Se ha afirmado que “los Derechos
Humanos no han sido creados por el derecho escrito: éste los reconoce y los
confirma. En ese sentido, los Derechos Humanos no son una concesión del Estado,
que debe reconocerlos, protegerlos y garantizarlos. Si esto es así, los
Derechos Humanos tienen una fundamentación ética y constituyen la protección
jurídica e institucional de una serie de condiciones para poder vivir una vida
digna, vale decir vivir una vida conforme a la idea de que la vida humana es
valiosa y como tal debe ser repetada y protegida”[1].
El extermino masivo de seres humanos es un fenómeno
incorporado a la historia humana desde tiempos inmemoriales. Los primeros
relatos escritos ya dan cuenta de terribles matanzas, e incluso las describen
las sagradas escrituras.
Las narraciones épicas clásicas aluden a los exterminios
ocurridos durante el arrasamiento de Troya por los griegos, el aniquilamiento
de Cartago por los romanos, las sangrientas campañas del Gengis Khan[2], las cruzadas, las guerras de religión en Francia
y más recientemente, las cruentas colonizaciones de los pueblos de ultramar por
parte de las potencias centrales europeas, en especial la conquista de América.
El concepto de genocidio, no obstante, constituye -como ya
hemos señalado- un término moderno, un insumo teórico acuñado recién a
comienzos del siglo pasado como resultado del asesinato de un millón y medio de
armenios por parte del Estado turco, que se reedita posteriormente en el
holocausto judío a mano de los nazis. La pregunta es si, efectivamente, el holocausto armenio ha sido el primer genocidio moderno, la primera evidencia de una práctica social reorganizadora que echa mano al exterminio sistemático de otro al que decide aniquilar para reorganizar una sociedad en base a la cosmovisión de los perpetradores.
En definitiva, intentos (lamentablemente exitosos) de
destruir el orden y las relaciones sociales preexistentes y reorganizarlas en
base a un nuevo orden y una nueva escala de valores.
El caso de los pueblos originarios de América Latina
constituye un supuesto emblemático de genocidio.
En primer lugar, se perpetró contra minorías étnicas y
nacionales, que poseían un sistema de creencias, una cultura y una cosmogonía
propia, absolutamente distinta de las que profesaban los ejércitos invasores, y
se llevó a cabo con el objetivo explícito de la
destrucción de esos pueblos. Es decir, un hecho acaecido en el siglo
XIX, inequívocamente, podría haberse tipificado como genocidio estando a la
propia letra de la Convención de 1948.
Si bien acaso con una connotación diferente respecto de la
que -como categoría histórica- adquirió con el capitalismo
temprano, no existen dudas que entre los pueblos originarios preexistían
organizaciones políticas e institucionales que configuraban “naciones”.
Aún hoy en día los mapuches continúan reivindicándose como
una nación sin Estado, otra de las
perplejidades que el Derecho internacional no ha logrado resolver en la
modernidad tardía[1].
Tampoco, que poseían una organización social, una estructura económica, una
lengua, un sistema de creencias que incluían una religión y una mitología
alternativas, una identidad, y una percepción del mundo propia, basada en la
articulación entre el mundo espiritual y el mundo tangible, difícilmente
conciliables con la del blanco[2].
Basta con señalar, en este sentido, que la denominada
eufemísticamente “Conquista del Desierto” (debe aclararse que no se trató de
una conquista, sino de un aniquilamiento masivo y sistemático de la población
originaria, y que esa campaña genocida tampoco se hizo en un desierto sino en regiones densamente pobladas para la época)
en Argentina, conducida por el controvertido general Julio Argentino Roca, se hizo para ampliar el horizonte
de proyección capitalista dependiente y las fronteras agropecuarias del país
oligárquico incipiente, consciente de la feracidad y las riquezas incalculables
de las tierras que se ocupaban, pero también para desmontar una cultura
milenaria y disfuncional de los “distintos” que se resistían a un proceso
violento de aculturación[3] .
Los pueblos originarios de América, pero particularmente
los que ocupaban los territorios que hoy conforman Argentina y Chile
(ranqueles, rankulches, mapuches, tehuelches y onas), no sentían que la tierra
“era de ellos”, sino que, por el contrario, “ellos pertenecían a la tierra”. De
hecho, por ejemplo, en mapudungun -la lengua originaria- “mapuche”
quiere decir “gente de la tierra”[4].
Por ende, la disputa militar se planteó en términos de
antagonismo por la tierra; entendida, de un lado, como un bien económico, y de
otro, como un espacio para la vida, ya que entre los mapuches no existía la
propiedad privada, al menos como es concebida en las sociedades occidentales.
La masacre victimizó a una civilización ágrafa, lo que
dificulta indudablemente la recolección de datos más precisos sobre el
genocidio[5]. Sobre todo, porque una de
las características de los descendientes de estos pueblos originarios es una
pertinaz tendencia a la parquedad, acaso como una rémora de procesos de
persecución, discriminación y anexión cultural que, como rémora de todo
genocidio, se extendió hasta bien avanzado el siglo XX.
Esto provocó, además, que la única historia capaz de ser
retransmitida a través de la palabra escrita, de generación en generación,
fuera la de los “vencedores” o genocidas, que construyeron a lo largo de los
años una épica de la “conquista”.
Los habitantes originarios de la Patagonia eran pueblos que
reivindicaban su pertenencia a un orden terrenal en el que, hasta lo que el
cientificismo moderno considera “objetos” inanimados, adquieren para ellos
sentido y vida propia (el agua, la tierra, las rocas, el aire)[6].
Esos elementos contribuían decididamente al mantenimiento y
la reproducción de un orden signado por la idea de equilibrio en un
contexto caracterizado por la solidaridad comunitaria, la propiedad común y el respeto por las tradiciones culturales
ancestrales y el medioambiente.
Ese orden fue sustituido, después de la invasión, por un
sistema jerárquico, clasista, de apropiación individual de los bienes comunes y
de un capitalismo dependiente ligado al comercio transnacional. Aquella idea
del equilibrio como valor fundante del sistema de creencias mapuche, se
extendía, incluso, a las formas de resolución de conflictos.
En esas comunidades, supuestamente “salvajes”, no existía
la violencia punitiva propia de la ecuación infracción/castigo, sino formas
armónicas y no violentas de justicia restaurativa, como ocurría en la mayoría
de las civilizaciones de la América precolombina[7].
Su escala de valores y la particularidad del sistema de
ordenamiento de sus bienes jurídicos merecen al menos una mención ilustrativa:
el peor crimen era castigar a los niños, ya que éstos eran considerados
sagrados.
Se ha afirmado que “los mapuches poseen un importante capital social, entendido
-por oposición al capital financiero occidental- como
capacidad de los individuos para desarrollar tareas conjuntas y alcanzar
objetivos comunes, justamente en base a la solidaridad, la confianza y la
cooperación mutua, que redunda en un bienestar individual pero fundamentalmente
colectivo, derivado probablemente de la concepción de una propiedad comunitaria
de la tierra a la que pertenecen. Frente a la alteración de ese equilibrio, es
natural que en su lógica se tienda antes a su restauración que a la punición
entendida en clave occidental”[8].
Paradojas de la historia, se trata justamente de un capital
social compuesto por aquellas lógicas y valores que reivindicamos -siglos más
tarde- como instrumentos capaces de
prevenir los crímenes de masa.
Una impactante entrevista efectuada a Diana Lenton (antropóloga social, docente e
investigadora de la Universidad de Buenos Aires, especializada en antropología
histórica y política, en cuya tesis doctoral analiza las políticas indigenistas
y el discurso político sobre indígenas en el estado nacional en los últimos 125
años) y Walter Del Río
(historiador, magister en Etnohistoria de la Universidad de Chile y doctor en
antropología, becario del Conicet y se desempeña en la sección antropología y
etnografía de la facultad de Filosofía y letras de la UBA, autor recientemente
del libro “Memorias de la expropiación. Sometimiento e incorporación indígena
en la Patagonia”) nos sitúa acertadamente en tiempo y espacio.
Cuando se les consulta por qué hablar de genocidio en esa
época, Del Río es enfático en
señalar que “primero y principal es hablar y pensar en términos históricos que
hoy estaban cerrados. La definición de genocidio permite ver los hechos de un
país que se construye sojuzgando a los que entiende como diferentes y cómo se
maneja esa diferencia, eliminándola y construyendo una historia nacional de la
cual algunos quedan excluidos. Reivindicar la Campaña del Desierto sólo como
una epopeya militar y en términos de progreso y conformación del Estado cierra
y deja en el olvido muchos temas. Hablar de genocidio genera tanto ruido que es
positivo, porque habla y se piensa en la historia de otra manera”[9].
A fines del siglo XIX, los mapuches fueron definitivamente
sometidos por los gobiernos chilenos y argentinos.
En 1884 se entregó el emblemático cacique tehuelche Inacayal. Fue tomado prisionero y
terminó sus días exhibido como una
curiosidad antropológica en el Museo de Ciencias Naturales de la ciudad de La
Plata, uno de los más importantes de América, en pleno apogeo del pensamiento
positivista[10].
Comenzaba de esa manera un proceso de destitución y
marginación social sin precedentes para los sobrevivientes, y un trauma
colectivo que impactó decididamente sobre la posibilidad de reconstruir los lazos
de solidaridad y la cultura previa a la catástrofe.
Los pueblos originarios habían perdido su tierra, su
idioma, su libertad, su cultura, sus creencias, y hasta sus apellidos
originarios, que fueron sustituidos por otros españoles.
Hacia fines del siglo XIX se conformó en la Argentina un
Estado nacional militarista, en el que casi la mitad del presupuesto oficial
estaba destinado al sector castrense, que había sido el ejecutor de un
capitalismo agrario. “Como en etapas posteriores, los militares ejecutaron
proyectos urdidos por empresarios. Ya en esas épocas, apellidos como Martínez de Hoz o Blaquier se destacaban en una Sociedad
Rural que financió la “campaña del desierto”[11].
Estos mismos apellidos se repetirían, ejerciendo roles
igualmente antipopulares, durante el segundo genocidio argentino, como formando
parte de la misma oligarquía exportadora al servicio de intereses
extranjerizantes.
