Por Ignacio Castro Rey (*)
De ética y política: La Grande Bellezza
“Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza. Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una simple historia ficticia. Lo dice Littré, que nunca se equivoca. Y, además, todo el mundo puede hacerlo. Basta con cerrar los ojos y abrirse al otro lado de la vida”. L. F. Céline: Viaje al fin de la noche.
Aprovechando un impasse académico, había que romperse los sesos buscando una película que sirviese para acompañar los temas de ética y política del final de este curso. No servían las películas que siempre ven los alumnos, tampoco otras que uno ya había proyectado (Deliverance), pues se trataba de buscar algo nuevo, lo más impactante posible: algo que “hiriese” a la juventud (vano intento: iluso de mí) y mostrase el escándalo que es el mundo, como en La caza de Vitenberg, cuando nos bajamos de los sistemas de protección que nos impiden percibir y pensar. Pensé en King and country y Johnny cogió su fusil, antiguas y magníficas, pero ilocalizables… y tal vez, para el gusto espectacular de os jóvenes, un poco anticuadas.
Así que me acordé de La gran belleza, la cinta anterior de P. Sorrentino, que tuvo más suerte que Youth: enigmáticamente, los cretinos de la Academia (los mismos que acaban de premiar un comic de venganza, osos y nieve) le concedieron el Oscar a la mejor película extranjera en 2014. Los temas de La juventud se repiten, pero trazados de manera completamente distinta: la vergüenza de vivir en este mundo y sobrevivir al paso del tiempo, el misterio de la vejez y de la juventud; la amistad, la decadencia, el amor, la belleza y la muerte… Todo ello con un formato multicultural y cosmopolita, pero esta vez (a diferencia de Youth) muy italiano, pues la película está rodada en la Roma actual y siguiendo el eco distante de aquella legendaria La dolce vita de Fellini. El fondo es muy dramático, incluso trágico, tanto o más que en Youth, pero Sorrentino lo sirve otra vez en una superficie perfeccionista, de estética muy cuidada. Tal vez la intención es que sea más digerible la crudeza de lo que quiere mostrar, con un ritmo que no concede descanso. Me llamó la atención también la forma en que Sorrentino ama y cuida la música: hasta los temas “horteras” de R. Carrá o de música suramericana son entrañables, no digamos otros más delicados o vanguardistas. No sólo es esta magnífica banda sonora, que habría que buscar. Sorrentino cuida también unas envidiables coreografías en las dos o tres fiestas que recorre con la cámara, momentos musicales que en principio no parecían ser su objetivo.
Con un ritmo frenético, La gran belleza encara una variación mundana sin media aritmética, también en los personajes y en la música, pues ambos oscilan entre lo vulgar y lo exquisito. Los rostros de esta fauna internacional son bellísimos o grotescos, extraños casi todos, a veces inescrutables… Y los personajes, parte de ellos amigos de Jep: la enana Davina, Viola y Andrea, Ramona y su padre, el empresario Lello… La brutal novia de Romano, drogadicta. El enigmático vecino de arriba, el cardenal Peruchi, la Santa… Lo que se podría llamar la mutación anímica de la especie, una cuestión que a algunos nos obsesiona, aparece en los rostros desencajados o impenetrables, en la escena del gurú de la estética y el botox, en escenarios romanos o fiestas locas, más probables en Roma (aunque ya no es “refinada”, se queja Jep) que en Madrid. Este contraste entre lo sublime y lo grotesco, sin ningún maniqueísmo, Sorrentino lo extiende también a la mezcla entre moralidad e inmoralidad, entre alegría exultante y tristeza total. Entre inocencia y perversión, lo laico y lo religioso, no hay buenos de un lado y malos de otro. El bien y el mal están terriblemente repartidos, en una especie de banalidad del mal (H. Arendt) que se mezcla con una banalidad del bienque hace a ambos casi intercambiables, separados sólo por el truco de una delgada lámina.
En cierto modo el protagonista, Jep Gambardella, chapotea en la brillante banalidad que le rodea. Absorto por la vida nocturna de Roma, ya no escribe novelas. Aún así le queda un resto de honestidad y sabe que esa fluidez es engañosa, por eso no le perdona la vida a todos los que, sean artistas o cardenales, van de listos y quieren pescar fácilmente en esas aguas revueltas. Aunque no es malo, Jep dice y hace cosas bastante duras. Quiere ser un cínico y adaptarse a esa atmósfera disipada, pero no lo consigue, lo cual le hace un poco entrañable. Mantiene entonces un hilo de moralidad y sentido común en medio de la corrupción de la alta sociedad romana. Reconoce la derrota de su generación: añora el “olor de la casa de los viejos” mientras sus amigos piensan en otra cosa. Cuida y quiere a sus amigos, también a la encantadora Ramona, con quien tiene una relación leal y honesta. También a Romano, que es un ingenuo bastante infeliz. Se trata de igual a igual con su asistenta, esa granujacon la que se sienta de vez en cuando a hablar. Por encima de todo, no olvida jamás a Elisa, su primer y casi último amor. Elisa, cuya belleza inocente y cuyo borroso abandono (ni siquiera sabe por qué le dejó) le mantienen obsesionado, sobre todo después de su muerte.
