciencia moral
respectivamente.
La
conciencia, que sólo se da en el hombre, no es una cosa, al modo como solemos
entender lo de cosa habitualmente. Ni tampoco un acto ni una acción, pese al
sentido dinámico que les diferencia de la cosa. De donde la suspicacia con que
el filósofo tiene que acoger la noción psicológica de conciencia, al menos por
lo que dicha noción ofrece de construcción. La conciencia, al menos
filosóficamente, como también en el sentido de una nueva interpretación de la
antropología, hay que entenderla como efectivamente la puesta del hombre
en cuanto tal, como su advenimiento en cuanto ser que se ofrece íntegramente
desde su exclusiva e intransferible condición de tal, en la triple connotación
de su capacidad objetificante, de la patencia de su indigencia y de la
posibilidad de su trascendencia, que implica, según se ha dicho ya, la de él
respecto del mundo y la de éste respecto de él.
Esta
conciencia, que así implica las ya aludidas capacidad objetificante y patencia
de la indigencia, es pues, condición y resultado de la trascendencia. El
hombre, por consiguiente, adviene a la hombredad y se asienta cada vez más en
ésta, según la conciencia se afirma en su modo de ser como tal. La extrañeza
desazonante en que se resuelve el mundo (el contorno mundificado) requiere,
inevitablemente, pues, de otro modo la extrañeza no tendría razón de ser, que
el hombre encuentre ocultas y como veladas por la incomprensión y la
contradicción las cosas y los sucesos. Y en el afán de adivinar qué es lo que
de veras late bajo esa costra de lo incomprensible y contradictorio, se funda
la conciencia teórica, rectamente dirigida al qué son las cosas,
los sucesos, es decir, cuál es su verdadero modo de ser; pues, lo que
advertimos de inmediato no es sino lo aparente, lo mudable, lo efímero y
tornadizo, ya se trate de cosas o de acontecimientos. Pero por detrás de lo
mudable y contradictorio, algo parece subsistir y proyectarse con perfiles de
eternidad, sin altibajos ni mudanzas en su fondo o en su forma. Realidad que
trasciende, cualquiera que sea el tipo de conocimiento empleado, y que va
ofreciéndose de modo cada vez más preciso, según el modo de conocer se depura;
que va del mero conocimiento empírico al científico, y de éste al filosófico.
Pero, también en la intuición de los valores eternos la verdad, la justicia, la
belleza, el bien, &c. hallamos una comprobación de esa realidad que
trasciende al hic et nunc del cotidiano modo de existir. Todo acto
justo, o todo cuadro bello, &c., son relativamente justos o bellos. Algo,
sin embargo, nos advierte que estamos religados a un otro modo de ser
absolutamente justo, bello, verdadero, &c., que sólo en la trascendencia
podemos alcanzar.
Finalmente,
la conciencia moral sobrepasa a la teórica en cuanto que es la culminación de
la trascendencia. El conocimiento empírico requiere del científico, ya que sin
este último carece de toda justificación, pues lo empírico es la advertencia
más diluida que puede hacer el hombre de la realidad por él mundificada. Pero a
su vez el conocimiento científico carece de real fundamento si no se apoya en
el filosófico, de donde la insoslayable necesidad de una metafísica tras toda
física. Mas, a su vez, el propio conocimiento filosófico no puede quedar como
mera justificación teórica, pues todo conocimiento rectamente fundado ha de
estar además noblemente dirigido hacia el fin de los fines para el ser humano:
un fin que se estructura doblemente como hazaña de libertad y salvación para el
hombre. El hombre tiene que aspirar a la realización de estos dos propósitos, y
todo empeño cognoscitivo, si ha de ser realmente válido, tiene que fundarse en
su consecución. [22] Por eso, al cabo de toda metafísica, se encuentra una
ética. No otro es el sentido del Sumo Bien platónico, de la charitas
agustiniana y de la Razón Práctica de Kant.
Y ello porque
el hombre aspira, ante todo, a ser libre. Más advierte, según se interna en el
conocimiento de esa dualidad de que forman parte él mismo y el mundo, la
diferencia entre lo que aparece y lo que es, entre lo mudable y lo persistente,
o, como decía el viejo Platón, entre la doxa y el episteme. Al
menos desde el comienzo de la filosofía el hombre establece una clara
distinción entre las esencias y las existencias. A partir de aquí
comienza la batalla que aún no ha terminado por llegar a una clara y si fuera
posible terminante distinción entre ambos modos de la realidad. Mas, ¿qué ha
pasado a este respecto? Lo veremos a continuación.
II
Nuestra
civilización y nuestra cultura provienen de Grecia. Casi que no valía la pena
decirlo, si no fuera por lo que hemos de exponer a continuación. Que provienen
de Grecia significa, en este caso, que el módulo de nuestra concepción de la
vida sigue siendo, en lo esencial de sí mismo, exactamente igual al de aquella.
Igual, por cuanto a través de la historia de la cultura de occidente vemos cómo
predomina inalterablemente la tesis helénica de una contraposición de esencias
y existencias, que es el eje sobre el que giran tanto el conocimiento
cuanto la acción. La cultura griega se inicia, al menos en lo que muestra de
tesis influyente a través de los tiempos, con esa distinción entre lo aparente
y lo real, entre el ser y el existir. Y como por ella estamos aún regidos y
determinados, es por lo que todavía asistimos a una pugna, hoy ostensible en
sumo grado, entre ambas calidades de realidad. Y, aún más importante: la
libertad y la salvación han estado siempre y hasta ahora fundadas en esa
distinción, y en el predominio de una u otra de ambas realidades.
Como es
sabido, la historia de esa hazaña de siglos que es el filosofar, comienza
cuando unos hombres, azorados por la extrañeza que producen las cosas y los
sucesos, se preguntan qué son y por qué son. Pues advierte el
hombre que él no es idéntico a esos sucesos y cosas, de donde la posibilidad de
advertirlo, pero que sin embargo hay mucho de común entre él y ellos. Se
encuentra en el mundo y frente a éste, en una insoslayable relación de mutua
dependencia. Ni una absoluta soledad ni tampoco una plenitud absoluta, sino más
bien un cierto intermedio. Y ¿cómo explicárselo?
Para el
griego el hombre es una cosa más entre las demás cosas que le circundan, le
maravillan y le azoran. Una cosa, claro está, que sabe de las otras y de sí
misma, pero en una cabal exterioridad respecto de esas otras cosas que no son
él, tanto como de sí. Por eso, y a diferencia de lo que luego va a ocurrir con
el cristianismo, el tránsito en esa relación aludida es del mundo al hombre, no
de éste a aquél. Es lo que se conoce de consuno como la falta de interiorización
de la vida griega en la totalidad de su historia, de donde las tesis
extrasubjetivas del trasmundo platónico, la entelequia aristotélica y la
emanación plotiniana. Toda razón de ser del mundo y del hombre hay que buscarla
afuera, exteriormente. Y esto explica la predominancia del intelectualismo y el
esteticismo helénicos: el cosmos el hombre incluso, corno inevitable parte de
aquél es logos y armonía. No en balde a la tríada platónica del Bien, la Verdad
y la Belleza se arriba por teoría, por puro desfile intelectual.
Con el
cristianismo, tiene lugar una completa inversión, que se sintetiza en el dual
predominio de una radical interiorización y de una heterogeneidad raigal del
hombre respecto del mundo. El hombre y el mundo proceden de la Nada, por un designio
de Dios todopoderoso. Para llegar al conocimiento de lo que sea la realidad,
hay que interiorizarse, volverse hacia sí mismo; mas no para quedarse aislado
en sí, sino para a través de esta interiorización, en la que el mundo se aleja
del hombre, acercarse a Dios, de donde dimana la sabiduría que permite saber de
las cosas y de uno mismo. No es posible volverse en principio al mundo, porque,
radicalmente, el ser humano es absolutamente heterogéneo a aquél, y para llegar
a él ha previamente de pasar por Dios, a través de su propia interioridad.
Además, el sentido y la significación del cosmos, posibles de hallar en Dios,
no se obtienen puramente como un acto intelectual y estético (logos y armonía),
sino por la caridad, como lo expresa San Agustín: non intratar in veritatem
nisi per charitatem. Somos, y es el mundo, por el amor de Dios toda
creatura.
Hasta el
Renacimiento el mundo occidental vive suspendido en la mano de Dios. Esto se
comprueba sin más en la tácita admisión, por acendrada fe, de una estructura
piramidal de sobra conocida, que remata en Dios. Lo cual se traduce en una
configuración universal de carácter teocrático y teocéntrico. Al través del
amor se llega a Dios, que es la Verdad, y en esta está contenida la razón de
ser de cuanto es o existe. El hombre medieval, pues, mira al cielo, y a su
través contempla el suelo en que se asienta. Toda verdad, todo ser, todo
destino tienen su raíz y su remate en Dios.
El
Renacimiento es la señal más ostensible de un estado de quiebra de las
convicciones medievales. Desde Santo Tomás y su sutil distinción entre razón y
revelación, hasta Ockam y Cusano, pasando por Duns Scoto, la brecha es cada vez
más pronunciada. Progresivamente, va quedando la razón como cuestión de puertas
adentro del hombre y la revelación vase acentuando como actitud mística. La
razón es atributo puramente humano, puesto que, como expresa Ockam, [23] la
voluntad divina ha de estar más allá de toda limitación de la razón. Y como que
Dios no es la razón, el hombre ha de retrotraerse a sí mismo, y permanecer en
sí, y desde esta autopermanencia, hacer de su propio ser y del ser del mundo
dos grandes temas. Hombre y mundo, humanismo y física, van a ser ahora y
durante siglos los temas capitales de la cultura occidental.