De una manera sintética podría concluirse que, en la etapa
de acumulación primitiva de capital, el Estado argentino masacró literalmente a
los pueblos originarios, y utilizó a los sobrevivientes y a los gauchos
mestizos como mano de obra barata, o como trabajadores a destajo en condiciones
infrahumanas, destinados a engrosar una fuerza de trabajo libre y disponible,
apta para la conformación y confirmación de un sistema capitalista
agroexportador.
Este proceso de aniquilamiento físico y cultural fue
presentado en ese último tramo del siglo XIX como una “guerra”, que encubría en
realidad la sangrienta invasión llevada a cabo ante la necesidad de expansión
de la enorme frontera agrícola ganadera, atendiendo a las necesidades e
intereses de los estancieros de apropiarse de miles y miles de hectáreas,
feraces como pocas en el mundo, mano de obra barata y servidumbre doméstica (el
silencio sepulcral de los mapuches, ranqueles y rankulches respecto de su
verdadera identidad era un mecanismo de supervivencia frente a los riesgos de
poder ser cooptados como siervos, en condiciones muy similares a las de la
esclavitud).
En el mejor de los casos, los mapuches aptos para trabajar
fueron desplazados a los ingenios azucareros tucumanos, con cuyos dueños el
propio General Roca tenía anudados
fuertes vínculos políticos, para paliar la escasez de mano de obra[12].
Tales traslados compulsivos -la
mejor alternativa para las víctimas- para realizar traslados forzosos, eran
manifiestamente contrarios a la Constitución de 1853/60, que abolió la
esclavitud, decretaba la libertad de trabajo y consagraba la necesidad del
mantenimiento de un trato pacífico con los pueblos originarios (“indios”).
Los estudios antropológicos e históricos más recientes,
demuestran, no obstante, que la idea convencional de una “guerra” no se
sostiene frente a la abismal disparidad de víctimas[13] y la disímil relación de
fuerzas existente entre ambos bandos.
El genocidio, por lo tanto, es un proceso inacabado que,
luego de un siglo y medio de cometido, todavía impide la realización efectiva
del duelo por parte de las víctimas y sus descendientes, humillados,
degradados, sometidos y despreciados por una sociedad que los considera no sólo
distintos sino inferiores.
En el Museo de La Plata, uno de los bastiones históricos
del pensamiento antropológico positivista y biologicista de América, en el que
aparentemente prestaron funciones científicos europeos de clara militancia o
inclinaciones nazis[14], los caciques y sus
familiares eran exhibidos vivos a los visitantes a fines del siglo XIX; muchos
otros -sobre todo, mujeres- fueron puestos a trabajar compulsivamente en tareas
de limpieza del edificio, hasta que morían.
El museo llegó a albergar y exhibir, como trofeos de
guerra, miles de cráneos, cerebros enteros (cons las respectivas mediciones,
cortes y fotografías, como fue el caso del Cacique tehuelche Inacayal), más de
60 esqueletos armados y una decena de momias, pertenecientes todos a pobladores
originarios cautivos o muertos durante el genocidio[15].
Puede entenderse, en suma, que existe otro dato
característico que singularizó el proceso ejecutivo del primer genocidio
argentino, erigiéndolo en auténtico predente originario de un fenómeno que
puede describirse como la génesis de una “cultura
concentracionaria”, de estricto signo involutivo en el ámbito del
desenvolvimiento de las corrientes liberales inspiradoras de una concepción
humanista, igualitaria y progresiva de los sistemas punitivos.
En efecto, es de consignar en este sentido el apunte
histórico-penológico de que los primeros campos de cumplimiento donde
permanecían secuestrados institucionalmente en este país los pobladores
originarios datan de la segunda mitad del siglo XIX, paradógicamente a las
aspiraciones simbolizadas en el ideario político-criminal de la época de las
luces[16].
[2]
Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia
restaurativa en las comunidades mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos
de retribucionismo extremo”, disponible en www.derechopenalonline.com
[3] Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia restaurativa en las comunidades
mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos de retribucionismo extremo”,
disponible en www.derechopenalonline.com
[4] Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia restaurativa en las comunidades
mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos de retribucionismo extremo”,
disponible en www.derechopenalonline.com. Esta
diferencia filosófica marca también las irreconciliables distancias que
existían entre la concepción del cosmos de los mapuches y la cultura de apropiación
individual de la tierra de los perpetradores.
[5] Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia restaurativa en las comunidades
mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos de retribucionismo extremo”,
disponible en www.derechopenalonline.com
Cabe aclarar que la criminalización del pueblo mapuche,
perpetrado a través de sistemas
procesales selectivas que apelan a la “macdonalización” de la Justicia y leyes
“antiterroristas” que la mayoría de las veces penalizan la protesta social, aún
persiste, fundamentalmente en Chile.
[6] Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia restaurativa en las comunidades
mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos de retribucionismo extremo”,
disponible en www.derechopenalonline.com Éste es un dato
al parecer común en los pueblos
originarios de casi toda América, que privilegiaban la composición y la
restauración del equilibrio alterado por la ofensa como forma de resolución de
los conflictos sociales, por sobre la respuesta punitiva.
[7] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “Justicia penal
comunitaria en Latinoamérica”, en Da Rocha,
Joaquín Pedro y De Luca, Javier
(Coordinadores): “La justicia penal en las comunidades originarias”, Editorial
AD-HOC, Buenos Aires, 2010, p.102.
[8] Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia restaurativa en las
comunidades mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos de retribucionismo
extremo”, disponible en www.derechopenalonline.com
[9]Vid. el revelador reportaje de Leonardo Herreros, disponible en www.mapuexpress.net
y que incorpora la siguiente entrevista:
“- ¿Cuál es su enfoque de estudio sobre la Campaña del Desierto?
- Walter del
Río: Trabajamos como una red que nuclea a gente que trabaja desde
distintos sectores en la memoria y documentación sobre determinados hechos
históricos ignorados de la
Campaña del Desierto y posteriores, sobre el genocidio
indígena, incorporando documentación que no era tenida en cuenta para describir
hechos además de la memoria oral, de las personas que vivieron los hechos que
se transmitieron por generaciones... Por ejemplo, trabajamos con copias de publicaciones
que hizo el diario “La
Nación”,
cartas editoriales, es decir la palabra de Mitre
[Nota del autor: el diario “La Nación” de Buenos Aires,
propiedad de los Mitre, fue y
sigue siendo la expresión orgánica de los sectores terratenientes argentinos].
En un artículo de ese diario el 16 y 17 de noviembre de 1878 denuncia la
actuación de Rudecindo Roca
(hermano de Julio) en San Luis con una matanza de 60 indígenas desarmados y lo
califica de “crimen de lesa humanidad” en medio de las campañas. Están los
partes militares, que tampoco han sido estudiados a fondo y dicen cosas
terribles. De allí sale el secuestro de chicos, la matanza de prisioneros, la
violación sistemática como arma de guerra. La prostitución forzada como botín
de guerra de los soldados era algo fomentado desde los mandos.
- ¿Es
aplicable en la Campaña
del Desierto la noción de genocidio, más allá de reconocerse desigualdad
militar y matanzas terribles? Algunos historiadores dicen que es una categoría
posterior y no aplicable.
-
D.L.: Seguimos el modelo de la Convención para la Prevención y Sanción
del Delito de Genocidio de Naciones Unidas, de 1948, que se aplica al genocidio
nazi que fue anterior. La carta también se aplica al genocidio armenio de
1915... se puede aplicar retroactivamente. No evaluamos los resultados, porque
algunos dicen que se no se exterminó a toda la población indígena, pero el
genocidio nazi también fracasó en exterminar a todos lo judíos y no por eso es
menos genocidio. Porque la definición se da por el proyecto, no por resultados,
la intencionalidad de acabar con un pueblo. Hay un proyecto genocida.
-
¿En dónde se enuncia, en dónde se especifica algo similar a
la “solución final” de los nazis? ¿Hay algún discurso, algún documento?
- D.L.: Por empezar en el discurso político,
en el Legislativo de la época en donde se habla directamente de “exterminar a
los indios salvajes y bárbaros de Pampa y Patagonia”; y con las prácticas que
se producen, pequeñas algunas, pero que se suman. El art. 11 de la carta de ONU
te habla de genocidio primero como “acciones de un Estado contra sociedad
civil” y esto se cumple, porque las mayores acciones militares no eran entre
grupos de soldados o guerreros de dos bandos, sino que en muchos casos el
Ejército atacó a sabiendas tolderías vacías de hombres adultos porque estaban
en otras partidas, con mujeres y chicos solos. Eso lo cuenta el propio general
Conrado Villegas. En la memoria
del Ministerio de Guerra y Marina de 1881 dice “sabemos que el indio es como el
tero, que en un lugar grita y en otro tiene el nido. Nosotros sabíamos que los
indios de tal cacique estaban apostados en tal lugar entonces fuimos a la
toldería e hicimos tanto de botín, de mujeres y ‘chusma’” (lenguaje que designaba a mujeres y niños). Parece que los objetivos no estaban en los
guerreros indígenas sino en la población civil. La otra parte de la definición
de genocidio habla de “actos perpetrados con la intención de destruir total o
parcialmente a un grupo étnico, racial o religiosos como tal”. Y la forma
sistemática en que fueron atacando después de finalizada la campaña y la
resistencia indígena, con partidas de policía contra la familias que habían
quedado, lo ratifican. Los partes de Villegas
mencionan casos de “persecuciones de a pie”. ¿A qué clase de población guerrera
persigue un soldado a pie? A heridos, viejos, chicos, etc. Otra parte de la
definición de ONU habla de “matanza de miembros de grupo, lesión grave a la
integridad física y mental”. Gran parte del exterminio no se dio en campos de batalla
sino con prácticas de tomarlos prisioneros, haciendo traslados a pie hasta
Carmen de Patagones, en donde los embarcaban a Martín García. Ese cruce por la Patagonia a pie
exterminó a miles de personas, porque mataban a los que no caminaban, mujeres
que tenían a sus hijos en el campo, iban todos encadenados, etc. Había más
muertes por esos traslados que en las batallas. Otra parte es “sometimiento
intencional del grupo, condiciones de existencia que hallan de acarrear
destrucción física total o parcial”. Allí está el tema de los campos de
concentración.
-
¿Campos de concentración en 1879?
