Por Ignacio Castro Rey

Algunos llevamos meses oscilando entre la impotencia, la perplejidad e intentos desesperados de fuga hedonista, por no decir negacionista. Meses y meses sin poder olvidar la matanza de Palestina; sin poder tampoco sentirnos aliviados con las escasas (y a veces dudosas) iniciativas de manifestación, resistencia o solidaridad con la causa de esos pocos millones de infelices. Lo grave es que, en plena democracia española, apenas hay con quien hablar, como si todo esto debiera ser, incluso entre los amigos progresistas, una depresión escondida que no interrumpe las cañas.

Lo más llevadero es la cólera, la indignación desatada y el desahogo verbal. Lo más difícil, la tristeza y una sensación de pesadilla persistente. No sólo es un escándalo más en el que participan "nuestras tropas" o es ejecutada con nuestros impuestos. Últimamente es también la sensación de que vivimos en una sociedad que se ha convertido en una secta asesina. ¿Cómo convivir con esto? No se trata de que, otra vez, Israel, Estados Unidos o la UE nos avergüencen. Vivimos más bien, y esto es relativamente nuevo, bajo la sensación opresiva de que lo peor se ha colado en nuestras filas, lee a Valente, Lispector y Lacan, viste como nosotros y escucha la misma música.

Algo debe haber en el caso de Palestina, probablemente desde hace décadas, para que se pueda convertir en tan letal para algunas almas, como una especie de suicidio moral. Parece que nunca más, después de estos larguísimos meses, recuperaremos cierto bienestar o alguna inocencia. Como si el giro de los acontecimientos, desde hace cerca de dos años, hubiera generado una angustia de fondo que no cesa. Para algunos ya da igual lo que hagamos, vayamos a las manifestaciones o nos quedemos en casa, cargados de impotencia. Sea como sea, la sensación de ser cómplices del espanto persiste.

Quizá la desazón se alimenta en el hecho de que el ambiente progresista que nos rodea ha cristalizado la resignación y la indiferencia. Cuando no, lo sabemos, en cierta comprensión hacia el derecho del Estado de Israel a defenderse. No sólo los verdes alemanes se avergüenzan de la bandera y la resistencia palestina. Ignorando setenta años de opresión y matanzas, es normal encontrar en la información la frase: "La guerra de Gaza es un conflicto que comenzó el 7 de octubre de 2023".

No olvidemos que, por esas fechas, incluso distintos países árabes estaban a punto de firmar acuerdos históricos con Israel. Ante esto, si lo que la resistencia palestina quiso fue destapar el horror de lo que estaba ocurriendo bajo cuerda, tirar de la manta y avergonzar a las almas biempensantes de Oriente Medio y Occidente, es posible que lo haya conseguido. A un precio muy alto, de acuerdo, pero quizá muchos habitantes de Gaza y Cisjordania estaban hartos de ser masacrados día tras día, sin cámaras y a ritmo lento.

La necesidad de mantener a cualquier precio el portaviones llamado "Israel" y de doblegar de paso a los países árabes, es hasta tal punto crucial para Occidente, con los palestinos como primer símbolo de una resistencia a exterminar, que no es de descartar que la prolongación desesperada de la guerra en Ucrania cumpla una pérfida función de tapadera para Europa y Estados Unidos. Como una cortina de humo ideal, pues Rusia parece haber acaparado todos los puntos del mal en esta "eurovisión" invertida. La furia contra Putin justifica el silencio cobarde frente a Netanyahu.

Quizá para algunos de nosotros, cada día menos, la barbarie desatada en Palestina es doblemente hiriente porque pone sobre la mesa algo que últimamente habíamos querido olvidar, la crueldad del orden social en el que vivimos. Como si ese escenario de matanzas, que contemplamos mezclado con la información del clima, Eurovisión y las novedades deportivas, se correspondiese al milímetro con el odio que el sistema mismo ha generado hacia todo lo que sea alma entre nosotros. Que el genocidio esté dirigido por el fanatismo de las antiguas víctimas pone de manifiesto hasta qué punto "justicia" o "piedad" son palabras completamente vacías. Acallando el malestar de nuestra progresiva degeneración moral, los palestinos nos hacen buenos a todos. Al menos en este sentido, seguimos utilizando a Hamás como el terrorismo execrable que justifica el nuestro, esta batalla justa, masiva y democrática contra las tinieblas. Ni siquiera los niños de Gaza son personas, sino alimañanas de la noche.

Los tiempos actuales son doblemente siniestros porque hay mucha gente de buena fe que, queriendo ignorar que el genocidio tiene siete décadas de historia, piensa que al fin y al cabo "ellos se lo han buscado" al provocar la matanza de octubre. La idea de que es el silencio de los justos lo que resulta hiriente, más que la violencia desatada de los malvados, ya no sirve de mucho. Los justos se han revelado la vanguardia silenciosa de una hipocresía criminal.

La pregunta ahora es: ¿habrá que habituarse para siempre a vivir en un orden cultural abyecto? Si esto es así, también significa que casi todas nuestras iniciativas críticas, radicales y culturales están destinadas a ejercer de comparsa, de bufón de la corte global, sirviendo de coartada alternativa "humanista" a una mayoría social y gubernamental genocida.

El espectáculo diario de la información, las redes sociales y las series televisivas, lleva años volcado en una tarea política crucial: Entretener a los que esperan. ¿A los que esperan qué? Tal vez a que la anestesia de la diversidad, la de la indiferencia, cristalice en una fluidez irreversible, sin vuelta. De ser así, en cierto modo los demócratas habríamos superado a los nazis, que al menos tenían una remota idea de la barbarie que estaban desatando.

Es obvio que todo esto no es precisamente optimista, pero extender el pesimismo y cierto humor negro es la pequeña contribución de los que llevamos demasiado tiempo abrumados por la impunidad de una matanza que apenas genera ya escándalo ni resistencias.