Esto explica
por qué adquiere, a partir del Renacimiento, tan extraordinario auge el tema de
la ética, que en el medievo, o no existe, o es subsidiario del teológico. Se
advierte ahora, al comienzo, en el afán de las utopías: Moro,
Campanella, Bacon, como igualmente en los Ensayos: Montaigne, Petrus
Ramus, Enrique Estienne, Erasmo. Y luego en los fundadores del idealismo
subjetivo: Vives. Sánchez, Descartes; para hacerse finalmente decisivo en
filósofos del jaez de Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley, Hume, la escuela
escocesa, Kant, &c. La pérdida de Dios conduce al planteamiento de las dos
grandes cuestiones que a partir del Renacimiento sofocan a la cultura
occidental, a saber : la autosubsistencia del hombre y el problema de la
libertad.
Porque estas
no fueron cuestiones radicalmente decisivas para el medieval, y para el griego
relativamente. Pues éste subsistía en la relación cosificante de hombre y
mundo, y el problema de la libertad se reducía a encontrar una vía de escape en
el conocimiento de la estructura armónica del cosmos, para traducirla en una
actitud de vida. Y el medieval subsistía en Dios y era libre en él y en la
medida en que Dios decretaba esa libertad. Pero desde el Renacimiento, como ha
de depender de sí mismo, tiene que hallar en su propia autopermanencia la
solución de ambas intrincadas cuestiones.
III
A partir del
Renacimiento y en ininterrumpido proceso que alcanza a nuestros días, se opera
una transformación que consiste esencialmente en transitar, primero, de la más
acendrada creencia en Dios a otra no menos acendrada en el mundo; y luego de la
creencia en este mismo, entendido como el correlato de la razón humana, a la
conciencia. Y la historia de la filosofía comprueba cuán cabalmente cierta es
esa afirmación. Especialmente desde Descartes queda el hombre constituido en
punto de partida de toda realidad. Cada vez se reduce más y más a una pura
conciencia el ego cogito (Descartes), el hombre como legislador
de la naturaleza (Kant), el yo soy aquello que me hago (Fichte), el
mundo como voluntad y representación (Schopenhauer). En conclusión, que
cada vez queda más y más librado el hombre a su propia y exclusiva razón de
ser, que no sólo ha de responder de sí mismo, sino que también del mundo.
Esta
convicción cada vez más arraigada de que el hombre surge de sí mismo y para sí
mismo,concluye inevitablemente en una correlación hombre-naturaleza que se
resuelve definitivamente en un esquema de pura esencia teórica fundada a su vez
en la más ingenua de las construcciones a que pudo haber llegado jamás el hombre
de occidente. Todo es, tiene que ser, pura construcción mental, diseño de una
correlación constituida por dos entidades hombre y mundo en que ser y pensar,
conocimiento y acción se implican y resultan una y la misma cosa. De donde el psicologismo
que rige y determina toda filosofía y toda ciencia en las postrimerías del
pasado siglo. El conocimiento y la acción se implican doblemente: por otra
parte, sin la segunda el primero no tiene sentido. Así se instaura el reinado
positivista del cientificismo y la técnica, que a su vez resultan
basamentos de la noción de progreso, entendido como un proceso de
inexorable avance en todos los órdenes. El progreso es el fatum de la
humanidad.
Cuando
sobreviene tras la guerra de 1914-18, y para señalar alguna fecha la triple
crisis de la ciencia, la creencia y la acción, el mundo occidental está
suficientemente saturado de la utopía progresista como para sumergirse en el
caos en que actualmente vive. Al resquebrajarse con gran estrépito la ingenua
concepción progresista del positivismo, vuelve a plantearse, quizá si con mayor
fuerza que nunca, la vieja cuestión de las esencias y las existencias. Y esto
¿por qué? Trataremos de exponerlo sucintamente.
La virtud
fundamental del conciencialismo que ha determinado la vida occidental desde
Descartes hasta ahora, es en mi concepto la de haber aparejado hasta hacerlo
imponerse triunfalmente el concepto, muy contemporáneo, de lo histórico como conditio
sine qua non de lo humano. Y ¿por qué? El racionalismo es por esencia
antihistórico, como se prueba con el mismo Descartes, quien en el Discurso del
Método, no importa la excesiva cautela que despliega, nos hace ver que está
resuelto a barrer con todo lo establecido leyes, costumbres, tradiciones,
incluso la vieja fe para reestructurar el mundo sobre nuevas bases. Así lo
histórico y su ingrediente capital, el tiempo, quedan casi abolidos durante
cuatro siglos, y en su lugar se instala una concepción especial del cosmos asaz
totalizadora. Pero ya desde comienzos del pasado siglo empiezan a manifestarse
las primeras señales de una reconsideración del proscrito elemento temporal.
Primero es Kierkegaard, luego Nietzsche, a continuación Dilthey, más tarde
Bergson, &c. El perenne abismo entre alma y cuerpo, entre lo esencialmente
humano y lo esencialmente mundo, que el positivismo no logra salvar, conducen a
una reconsideración de ambas esencialidades, en la que vuelve a salir a flote
el tiempo. Lo básico y fundamental en el hombre no es lo espacial, sino la
dimensión temporal. El hombre difiere sensu stricto de lo demás en esa
su temporalidad, su historicidad, [24] en ese su no ser totalmente de una vez y
para siempre. Individual y colectivamente el hombre es devenible. Ese es, pues,
su real modo de ser: en su existencia lleva, pues, su auténtica esencia. La
vida humana es historia, porque el hombre comienza siempre siendo ya
parte de una historia (personal, familiar, local, nacional, &c.) y sigue
siendo después y no sólo en tanto que vive, sino aún después, historia (no ya de,
sino en los que le subsiguen).
Creo que
habrá de comprenderse ahora cuál es el real fundamento en que se basan los
existencialistas, sea cual fuere su peculiar matiz. Ante todo, la historicidad a
radice de lo humano. Pero veamos cómo enlaza esta historicidad con la tesis
existencialista en general.
Desde Grecia
hasta casi nuestros días, hemos tenido siempre una versión intelectualizada del
hombre. Esta tesis intelectualista ha tenido la virtud de hacer siempre del
hombre un concepto, o si se prefiere, un esquema fundado en un
concepto filiado, como todo concepto, por una serie de notas fijas y
determinadas. Entre esas notas se destacan, principalmente, las del espacio y
el tiempo. El hombre es pues el ser que habita en cierto espacio y dura
determinado tiempo, y que resulta, en virtud de tal modo de concebírsele, una
pieza intercambiable, exactamente como ocurre con las de un tablero de ajedrez
o con las partes de una máquina. Tenemos, pues, tres elementos, siempre
indistintos respectivamente, por lo mismo, siempre constantes: tiempo, espacio
y hombre. Lo demás peculiaridades físicas, ambientales, sociológicas, morales,
&c. son meras matizaciones muy secundarias. Así, hombre es el nominativo al
que corrige o modifica un adjetivo: antiguo, medieval, renacentista, &c. Y
en esta simplista abstracción hemos venido chapoteando durante siglos. Pero no,
el hombre es, unas veces, hombre medieval, y otras hombre helénico.
Es decir, no helénico en cuanto hombre, sino hombre por cuanto ha sido
precisamente helénico y no otra denominación.
Tal es, pues,
el sentido de la expresión muy cara a los existencialistas: la esencia del
hombre es su existencia, o como gustaba decir Dilthey: el hombre no
tiene un determinado modo de ser. Si no se la entiende de modo preciso y
sin que queden márgenes a la duda, poco o nada podrá avanzarse en el camino de
una inteligencia del existencialismo.
Y esto además
explica la marcada preferencia que exhiben los existencialistas por el dato al
detalle, por la pormenorización de lo contingente y, en apariencias, carente de
importancia. De acuerdo a esta postura se expresa Antonio Roquentin, el
protagonista de La Náusea, en los siguientes términos: Lo mejor sería
escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para
comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque
parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta
mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha
cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de este
cambio.
Es por lo
dicho anteriormente por lo que la filosofía de Martín Heidegger la más poderosa
mentalidad existencialista de todos los tiempos ha comenzado por preguntarse
acerca del ser del hombre. Aunque su obra capital Sein und Zeit pretende
esclarecer la fundamental relación de ser y tiempo, luego de precisar en lo
posible la respectiva naturaleza de ambos términos, Heidegger confiesa que sólo
desde la naturaleza humana como tal es que puede hacerse tal clase de
preguntas, porque, además, sólo al hombre le interesa y le urge por cuanto aún
no lo sabe esclarecer en qué consiste él mismo, ese su ser que corre y ha
corrido siempre en el tiempo, sin que jamás haya sido posible apresar la
esencia que le determina como tal.
Y todos los
existencialistas convienen, por lo menos, en esa tesis fundamental de la
esencia existencial del hombre, sean ateos o cristianos, admitan la razón o la
rechacen resueltamente. Y entre los que rechazan resueltamente la razón y
además se oponen a toda referencia a un tipo de trascendencia Dios, la Nada,
&c. que en algún sentido pueda implicar el nexo de lo humano con lo
estrictamente existencial, se encuentra Juan Pablo Sartre.