- W.d.R.: Sí. En Valcheta, por ejemplo, se
registran campos de concentración con alambres de púas de tres metros de alto,
con gente muriendo de hambre por no tener qué comer. Eso se lee en las memorias
de los viajeros galeses, por ejemplo. Esas mismas memorias de los viajeros que
se usan por los historiadores oficiales para hablar de lo lindo que fue la
inmigración, pero en algunas páginas del libro “John Evans, el Molinero”, se
habla de esto y nadie le presta atención.
- D.L.: Después de la campaña y la derrota
indígena entra en acción la “policía de frontera”, que detecta a una familia
indígena y la deporta a otro sitio del territorio. Por Martín García, que
funcionó como gigantesco campo de concentración, pasaron miles. Se habla de
entre 10 y 20.000. Tuvieron que habilitar dos cementerios especiales en 1879,
lo que da una idea de la magnitud de lo que pasó.
- ¿Qué otras políticas
se toman?
- D.L.: Otra parte de la definición de ONU
es “medidas destinadas a impedir nacimientos en el grupo”. De los partes
militares mismos salen las medidas de separar a las mujeres de los varones, el
traslado por fuerza de niños de un grupo a otro... Les cambiaban el nombre de
tal manera que muchos saben que tienen ascendencia indígena pero no pueden
reconstruir su historia familiar porque a su antepasado le pusieron Juan Pérez.
-
Se centran las críticas en el general Julio A. Roca, pero las campañas contra los
aborígenes comenzaron antes, ya con Rivadavia
contra los Ranqueles, Juan Manuel de Rosas en La Pampa...
- Es verdad. Se sabe que desde el gobierno
de Martín Rodríguez en provincia
de Buenos Aires, incluso antes de Rivadavia,
década de 1820, se hablaba de exterminio. El ya decía “primero exterminaremos a
los nómades y luego a los sedentarios”, textual. El proyecto genocida viene de
antes de Roca, pero lo que
consigue Roca es el consenso
nacional de todos los sectores para hacer la Campaña del Desierto. En ese momento se juzgó
indispensable. Se consolida el Estado nacional con la derrota de caudillos
provinciales, se pacifica el país y se piensa en extender la frontera al Sur y
al Norte. Probablemente si la hubieran hecho 20 años antes hubiera sido más o
menos lo mismo. Nos centramos en Roca
porque precisamente es el símbolo de la historia oficial, el prócer con el que
las clases dominantes se exaltan a sí mismas y es por eso que les molesta tanto
que se toque a este prócer. También estaba Avellaneda,
pero pocos se acuerdan de él. Roca
es el símbolo, el que construyó una nación con estos parámetros.
- ¿En esa época los políticos estaban en
condiciones intelectuales de entender la idea de genocidio, con el darwinismo, el positivismo, la idea
generalizada de llevar “la civilización” a todo el territorio, de ver a los
pueblos originarios como obstáculo a esta civilización? ¿Había intelectuales y
políticos que se opusieron?
- D.L.: Bueno, esa expresión es la ideología
hegemónica de la época, está bien conocerlo como contexto. Pero toda idea
hegemónica tiene opositores, incluso dentro de la propia elite, que cuestionaba
esta política de exterminio. En la época ya se planteaba políticas más
integracionistas, de colonización pacífica. Antes de la Campaña del Desierto había
una coexistencia conflictiva, el gran problema de la frontera en donde se
mataban unos a otros, pero también casos de comercio y convivencia pacífica,
que luego fueron negados o minimizados. Aristóbulo del Valle en 1884, cuando la campaña ya había llegado al Río
Negro (1879) pero se estaba desarrollando la campaña del Nahuel Huapi, se opone duramente a un intento
de Roca por hacer una campaña
similar en el Chaco. Allí denuncia: “Al hombre lo hemos esclavizado, a la mujer
la hemos prostituido, al niño lo hemos arrancado del seno de la madre. En una
palabra, hemos desconocido y violado las acciones que gobiernan las acciones
morales del hombre”. Otros políticos que habían apoyado la campaña en la Patagonia se oponen a la
del Chaco, porque esto había sido una barbaridad. Le costó un esfuerzo con
campaña ideológica y otros medios como el reparto de tierras para acallar las
críticas y la oposición. Aristóbulo del
Valle representaba a los ganaderos y quería que se expandiera la
frontera, pero cuestiona el método”.
[10] Colectivo
guias (Grupo Universitario de
Investigación en Antropología Social): “Antropología del Genocidio”, Ediciones
de la Campana, La Plata, 2010, p. 94.
[11] Cieza, Daniel: “La dimension
laboral del genocidio en la
Argentina”, en Revista de Estudios sobre genocidio”,
Editorial eduntref, Buenos Aires,
noviembre de 2009, Volumen 3, p. 69.
[13] Martínez
Sarasola, Carlos: “Nuestros paisanos los indios”, Buenos Aires, emece, 1992, citado por Cieza, Daniel,
op. cit., p. 69.
[14] Colectivo guias (Grupo Universitario de
Investigación en Antropología Social): “Antropología del Genocidio”, Ediciones
de la Campana, La Plata, 2010, p. 94.
[15] Colectivo
guias (Grupo Universitario de Investigación en Antropología
Social): “Antropología del Genocidio”, Ediciones de la Campana,
La Plata, 2010,
p. 94.
[16] Del Río,
Walter: “Historia de Nosotros. Sabían Llorar cuando contaban. Campos de concentración, deportación y torturas en la Patagonia”, afirma en el
citado trabajo que se encuentra disponible en http://www.ctera.org.ar/iipmv/publicaciones/Cuaderno6/Doc/1800/nosotros.doc
lo siguiente: “El núcleo másimportante estaba en las cercanías de Valcheta. Estaban cercados por
alambre tejido de gran altura, en ese patio los indios deambulaban, trataban de
reconocernos, ellos sabían que éramos galeses (…). Algunos, aferrados del
alambre con sus grandes manos huesudas y resecas por el viento, intentaban
hacerse entender hablando un poco de castellano y un poco de gales: “poco bara chiñor, poco bara chiñor” (un
poco de pan, señor). (...) Al principio no lo reconocí,
pero al verlo correr a lo largo del alambre, con insistencia gritando “bara,
bara”, me detuve cuando lo ubiqué. Era mi amigo de infancia, mi hermano del
desierto con quien tanto pan habíamos compartido. Este hecho me llenó de
angustia y pena mi corazón. Me sentía inútil, sentía que no podía hacer nada
para aliviar su hambre, su falta de libertad, su exilio, el destierro luego de
haber sido el dueño y señor de las extensiones patagónicas y estar reducidos en
este pequeño predio. Para poder verlo, y teniendo la esperanza de sacarlo, le
pagué al guardia 50 centavos que mi madre me prestó para comprarme un poncho,
el guarda se quedó con el dinero y no me lo entregó. Si pude darle algunos
alimentos que no solucionarían la cuestión.Tiempo más tarde regresé con dinero
suficiente dispuesto a sacarlo por cualquier precio y llevarlo a casa. Pero no
me pudo esperar: murió de pena al poco tiempo de mi paso por Valcheta” (…).
“Sin embargo, esta historia de Valcheta con su campo de concentración alambre
tejido, con personas muriendo de hambre dentro de él, es totalmente ignorada.
Un campo de concentración que funciona 3 años después de que se sometiera a
Valentín Sayhueque [ Lonko
mapuche-tehuelche, uno de los más importantes de la Patagonia argentina del
siglo XIX
], en enero de 1885”.
[1] Mattarollo, Rodolfo: “Noche y niebla, y otros escritos sobre Derechos
Humanos”, Le Monde Diplomatique (el dipló), ediciones Capital Intelectual,
Buenos Aires, 2010, p. 258.
[2] Feierstein,
Daniel: “El genocidio como práctica social”, Fondo de cultura económica, Buenos
Aires, 2008, p. 33.
En las últimas horas, el
Estado provincial interpuso una (nueva) demanda contra Mendoza en el marco del
histórico y legítimo reclamo por el Río Atuel.
Nos hemos ocupado arduamente del tema en este espacio. Eso nos convoca a
problematizar conclusiones provisorias y actualizar una perplejidad
fundamental: la posibilidad de que estemos ante un fabuloso delito contra el
medio ambiente, extrañamente invisibilizado a lo largo de la historia,
continuo, voluntario y perfectamente verificable.
Reiterando conceptos ya expresados en artículos e
investigaciones propias previas, y complementando las mismas con insumos conceptuales y jurídicos dignos, al menos,
de análisis y discusión, nos animamos a hacer este largo pero necesario
planteo, tendiente a escrutar la viabilidad de una acción penal paralela a las
vías judiciales intentadas hasta el momento. Y a pensar aquello que, como decía Heidegger, nos ha sido escamoteado pensar.
RESCENSIONES: Se trata en este caso de una situación histórica crucial que,
provocada de manera deliberada por el accionar de intereses concentrados del
capital bodeguero viñatero, defendido a lo largo de los años por los Gobiernos de la Provincia de Mendoza, a pesar
de que los mismos colisionen con los de pequeños productores del mismo Estado
Provincial que han visto igualmente imposibilitado su acceso a un recurso
escaso y vital como es el agua para riego y consumo humano, han causado una
grave violación a Derechos Humanos Fundamentales de los pobladores de una vasta
zona del oeste pampeano. La diversificación de la producción que se ha generado
con el correr de los años, a costa del proceso de degradación ambiental citado,
termina de redondear un panorama de estrategias asociativas en la utilización
unilateral del recurso.
El caso de Mendoza
remite a una representación elocuente de un Estado con autonomía relativa; esto
es, una burocracia institucional que formalmente dice representar los intereses
del conjunto social, pero que, en la
práctica, reproduce un estado de cosas inequitativo e injusto y tutela las
prerrogativas de los sectores internos más poderosos o de nuevas expresiones de
producción alternativas, en tanto es capaz de producir semejante mengua en derechos.
