Por Eduardo Luis Aguirre 

El pasado 25 de mayo, fecha patria de este lado de los Andes, nos dejó a los 98 años de edad Luis Gastón Soublette (1927-2005), uno de los pensadores prominentes de nuestra América. Como todos ellos, la luz que se apagó a sus espaldas lo colocará en una dimensión diferente. Ya no recordaremos ni al filósofo, ni al custodio del pensamiento nacional, al profeta de las cosmovisiones indígenas, al crítico empedernido de la industria cultural y el modo en que se imparte la educación en las instituciones oficiales. Musicólogo, anti pinochetista acérrimo pero militante temprano de caminos pedregosos que es bueno disculpar, como en el caso de todos y cada uno de los seres humanos.

Se propuso analizar la cultura chilena y lo hizo durante un tiempo junto a Violeta Parra. Ambos escribieron, en 1959, El Folklore de Chile: la cueca. Lo desveló siempre descubrir el alma de Chile y llegó a reconocer que, para él, sus hermanos trasandinos eran el pueblo con menos identidad de América. Escribió además dos libros maravillosos: Rostro de Hombre (2006) y El Cristo Preexistente (2016), en los que presenta al cristianismo articulando con las tradiciones de nuestros pueblos originarios. Apasionado de la cultura y la historia del pueblo mapuche completó a través de los diálogos y monólogos proposiciones verdaderamente asombrosas.

Su carrera académica, tanto en la Pontificia Universidad Católica de Chile como en la Universidad de Valparaíso marcó en sus alumnos una huella imperecedera.

Carismático, de una insaciable curiosidad, cuentan que siempre tuvo siempre una estrecha relación con profesores y estudiantes. Los invitaba a preguntar y preguntarse, a disfrutar de los diálogos y del silencio. En sus clases, la mitad de sus estudiantes eran alumnos formales de carreras muy diversas y la otra mitad eran oyentes frecuentes. Abjuraba de hacer pruebas o calificar a los alumnos y abría siempre las puertas de sus aulas. Era un profe atípico. Tanto, que quizás sus alumnos no supieran si estaban frente al mejor docente. Sí que estaban, también ellos, frente al docente más influyente, rebelde y preclaro.

Me acerqué a él hace ya muchos años. Allá por los inicios de este siglo convulsivo. En ese momento escribía sobre el sistema de resolución de conflicto de los mapuches, con el que gané la Beca Masashi Chiba, que otorgaba anualmente el Instituto de Sociología Jurídica de Oñati.

Allí escuché un monólogo inolvidable del pensador sobre la gente de la tierra. Volví a encontrármelo en 2022, cuando comencé a escribir “Conjurando el hervidero espantoso. Filosofía del derecho indígena”.

A pesar de su indiscutible autoridad, tampoco le fue sencillo ser reconocido. Obtuvo el el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales después de dos proposiciones fallidas. Fue galardonado en junio de 2023, cuando tenía 96 años. Recién en ese momento, los miembros del honorable jurado recibieron una adhesión a su nombre de 7.620 personas. El jurado, austero en la adjetivación, lo rescató como “un estudioso de la humanidad, un humanista que ejerce tanto el rol crítico del conocimiento como el valor del saber humano en su relación con la naturaleza, un sabio necesario en los tiempos que vivimos…”. El sabio de la tribu era y será mucho más que eso. Pero la muerte juega siempre a favor de la injusticia y la demora.