Es por esto
que la filosofía existencial en su totalidad puede ser subdividida en dos
grandes acápites, según que se postule una contingencialidad humana absoluta o
restringida. En el primer caso, estamos en presencia del existencialismo ateo.
En el segundo se trata del cristiano. Y es claro que a su vez, dentro de cada
una de estas dos principales ramificaciones, es posible hallar múltiples
matices y peculiaridades que escapan inevitablemente a la brevedad de estas
notas.
Para situar
debidamente a Juan Pablo Sartre como existencialista, habremos de referirnos
previa y sucintamente a dos grandes figuras de la filosofía existencial de
todos los tiempos, y de las cuales beneficia Sartre directa y abundantemente.
Estas dos figuras son el danés Soeren Kierkegaard y el alemán Martín Heidegger.
Empero y por
estimarlo oportuno, haremos ahora una breve especificación de la obra sartriana
en general. Esta es posible agruparla en tres fundamentales acápites. 1) Obras
propiamente filosóficas: El ser y la nada y El existencialismo es un
humanismo. Aquella condensa el pensamiento del autor en torno a las dos
cuestiones capitales, entre las cuales y en amplísimo trecho se mueven las
restantes ideas subsidiarias de su actitud existencial. La segunda es un
recuento y sin duda una adaptación asaz original en ocasiones de la temática
existencialista de Martín Heidegger. 2) Novelas: La Náusea y El Muro
(colección de novelas cortas). La primera sirve a Sartre para mostrar al
aguafuerte [25] los dos puntos de vista que parecen resultarle más caros: el
afianzamiento de la sinrazón (la náusea que asedia hasta vencer a Antonio
Roquentin) y la tesis de la inevitable naturaleza devenible del ser humano. 3)
Teatro. Aquí la obra de Sartre se muestra mucho más próvida. Comienza con la
tetralogía Los caminos del mar, que incluye en principio La edad de
la razón y El aplazamiento, y continúa con La ramera respetuosa
y A puertas cerradas. En general, el teatro sartriano es la parte más
difundida, comentada y discutida de toda su producción, ya que ha sido, sin
duda, la que ha servido mejor a Sartre para exagerar sus tesis de la
irracionalidad, del amoralismo y de la contingencialidad de la vida humana.
Y volvamos
ahora a Kierkegaard y a Heidegger. En aquél encontramos dos cuestiones
capitales, que son sin duda la médula de toda su filosofía. Por una parte la
tesis de un nihilismo absoluto y terminante, que se endereza contra la patente
vulgaridad del hombre común, que según Kierkegaard es la fermentante levadura
de esa abrumadora anonimidad y perenne desmentida de la auténtica condición
personal, que es el individuo en cuanto parte alícuota de la masa. Sólo
retrayéndose cada vez más, hasta alcanzar en dicha contracción un escape
decisivo a la vulgar anonimidad, puede el hombre sentir la esencial miseria de
su realidad como hombre, y padecerla en su integridad, a fin de sentirse
entonces y sólo así como tal hombre. Nihilismo que implica el reconocimiento,
mejor la patencia, de la miserable condición humana y por ende, además, la
constatación de que existencialmente, es decir, en su itinerario terrenal, el
hombre es pura contingencialidad librada a sí propia exclusivamente. Pero es
ahora cuando aparece la segunda de sus cuestiones capitales, o sea lo que
Kierkegaard ha llamado el salto, es decir, que al hombre le cabe la
posibilidad de refugiarse en Dios el tránsito al Infinito amable, al seno de
Dios; pero, eso sí, siempre que se aparte de la creencia ad usum gregis,
y se resuelva en la pureza absoluta del cristianismo primitivo.
Tal es, en
apretada síntesis, el pensamiento kierkegaardiano. Veamos ahora el de
Heidegger. Este toma de su predecesor la tesis del nihilismo y la desarrolla de
manera profunda y asaz sobrecogedora. El hombre surge de la Nada para
volver inexorablemente a ella, a través de dos modos de existencia, que aunque
parecen, cada, uno a su modo, facilitar el escape de esa Nada (que es para
Heidegger la Muerte), lo que en realidad consiguen es hacerla más amable al
hombre, si cabe la expresión. Veamos cómo.
La nada no es
una negación, sino más bien, como expresa Heidegger, la patencia del existir.
Quiere decir con ello que, en primer lugar, no hay una creatio ex nihilo
de acuerdo al dogma cristiano. La condición esencial del hombre es ser-en-el-mundo
(In-der-Welt-Sein), ¿desde cuándo? Desde ya valga la expresión bárbara. Y
¿cómo? Pues, declara Heidegger, por el hecho de una puesta de la conciencia, de
eso que al comienzo llamábamos existencia de una conciencia, y que
implica y culmina en la conciencia de una existencia. O sea que el
hombre sabe que existe, y existe porque lo sabe (que existe).
Ahora bien,
que la Nada existe quiere decir que al hablar de Nada no estamos expresando lo
mismo que cuando, preguntados por la situación o presencia temporal de algo o
de alguien, contestamos: no está ahí, se fue, &c. Surgimos de la Nada,
porque ella es precisamente la posibilidad de nuestro existir, pero no
surgimiento por creación o por aparición (tal cual surge en escena un actor),
sino que surgir en este caso significa hacerse inteligible el Mundo y con él
a nosotros mismos. Es por eso que la Nada, la posibilidad de
desinteligibilizar el mundo y a nosotros mismos, nos agobia constantemente. El
mundo es, pues, a modo de inmensa tembladera en la que tratamos afanosamente de
asentarnos valiéndonos de los interrogantes qué y para qué. Y en este afán, el hombre
ha construido o tiene dos salidas, una inauténtica, a la que lo lleva el miedo
y que es la existencia banal (Alltag); y otra la auténtica, producida
por la angustia (legítima patencia de la nada), y esta es la existencia
genuina (Eigentliche Existenz). Con aquélla caemos en la vida vulgar del
hombre de masa (das Man); con ésta nos situamos en la actitud del que
sabe que todo es vanidad de vanidades, y que, pura y nuda contingencialidad, el
hombre ha de desembocar en la Muerte, el otro extremo de la Nada. Y es aquí
donde, como vemos, Heidegger se separa de Kierkegaard. Por eso es su
existencialismo ateo.
Sartre
utiliza la concepción nihilista de Kierkegaard prescindiendo, eso sí, de la
tesis del salto. O sea que se queda con lo que refiere a la pura contingencialidad
de la vida humana. Y aprovecha de Heidegger la tesis de la Nada como fundamento
de esa contingencialidad, pero no admite la distinción heideggeriana de las dos
formas de existencia (auténtica y banal) y la inevitable liquidación de ambas
en la Muerte (Sein zum Tode). En cambio, insiste excesivamente en la
determinación que la nada ejerce en la estructura de la naturaleza humana y en
la del mundo, que en Heidegger no aparece así; pues el pensador alemán, aunque
rechaza de plano que ab initio la puesta de la conciencia como tal y el
conocimiento implícito en ella sean de naturaleza teórica, no niega la gradual
inteligibilización del cosmos, siempre posible al hombre, aunque tan posible
resulte igualmente su desinteligibilización, o sea la sumersión absoluta en la
Nada. Y este es el flanco acusadamente irracionalista que muestra, como su
aspecto más destacado, la filosofía existencial de Sartre. Podría decirse que
Sartre se complace en llevar al extremo la tesis heideggeriana [26] de la
posible y constante capacidad (llamémosle así) de anulación de lo inteligible
humano y cósmico, tanto como la inicial y esencial en Heidegger de la puesta
del hombre como pura actitud práctica, el hombre del útil, del
instrumento, del para qué, previo al del qué y el por qué.
En La
Náusea ha logrado plasmar Sartre de modo preciso lo que para él significa y
constituye esa su tesis de la irracionalidad como el ingrediente primordial de
la existencia humana y en general de todo existir. La palabra Absurdo dice
Antonio Roquentin nace ahora de mi pluma; hace un rato, en el jardín, no la
encontré, pero tampoco la buscaba, no tenía necesidad de ella; pensaba sin
palabras, en las cosas, con las cosas. El absurdo no era una idea en mi cabeza,
ni un hálito de voz... Y más adelante escribe: Pero yo, hace un rato, tuve la
experiencia de lo absoluto: lo absoluto o lo absurdo. No había nada con
respecto a lo cual aquella raíz no fuera absurda...
Empero esta
tesis es compartida, y es pues oportuno consignarlo ahora, por la mayoría de los
existencialistas contemporáneos, como sucede, para citar sólo un caso más, con
el también escritor francés Albert Camús, entre cuyas obras es posible citar L'Etranger,Caligula,Le malentendu,La Peste,Le mythe de Sisyphe.
En esta última nos dice: Se trataba antes de saber si la vida debía tener un
sentido para ser vivida. Aquí aparece, al contrario, que será tanto mejor
vivida mientras no tenga sentido. Y poco después añade: Vivir es hacer vivir el
absurdo.
Para
concluir, ensayaremos una brevísima recapitulación de lo que es posible
considerar como puntos fundamentales de la filosofía de Sartre. En primer
lugar, como Heidegger y en general los existencialistas, afirma que no es
posible hablar de una naturaleza humana, pues el hombre es lo que se
hace. Empero este hacerse implica según Sartre una decisión colectiva,
con lo cual difiere de Heidegger, ya que tal decisión colectiva supone una
causa física, real, respecto de la angustia. Para Sartre la angustia es
el resultado del sentimiento individual de responsabilidad colectiva. Lo cual
se explica si atendemos a la condición sociológica de la obra de Sartre.