Estas políticas, han impactado directamente
durante largas décadas -y lo siguen haciendo- en el medioambiente, el ecosistema y la ecología de
la Provincia de La Pampa, Estado abajeño del Rio Atuel- Salado- Chadileuvú-
Curacó, provocando además el quebranto de pequeñas economías regionales, la
desertificación de una impresionante superficie de territorio y el
desplazamiento de un importante número de migrantes y refugiados ambientales,
analizados en el contexto particular de la región. “La población directamente
afectada se localiza en los departamentos del oeste y centro de La Pampa. Si se
analiza la dinámica de la evolución de su población surge que la regulación del
regimen hidrológico y los cortes de la escorrentía iniciados a mediados del
Siglo XX provocaron serios efectos demográficos que pusieron freno a su
crecimiento (período 1947-1970) e inversamente, generaron fuertes diásporas de
población que emigró sobre todo -y paradójicamente-, hacia las zonas
dinamizadas de los oasis del sur mendocino. Otras áreas de recepción de la
diáspora fueron las localizadas en el este de la provincia, que recibió un
nuevo impulso luego de la creación de la estructura político-jurisdiccional,
administrativa, educativa y comercial resultante de la provincialización del
Territorio Nacional de La Pampa. A la vez, de no producirse cambios frente a la
situación actual, se seguirán generando daños indirectos que afectarán la
dinámica, la estructura y las condiciones de vida de la población. El ritmo de
crecimiento de las poblaciones subsistirá por el aporte de su crecimiento
natural o desaparecerán progresivamente a causa de la emigración de jóvenes en
edades reproductivas (descenso progresivo del índice de fecundidad). Esta
emigración de jóvenes provoca múltiples efectos: 1) reducción de los grupos
etarios en edad rerpoductiva (efectos sobre la fecundidad y el crecimiento
natural); 2): reducción de los grupos en edad en edad económicamente activa
(efectos sobre la estructura económica, aumento de la población no activa; 3)
envejecimiento de la población, debido a la permanenecia de personas de mayor
edad, quienes imponen un límite biológico al crecimiento y aumentan el
porcentaje de dependencia potencial tanto de la diezmada población activa como
de la asistencia social por parte del Estado (salud y sobrevivencia en la
vejez” (“Estudio para la cuantificación monetaria del daño causado a la
Provincia de La Pampa por la carencia de un caudal fluvioecolóico del Río
Atuel”, Universidad Nacional de La Pampa (Consultora), Tomo I, Síntesis
Ejecutiva, página 20, Febrero de 2012).
Los escasos habitantes
que se resisten al despojo, claman por la adopción de medidas restitutivas de
sus derechos, desoídas por la burguesía viñatero bodeguera de Mendoza, sus
representantes institucionales y los beneficiarios de otras economías
regionales variadas y subalternas que producen en la región actualmente
(frutihorticultores, productores de ajo, etc).
Como veremos, esta
situación produce una clara afectación de Derechos reconocidos expresamente por la Constitución
Nacional Argentina en su artículo 41: “ Todos los habitantes gozan del
derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para
que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin
comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo.
El daño ambiental generará prioritariamente la obligación de recomponer, según
lo establezca la ley. Las autoridades proveerán a la protección de este
derecho, a la utilización racional de los recursos naturales, a la preservación
del patrimonio natural y cultural y de la diversidad biológica, y a la
información y educación ambientales. Corresponde a la Nación dictar las normas
que contengan los presupuestos mínimos de protección, y a las provincias, las
necesarias para complementarlas, sin que aquéllas alteren las jurisdicciones
locales. Se prohibe el ingreso al territorio nacional de residuos actual o
potencialmente peligrosos, y de los radiactivos”.
BREVE RELACIÓN DE LOS HECHOS.- La
situación preindicada de manera introductoria subsiste a la fecha, y merece una
pormenorizada explicitación histórica, jurídica y política.
Nuestro país presenta una innumerable cantidad de situaciones
que implican otras tantas evidencias de degradación y contaminación del medio
ambiente, las que no solamente comprometen la vida y la salud de los
habitantes, sino también provocaron desde antaño sensibles migraciones internas
y procesos brutales de desertificación.
Es decir, circunstancias tan acuciantes y lamentables como la
contaminación del Riachuelo, que ha obligado a la propia Corte Suprema de
Justicia –con su actual conformación- a intervenir poniendo un coto y un límite
en el tiempo al propio Estado Nacional para que en un plazo razonable revierta
esta situación que data de décadas, y otras menos visibilizadas y hasta
naturalizadas en el paisaje geográfico, ecológico y geopolítico del país.
La Provincia de La Pampa, ubicada en el centro geográfico del
país, ocupa una superficie de 143.440 km2. Es decir, poco menos de un tercio de
la superficie total de España (504.782 km2), casi el doble de la de Portugal y
mayor que la de Grecia, para que nos formemos una idea en escala de la magnitud
del problema.
Las dos terceras partes de ese territorio, constituyen una
zona desértica que, por su ubicación geopolítica mediterránea, divide
prácticamente en dos el territorio del país, con lo que ello implica en
términos de vulnerabilidad y dependencia geoestratégica para la nación en su
conjunto y de imposibilidad de integración armónica para esta Provincia.
La tercera parte restante de la geografía pampeana, se
mimetiza con la feracidad incomparable de la “pampa” húmeda argentina. ¿Cómo se
explica este contraste? ¿Qué es lo que ha producido este gigantesco desierto y
el consecuente despoblamiento y el proceso migratorio de lo que ha dado en
llamarse “el oeste pampeano”?
Naturalmente, ha influido la falta de agua y la dureza de las
condiciones objetivas para sostener en el tiempo la otrora incipiente aunque
dinámica economía regional.
Pero, vale aclararlo inicialmente, no ha sido siempre ésta la
situación de esa vasta región. Antes bien, y muy por el contrario, “el hombre”
y más propiamente los intereses de clase y de sector de “ciertos” hombres,
contribuyeron decisivamente a la degradación del medio ambiente en esa vasta
zona y su conversión en un desierto de proporciones gigantescas.“La ausencia o
debilidad de la legislación y la falta de control por parte de las autoridades,
han permitido el funcionamiento en el país de actividades industriales,
agrícolas y comerciales que aportan una importante carga de contaminantes al
medio ambiente. Esto ha conducido a la contaminación del aire, el agua o los
alimentos en niveles que pueden estar afectando nuestra salud. Por otro lado,
las autoridades municipales y provinciales han dejado en evidencia que son
rehenes de las empresas; ellas presionan con las fuentes de trabajo y las
autoridades aceptan su apertura a cualquier costo, incluso a pesar de los
reclamos de los propios trabajadores, los habitantes de la zona y las posibles
consecuencias medioambientales” [1].
Tal como lo expresa la revista “Cauce”, órgano virtual de
la Fundación Chadileuvú (www.chadileuvu.org.ar),
refiriéndose al Río Atuel y su antiguo caudal, surge claramente que “Hace apenas 60 años ingresaba al
territorio provincial con un caudal permanente de 34 metros cúbicos por segundo
y aguas de gran calidad. En La Pampa ingresaba por varios cauces que
alimentaban una serie de humedales altamente productivos con una gran
biodiversidad. La construcción de la presa el Nihuil en 1947 por parte del
gobierno nacional corono un proceso de apropiación de sus aguas por parte de
Mendoza. El nuevo dique determino la alteración definitiva del río, el cual
nunca más volvió a ser un cauce permanente. En esa época La Pampa era un
territorio nacional, y como tal sus gobernadores solo eran meros delegados del
Ejecutivo Nacional que no supieron defender los intereses del territorio y sus
pobladores. Durante 25 años el río dejo de correr, su cauce se transformo en
extensos medanales salitrosos y los humedales y sistemas de lagunas fueron
secándose de manera veloz. Los pobladores relatan las penurias de la nueva
situación y los censos certifican la creciente decadencia social y económica.
Hoy el río a veces escurre solo en caso de años de riqueza hídrica, o cuando las
necesidades de manejo hacen necesario limpiar los canales de las chacras
mendocinas. Los pampeanos nos referimos al Atuel como el río robado y es un
sentimiento general que sin perjudicar a Mendoza necesitamos recuperar la
parte del caudal que nos corresponde para restablecer el ambiente natural y
desarrollar una zona de regadío similar a lo que es General Alvear de Mendoza. Hay que ver para creer el hecho
extraordinario de la desaparición de un río, el acrecimiento del desierto en el
oeste pampeano y los niveles de marginalidad en que viven los paisanos oesteños.
Nosotros queremos que se apliquen en los ríos interprovinciales los mismos
criterios que en nuestro país sigue con los recursos compartidos con los países
limítrofes: acuerdos de uso que permitan el aprovechamiento compartido. No
podemos dejar de señalar que Mendoza negaba la interprovincialidad del Atuel, y
que la Suprema Corte de Justicia tuvo que actuar para que reconocieran ese
hecho que la geografía y la historia demuestran de manera irrefutable. Si
Mendoza mejorara los sistemas de riego permitiría que La Pampa pudiera acceder a un caudal
permanente que mitigue y remedie el actual desastre ecológico, y establecer un
área de riego que contribuirá a desarrollar nuestro oeste. Mendoza ha llevado a cabo una
política unilateral que ha impedido llegar a acuerdos sobre un uso compartido
entre pueblos hermanos y vecinos tal como sugiere el fallo de la Corte”.
La Provincia de La Pampa, efectivamente, entabló un juicio
contra su par de Mendoza, durante la década de los 70’ en pleno gobierno
militar (extremo éste que no parece accesorio, y que merece analizarse no
solamente por el perfil privatista que asumió la pretensión, sino también en la
concepción holística de la problemática, de resultas de las lógicas utilizadas
por los operadores de la agencia judicial al momento de resolver el litigio),
tendiente a lograr que se condenara a esta última a no turbar la posesión “que
ejerce y le atañe sobre las aguas públicas interjurisdiccionales que integran
la subcuenca del río Atuel y sus afluentes, a cumplir la resolución 50/49 de
Agua y Energía Eléctrica y para que se reglen sus usos en forma compartida
entre ambas (autos . “L-195-XVIII La Pampa, Provincia de c/Mendoza, Provincia
de s/acción posesoria de aguas y regulación de usos”).
