Por Eduardo Luis Aguirre

Hace unos meses ensayamos la tesis de que, por primera vez en la historia argentina, el progresismo, ese conglomerado de inusitada levedad que acompaña correctamente el “carnaval de los días felices” (como de alguna manera lo expresa Zizek) y coincide en cíclica y celosas rupturas ante sus frustraciones, había alcanzado en nuestro país una ontología propia. Es más, decíamos que ese complemento que había acompañado la construcción de pueblo desde sus oníricas perspectivas se había convertido en un problema. No era ya una cuestión, era un problema. Por ende, frente a un problema no queda otra alternativa que intentar su resolución. Ahora bien: ¿qué había sucedido en estos tiempos para que esas fracciones normalmente individualizadas acompañaran las demandas y las marchas del resto de las grandes épicas emancipatorias? La referencia al cambio de época, remanida, constituía un buen principio histórico de explicación. Su ingreso formal a los espacios de decisión era otro. La gravitación en la línea política del kirchnerismo de colectivos como Flacso no podría dejar de mencionarse porque sus yerros conceptuales y teóricos colaboraron con el “big bang” de las demandas equivalenciales en las que el pueblo se debatía, en desigualdad de armas, contra el establishment. Las prédicas de un progresismo globalizado que ha ayudado a devaluar el discurso de las izquierdas en el mundo fue otro factor de empoderamiento regresivo. El pretendido fracaso de las experiencias socialistas habilitó las discusiones asambleísticas de los debates al interior de estos colectivos y se encargó de profundizar la idea de que las burocracias estatales eran antigüedades incapaces de dar respuestas en cada uno de los temas que le preocupaban. Con esa visión falible de las realidades desaparecieron de sus léxicos las contradicciones fundamentales que el capitalismo no ha parado de subrayar y profundizar. Ni los gobiernos, ni las formas de apropiación y acumulación de capital constituían ni constituyen parte de los debates esenciales de esos progresismos plagados de demandas de derechos individuales y sin posibilidades de advertir lo que verdaderamente está en juego en la filosofía política de las materialidades.

Uno de esos problemas lo constituye el ambientalismo colonial. O mejor dicho, el ambientalismo que puede convivir perfectamente con gobiernos liberales a ambos lados del océano. Desde luego y no podría ser de otra manera, es posible encontrar y dialogar sobre cuestiones que hacen al desarrollo nacional a ecologistas razonablemente preocupados por el cambio ambiental y la necesidad de aumentar los controles estatales en actividades que serán el punto nodal de las discusiones políticas y económicas de este siglo.

En América Latina, y más precisamente en la Argentina, la crisis de extrema profundidad que vivimos le asigna a la mentada materialidad, al productivismo acelerado, un rol fundamental para el país. Tal vez el único. Me refiero a los recursos naturales. A todos ellos. Como en todas las actividades de riesgo, desde el tránsito vehicular hasta la industria farmacéutica o los establecimientos de salud, las denominadas actividades extractivistas deben responder al contralor organizado del estado. No veo por qué solamente en las actividades vinculadas a los RN esos mecanismos institucionales no habrían de funcionar. Y es llamativo que justamente cuando, en medio de un reacomodamiento global de piezas que ya hemos explicado, la primera potencia del mundo insista nuevamente con su histórica vocación de apropiarse de nuestras riquezas naturales. ¿O creemos que el escaneo del Paraná es un gesto de puro altruismo de la DEA y sus secuaces? La otra posibilidad, entonces ¿cuál sería? ¿dejar de producir, explotar y comerciar una riqueza absoluta en términos de desarrollo del país y el interés nacional? Sinceramente, si bien me resisto a creer que esta monumental ingenuidad sea cierta, lo real es que estas ideologías y su influencia real hacen pie en sectores pseudoprogresistas urbanos. Manejan medios de comunicación, producen discursos catastrofistas, desconfían de las tareas de control del estado e incluso ocupan una generosa cantidad de cargos públicos. Esta discusión, vale aclararlo, tampoco es contra ese progresismo bueno, es una lucha contra el tiempo. Si Argentina deja pasar esta oportunidad, está definitivamente condenada al fracaso. En esa clave debe leerse, por ejemplo, la importancia histórica del gasoducto NK y las facultades y el derecho inalienable e imprescriptible de los estados en la materia en materia de control y sanción. Voy a terminar con un concepto de Eduardo Crespo que allana todas las dudas sobre la intensificación y diversificación de la producción nacional: "Rechazan la extracción de petróleo en nuestra plataforma submarina, se oponen a los proyectos vinculados a Vaca Muerta, al explotación del litio, la minería, actividades forestales, exportación de porcinos a China, por mencionar los ejemplos más resonantes. Pareciera que nada nuevo se puede producir en las provincias. Quiéranlo o no, al dificultar la diversificación productiva y regional, refuerzan el carácter estratégico del agro pampeano y sus históricos poderes de veto sobre las políticas populares. Al ser el único sector que genera divisas, conserva un peso político y una presencia mediática capaces de frenar cualquier iniciativa en su contra, con prescindencia de cuales puedan ser sus impactos ambientales". Las cruzadas del ambientalismo portuario llevan a memorar una de las creaciones inolvidables de Les Luthiers: "No! para el otro lado...!".