En segundo
lugar, se opone a la idea de Dios porque ésta, según Sartre, implica
inevitablemente la admisión de lo esencial en términos de la naturaleza humana
como arquetipo (la esencia hombre), ya que la idea de Dios presupone la
prefiguración de esa naturaleza humana arquetípica. Y toda prefiguración, toda
arquetipicidad significa un eludimiento de la verdadera responsabilidad humana
por el hecho de existir como tal. La libertad sólo puede provenir de una
absoluta espontaneidad.
Esto supone,
en tercer lugar, la negación de valores, normas, &c. El hombre está condenado
a ser libre. Nada de prefiguraciones ni teologismos capaces de determinar
su conducta. Puede a lo sumo atender el consejo ajeno, pero hasta cierto punto,
pues incluso ya en su selección de tal o cual consejero, va implicada la
decisión al respecto. Y así, de acuerdo a lo expresado, no cabe hablar de una
naturaleza humana, pero sí de una condición humana, o sea la ineludible
realidad del hombre de hallarse en un mundo, lo que equivale a decir que
forzosamente ha de trabajar, de luchar en contra o a favor de otros, de morir,
&c. Factores que exhiben dos caras: una objetiva, por cuanto son
igualmente vividos por todos; subjetiva la otra, ya que cada quien los
vive de acuerdo a sus peculiaridades intransferiblemente personales.
El
hombre, en conclusión, dice Sartre, se inventa a sí mismo. Su relación
con el mundo es indisoluble e inevitable, y su vida es programa que comienza y
alcanza hasta donde la propia decisión humana puede o quiere hacer que llegue.
De esta suerte, el hombre se halla connotado en su verdadera naturaleza por dos
factores: la espontaneidad y la responsabilidad. El hombre ha forzosamente de
escoger, de seleccionar
entre hombres y cosas, pero si en esto no cabe la libertad, sí en cambio en lo
que toca a la selección, ya sea ésta por espontánea decisión o por
asesoramiento, aunque en este último caso, y como ya se dijo, hay una decisión
previa a la selección.
Si se me
exigiera una escueta definición de la actitud filosófica de Sartre descontada
la peligrosa sumariedad de tal definición diría que es la filosofía de la
irracionalidad llevada hasta el extremo de una construcción sistemática de la
sinrazón. En este sentido cabe infligirle una durísima crítica. Pero si
atendemos a lo que ella representa como fiel trasunto de una realidad
universal, y en cuanto acabada expresión de una gravísima crisis, como es la
que actualmente exhibe la vida occidental, diría que es admirable. Lo admisible
no es precisamente lo que Sartre, al menos aparentemente, quiere que sea esa
realidad proyectada como futuro, sino lo que él genialmente ha logrado plasmar
como lo que, pese a todo, es contemporáneamente. En fin de cuentas, es
como si retrocediendo fugazmente a través de los siglos, cediera la palabra al
sabio de Efeso, y volviéramos a oír su admonitoria voz: la estancia segura
es para el hombre lo abierto para la presencia de Dios.
Parece, en
efecto, como que de nuevo hayamos cerrado esa puerta. Cuando vuelva a abrirse,
Juan Pablo Sartre será entonces como una saludable advertencia en la Historia.
(*) 1911-1986. Conferencia pronunciada en la Sociedad Lyceum el 28
de septiembre de 1947.
Publicada en Revista Cubana de Filosofía (1946 - 1958). La Habana. 1948. Nro. 3, 1948. págs. 20-26.
(Impresiones dudosas de un viajero en México) Por Ignacio Castro Rey.
“Ella sacudió la cabeza como si se despertara de un sueño. Por el techo abierto vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día”. Juan Rulfo, PedroPáramo
El aire silvestre de algunas comidas parece aliado al cromatismo mortal de las paredes. Ocres, azul noche, oro viejo, aguamarina. Las incendiadas fachadas mexicanas son un monumento a la magia de las estancias, de un habitar entre ecos. Los colores hacen una morada con la pobreza terrenal de cada sitio. Invitan a quedarse, a demorar los sentidos, como aquel camión rosa que encandilaba a un visitante anglo en Porto. Ya sólo por esto, como tal vez ocurre en ese medio mundo que los pendejos del norte llaman atrasado, los colores indican que estamos en un universo cuya cultura de los sentidos es ajena a lo que nosotros llamamos desarrollo. La velocidad exige otros tonos, tan anémicos como nuestra sangre, esos espacios y colores suaves propios de la pecera de lujo que es el barrio de Santa Fe.
1
Y después nos encontramos en esa percepción flotante del viajero. Fuera de los hábitos que te encauzan en el lugar natal, lejos de casa y del trabajo, oyes, miras y atiendes de otro modo, con todo el cuerpo. De ahí la hiperacusia que se siente en algunos lugares de estrépito, la fatiga que producen algunos masificados centros turísticos. Si te liberas del estereotipo que condena el entorno mexicano a la pobreza, no es fácil huir después de una mirada que será calificada de romántica. No es fácil, si vives exiliado en el desierto occidental, dejar de amar toda esta mezcla fulgurante de colores, voces musicales y cuerpos lentos, un poco como en los personajes insomnes de Rulfo. Y no precisamente en los espantosos colores de una televisión completamente ajena a la realidad bizarra del país, como no podía ser menos, sino en los mercados, en las fachadas y calles, en las cantinas y comidas, en el recargado barroco criollo de mil preciosas iglesias. También en la silueta tímida de dos jóvenes de Villa Hidalgo Yalálag, Yaniza y Camilo. Hijos de un dios menor: mera porcelana oscura.
2
Lo que el occidental de Australia a Francia llamaría rápidamente desigualdad, o violencia, es un magma complejo que viene de muy atrás. Existe, naturalmente, la pobreza; a veces, estimulada o inyectada por el propio Estado. Pero también mil formas de supervivencia y dignidad que los europeos y gringos, casi siempre protegidos por el filtro de sus cámaras y sus prejuicios cosmopolitas, no entienden en absoluto. Con frecuencia se vive en México una dulzura, también masculina, que no es frecuente en medio de lo que llamamos desarrollo. En El laberinto de la soledad se menciona incluso que una mujer casi siempre impone un poco de respeto en México, modula el trato y frena algunos peligros. Es posible que este aspecto del machismo mexicano le haya pasado por alto a algunas feministas del puritano norte wasp. Pero bajo los rituales del respeto, de una educación esmerada que a veces puede rozar lo oriental, se esconden también formas insólitas de evasión, incluso de desprecio hacia nuestra soberbia. Ellos están llenos de vida, por eso la irregularidad preside todas las relaciones y todavía puede ocurrir algo. Nosotros estamos neutralizados, de ahí la multiplicación de pantallas y prótesis tecnológicas. Hemos conquistado el orden (incluso nuestras protestas, y también las relaciones amorosas, son espantosamente cívicas), pero hemos perdido la vida, cualquier gota de sangre en las venas. Hasta el flamenco español se resiente de una clonación que deja para el turismo y el espectáculo la vitalidad que no cabe en el automatismo de la macroeconomía.
3
Para empezar, nos confunde el mito occidental de la elección. Bajo su esplendor en realidad seleccionamos, y consideramos bueno o malo, dentro del círculo vicioso de lo que hemos mamado y heredado. Ninguna cultura es capaz de ver los prejuicios que le permiten ver y estar en el mundo. Así pues, cuando un niño con la boca herida, las manos juntas en una súplica muda, se acerca llorando a nuestro coche parado ante el semáforo en rojo, son posibles muchos efectos distintos entre la indiferencia, el gesto de fastidio y la piedad casi llorosa. ¿Morirá ese chico, pronto? Por el contrario, ¿posee su propia y soberana forma de vida, desde la que no nos envidia y en la que jamás entraremos? Quién sabe, pues eso es exactamente indecidible cuando el coche arranca otra vez con el semáforo en verde. Donde quiera que vayamos debemos llevar con nosotros un interrogante abierto. Si no, además, ¿para qué viajar? Solamente el racismo mundial de la información, con su división esquemática de papeles, tiene claro el significado del mundo, su reconfortante división de riqueza y pobreza, de víctimas y verdugos.
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Se puede, en aquel momento empapado, dar una limosna para quitarnos la molestia y la culpa de encima, pasando otra vez al verde de la fluidez. Deja atrás el dolor, reinicia el día, pasa a la pista de baile. Pero también podemos atrevernos a detener la tarde, dejando que el rojo que para la circulación se convierta en un signo y permita una bifurcación memorable. Al menos por un instante, que volverá, podemos sentirnos hermanos de ese ser lacerado, tomándolo como icono de nuestra dudosa condición. El niño que implora en el semáforo se convierte entonces, incluso en su imagen sacrificial, en algo más radiante que esas paredes incendiadas bajo los cielos crepusculares de México. De hecho, no fueron solamente Artaud, Malcolm Lowry o Ivan Illich en Cuernavaca. A despecho de su fama de tierra peligrosa, toda la nación está salpicada por miles de visitantes (no sólo estadounidenses) que han decidido quedarse, hechizados por la hospitalidad, la riqueza antropológica, las posibilidades de negocio o la vitalidad híbrida del país. Es posible que todo México nos recuerde sencillamente que es peligroso y difícil vivir, algo que en el implacable primermundo, allí donde la religión numérica hace su agosto, hay que aprender por caminos mucho más torcidos.