Relató en esa oportunidad que el río es interjurisdiccional y
que la demandada (Mendoza) construyó el dique que hizo desaparecer los caudales
que llegaban a jurisdicción pampeana con la continuidad y perennidad que
tipifican el concepto de río, pese a lo cual las aguas inundan el viejo cauce
en forma periódica. La demandada, por su parte, sostuvo que el río no es
interjurisdiccional porque pierde la condición de perenne aguas debajo de la
localidad de Carmensa. Además, que la actora debe cumplir el contrato celebrado
entre ella y el Estado Nacional cuando La Pampa todavía era Territorio Nacional
(n. del a: cuando todavía no se había producido la provincialización de La
Pampa, hecho que ocurrió recién en el mes de agosto de 1951), por el cual se
procuró afianzar el desarrollo del sur mendocino aún a sabiendas de que
implicaba privar de aguas a La Pampa. La Corte Suprema por mayoría rechaza la
acción”, conforme reza textualmente el sumario producido por el Máximo Tribunal
argentino.
El Tribunal se expidió el 3 de diciembre de 1987, dirimiendo
una larga contienda donde los aspectos ecológicos y medioambientales cedieron
en el reclamo de la actora a expensas de un planteo posesorio en el que se
invocaron expresas disposiciones de derecho privado que fueron rechazadas en la
sentencia.
Vale destacar, no obstante,
que el pronunciamiento reconoció la interprovincialidad de la cuenca del
Río Atuel, instando a la Provincia arribeña (Mendoza) a realizar obras
tendientes al mejoramiento de la eficiencia de su red de riego en un plazo
determinado, para posibilitar de tal forma el escurrimiento hacia La Pampa de
determinados caudales (100hm3 anuales), convocando a ambas partes a crear un
ente administrativo común destinado al mejor cumplimiento de lo resuelto y a la
concreción de las obras que en el futuro resultaran de interés.
Sin perjuicio de ello, los considerandos de la sentencia,
citando la doctrina jurisprudencial de la Corte Internacional de Justicia,
recogen los principios rectores de la “equidad” y la “razonabilidad” en el uso
que un estado hace de un recurso compartido, respecto de los derechos que le
asisten al condómino, de manera, al menos, peculiar.
El dispositivo 31 del sumario del fallo expresa: “Si al
considerar la queja interprovincial entablada de acuerdo al art. 109 de la
Constitución Nacional, surge que el cabal reconocimiento de los derechos de la
Provincia de La Pampa sería de una excesiva onerosidad en relación al beneficio
que significaría para ella, debe reconocerse su pretensión de obtener una
participación en la utilización de las aguas, en una medida que armonice la
totalidad de los intereses en juego (del voto en disidencia del doctor Fayt)”.
Señala el considerando 107 “que la determinación de lo que
constituye un uso “equitativo y razonable” supone considerar una serie de
circunstancias propias de cada caso y no es susceptible de una definición
conceptual absoluta sino que se asienta en una serie de principios de carácter
general. Ha de tenerse en cuenta, por ejemplo, el ámbito natural de la cuenca,
su geografía y el clima. Además deben contemplarse las necesidades económicas y
sociales de los estados, la medida en que la economía depende de un recurso
natural, los asentamientos poblacionales concentrados en la región y
usufructuarios del agua y la utilización preexistente”.
La Corte, de tal suerte, subalterniza la problemática
ecológica y se expide, al parecer, en defensa de la reproducción de un estado
de cosas “preexistente” que, en términos puramente economicistas, hace, como la
propia demanda, abstracción de la cuestión ambiental implicada. La que uno de
los intelectuales más brillantes de la Provincia denominara “La causa máxima de
la Pampa”.
Tampoco se advierte que distinga ni los intereses de clase,
ni las cuestiones ambientales que se derivan de los pretendidos “usos
preexistentes” del recurso, que no significaron sino una apropiación unilateral
del mismo, primero a expensas del Estado Nacional – (también) en este caso
complaciente no sólo con los intereses concentrados de capital por sobre los
del conjunto, aunque esa conducta impactara fuertemente sobre elementales
intereses geoestratégicos del país – y luego de la Provincia de La Pampa.-Así,
el considerando 114 de la sentencia expresa: “Que cotejadas las reglas de
Helsinski y la doctrina, con las características que presenta el caso sub
examine se desprenden conclusiones significativas. La cuenca hidrográfica del
Atuel está ubicada, según los peritos en fotointerpretación, en alrededor de un
80% en territorio mendocino, donde nace y por donde discurre, con la mayor contribución
de agua al río. No hay duda de la preexistencia de los usos en la Provincia
demandada, como que el desarrollo económico de las zonas de San Rafael y
General Alvear está basado, fundamentalmente, en un sistema de riego servido
con aguas del Atuel. Este desarrollo ha creado una importante infraestructura
económico-social y estimulado el crecimiento social que alcanza, en la
actualidad, a alrededor de 100.000 habitantes dedicados, casi totalmente, a la
actividad agraria. Se ha concluido, por otra parte, en la existencia de usos
ineficientes por la Provincia de Mendoza.
La Pampa, por su parte, no demostró que los usos pretendidos
superen en importancia a los actuales. El reconocimiento de todos estos
factores, principalmente el que merecen los usos preexistentes –cuya validez ha
reconocido la actora, como ya hemos visto- no es sino, en el lenguaje que usó
la Corte Internacional de Justicia en el caso Lanoux “la admisión de un estado
de cosas ordenado en función de las exigencias de la vida social”.
Esa “admisión de un estado de cosas ordenado en función de
las exigencias de la vida social”, no hace más que ratificar la tesis de que el
derecho se comporta como un instrumento de control social, un aparato
ideológico del estado destinado a reproducir las condiciones de producción y de
explotación vigentes en toda sociedad capitalista. Aunque para ello, claro
está, deba prescindir de su obligación de tutelar derechos esenciales del
conjunto social.
El voto minoritario del por entonces y todavía Ministro de la
Corte, Dr. Carlos Fayt, señalaba: “Que la
cuenca hidrográfica del Atuel -que se extiende por territorio de las provincias
de Mendoza y La Pampa- tiene carácter interprovincial (con lo cual en este
punto existió unanimidad por parte de la Corte Suprema de Justicia). Que la
Provincia de Mendoza debía realizar las obras necesarias para mejorar la
eficiencia de su red de riego entre Valle Grande y Carmensa y permitirá a su
terminación el paso de 100 hm3 anuales hacia territorio de la Provincia de La
Pampa, en condiciones meteorológicas normales. Las obras debían realizarse en
los siguientes plazos y condiciones:
_ Disponer que en un plazo razonable, la Provincia de Mendoza mejore la
eficiencia de su red de riego entre Valle Grande y Carmensa, superando el grado
de obsolescencia que padece y elevando el de su eficiencia global de 0,30 a
0,50. La realización de estas obras es responsabilidad de la Provincia de
Mendoza, excepto aquellas que sólo tienen sentido con miras al aprovechamiento
de un caudal hídrico por la Provincia de La Pampa. Estas obras son:
parcialmente en una quinta parte el canal unificador previsto en el proyecto de
Franklin Geomines, y totalmente la conducción entre Carmensa y Santa Isabel.
_ En cumplimiento de lo anterior deberá generarse
un aumento del volumen hídrico del que la Provincia de Mendoza permitirá el
paso, en condiciones climáticas regulares, a la Provincia de La Pampa de 100
hm3 anuales.
_ El plazo para la realización de las obras y el
cumplimiento de lo dispuesto en el punto anterior será de 5 años, a partir de
la fecha en que la Provincia de La Pampa manifieste su conformidad para
efectuar los pagos que le corresponden.
_ La administración de tales obras se hará por la
Provincia de Mendoza en las obras a realizarse en su territorio con control de
la de La Pampa en cuanto a su costo y al destino de los aportes que esta última
efectúe, y por la de La Pampa en los a realizarse en el territorio de ella.
_ Los emprendimientos futuros que acuerden
realizar los estados provinciales ribereños se costearán por ambos en la
proporción en que ellos aprovechen los intereses de cada uno.
*Instaba a las partes a crear un ente
administrativo común a los efectos del mejor cumplimiento de lo resuelto y para
encarar las obras que en el futuro sean de interés” (Rio Atuel: Caudal fluvio ecológico y usos
equitativos de sus aguas”, disponible en www.alihuen.org.ar).
Vale decir que, desde el 3 de diciembre de 1987, fecha en que
la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina pronunciara este fallo, La
Pampa ha agotado las vías jurisdiccionales por entonces a su alcance y el
“plazo razonable” en el que Mendoza debía asumir su compromiso reparatorio,
según este voto, ha transcurrido más que holgadamente.
Más aún, luego de reiterados y recurrentes
intentos, ambas provincias suscribieron un acuerdo en el año 2008.
La situación no ha cambiado en lo sustancial, por
la actitud unilateral de Mendoza de incumplir lo que su propio Gobernador ha
firmado, lo que da la pauta de la decisiva gravitación de corporaciones que
hacen pesar su influencia por encima de las instancias orgánicas e
institucionales de la política.
La edición del
diario pampeano “La Arena” de fecha 5 de agosto de 2009 reseñaba lo siguiente: “RECLAMO
DE LA FUNDACIÓN CHADILEUVÚ POR EL CONVENIO DEL ATUEL “La Pampa debería emplazar
a Mendoza”
Se cumple un
año de la firma del convenio entre Mendoza, La Pampa y Nación por el río Atuel.
Transcurrido ese tiempo los mendocinos no enviaron aún el acuerdo a su
Legislatura para que preste acuerdo”. “Mendoza
sigue negándose a compartir los recursos hídricos interprovinciales, y en ese
proceder se enmarca la dilación de aquella provincia para darle ratificación
parlamentaria al convenio firmado hace ya un año con La Pampa y que fuera
avalado por Nación. La aplicación estricta del convenio marco firmado el 7 de
agosto/2008 implicaba que el río volviera a ingresar a territorio pampeano, y
la cláusula 10° establece en su inciso K que ni bien firmado debería
garantizarse "un “mínimo de escorrentía permanente sobre el Atuel en el
límite interprovincial”. “Este es precisamente uno de los puntos que más
rechazo generaba en la provincia de Mendoza”.
“Ante un nuevo
incumplimiento mendocino, la Fundación Chadileuvú y la Asociación Alihuén
señalaron que creían necesario exponer “a la sociedad pampeana la verdad
lacerante de que se deberá replantear la política provincial en el tema Atuel.