Con todos sus defectos, los amigos de Jep (incluso Stefanía, desde luego Ramona) están muy lejos de la estirpe de autistas que hoy, de derecha e izquierda, mantiene el poder entre nosotros. A diferencia del narcisismo de la millonaria que se hace fotografías a sí misma para Facebook, del siniestro cardenal Peruchi, los amigos de Jep viven el momento, sienten y hablan según el suelo que pisan. Lejos de la cobardía habitual y nuestro moralismo hipócrita, Jep juega a ser frívolo y cínico, hasta inmoral. Sin embargo, no lo consigue. Con una especie de quijotismo irónico, protege a los débiles y ataca sin piedad a los poderosos: hunde en la miseria a la presuntuosa artista conceptual que recuerda a M. Abramovich; destroza a la engreída Stefanía, aunque la quiere. Ama y cuida a Davina, la genial enana que dirige la revista para la cual Jep escribe. Se divierte con su amigo Lello, gamberro y vendedor multimillonario de juguetes. También con su histriónica esposa. Se deja querer por Viola y su hijo Andrea, cuya muerte Jep no se podrá perdonar. Nadie es muy bueno, nadie (ni siquiera el cardenal exorcista) es del todo malo. La propia niña-artista, Carmelina, oscila entre un demonio y un ángel.
Lo normal, desde nuestro moralismo imbécil, es tomar distancias con el cinismo y la supuesta corrupción de Gambardella. La verdad es que él está muy por encima de nuestra cobardía gestionada: “Vine a Roma con la idea de ser el rey de la mundanidad. Pero no bastaba con eso, había que empujar las fiestas al fracaso”. Jep tiene su vida medio destrozada, como casi todos sus amigos, pero no deja de admirar todo aquello que ya no parece a su alcance. Por ejemplo, esa personificación del mito de la vida en tres mujeres, de edades distintas. Elisa, Ramona y La Santa representan el signo de una pureza que desaparece. “Todo muere a mi alrededor”, se queja Jep. “Y tu sufres -remata Davina- y no entiendes nada”. Así pues, no queda mucho tiempo para ajustar la vida, para ponerla a la altura de su belleza escondida. De ahí proviene esa filosofía entremezclada con la vida cotidiana.
Recordemos algunos momentos: “La familia es algo hermoso” (Jep). “Cierto, pero yo no estoy hecha para cosas hermosas” (Ramona); “¿Me puede hacer desaparecer a mí? (dice Jep, como queriendo apearse del mundo). “Pero Jep, ¿crees que si pudiera hacer desaparecer de verdad a las personas yo estaría todavía aquí? Todo es un truco. ¡Un truco!” (Arturo); “Buscaba la gran belleza, pero no la he encontrado” (Jep, intentando explicarle a la Santa porque no ha escrito más novelas); “Estás cambiando. Cada día piensas más” (Davina a Jep); “¿Sabe por qué me alimento sólo de raíces? Porque las raíces son importantes” (Sor María); “¿Vendrá a la fiesta de mi divorcio? Habrá bailarinas sobre elefantes”, dice una harpía que acaba de volver de la India, y de una “disentería fantástica”, hablando con el gurú de la estética. “Me gustan nuestras congas. Son las mejores de Roma, precisamente porque no van a ninguna parte”, reconoce Jep hacia el final de la historia.
La subordinación socrática de la política a la ética es patente en la discusión entre Stefanía y Jep, que acaba mal, aunque después se reconcilian. Jep defiende, también Romano y Davina, que en los sentimientos y en las emociones hay algo más “universal” e importante que todo lo que llamamos ciudadanía, esa obsesión política representada con un estilo humano por Stefanía y, de modo más siniestro, por el cardenal Peruchi. Lo personal es político, se ha dicho: Jep no es un radical de izquierdas (es Stefanía quien juega a eso), pero sabe al menos que está en decadencia, que no puede estar contento consigo mismo ni encantado de haberse conocido. A diferencia del cardenal, de la millonaria a la que abandona en su habitación, de la vulgar “novia” del ingenuo Romano, Jep atiende a lo pequeño: tiene una relación fraternal con su asistenta hispana y escucha lo que le dice Davina, que es enana, sobre la necesidad de recordarnos el niño que somos. Incluso, recordad, dice del poeta que acompaña a Davina: “¿Por qué no habla? Porque escucha“.
Lo personal es lo político. A una persona se la mide por sus gestos y su estilo de vida; por sus silencios y sus palabras. No por la ideología que dice defender, como intenta Stefanía. La carne de lo cotidiano es el barómetro de lo político. ¿Cómo sobreviven millones de palestinos y humanos al borde de la extinción? Posiblemente lo hacen como muchos adultos y jóvenes que nos rodean, con una idea de lo político muy distinta a la que tienen entre ceja y ceja la casta, conservadora o alternativa, que nos intenta gobernar. Se sobrevive a la infamia tal vez como muchos padres y como Jep: buscando raíces, según sor María, un buen truco para poder encontrar vacuolas donde respirar, algo de belleza en la vergüenza que es vivir en el mundo.