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La violencia tranquila de los colores. Se podría volver ahora, sin más, a la manida cuestión de las drogas. No hemos tenido la suerte de otros, conociendo a una chamana que nos guíe por las sendas escarpadas de otra percepción. A decir verdad, tampoco hace falta, por eso tampoco recordamos con detalle las revelaciones de Don Juan a Castaneda. Es posible que la Revolución, que para algunos era ante todo una subversión de lo inmediato, nos librase entonces de la urgencia de paraísos artificiales. Pero la forma en que entendimos la revolución se prolonga ahora en estas percepciones mexicanas. No necesitamos ninguna droga distinta al espesor de estos amarillos alucinógenos en las paredes ardientes, de esos cielos que parecen palpitar con un anuncio bíblico, como si las colinas y las propias nubes fuesen otro personaje, no menos animado que las personas. A pesar de muchas precauciones con el agua, durante quince días revivimos el mito de una ebriedad que apenas necesita otra cosa que un vaso de agua. La irrupción triunfal de la planta en nosotros se consigue también dejándose llevar por la marea de lo visible, por ese eco de sombras que arrastra el entorno. Como en la pequeña iglesia de San Agustín Etla, donde mi compañera y yo enmudecimos de emoción ante aquella anarquía coronada. El perro adormilado en la escalinata del pórtico, el viejecito doblado y sordo que barría, los santos policromados en gestos dolientes. Tan cerca de Dios entonces, diría otro Juárez, tan lejos de Estados Unidos.
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Si alguien pudiera rezar todavía, sin haber olvidado a qué dios, en qué altar, diría: Señor de todos los hombres, hazte tierra, desciende a la alquimia lenta de estos colores. Incluso la casa azul de nuestra anfitriona, esos amplios espacios con fotos de ayer, su silencioso verde vítreo transitado por empleados discretos, están lejos de una fría distancia norteña que hace necesarios los estupefacientes para sentirnos vivos. Nuestras categorías críticas jamás pueden abandonar la oposición y la dialéctica: el mundo y la tierra, la ciudad y la selva, el individuo y la comunidad, el concepto y los sentidos. Pero todas las distinciones (y a veces son muy tiernas, como el Studium y el Punctum de Barthes) quedan atrás de esta energía del hormiguero mexicano, donde la distancia crítica es el hábito cultural para exiliarse en un mundo laminado. Todavía hoy el impresionante barroco de origen español sigue mostrando una fulgor fenoménico inalcanzable para Kant, esperemos que no para Lacan.
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Por hacer un chiste fácil, ni siquiera lo nouménico está a la altura de esta intensidad en duermevela de la apariencia mexicana, aunque no sea de origen náhuatl, mixe o zapoteco. Lo nouménico kantiano, tal vez lo real lacaniano, respira en Oaxaca en la inmediata viveza del símbolo, del lenguaje y las costumbres, de mil caras de lugares mágicos apenas entrevistos. Toda nuestra mitología moderna, incluso la de corte radical, se queda a las puertas de este templo telúrico y humano que pocos como Rulfo han sabido revivir… y en el que Paz es poco más que un turista inteligente y atento. Hasta Heidegger, con o sin Malick, parece más apto para compensar la planicie protestante de Texas que para el abrupto relieve antropológico del pueblo Díaz Ordaz, de los barrios de Condesa o Coyoacán. Aquí las plantas, las casas y la pintura, son ya otro personaje, cargado de murmullos y voces. La mera figura de Pedro Páramo está prensada con mil estratos, no sólo con el recuerdo suspendido de Susana y sus ojos aguamarina. Aunque es cierto que muchos mexicanos no necesitan leer Pedro Páramo. Sería incluso una redundancia. Están demasiado cerca de ese abrazo de la vida en la muerte y es comprensible que quieran librarse de él. Los otros, los intelectuales que flotan en un parque temático cultural o universitario, viven demasiado lejos de un México profundo que tal vez, por puro y simple desconocimiento, ni puedan despreciar.
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Cuando por fin llega a nuestros lares, lo que llamamos nivel de vida define, selecciona, dibuja un campo más o menos concentrado de enseres y seres. Expulsa al exterior de la tierra, a esa masa parda de humanos ajenos (o al interior de las almas, en ese misterioso prójimo del ascensor) todo lo que sea atraso, peligro o miseria. Frente a esto, el magma mexicano sigue enseñando la importancia estética, vital y ética de mantenerse en la indecisión, en la duda, en la inseguridad. De mantenerse en un pragmatismo complejo que utiliza constantemente una tecnología punta, acoplada al cuerpo y a los sentidos, para regresar una y otra vez a un territorio inestable. Lo nuestro, en Europa y sus satélites, es la pobreza de la riqueza, ese silencio oscurantista de los ambientes climatizados. Lo propio del México real es esta lujuria de la pobreza, una expresión multicolor y ambigua, a veces muy silenciosa, que brota del borde del mundo. La depresión, en el universo desarrollado, es el efecto de rebote de una lucha por la supervivencia que nosotros creemos haber dejado atrás. Como si esa tristeza que se siente en nuestros escenarios diseñados (confort, consumo, tecnología y geometría urbana) fuera un castigo divino por haber pretendido esquivar lo obligación moral de la escasez, de sentir los límites de la tierra.
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Extragrande para tapar el silencio de las raíces, la ausencia de sustancia. El tamaño es el sucedáneo pueril de una cualidad real para la cual muchos humanos ya no tenemos ninguna tecnología intuitiva. Esas habitaciones king size de los hoteles de Santa Fe, por ejemplo, donde la cama es tan grande que puede producir pesadillas. Mamíferos de costumbres, nos resulta un poco difícil dormir en esos espacios abstractos, ya que en ellos apenas encontramos un hueco. Solamente un primario sentido del humor, a veces del amor, y un sextante para la provocación, para la sorpresa o la tristeza, logran eventualmente un poco de relieve en esos escenarios aplanados por el lujo. Todos los que en México o en España huyen del relieve, de una misteriosa cualidad real que asocian con el atraso y la pobreza, entienden la vida como una planificación detallada, una oferta constante que debe amurallarnos y protegernos de la mugre. Hasta en los restaurantes caros de Oaxaca se nota (en el diseño de los platos, en las prisas del servicio) una pérdida de amabilidad, de paciencia y sorpresa, a manos del automatismo global. Igual que pronto ocurrirá en Madrid, en los locales caros mexicanos la medida calculada del whisky ofende no sólo por lo exiguo, sino sobre todo porque sea exactamente calculada. Así es nuestro paraíso, lo contrario del maravilloso pierdealmas que se encarna en el mezcal: un orbe ligero y rápido, regulado por el reemplazo y el halo de seguridad que éste genera. El estrés nos libera de la gravedad. Pensando en nuestra metafísica del control, que siempre expulsa a la humanidad y a la tierra fuera, alguien ha dicho que la esencia de la economía nunca es económica. Se trata de un álgebra de oposiciones que deja la comunidad del encuentro, y el riesgo de la alteridad, para mañana. Nuestro problema es que sin riesgo no hay vida, ni común ni singular, sólo la interactividad compartida de esta presencia narcisista.
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Querido Karl, ¿dónde estabas mientras se producía esta jibarización de la economía política, esta distribución masiva y voluntaria de la alienación, esta democratización mundial de la auto-explotación? Se da una curiosa paradoja. Nos conocemos, a los demás y a nosotros mismos, en la medida en que estamos encerrados, presionados y apretados, más o menos como en El ángel exterminador. Al decir de un viejo refrán, a los amigos se les conoce en las dificultades. Afortunadamente, en el fondo siempre estamos rodeados (prejuicios, lengua, cultura natal), aunque nuestro entorno climatizado simule justamente lo contrario. Basta una broma un poco provocativa para que se precipite la presión de una escena, un encierro que muestra quién es quién. Así pues, convocando un mundo elemental, la provocación es necesaria para desenmascarar la aburrida hipocresía urbana. En tal aspecto, en el bufón de la corte (¿también en Cantinflas?) siempre se esconde un dramaturgo, una ironía sin la cual no hay ningún parto. Es necesario, una y otra vez, resucitar el indígena que llevamos dentro para romper los protocolos policiales del día y que el fin programado del mundo (sea en forma de consumo, turismo, cultura o entretenimiento) no se convierta en un menú total, sin escapatoria.
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Diáfano campus universitario en el DF. Vigilancia integrada, sin necesidad de vigilantes. Árboles alineados y desinsectados, con una franja blanca que los inmuniza de la tierra. Y en la juventud estudiante lo mismo, con un tránsito incesante que conduce en cien direcciones posibles y protege de la incertidumbre. Aunque Mauricio insiste en que la UNAM es otra historia, parece que en el campus el pacto de las especialidades, el estrés y la competencia nos libran del espectro de lo real. El caso es que es muy fácil simular esta simulación, disfrazarse en esta actividad múltiple. Siempre se podrá decir: En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis (Jn 1, 26). De ahí algunos de nuestros terrores durmientes, a veces en mitad de la mañana. Incluso en los más climatizados escenarios, para bien o para mal, late siempre un inescrutable factor humano. La humanidad de algunos guardias, taxistas y vigilantes. El humor discreto de algunos empleados y jardineros. Incluso algunos estudiantes que sonríen, algunos profesores que hacen afirmaciones irónicas y hasta preguntas reales. Más tarde una chica deficiente, en mitad de un pasillo de la Ibero, emite sin pudor sonidos guturales, aunque nadie parece hacer mucho caso. Poor little thing. ¿Quién la acariciará antes del anochecer? ¿También allí habrá dioses? Esperemos que sí, aunque a veces parece que el Lager estadounidense alienta cerca de estos decorados y sus murales postmodernos. Si repasamos el comienzo de Elephant (Gus van Sant, 2003), con aquella violencia afelpada y minimalista, recordaremos también que todo lo rechazado como mortal volverá como letal. ¿Hay ya una versión mexicana de esta intrincada ley del péndulo?