Es virtualmente imposible llegar a acuerdos con quien no quiere hacerlos, y si
algo está probado hasta el hartazgo es que Mendoza sigue y seguirá con su
política de hechos consumados que determina negarse a compartir los recursos
hídricos interprovinciales”.
“Denunciar el
acuerdo. La Fuchad y Alihuén afirman en un documento que “sólo acciones
diferentes al Acuerdo podrán lograr resultados. Estratégicamente La Pampa
debería emplazar a Mendoza a que en un plazo perentorio apruebe el acuerdo so
pena de denunciar el mismo”, y sostiene que “el gobierno provincial debería
iniciar posteriormente una acción ante la Corte Suprema de Justicia por la
rebeldía de Mendoza a llegar a una solución e incumplir el fallo que expresa
que las dos provincias deben llegar a convenios sobre un uso razonable y
consensuado de los recursos”. “Las
ONG revelan ahora que al momento de cumplirse casi un año de la firma del
acuerdo tripartito, en tanto la ratificación parlamentaria La Pampa la produjo
en cuestión de días, en la provincia cuyana el gobernador Celso Jaque ni
siquiera lo elevó a la Legislatura. Sólo lo envió para su estudio al
Departamento de Irrigación.”
Deducen,en consecuencia,
que “podemos decir que el acuerdo está muerto, o si preferimos ser
indulgentes, podemos decir que entró en una vía muerta sin posibilidad de
reencauzarse por mucho tiempo. Si algo podemos decir de la actitud mendocina es
que es coherente en la defensa de lo que consideran su exclusivo patrimonio
hídrico. Podrán cambiar gobiernos pero la política de estado es siempre la
misma: defender a rajatabla los recursos hídricos que consideran son de su
exclusiva propiedad”.
“Recordaron la Fuchad y Alihuén que los mendocinos “negaron la
interprovincialidad del Atuel hasta que el fallo de la CSJ dictaminó lo que la
geografía y la historia evidenciaban desde siempre. Ganamos el histórico juicio
del Atuel y también lo perdimos, el río es interprovincial pero el agua en los
hechos no es compartida. ¿Acaso el río sólo es un cauce seco en nuestra
provincia?”, se preguntaron.
Los términos. El convenio se extiende en 12 cláusulas y su objeto principal,
según puede leerse en la introducción, es impulsar el “progreso socio-económico
regional” merced a una “gestión armónica del recurso hídrico”, en este caso el
río Atuel. Esa gestión se concretará con “obras de infraestructura y acciones
no estructurales” en ambas jurisdicciones ya que las dos provincias coinciden
en “una visión de conjunto del futuro de la región”.
“Una de las
cláusulas medulares del acuerdo es la cuarta, donde se detallan las obras de
infraestructura a realizar. Ellas son: a) impermeabilización de la red primaria
de riego del río Atuel en las áreas de San Rafael, General Alvear y Carmensa;
el financiamiento saldrá de Nación, Mendoza y La Pampa. b) Construcción del
canal impermeabilizado Carmensa (Mza)-La Puntilla (LP); financiamiento entre
Nación y La Pampa- c) Obra de recrecimiento definitivo del canal marginal del
Atuel, tramo IV, para poder transportar el mayor caudal que estará destinado a
La Pampa; financiamiento entre Nación y La Pampa. d) Instalación de una red de
freatímetros y de medición de caudales; financiamiento compartido entre Nación,
Mendoza y La Pampa. La ubicación de estas estaciones de medición será acordada
entre Mendoza y La Pampa y la red estará operada por la Unidad de Coordinación
Técnica del río Atuel”.
“Aprender. La
Chadileuvú y Alihuén finalizan diciendo que “debemos aprender de nuestras
desgracias en materia hídrica, no nos debe pasar lo mismo en los otros ríos
compartidos. Nosotros deberíamos aplicar la misma defensa cerrada que emplean
los mendocinos. Así apuntan que el Colorado “es nuestro
principal río, el que nos da las mayores posibilidades de desarrollo para
riego, no dejemos que también Mendoza nos lo robe o deteriore. Uno de nuestros
más preclaros y recordados dirigentes, el Ingeniero Héctor Torroba, muchas
veces nos decía “cuidado, no perdamos el Colorado por defender solamente el
Atuel”. Para la Fuchad y Alihuén el camino es claro: la actitud mendocina nos
lleva al camino de la confrontación judicial”.
Así planteada la cuestión, debería analizarse la promoción de una eventual acción penal, como una forma de construcción de un pronunciamiento contrahegemónico que fortalezca el
reclamo secular de las víctimas y ponga de relieve la implicancia de Derechos
Humanos fundamentales en la pretensión.
En efecto, el acceso a un recurso vital y escaso,
imprescindible para la vida humana y el mantenimiento de un equilibrio
ambiental compatible con aquella, constituye un derecho humano básico receptado
por las Constituciones que acogen el modelo de un Estado Constitucional de
Derecho y son particularmente atendibles en un Estado que incesantemente
intenta conferir mayores derechos a sus ciudadanos, como es lo que acontece en
la actualidad en la Argentina.
Es interesante, de tal suerte, analizar la situación a la luz del nuevo
artículo 43 de la Constitución Nacional, que en su redacción de 1994, prescribe
que "Toda persona puede interponer acción expedita y rápida de amparo,
siempre que no exista otro medio judicial más idóneo, contra todo acto u
omisión de autoridades públicas o de particulares, que en forma actual o
inminente lesione, restrinja, altere o amenace, con arbitrariedad o ilegalidad
manifiesta, derechos y garantías reconocidos por esta Constitución, un tratado
o una ley. (…) Podrán interponer esta acción contra cualquier forma de
discriminación y en lo relativo a los derechos que protegen al ambiente, a la
competencia, al usuario y al consumidor, así como a los derechos de incidencia
colectiva en general, el afectado, el defensor del pueblo y las asociaciones
que propendan a esos fines, registradas conforme a la ley, la que determinará
los requisitos y formas de su organización...".
Y que la Constitución de la propia Provincia de La Pampa expresa
en su artículo 18: “Todos los habitantes tienen derecho a vivir en un ambiente
sano y ecológicamente equilibrado, y el deber de preservarlo. Es obligación del
Estado y de toda la comunidad proteger el ambiente y los recursos naturales,
promoviendo su utilización racional y el mejoramiento de la calidad de vida.
Los Poderes Públicos dictarán normas que aseguren: a) la protección del suelo,
la flora, la fauna y la atmósfera; b) un adecuado manejo y utilización de las
aguas superficiales y subterráneas; c) una compatibilización eficaz entre
actividad económica, social y urbanística y el mantenimiento de los procesos
ecológicos esenciales; d) la producción, uso, almacenaje, aplicación,
transporte y comercialización correctos de elementos peligrosos para los seres
vivos, sean químicos, físicos o de otra naturaleza; e) la información y
educación ambiental en todos los niveles de enseñanza. Se declara a La Pampa
zona no nuclear, con el alcance que una ley especial determine en orden a
preservar el ambiente. Todo daño que se provoque al ambiente generará
responsabilidad conforme a las regulaciones legales vigentes o que se dicten”.
Por otra parte, la Ley Nacional de Aguas N° 25688 que
establece “los presupuestos mínimos ambientales para la preservación de las
aguas, su aprovechamiento y uso racional. Utilización de las aguas. Cuenca
hídrica superficial. Comités de cuencas hídricas”, sancionada el 28 de
Noviembre de 2002 y Promulgada el 30 de diciembre de ese mismo año, prescribe
lo siguiente: “REGIMEN DE GESTION AMBIENTAL DE AGUAS. ARTICULO 1° — Esta ley
establece los presupuestos mínimos ambientales, para la preservación de las
aguas, su aprovechamiento y uso racional. ARTICULO 2° A los efectos de la presente ley se
entenderá: Por agua, aquélla que forma parte del conjunto de los cursos y
cuerpos de aguas naturales o artificiales, superficiales y subterráneas, así
como a las contenidas en los acuíferos, ríos subterráneos y las atmosféricas.
Por cuenca hídrica superficial, a la región geográfica delimitada por las
divisorias de aguas que discurren hacia el mar a través de una red de cauces
secundarios que convergen en un cauce principal único y las endorreicas.
ARTICULO 3° — Las cuencas hídricas como unidad ambiental de gestión del recurso
se consideran indivisibles. ARTICULO 4° — Créanse, para las cuencas
interjurisdiccionales, los comités de cuencas hídricas con la misión de
asesorar a la autoridad competente en materia de recursos hídricos y colaborar
en la gestión ambientalmente sustentable de las cuencas hídricas. La
competencia geográfica de cada comité de cuenca hídrica podrá emplear
categorías menores o mayores de la cuenca, agrupando o subdividiendo las mismas
en unidades ambientalmente coherentes a efectos de una mejor distribución
geográfica de los organismos y de sus responsabilidades respectivas. ARTICULO
5° — Se entiende por utilización de las aguas a los efectos de esta ley: a) La
toma y desviación de aguas superficiales; b) El estancamiento, modificación en
el flujo o la profundización de las aguas superficiales; c) La toma de
sustancias sólidas o en disolución de aguas superficiales, siempre que tal
acción afecte el estado o calidad de las aguas o su escurrimiento; d) La
colocación, introducción o vertido de sustancias en aguas superficiales,
siempre que tal acción afecte el estado o calidad de las aguas o su
escurrimiento; e) La colocación e introducción de sustancias en aguas costeras,
siempre que tales sustancias sean colocadas o introducidas desde tierra firme,
o hayan sido transportadas a aguas costeras para ser depositadas en ellas, o
instalaciones que en las aguas costeras hayan sido erigidas o amarradas en
forma permanente; f) La colocación e introducción de sustancias en aguas
subterráneas; g) La toma de aguas subterráneas, su elevación y conducción sobre
tierra, así como su desviación; h) El estancamiento, la profundización y la
desviación de aguas subterráneas, mediante instalaciones destinadas a tales
acciones o que se presten para ellas; i) Las acciones aptas para provocar
permanentemente o en una medida significativa, alteraciones de las propiedades
físicas, químicas o biológicas del agua; j) Modificar artificialmente la fase
atmosférica del ciclo hidrológico. ARTICULO 6° — Para utilizar las aguas objeto de
esta ley, se deberá contar con el permiso de la autoridad competente. En el
caso de las cuencas interjurisdiccionales, cuando el impacto ambiental sobre
alguna de las otras jurisdicciones sea significativo, será vinculante la
aprobación de dicha utilización por el Comité de Cuenca correspondiente, el que
estará facultado para este acto por las distintas jurisdicciones que lo
componen. ARTICULO 7° — La autoridad nacional de aplicación deberá: a)
Determinar los límites máximos de contaminación aceptables para las aguas de
acuerdo a los distintos usos; b) Definir las directrices para la recarga y
protección de los acuíferos; c) Fijar los parámetros y estándares ambientales
de calidad de las aguas; d) Elaborar y actualizar el Plan Nacional para la
preservación, aprovechamiento y uso racional de las aguas, que deberá, como sus
actualizaciones ser aprobado por ley del Congreso de la Nación. Dicho plan
contendrá como mínimo las medidas necesarias para la coordinación de las
acciones de las diferentes cuencas hídricas. ARTICULO 8° — La autoridad
nacional podrá, a pedido de la autoridad jurisdiccional competente, declarar
zona crítica de protección especial a determinadas cuencas, acuíferas, áreas o
masas de agua por sus características naturales o de interés ambiental.