Tal vez uno de los mensajes políticos de Sorrentino sea éste: ¿No somos todos nosotros unos enanos? Unos extras, había dicho Mick en Youth. ¿No deberíamos estar más cerca del suelo y del niño que todavía llevamos dentro? A pesar de su pose cínica, este romanticismo está en Jep. Matando ese niño, muchos adultos han destruido sus vidas. Onetti decía: “Un hombre hecho es un hombre deshecho si no es excepcional”. Lo único que podemos hacer es reconocer esa decadencia, cuidarnos unos a otros, hablar de cosas intrascendentes y buscar una forma de que la tragicomedia de la vida siga.
Al final es un truco, un gesto infantil de humor, de magia y confianza, lo que nos permite encontrar la belleza, quizás pequeña, en medio de las dudas y la dificultad de vivir en este mundo. El sentido del humor y cierta inteligencia infantil permite a Jep conectar de forma humana con un mundo que hierve en la corrupción. Él no sólo recupera la relación con Stefanía, baila y tontea con ella, sino que incluso lo hace también con ese sueño que le puede, una escena juvenil con la belleza de Elisa que, indecisa, nunca entendió del todo. Nunca sabrá por qué Elisa le dejó, pues ella ha muerto y su diario se ha perdido. Sólo le queda buscar una raíz en todo eso. Al final es posible que sor María, la Santa casada con la pobreza, sea la más “política” de todos ellos. La misma que ha leído y entendido El aparato humano, la única novela de Jep, como un libro “bello y fiero”, a la manera del mundo mismo de los hombres.
Intenta ser genialmente cínico, a la muerte de Andrea, el discurso sobre los funerales. Nada de informalidad, dice Jep, pues un funeral es la escena social por excelencia. Se debe estar visible, pero no mucho. Jamás debemos llorar (aunque Jep no puede cumplir con este mandato), para no quitarle protagonismo a la familia. Una buena actuación, y aquí Ramona se queda congelada ante el espejo, no debe tener nada de superficial. Pero es precisamente el hecho de que Jep se derrumbe en el funeral, porque se siente culpable, lo que permite a Ramona conocerle como hombre de carne y hueso e iniciar una relación sentimental: “Ha sido bonito no hacer el amor”: “Ha sido bonito quererse mucho”, dice ella. A pesar de la burbuja de lujo en la que vive, Jep siempre ha sido bastante humano. A la vieja pregunta “¿Qué te gusta más de la vida?” sus amigos respondían “Los coños”. Pero él, parado entre los que bailan frenéticamente en su 65 cumpleaños, recuerda: “El olor de las casas de los viejos”. Jep es incluso humano en sus pocos y medidos estallidos de cólera: “No soy misógino, soy misántropo”, le contesta a Stefanía. Lello, el gamberro vendedor de juguetes, concluye: “Exacto. Ya de odiar, hay que odiar a lo grande”.
Noctámbulo, Jep reconoce ante su sirvienta que se encuentra raro porque se ha levantado temprano y no sabe qué hacer: “La mañana para mí es un objeto desconocido”. Célebre y rico, vive sin embargo despegado de ese traje idiota que atrapa a otros. Da largos paseos solitarios, mira, escucha, incluso a veces se pone triste. Se asoma a la terraza de su lujoso apartamento para observar la vida misteriosa de los niños y las monjas, abajo, en un patio. “¿Qué hacéis esta noche?”, pregunta a Polina y su compañero (el que fue marido de Elisa) un Jep que desea de pronto saber, desde su vida un poco irreal, cómo viven los otros. Pregunta eso como si él no supiera nada de la vida, o la suya propia no le llegase. Davina sabe que Jep continúa siendo un niño.
Elisa es un eco borroso y fulgurante. Todas las cifras de Jep están guardadas en ella, por eso le cuesta recordar con precisión. No es el único que está obsesionado con esa mujer, tampoco con Ramona o Sor María. “¿Qué vas a hacer?”, le pregunta Jep al desconsolado viudo de Elisa. Lo que siempre he hecho, responde: Vivir adorándola. Finalmente llegamos a uno de los minutos mejores de este (después de todo) inolvidable curso, el monólogo de un Jep que cierra los ojos en el claroscuro intermitente del faro bajo el que conoció a Elisa: “Siempre se termina así, con la muerte. Pero primero ha habido una vida, escondida bajo el bla, bla, bla, bla, bla. Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido, el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo; bajo los demacrados e inconstantes destellos de belleza, la decadencia, la desgracia y el hombre miserable. Todo sepultado bajo la cubierta de la vergüenza de estar en el mundo. Bla, bla, bla, bla, bla. En otros lugares hay otras cosas. A mí no me importan los otros lugares. Así pues, que empiece la novela. En el fondo, es sólo un truco. Sí, sólo es un truco”.
(*) Filósofo y crítico de arte.