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Sí, la hay. Si al estadounidense medio, digamos, corresponde un exterior espectacular que prácticamente carece de alma, a veces el mexicano podría parecer un alma que no logra ningún exterior. Salvo tal vez en las bromas íntimas del trabajo, en la canción, en la comida y la conversación, en el amor y las lágrimas que derrama el mezcal. La timidez del público autóctono, su encantadora educación con el extranjero, tiene sin embargo el contrapunto de esa pillería que ocasionalmente puede atrapar al turista. O bien unos inesperados brotes de violencia que resultan fulminantes. En todo caso, como una de las peores herencias hispanas, el virus del auto-odio, del auto-desprecio, campa por la mitad de México, haciendo a su habitantes potencialmente esclavos de mitologías extranjeras. El problema, en España o en Latinoamérica, no es que se hable mal inglés, sino que se habla mal español, yaqui o gallego. Aunque Mario el taxista, desde su privilegiado puesto de observación, nos dice: “Mire, no es que no estemos orgullosos de ser mexicanos, es más bien que eso se lleva por dentro”. Y quizás aquí radica un problema: la potencia mexicana discurre demasiado adentro, como dice a veces Paz. Por el contrario, si tomáramos en serio a Luis Villoro, a las fotografías de Rulfo -incluso a Buñuel-, la modernidad mexicana partiría de asumir hacia afuera cierto esplendor de la pobreza. Una profundidad convertida en bandera, en riqueza antropológica, literaria, cultural y económica.
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Es posible que a tal salida política, desde nuestra Europa tan ordenada, le siguiéramos llamando populismo. Pero no sería imprescindible en este punto imitar al Norte, esa religión de la alta definición que ignora el atraso de la tierra, su reino de sombras. Los latinos podemos mantener, en el extremo de nuestra tecnología punta, una alta indefinición, una buena relación con la duda. Podemos ser capaces de sentir, pensar y vivir con lo más atrasado de nosotros mismos. El dilema podría ser: ¿cómo ser contemporáneos, y desenvolverse bien en inglés, sin caer en la anomiacultural del norte? Es posible que entre Rulfo y Paz, entre Villoro y Krauze, esté latiendo una polémica parecida a la que había entre Ortega y Unamuno acerca de lo que significa ser modernos. En España ha ganado claramente Ortega, pero esto nos ha convertido en patéticos habitantes de una nación que ha desmantelado todas sus formas de vida autóctonas a cambio del bienestar normalizado, de la religión del consenso y el turismo. ¿Seguirá el mismo camino México? No parece probable, pues esta nación tiene lo que los españoles parecemos haber perdido, una buena relación con lo trágico y lo no reconocible por la historia. Según Carlos Fuentes, todo el continente hispano mantiene un viejo orgullo enterrado.
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Imagina que odias el turismo, también como forma de venderse. Órale, dice Araceli. Odias por tanto la nube de vendedores fijos y ambulantes que te asalta cada tres metros en las pirámides de Teotihuacán para venderte algo, reflejos oscuros de obsidiana o gritos de jaguar enlatados. Ahora bien, ¿cómo vas a condenar ese mercado, o la picardía de los guías, si en principio eres un pendejo europeo que vas allí a coleccionarsouvenirs de lo que para ellos es su vida? La fotografía es potencialmente ofensiva, pues convierte en pintoresco lo que para los habitantes locales es una forma de vida. Es normal entonces que el autóctono, si acepta prostituirse, ponga un precio. Igual que aquel paragüero de Santiago que cobraba por cada fotografía que le hacían los turistas, razonando: “¿Me encuentran encantador mientras yo lucho por vivir? Muy bien, paguen”. Pero el turista tiene aquí la ventaja de que la modernidad mexicana no quieren ser perdedora, ni identificarse con los indios vencidos. De ahí la mala relación del Estado con el orbe indígena. Un amigo judío del DF, un poco atormentado, piensa que su país padece una freudiana “doble identificación con el padre agresor, conquistador, y con la madre indígena violada”. Si fuera simplemente así, poco se podría hacer con esa mezcla. Afortunadamente, nuestro amigo también lo sabe, no es del todo así.
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Detrás de esta complejidad late una certeza que hoy es posible confirmar en el Reino Unido, en Austria, en España y Rusia: no hay clase peor que la de los nuevos ricos, esa ferocidad ex-rural por negar las raíces, todo lo que huela a lentitud y atraso, para subirse a toda marcha a una opulencia obscena. De tal auto-odio proviene la voluntad provinciana de ostentación, tan vulgar en Madrid como en el DF o en Miami: retirarse a una pantalla, o a una mesa abarrotada todo el día, atendida por una nube de sirvientes, ofertas, preguntas, camareros y música. Hacer ruido, compartir, beber, bromear y saltar bajo un espectáculo a todo volumen. La pornografía de Facebook casi está hoy empotrada en nuestras calles. Igual que en España, Colombia o Italia, pero si cabe con más énfasis todavía aquí, pues la versión mexicana de la aldea global debe rellenar el pánico campesino, casi ex-indígena, a que vuelva la grieta local. Nuestro mundo, con el ideal de una única clase media, está dirigido sin ninguna clase por una laya de expertos que quiere escapar a toda costa de la naturaleza. El pánico al vacío preside esta enorme clase media que no quiere saber nada de la pobreza. Y para ello aparenta, endeudándose con camionetas cuasi militares y pantallas gigantes. Un encantador líder campesino de Yalálag hablaba de volver a la tierra y a la sencillez. Pero la consigna de moda en nuestras megápolis, sean París, Los Ángeles o el DF, parece ser: Antes muertos que sencillos. La complejidad consumista, su velocidad de reemplazo, es el nuevo Dios que, también en el campo de los afectos, nos salvará de lo elemental. Es como si el uno de la represión patriarcal hubiera sido sustituido por lo múltiple de una represión matriarcal mucho más eficaz. Un joven campesino gallego, hablando de la economía europea, decía: Vivimos bajo una dictadura, pero todo el mundo finge estar contento.
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Si lo ético es mantener una profunda relación con la indecisión y la duda, ya que eso es sencillamente el ethos común de los mortales, el estruendo del consumo, tanto en el DF como en Ámsterdam, debe sellar ese vacío. Si lo humano es mantener una buena relación moral con lo inhumano, decía el poeta Gary Snyder, nuestra tardomodernidad acelerada debe censurar y rellenar toda esa falta. Y esto, que la angustia no sea palpable por ninguna grieta, no deja de ser el colmo de nihilismo. En algunas urbanizaciones, en algunos hoteles y campus universitarios, la angustia puede entonces consistir en que nadie la siente ni la atiende. Como tantas veces ha insistido Baudrillard, y después Tiqqun o Han, una de las cosas más características de la opulencia occidental es la tristeza inexpresable de su confort, la depresión anímica que es el reverso de su automatismo. Exactamente igual que el lujoso hotel donde vives en Santa Fe, un encantador y terrible desierto amueblado. Una pecera ingrávida, sólo coloreada por el encanto oscuro de algunos empleados. También, hay que decirlo, en aquella inolvidable terraza nocturna del último piso, colgando sobre una riada de luces que parpadeaba hasta el horizonte.
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En muchos escenarios populares, no sólo en los mercados de Oaxaca, la pobreza juega por todas las esquinas con los destellos de su secreta riqueza, con una felicidad que sólo puede brotar de los bordes, del roce con la mugre y lo incierto de los límites. La ausencia de tierra y traumas nos anula y neutraliza… de paso que nos convierte en indiferentes al prójimo y amos de un nuevo esclavismo legal. Se dirá que es fácil hablar así, viniendo de la confortable Europa, desde la moqueta del confort. Pero no, no es tan fácil. Ya sólo hablar así corroe parte de nuestra moqueta, pues obliga a buscar una línea material de choque, de roce con los límites. Nadie elige el nivel social y material en el que ha nacido, que además tiene múltiples facetas, pero sí es responsable de las decisiones morales destinadas a hacerlo humano. Tanto si vives en un barrio destartalado de Jalisco como en una privada de San Sebastián Tutla, la tarea ética y estética es siempre la misma: allí donde estés, perfora la costra de las situaciones, busca dialogar con la vida mortal. Aunque sea haciéndole a los desconocidos preguntas forzadas. Solamente un puente con el demonio, con el mal de lo real, puede salvarnos de ese infierno radiante de lo igual. Salvarnos de esa violencia sorda del confort que Borges asociaba a un abuso metafísico de la democracia. Pasolini diría: Os odio, hijos autistas de la opulencia. Nosotros, hijos de su cristianismo roto, estamos obligados a jugar con otras posibilidades. Una mano en Teresa de Calcuta y otra en Marilyn Manson. Es de suponer que esto, precisamente en México, se puede entender muy bien. Hubo un tiempo en que cierto noroeste español lo dijo así: “Dios es bueno. Y el diablo no es malo”.