ARTICULO 9° — El Poder Ejecutivo reglamentará esta ley dentro de los 180 días
de su publicación y dictará las resoluciones necesarias para su aplicación.
ARTICULO 10.— Comuníquese al Poder Ejecutivo”.
En síntesis, persistiendo y resultando continuo y
contemporáneo el grave daño ecológico y el brutal proceso de desertificación
ocasionado como consecuencia de un hacer voluntario final, por parte de
personas físicas y jurídicas, que podrían resultar además perfectamente
identificables, la pregunta es si resulta o no posible advertir alguna conducta
reprochable en el caso que merezca ser
advertida y visibilizada a través de una opinión relevante como la que se
peticiona respecto de ese Tribunal Permanente. Es evidente que no solamente a
través del sistema penal (catálogo fragmentario y discontinuo) es posible
ejercer la defensa del bien jurídico medio ambiente, pero es indudable que
resulta necesario, a esta altura de la historia, explorar las herramientas que
el derecho penal moderno provee frente a este tipo de ofensas.
También, que en modo alguno una presentación que asume este
sesgo puede intentar apartarse del principio de legalidad estricto como
presupuesto básico de acotamiento del poder punitivo del Estado, como
intentaremos demostrar. Pero no es menos cierto, como consecuencia obligada,
señalar la evidente selectividad del sistema penal y la escasa conciencia
ecológica de legisladores, operadores del sistema judicial y funcionarios
políticos argentinos, que a través de décadas han permitido la continuidad de
la consumación de un proceso catastrófico de degradación del medio ambiente y
violación sistemática de los Derechos Humanos. Como habremos de probar, La
Pampa puede acreditar sobradamente la existencia de refugiados ambientales que
debieron abandonar las zonas desertificadas para pasar a engrosar, en
condiciones desventajosas, las poblaciones urbanas de ciertos conglomerados
provinciales.
La Corte de La Haya, por su parte, y tal como lo señala el
“Estudio para la cuantificación del daño causado a la Provincia de La Pampa por
la carencia de un caudal fluvioecológico del Río Atuel” (Capítulo VI: Elementos
para una agenda de gestión de la subcuenca. VI1. Los impactos de los cambios
naturales y los generados por las actividades humanas sobre los recursos
hídricos, anteúltimo párrafo, documento que en fotocopia simple se adjunta),
“ha adoptado en sus fallos el Principio Jurídico de la prohibición de que un
Estado (Provincia) cause un perjuicio al medio ambiente de otro estado. Más
allá del dominio sobre los recursos naturales de una de las partes, se debe
proveer los necesario para que ni por su conducta, ni por la de los
particulares, se produzcan daños de una jurisdicción sobre otra”. Este dato es
fundamental y debe articularse con la fundamentación jurídico penal que con
cita doctrinaria se incorpora a este escrito.
CRONOLOGÍA CIRCUNSTANCIADA DEL DESPOJO: Es
necesario, para dotar de historicidad al conflicto, realizar una derivación cronológica y razonada de los
hechos históricos que jalonaron la problemática del Río Atuel, y las
consecuencias que, hasta ahora, semejante despojo ha ocasionado en materia
medioambiental.
En el año 1882, La Ley
Nacional 1532 crea el Territorio Nacional de La Pampa.En 1884, la Ley General
de Aguas de Mendoza regula el uso de las aguas en los ríos Mendoza, Tunuyán,
Diamante y Atuel. En 1909, el Estado Nacional crea la Colonia Agrícola Butaló
en territorio pampeano, tendiente a estimular la producción mediante riego con
aguas del arroyo Butaló, brazo del Río Atuel. Esta producción se mantuvo hasta
1918, en que la misma dejó de existir como consecuencia de los cortes que en el
río de producían en la provincia arribeña. En 1918, un primer desvío de los
causales del Atuel se dió en el lugar llamado Paso del Loro, ubicado en
Mendoza, cerca de Puesto Bello. Esto hizo que prácticamente desapareceiera el
brazo principal del río, de los varios que por entonces entraban a La Pampa,
llamado Atuel Viejo. En 1837, se produce el segundo desvío de caudales, con la
construcción de los “Tapones de Ugalde”, ubicados en territorio mendocino,
cercanos al límite con La Pampa. Esto provocó la disminución y virtual
desaparición del brazo Arroyo Butaló, que cerraba la lista de Chalileo por el
poniente.
En 1949, se sanciona la Ley
Nacional N° 12.650, que origina la ejecución de la obra “Los Nihuiles”,
realizada por el estado Nacional y la Provincia de Mendoza, con fines de riego
y generación de energía, comenzándose el llenado del embalse en 1947, lo que
genera un corte total del río en La Pampa, hast6a 1973. Ante esa situación, y
el reclamo de los ribereños pampeanos, el Presidente de la Nación ordenó al
Consejo de Administración de la Empresa Agua y Energía Eléctrica la solución
del problema, para lo cual se dictó la Resolución 50/49, en virtud de la cual
se disponía que, con carácter provisorio, se entregaran caudales por tres
semanas al año, de las descargas del Embalse El Nihuil, por un total de 27,5
Hm3 anuales, con destino a facilitar el acceso al agua de poblaciones y ganado,
riego de las praderas naturales y alimentación de represas y lagunas en
jurisdicción de La Pampa. Esta resolución nunca fue cumplida por Mendoza, lo
que derivó en un éxodo poblacional irreversible (muchos de esos refugiados
ambientales vive todavía) y consumó un proceso de desertificación irreversible,
con las consecuencias conocidas.
En 1952, La Pampa obtiene su
provincialización, a través de la Ley N° 14.037. Inmediatamente, se inician las
primeras gestiones para lograr el retorno del escurrimiento de las aguas del
atuel en territorio de la novel Provincia. Recién en 1973, mediante el Decreto
1560 de ese año, se reconoce el derecho sobre las regalías que le asiste a La
Pampa por la producción de energía eléctrica del sistema Los Nihuiles, y se
reconoce la interprovincialidad del recurso hídrico.
En 1979, La Pampa entabla la
ya aludida demanda contra Mendoza (Causa “L-195-XVIII, La Pampa, Provincia de
c/Mendoza, Provincia de s/acción posesoria de aguas y regulación de usos). La
Corte Suprema, como ya hemos visto, declara en 1987 la interprovincialidad del río y que el
acuerdo firmado entre Mendoza y el Estado Nacional el 17 de junio de 1941, no
es vinculante para La Pampa. También, rechaza la acción posesoria de aguas que
integraba el reclamo, exhortando a las partes a celebrar convenios tendientes a
una participación razonable y equitativa en los usos futuros de las aguas del
Atuel. Después del pronunciamiento de la Corte, en el año 1989, se crea la CIAI
(Comisión Interprovincial del Atuel Inferior), suscribiéndose el Protocolo de
Entendimiento Interprovincial por parte de los gobernadores de ambas
provincias, procurando conformar una autoridad u organismo de cuenca para
llevar adelante una gestión integral e interjurisdiccional del recurso en
cuestión. Este Protocolo (homologado por la CSJN) establecía en su punto 5°,
“La definición y concreción en lo inmediato de acciones tendientes al
restablecimiento ecológico fluvial en el curso inferior del Río Atuel y para la
utilización de las aguas del mismo con el objeto de satisfacer las necesidades
de aprovicionamiento de las poblaciones ubicadas en esa área”. La CIAI, como
emprendimiento conjunto, no tuvo éxito. Funcionó solamente de manera
intermitente, hasta 2005, siempre por impulso del gobierno pampeano. En el año
1992, se suscribió un convenio entre La Pampa, Mendoza y la nación, para
obtener la cesión de agua de otra fuente alternativa, con el objeto de
abastecer de agua para consumo humano a las poblaciones de Santa Isabel y
Algarrobo del Águila. Durante el año 2008, se firmó el Convenio Marco entre los
gobernadores de ambas Provincias y ministros del Gobierno nacional, con la
presencia de la propia Presidenta de la República. Este acuerdo establecía un
conjunto de obras de impermeabilización de canales tendientes a optimizar el sistema
de riego, minimizando las pérdidas. Del ahorro obtenido se llevaría a cabo un
aprovechamiento compartido en mitades, y
a su vez (conforme la CLÁUSULA DÉCIMA, inciso k), se propendía a
….”Asegurar un mínimo de escorrentía permanente sobre el Río Atuel en el límite
interprovincial, hasta la concreción y puesta en marcha de las obras previstas
en la Cláusula Cuarta y la Cláusula Sexta”. Este acuerdo debía ser ratificado
por las legislaturas de ambas provincias. Lamentablemente, hasta la fecha
solamente La Pampa lo ha ratificado, mediante la Ley N° 2468.
Otros histos merecen
destacarse en esta relación de hechos relevantes. En el año 2011, un letrado
pampeano interpuso en la Corte Suprema una acción de amparo ambiental contra la
Provincia de Mendoza (Palazzani, Miguel Angel contra Mendoza, Provincia de y
otro s/Amparo Ambiental), basada en los artículos 41 y 43 de la Constitución
Nacional, y 30 de la Ley 25.675, general de Medio Amibiente, a fin de que se
dispusiera el cese de las actividades generadoras de la disminución del caudal
fluvio ecológico del río Atuel inferior, y se garantice el uso razonable y
equitativo de las aguas del recurso. La acción, absolutamente relevante y original, ha significado un importante paso para la postura pampeana, que presumo por todos conocida.
