Por Eduardo Luis Aguirre
Frente al embate desembozado de los privatizadores de los clubes sociales debemos preguntarnos qué hacer en la coyuntura y qué elementos conceptuales utilizar para confrontar contra este intento destinado a poner en crisis una de las tradiciones emblemáticas de nuestra cultura. Por supuesto, el principal objetivo de las SAD o sus analogías enmascaradas es el fútbol. Todo lo que puede estar en el mercado deberá estar en el mercado. No es una frase traída de los pelos. Es un postulado político presidencial. Y los últimos acontecimientos autorizan a pensar que el embate contra las sociedades civiles sin fines de lucro recién comienza. La idea de Sociedad Anónima Deportiva no es nueva ni original, existe en otros países y reconoce antecedentes pretéritos y actuales en la Argentina. La diferencia es que ahora se ha tomado como una cuestión de estado. Y el embate se produce justamente cuando el fútbol se ha transformado en uno de los más fabulosos negocios en el mundo y nuestros clubes no han podido, no han sabido o no han querido plantarse frente a esas lógicas con argumentos potentes y una densidad participativa que los transforme en sujetos políticos con capacidad suficiente para restaurar un orden identitario que pretende removerse. Este desguace es responsabilidad de los dirigentes, pero también de los socios e hinchas. La pasión tiene una mirada corta y está parapetada detrás del refugio endeble de una alegoría fraseológica: “el club es de los socios”.
Digamos entonces que el deporte es, fundamentalmente, un derecho. Un derecho humano al completo bienestar de los ciudadanos. También es un hecho cultural, identitario y pasional. Nada de eso puede tener dueño ni quedar librado a las oscuras aguas del mercado.
En esa afirmación cultural de identidad, pasional y profunda, habita una nueva concepción del ser humano, de su cultura, de su educación, de sus relaciones interpersonales, de emprendimientos colectivos y de una comunidad humanitaria amorosa. Claro que, como en todo deporte, la competencia es cada vez más ardua y exigente, pero eso no obsta a que el deporte sea una parte esencial de la formación humana, dirigida a cada uno de las personas, tan fundamental como la poesía, la música, la matemática o un oficio. Los clubes son parte de la vida de las personas. Una parte trascendental, definitoria, constitutiva, que los define y los identifica. Ningún país soberano que aspire a desarrollarse equitativamente puede prescindir de las asociaciones libres en las que se practiquen deportes como forma de sociabilidad, amistad y promoción de los sanos agonismos que son la expresión más sana de los conflictos que dan vida a toda comunidad. Si en vez de ese espíritu fraterno y pasional reinara el individualismo economicista y crematístico el empobrecimiento social sería devastador. Porque el deporte, en la mayoría aplastante de los casos -e incluyo en esta afirmación particularmente al fútbol- no es una profesión. Al menos en sus etapas iniciales y lúdicas.Es una línea de tiempo que atraviesa las demás diferencias porque en esas instituciones cosechamos amistades, afectos, alegrías y tristezas que nos son comunes a todos y mucho más a quienes compartimos el amor por una camiseta.
Si los clubes se transformaran en SAD o en algunas de sus formas encubiertas maliciosamente, el deporte habrá de ocupar un lugar anodino para convertirse en un prospecto profesional en el que llegan al “éxito” económico (una categoría que se contrapone al espíritu del deporte mismo), ya sea porque solamente serían tenidos en cuenta los más dotados y se desecharía a los que tienen menos recursos, mayores impedimentos o tiempos más escasos. Esto no significa negar la existencia de una realidad mundial que no admite retroceso ni replanteo alguno. Lo que estamos diciendo es que las asociaciones de clubes y los clubes tienen la obligación de establecer lineamientos para evitar que los clubes cedan frente a la presión de las empresas en cualquiera de sus semblantes pseudo deportivos. Demasiado poco han hecho las ligas argentinas hasta ahora. Sobran los ejemplos de verdaderos caballos de Troya que llegan a competir en sus torneos oficiales sin, por ejemplo, tener hinchas. Un dato fácilmente detectable porque va indefectiblemente añadido a la historia, la identidad y la tradición de los pueblos. Estamos ante un fin de época. Probablemente nuestros clásicos no vuelvan a ser los mismos. Quizás deban ser, en adelante, fragorosas y pacíficas contiendas contra el capital desbocado que viene por el fenómeno social más importante de la historia humana. Allí, el rol político, casi pastoral, discursivo de los dirigentes será fundamental. Claro que los clubes pueden pensar en que sus elementos juveniles lleguen al fútbol grande. Por supuesto que sería absurdo pensar en una vuelta al amateurismo y que el profesionalismo llegó para quedarse, implicando incluso a los clubes sociales. Lo que no puede permitirse es que ni las SAD, ni cualquier otra estructura modélica que implique su privatización los haga esclavos del mercado. Cuantos más socios e hinchas conservan activamente las asociaciones civiles sin fines de lucro, menos posibilidades habrá de correr esos riesgos de pérdida de su autonomía. Cuando los clubes se vacían y se retacea o no se impulsa correctamente esa militancia asociativa, más cerca estaremos de estos mecenazgos ruinosos. Las únicas trincheras de los clubes son la militancia, la participación y los fundamentos político deportivos de dirigentes éticos. La evocación, la palabra, la cercanía permanente y la comprensión del otro y del deporte como un acervo vital. Del otro lado habrá tramas oscuras, intencionadamente ininteligibles y abstrusas, pero capaces de construir una razón aparente. La enorme cantidad de dinero del pase de un futbolista profesional acaba de ser depositada en la cuenta de la institución vendedora por un magnate extranjero que no tiene ninguna vinculación orgánica con el club comprador. Esa anomalía, que luce obvia y antirreglamentaria, pretende ser enervada con razones alambicadas y prolijas coartadas. En este contexto de medianía, de falta de fortaleza en la defensa de lo común, de un gobierno que alienta este avance de la destrucción de lo comunitario, no faltarán tribunales que puedan avalar esas prácticas. Allí radica la magnitud del riesgo. En ese abismo se juegan no solamente las tradiciones identitarias, sino también la memoria de millones que recuerdan como sus primeros afectos a sus compañeros y compañeras de vestuario.