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Es cierto, de nuevo, que esto resuena fácilmente a romanticismo declase, al diseño de una moda que busca, desde la altura de su lujo, completarse con un gesto de alternativo de vanguardia. ¿Indies y hipsters de alta definición?: Los pantalones rasgados deben compensar una vida excesivamente cosida, arreglada. Lejos de esta tontería urbana, para compensar política, ética e incluso médicamente nuestro grado de bienestar, se debe buscar vivir, pensar y sentir con lo más atrasado de nosotros mismos. Lo otro, jugar a ser moderno de la cabeza a los pies, es perpetuar la imperial ilusión de lo homogéneo, en los cuerpos y en las mentes, en la vida propia y en la de los otros. Es necesario, para seguir vivos, romper los protocolos del día, esa distribución policial de la visibilidad. Para empezar, no debemos mendigar reconocimiento: ¿Quieres vivir? Arma una modulación de tu fuerza, convierte tu miedo en un cuerpo. Tal vez esto nos exige ser extranjeros siempre, forzando las confidencias que hace (y se le hacen) solamente el que está de paso. Cada nación merece una antropología en crudo. Es más, sólo puede salvarse de los estereotipos por ella, liberándose del impresionismo de la información. Así, entre Oaxaca y el DF, a veces platicas con tu compañera de viaje como se platica antes de dormir, como si fuera a acabarse el día o ese minuto fuera el último. ¿En un tiempo que remata en cada aliento? Sí, pero no es tanto que el tiempo se detenga, como que el tiempo mismo vive sin tiempo, fuera de toda cuenta. Tal vez la puntualidad mexicana es aproximada (aunque también sobre esto hay también estereotipos), y casi nunca se llega demasiado tarde a las citas, en virtud de este tiempo maleable. El orden urbano tiene el reloj. La vida popular tiene el tiempo, grietas y espacios de vida en el tiempo.
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Millones de mexicanos se pasan el día comiendo en la calle. Así no hay forma, claro, de mantener la línea, la del progreso. En conjunto, en México se come demasiado bien para que el país abandone el relativo “retraso” propio de una país en víasdedesarrollo. Para ser una nación avanzada hace falta comer basura, de la misma manera que es necesario tener una vida triste, y eso por ahora no parece que en México vaya a ocurrir. Huachinango con hierba santa. Tortas y mole negro con guajolote. Chapulines (grillos) y sal de gusanitos de maguey para acompañar la copa de mezcal. Incluso sopas enchiladas a horas tardías. Los deliciosos sabores mexicanos son a la comida lo que los matices hispanos son a la vida. En un caso y en otro, si hay riqueza popular, todo se juega en los detalles, las especias, los picantes y las salsas. Riqueza, vital y gastronómica, que se estropea con su estandarización turística, aunque sea de un supuesto alto nivel. Y se estropea también con esta ansiedad típicamente industrial que lleva a comer todo el día y a pasarse el día entero hablando de comida. Rodeando además los alimentos de una patética ilustración especializada y su pretendido alto vuelo. A veces, sencillamente, no sabemos cómo tapar el vacío. El metalenguaje culinario es ridículo, un triste sucedáneo de nuestra pobre relación con la potencia de los materiales terrenales. En este aspecto, los mejores restaurantes de Oaxaca son con frecuencia los más populares, fuera casi siempre de las guías. Y en el DF, hay que decirlo, no es menos atractivo el Salón Victoria que el Nicos, aunque la fama se la lleve casi siempre el segundo.
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Es fundamental en la comida, igual que en el sexo, no pasarse el día pensando en ello, ni rodear los elementos rituales con una cultura masiva y homogénea. Como la libertad o el erotismo, la buena comida nace de la necesidad, de una relación con los límites. Los alimentos se preparan en una cocina, y ésta (la de Teresa y Juana en Yalálag) condimenta sustancias que antes, en estado crudo, han rodeado al hombre y se han sudado en la suciedad de la tierra. Por paradójico que parezca, no hay buena mesa (la de Yira y Jonathan en San Francisco Tutla) sin una referencia de pobreza, sin trabajo, sudor y contacto terrenal. El sabor y el olor tienen que ver con materiales finitos, sustancias de equilibrio inestable que se pueden estropear. Convertir la comida en un espectáculo televisivo, con esos selfies en el caro restaurante de moda, es la señal de que entramos en la vía de la extinción. Extinción por imagen, podríamos decir, por sobreabundancia escénica. Muerte por alta exposición y maquillaje. La comida transgénica es, en este sentido, el equivalente gastronómico de tantas estrellas de cine estropeadas por el esplendor de lo idéntico, bajo el diseño exitoso de todos sus detalles. Bajo el dictado empresarial de lo homogéneo, como esas mazorcas de maíz iguales, al poco tiempo los humanos no tienen literalmente nada que decir, nada que vivir. ¿Qué emoción van a transmitir en las pantallas si ya no saben nada del infierno? A nuestra cultura urbana le cuesta entender que el choque con los límites, el fracaso, nos adelgaza y nos arma, manteniéndonos jóvenes. El éxito, por el contrario, encarna un peligro mórbido, la miseria de un envejecimiento por obesidad. El cáncer sólo concluye después una metástasis que ha empezado antes, en la expansión anómala de los estilos radiantes de vida. También en esos platos cuyo perfil queda tan fotogénico en Facebook como el de los humanos casados con su propia imagen.
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Si el capitalismo es un gigantesco globo hinchado por la huida, lleno exactamente de la expansión de la nada (preferimos el nihilismo de una nube abstracta a la suciedad de la tierra), su norma es mantener el pánico a cualquier singularidad exterior, que será sentida como un potencial pinchazo. De ahí que todo el mundo, en un orbe de opulencia, se blinde. Es cierto, como recuerda un vivaz profesor español, que lo real siempre vuelve, que los espectros siempre regresarán. Es así que también el extra grande mexicano se defiende como puede del magma popular de la nación, de su mezcla y peligrosidad, del pequeño detalle indígena. El desarrollo exige separación, una distancia y desarraigo que es el combustible del despegue. De ahí que cada institución privada que se precie (urbanizaciones, universidades, empresas) levante un muro de barreras y guardias armados por todas partes, casi siempre con chalecos anti-bala. Como contrapartida, el gobierno, al menos en Oaxaca, ha hecho casi imposible la tenencia legal de armas, excepto un pequeño calibre que apenas sirve para cazar.
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Calle Madero, La Alameda, el Zócalo. Fuera de la amplia zona del centro, el crecimiento inorgánico de la capital ha integrado como barrios lo que antes eran pueblos: Condesa, Coyoacán, Roma, Polanco, Santa Fe. Esto por no hablar de los miles de casas de colores, en condiciones inciertas, que se extienden en las afueras. Todo es tan apasionante para el extranjero, sobre todo la obra en marcha que es la vida en las calles, que apenas se tiene que recurrir a la agobiante oferta programada, al turi-terrorismo de la visita guiada. Hasta buena parte de los museos pueden dejarse para los tiempos muertos, que casi nunca llegan. Ya el tráfico del DF es una expresión del peso de lo informal en México, de un empuje americano que difícilmente puede tener regulación al estilo europeo. Al volver, ya desde el avión, la geografía nocturna española (con luces geométricas incluso en los pueblos) señala que regresamos al imperio europeo del orden y la seguridad. Las serpientes luminosas indican que estamos muy lejos del brasero desparramado que es América. ¿La madre patria reniega entonces de sus hijos naturales, como si vinieran de fuera de cualquier matrimonio? Mientras tanto, en México los imponentes carros de potencia estadounidense corroen el espacio de los peatones en los pasos cebra. Incluso los peatones de primera clase, en las zonas caras, deben esquivar la presión con cuidado. Por no hablar de esos topes, sin señales visibles, que te pueden reventar el coche si circulas a 60 kilómetros por hora. Dan idea de lo salvaje que ha sido aquí la circulación, y del número de atropellos, antes de que los vecinos o las autoridades hayan decidido esa medida drástica. Topes tan terroristas como una circulación que, sencillamente, te puede impedir cruzar durante media hora interminable. La agresividad de la grúa, literalmente persiguiendo a los coches mal aparcados para engancharlos por debajo, recuerda otra vez que no estamos en la dulce e hipócrita Europa.
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La globalidad sigue siendo inmoral y una inmensa falacia. Bajo su retórica mundial, que impone una homogeneidad que ha venido de la niebla del norte, los hábitos locales continúan siendo escandalosamente persistentes. Los microcosmos mexicanos, y un magma social explosivo, continúan ajenos a la capital, y también unos a otros. Por eso todos los centros estratégicos, de los restaurantes caros a los aeropuertos y las universidades privadas, se blindan con barreras y guardas de seguridad. Tal vez cada nación es una relación con el mito, el mito que le da forma al enigma de vivir en “este valle de lágrimas” (Rulfo). Y México llena como puede ese vacío, las dificultades que tiene para apoyarse en los pueblos tan distintos de su tierra: la comida y el trabajo incesantes, el tamaño extra en tantas cosas, de la hamburguesa a los carros… La música atronadora o el aullido del fútbol llega hasta los mismos sanitarios, donde casi tienes que concentrarte para poder orinar en paz. En efecto, para algunas almas sensibles, la angustia podría consistir, en este orden espectacular de la gran urbe, en que la tristeza parece prohibida.
