El 18 de agosto de 2015, apenas celebradas las últimas PASO de kirchnerismo rampante, advertíamos en este mismo espacio que la embestida imperial de los golpes blandos tenía como objetivo infligir a los populismos de América Latina sucesivas derrotas políticas, geopolíticas, económicas, culturales y, también, morales.
Los avances emancipatorios y la vocación de integración regional y reparación social de estos gobiernos, ratificados por numerosos pronunciamientos populares libres e insospechados durante más de una década, encerraban en su matriz sus propios límites. No habían avanzado lo suficiente ni producido transformaciones imprescindibles en materia de estructura productiva, ni en la conciencia política de sus pueblos. Pero, fundamentalmente, habían dejado intacta la estructura económica de un capitalismo indivisible de un nuevo sistema mundial de acumulación financiera.
La endeblez de la expansión del mercado interno y del consumo cómo únicas y artesanales herramientas para las respectivas cruzadas redistributivas quedaron de manifiesto inmediatamente después de la crisis global de 2008. A partir de allí, el crecimiento de las economías regionales se empantanó y el resultado final, al menos en la Argentina, es conocido.
El populismo en su versión local comenzó a perder, inexorablemente, su batalla cultural frente a la formidable maquinaria de devastación de la conciencia nacional y popular en manos de los grupos en cuyas manos habían quedado (en lo que configuró otra asignatura pendiente del gobierno) los grandes medios de comunicación.



Toda revolución inconclusa es producto de su debilidad política y  sus inconsistencias ideológicas.
A la derrota cultural que precipitó la calamidad del ascenso al poder, por la vía de los votos, de la derecha macrista, se suma una derrota moral signada por una corrupción (respecto de la "otra", la que traspone impúdicamente los límites permitidos de  un sistema financiero internacional de expoliación, era sabido que los grandes medios iban a hacer  un silencio escandaloso) sobre la que poco y nada se ha dicho por parte de los intelectuales orgánicos del modelo, casi todos ellos ocupados en la coyuntura o en etéreas cavilaciones que permitieran vincular la experiencia regional con diferentes producciones de filosofía política de un siglo de (larga) data. Mientras tanto, la derecha cerraba un proyecto político, económico, cultural y de control social sin fisuras. Salvo por el detalle imperceptible de que las víctimas de ese ensayo serán, inexorablemente, millones de argentinos.
La corrupción no es un problema moral, al menos si por moral entendemos los mandatos kantianos o, más allá en el tiempo, los preceptos bíblicos. También es cierto que resulta imposible concebir un capitalismo sin corrupción. Por más que sean capitalismos "buenos", como el que promovió el peronismo y emularon los gobiernos K. Hay una cuestión de clase subyaciendo estas conjeturas que en la década del setenta se debatía e, incluso, se saldaba con la brutalidad sin límites de la “justicia popular” sumaria, y que ahora ni siquiera se alude desde el campo popular.Eso no quiere decir que todos los propietarios sean corruptos ni que todos los trabajadores sean incorruptibles. La corrupción encarna, justamente, una debilidad ideológica porque lo ideológico, parte esencial de la cultura, no ha sido saldado. Un capitalismo bueno es una aporía. Una limitación ideológica supone la  imposibilidad de comprender el mundo y la realidad en su conjunto "por fuera" de las lógicas del capital, que no solamente produce subjetividades sino sujetos. Necesidades, pulsiones y compulsiones. Quien no se pueda sobreponer a ellas no puede formar parte de un proyecto emancipatorio. Mucho menos, sintetizarlo y conducirlo.