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Ya solamente el enjambre antropológico que se extiende a los pies de Monte Albán indica que, aun suponiendo una clase política normal (“¿Qué podría significar eso?”, dice con sorna Gibrán, uno de mis interlocutores en el DF), esta nación es muy difícil de gobernar. En Estados Unidos existió desde el comienzo, por el tipo de conquista y civilización, si no unas clases sociales homogéneas, sí una élite política implacable (que no se mezclaba) y una organización moderna que facilitaron el gobierno. En México, a pesar de ser desde el comienzo la joya de la corona española, el caso es muy distinto. Toda la historia mexicana está llena de tirones, de pronunciamientos, de contragolpes e inestabilidad. Cuando por fin se alcanza una estabilidad institucional, con el PRI (Partido Revolucionario Institucional) u otros, es al precio de una degeneración burocrática que alcanza el esperpento. Un poco como en España, la competencia entre la autoridad estatal y la federal, superpuesta a los distintos estados, es fuente de mil corrupciones. Mientras tanto, la enormidad del país, sus mil tensiones internas, la cercanía explosiva y un poco humillante de Estados Unidos, separa a México del conjunto de Latinoamérica. Dentro de ella, tal vez solamente Colombia o Brasil pueden compararse a México en cuanto a potencia geográfica, humana e industrial; en cuanto a tensiones internas y peso del liberalismo.
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Luchas y activismo en el estado de Guerrero, en Oaxaca y en Chiapas… Es normal que los militantes anómalos de Comité Invisible, prácticamente desconocidos en México, estén fascinados por casi todos los experimentos de revuelta que se incuban en el país. No sólo se debe a la dimisión o torpezas del Estado Federal tal proliferación subversiva. Aunque los líderes campesinos de Yalálag sugieren, tal vez con razón, que parte de la contestación (también la de los maestros) se limita a reproducir, en el plano gremial y sindical, la sordera sectaria de todo lo político. Es como si los narcos solamente llevasen al extremo el sectarismo gremial o regional que caracteriza a la globalización mexicana. Tlacolula arriba, la carretera que parte de Oaxaca hacia los barrios de Yalálag, pasando por los pueblos mancomunados de Sierra Juárez, por Cuajimoloyas y Llano Grande, da idea de un abandono estatal que casi deja en pañales al nepotismo español. Sólo por ese índice no es extraña la desconfianza mexicana hacia todo lo que viene del Estado. Es como si ese maltrato estatal sistemático, que ninguna de las revoluciones supo arreglar, explicase tanto el poder de los narcos en algunos estados del norte como el poder magnético de ese otro super-narco que es, para medio universo mexicano, la elitista democracia estadounidense.
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Más aún que en España, en México todo lo que venga del estado (incluido a veces Octavio Paz) es visto con una lógica desconfianza. Es posible además que las dificultades para un enemigo exterior (Estados Unidos es demasiado fuerte; Centroamérica, débil; el sur del continente y España, lejanos) haya contribuido a mantener esta parcelación localista que recuerda un poco a la algarabía regional y local española, en parte de origen árabe. Aun suponiendo que, como en todas partes, los políticos no fuesen tan endogámicamente ineptos, la complejidad de la antigua Nueva España es muy difícil de gobernar. Haría falta el estado fuerte de los vecinos del Norte, de Europa o el Este, para sobreponerse a esa explosiva energía centrífuga mexicana. En todo caso, ¿permitiría la gran democracia del Norte que México se hiciera realmente independiente, de alguna manera nacionalista, con un gobierno fuerte? La respuesta es más que dudosa. La hipótesis de una guerrilla narco alimentada por el mercado estadounidense, como un mini estado que le disputa permanente el poder al Estado Federal, es un ejemplo de que Washington está poco interesado en la fortaleza mexicana. Ni siquiera en la limitada medida que lo sea un Canadá, que además no tiene 20 millones de pobres dentro del imperio. Con Obama o con Donald Trump, Estados Unidos hará lo posible por estresar y endeudar a México, como lo ha hecho con medio mundo que no es angloparlante. ¿Por qué engañarnos, hoy, en cuanto a este aspecto terrible de la modernidad? Naturalmente, esto no le quita a los mexicanos, en los aciertos y en los errores, su propia responsabilidad.
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Es sabido que conforme crece el crimen organizado, casi automáticamente descienden los delitos menores. Cada mafia, sea estatal o antiestatal, reclama sus privilegios. En la medida en que crece el poder de los pequeños estados narco, decrece la delincuencia común. Y viceversa, pues no tiene sentido asaltar a viejecitas al anochecer cuando eso perturba un negocio mucho mayor. A diferencia de la apacible Suecia (engañosamente apacible), todo el mapa mexicano, desde la historia a la geografía, facilita lo que un europeo llama inseguridad. Pero hay que decir quizás, a pesar de unas estadísticas pavorosas, que el problema en México, la primera línea de la violencia, igual que en España o Francia, noes la muerte violenta, con cadáveres descuartizados en primer plano. El drama moderno de la normalización, para el cual no existe nunca una suficiente definición fotográfica, es el final a plazos, la muerte lenta sin cadáver. No hace falta leer a Foucault o a Baudrillard para admitir que por cada cuerpo destrozado, de mujer o de hombre, hay mil seres humanos vencidos en silencio. Este es un aspecto de la modernidad en el que algún día tendremos que entrar y, sobre el cual, el imperio informativo que nos sirve los cadáveres del desayuno diario no tiene nada que decir, pues tal imperio se mueve (en plena época digital) por esquemas groseramente analógicos. Esquema análogos al espectáculo mundial que blanquea nuestro malestar. Ese tipo de condena democrática e industrial que tiene que ver con el desánimo gradual, con la sobreexplotación laboral privada y pública, y una depresión reptante que no tiene fácil diagnóstico. Tenemos constantemente en pantalla las muertes violentas, el cambio climático y el negocio del apocalipsis, para ocultar un arrasamiento de las interioridades que no tiene precedentes. El espectáculo del fin del mundo seguirá tapando, en México y en Canadá, la normalidad numérica de la extinción.
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Además, buena parte de la clase media mexicana, por no hablar de los 80 millones de pobres, ni se enteran de los horrores que escandalizan al mundo de los medios. Ya la vida de esa población depauperada es suficientemente espectacular. Con frecuencia el mexicano medio, también los guanabí (I wanna be) que quieren medrar, están demasiado inundados de trabajo, de sol a luna, para ocuparse de las noticias. La información es una cosa de ricos, materia prima exterior, manipulada espectacularmente para llenar vidas vaciadas por el nihilismo de la velocidad. Lo trágico es que la misma sociedad que necesita esa información facilita también los sucesos y las mafias que los producen. ¿Las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez, que tanto juego han dado en nuestra literatura de consumo, no tienen algo que ver con una forma elitista de diversión? Se decía en BowlingforColumbine: la información, desde el punto de vista objetivo y subjetivo, no sería nada sin una gobernanza basada en el entretenimiento. La humanidad elegida como esclava de la globalización, sea en Sevilla o en Puebla, ha de ver cada día a gentes a las que todavía les va mucho peor. También la violencia está en esa espantosa televisión que retransmite obscenidades sin fin, a espaldas del país real. También la violencia proviene del Estado; y no en sus ocasionales demostraciones de fuerza, sino en la soberana indiferencia con la que trata a gran parte de la población. Si no fuese por eso, el poder expandido de los narcos (que a veces hacen el papel criminal, benéfico o justiciero del Estado) sería inexplicable.
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Un profesor de la Universidad Iberoamericana sugiere, medio en serio medio en broma, que la especulación de un contacto extraterrestre en las culturas precolombinas puede tener un trasfondo racista. A falta del radiante Estados Unidos, argumenta Francisco, tuvo que haber una ayuda externa: ¿cómo si no pudieron esos pueblos atrasados lograr una cultura y unas construcciones tan refinadas y monumentales? El caso es que, como tal vez ocurra en Perú y Bolivia, el peso de las comunidades indígenas es sentido con frecuencia como un lastre en el resto del México mestizo y más desarrollado, aunque esto no se formule explícitamente así. A veces el físico de algunos campesinos podía ser directamente asiático, indonesio o japonés. Incluso podrían darse similitudes con la India en esta multitud oscura vestida con colores vivos, en sus minitaxis de tres ruedas, en las inmensas cuestas que llevan a algunos núcleos apartados. No sólo el Estado ignora mientras puede la diferencia cultural y los derechos de mixes, otomí y zapotecos, sino que probablemente subsiste un racismo multidireccional en la sociedad civil, no sólo de los mestizos blancos contra la gente de color. Esto se junta a la justa queja moral de algunos líderes indígenas, conscientes del abandono creciente de la tierra, la voracidad del consumo en el mundo exterior, la caída de la natalidad entre ellos y la huida de los jóvenes.
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Solamente por el estado de algunas carreteras, a veces parece que los antiguos conquistadores españoles, con toda su crueldad, se tomaron algunas molestias que hoy el Estado mexicano se ahorra. Como ocurre en otros lugares de Latinoamérica, hay sitios remotos a donde sólo llega la lluvia y el sol, la televisión y algunos misioneros. Aún así, algunas culturas mesoamericanas subsisten muy bien organizadas, manteniendo un grado de independencia y dignidad incomparable al de otros núcleos indígenas en el mundo anglo. En diminutas parcelas castigadas por la sequía de este año, la cultura del maíz produce en el microcosmos de las milpas casi todo lo que necesita una familia: frijoles, calabaza, chile…. La gente ha aprendido a organizarse al margen del Estado, aparte incluso de los casos extremos. Por decirlo del todo, en las comunidades zapotecas de Yalálag se mantiene incluso el horario tradicional, una hora menos de lo que dicta el resto del Estado.