Por otra parte, durante el
año 2012, la Fundación Chadileuvú presentó ante el Tribunal Latinoamericano del
Agua el Caso “Afectación al Territorio de la Provincia de La pampa ocasionado
por el corte del Río Atuel, cuerpo de agua interpovincial compartido por las
provincias de Mendoza y La Pampa, República Argentina”. El Tribunal resolvió
reconocer el estado de inobservancia de normas y principios ambientales
vigentes, así como el incumplimiento de las decisiones ejecutivas, judiciales y
convenciones relacionadas a la problemática del Río Atuel por parte de la Pcia
de Mendoza y del Estado argentino. Exhortó también a la ejecución de las
decisiones judiciales y ejecutivas, en particular el fallo de la Corte Suprema
de 1987, alertando sobre la necesidad de no perpetuar esta situación de
conflicto que implica “la denegación del derecho humano al agua a las
poblaciones pampeanas”, recomendando la creación de un comité de cuenca de
composición paritaria y la urgente puesta en práctica “de un caudal permanente
mínimo que asegure de manera inmediata el uso del agua por la población de La
Pampa, definido por una comisión técnica imparcial”.
IADECUACIÓN TÍPICA DE LA
CONDUCTA. Nuestro país, tal como acontece con una inmensa mayoría de Estados
que integran la denominada “comunidad internacional”, ha decidido ajustarse a
un sistema normativo de naturaleza global, que incide, según la adopción que
cada país haga del mismo, directamente sobre el ordenamiento jurídico
doméstico. Este dato objetivo de la realidad jurídica argentina, basada en
jurisprudencia expresa de su más Alto Tribunal en materia de Derechos Humanos,
ha tenido especial y directa recepción en el ámbito específico de las
cuestiones vinculadas al derecho penal, y, en lo que interesa a esta
presentación, también a la concepción y amplitud vigente en materia de
preservación y tutela de la protección del sistema sanitario de la población en
materia penal.
En concordancia con lo
precedentemente expuesto, y en un todo de conformidad con las conclusiones
emanadas de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, reunida
en Estocolmo en junio de 1972, nuestra Constitución, en el art. 41 prescribe
actualmente que “(…) todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente
sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades
productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las
generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo (…)”.
No obstante la entidad
constitucional del bien jurídico de referencia, es evidente que a la fecha,
nuestro país no cuenta con un correlato actualizado, en materia normativa
penal, que exprese con la misma elocuencia la necesidad de sancionar conductas
humanas que afecten el medio ambiente. Esta circunstancia, delineada por un
atraso incompatible del legislados penal en esta materia, acaso por su
predisposición a reaccionar de manera inmediata frente a clamores sociales que
raramente involucran bienes colectivos, había sido remediada por el
anteproyecto de Código Penal propuesto en el año 2008, que todavía no ha sido
sancionado. No obstante eso, por imperio del artículo 75 inciso 22 del texto
constitucional y demás precedentes que autorizan la incorporación automática de normas penales en cuanto las
mismas devienen compatibles con el Programa de la Constitución y los paradigmas
fundantes del Estado Constitucional de derecho, permiten afirmar la posibilidad
de persecucion y enjuiciamiento penal de aquellas conductas que afectan el
medio ambiente.
La eventual responsabilidad
penal de los perpetradores del daño ambiental continuado y sus consecuencias,
en especial la que derivara en un gigantesco proceso de desertificación y des
plazamiento poblacional que debió refugiarse en otras zonas de las provincia de
La Pampa o Mendoza, también ha sido contemplada por el ya citado “Estudio para
la cuantificación monetaria del saño causado a la Provincia de La Pampa por la
carencia de un caudal fluvioecológico del Río Atuel” (Punto VI.4.2).
En ese sentido, se ha dicho
de manera textual en doctrina, avalando la tesis de un probable encuadre típico
penal en las conductas descriptas en esta presentación: “Pese a ello nuestro
país carece en la actualidad de un régimen jurídico penal que proteja de manera
autónoma el medio ambiente, realizando tal cometido de manera indirecta a
partir de las disposiciones previstas principalmente en el Título VII, Capítulo
IV del CP (delitos contra la salud pública) y lo dispuesto por la leyes n°
22.241 (ley de flora y fauna) y 24.051 (ley de residuos peligrosos)”.
“Esta cuestión no ha sido
soslayada por la doctrina nacional, sino que, por el contrario, se ha
pretendido, mediante el estudio de las figuras penales vigentes, construir un
sistema del que se puedan inducir criterios sistemáticos, evitando de esta
manera la superposición de ciertas normas que en apariencia regulan materias
similares. Sin embargo dicho examen a mi entender se ha efectuado en forma
parcial. Y esto es así ya que en la mayoría de los supuestos y desde la óptica
jurídico-penal,se ha realizado un análisis dogmático del conjunto de normas,
que, de una u otra manera, se refieren a la cuestión de los delitos contra la
salud pública, sin adecuar dicho cometido con un estudio crítico y abarcativo
del cúmulo de normas de índole internacional, que de manera directa e indirecta
se refieren a la materia aludida.”.
“Es por ello que en el
presente trabajo se pretende analizar, a partir del estudio de una figura penal
en particular como lo es el envenenamiento o adulteración dolosa de agua
potable, si en determinadas circunstancias y bajo ciertos requisitos, la
consumación de dicho delito de peligro puede implicar a su vez la violación
flagrante de normas de jus cogens (la “violación del derecho humano al agua” de
la que hablaba el Tribunal Latinoamericano del Agua”), lo cual traería
aparejado un cambio sustancial no únicamente en lo que respecta a la concepción
de dicho delito sino y sobre todo, en su aplicación concreta, todo ello a la luz
de los principios establecidos por la CSJN recientemente”.
“A los fines de responder al
interrogante precedentemente planteado, se hace necesario delimitar los
contornos precisos de la figura penal sometida a estudio, sobre todo si se
tiene presente que la misma se encuentra prevista en sus aspectos típicos en
más de una normativa penal, aunque como ya se adelantó, esto no implica en modo
alguno, una superposición normativa.
En
tal sentido nuestro Código Penal prevé dentro del título VII “delitos contra la
seguridad común”, un capítulo (IV) relativo a los delitos contra la salud
pública, en el cual reprime (entre otras figuras) al delito de envenenamiento o
adulteración dolosa de agua potable (art. 200 del CP). Se ha sostenido que en
dicho capítulo lo que se protege es el estado sanitario de la población frente
a la creación de un peligro común (indeterminado) para las personas, lo cual
permite distinguir un atentado a la vida y a la salud de un atentado contra la
salud pública”.
“La figura en análisis exige
el dolo y admite el dolo eventual. El delito es instantáneo, de efectos
permanentes. Lo que se debe tenerse presente es que el delito contemplado en el
art. 200 C.P es de peligro abstracto, cuya consumación no demanda daño efectivo
para la salud general, ni un peligro concreto de que este se produzca, sino una
indefinida posibilidad de daños. La agravación del delito se prevé en el 2º
párrafo del artículo 200, basada en la consecuencia de muerte
preterintencional. Es decir que si al hecho sigue la muerte de alguna persona,
como resultado causalmente determinado por el envenenamiento o la adulteración,
sin la interferencia de otro factor independiente y preponderante, el delito se
agrava y la pena será de 10 a 25 años de reclusión o prisión”.
“Por otra parte la ley de
residuos peligrosos (24.051) prevé en el capítulo IX el régimen de su normativa
penal. En tal sentido el artículo 25 de la citada ley establece las mismas
penas que las del artículo 200 del Código Penal para quien envenenare, adulterare
o contaminare con los residuos que prevé la ley, de un modo peligroso para la
salud, el suelo, el agua, la atmósfera o el ambiente en general. Asimismo
prescribe que si el hecho fuere seguido de la muerte de alguna persona la pena
será de diez a veinticinco años de reclusión o prisión”.
“Sin adentrarnos en la
problemática suscitada a nivel doctrinario en orden a la identificación del
bien jurídico protegido por las disposiciones penales contenidas en la ley
24.051, podemos señalar siguiendo la opinión del Dr. José Cesano, que el bien
jurídico tutelado por estos tipos penales es la salud pública, “…toda vez que
las acciones constitutivas de la figura delictiva (“envenenar”, “adulterar”,
etc.) serán típicas no sólo por recaer sobre las objetividades materiales
mencionadas por la norma (suelo, agua, atmósfera) sino - y de manera
fundamental - en tanto que, através de aquellas acciones,
se ponga en peligro la salud humana (derecho agredido)…”.
E”n lo que respecta a las
acciones típicas previstas por el art. 55 son, salvo la de contaminar, iguales
a las previstas en el art. 200 ya mencionado, teniendo igual consideración en
lo que respecta a su caracterización como un delito de peligro “abstracto”.
“Como se desprende del
sucinto análisis realizado en orden a la descripción de los elementos típicos
de la figura en estudio, uno de los objetos materiales sobre el cual recaen
físicamente las acciones delictivas, es en lo que aquí interesa, el agua potable.
Este elemento vital e indispensable para la vida, ha sido considerado en cuanto
al acceso al mismo, como un derecho humano personalísimo, urbi et orbi, erga
omnes, que debe ser acatado por cualquier sociedad y por todo Estado. Es por
ello que desde hace tiempo, ya sea desde el ámbito interno como internacional,
se ha pretendido dotarlo de un marco normativo adecuado”.
“En tal sentido la
Constitución Nacional incorporó (expresamente) tras la reforma del 94, el
derecho al medio ambiente en su artículo 41. En el primer párrafo del
mencionado artículo, el constituyente estableció que éste debe ser “...sano,
equilibrado, apto para el desarrollo humano...”, haciendo hincapié en su
extensión a las futuras generaciones, y como dice Sabsay “(poniendo) de manifiesto
la incorporación de la noción de desarrollo sustentable que hoy en día ubica a
la variable ambiental como necesaria en la toma de toda decisión que haga al
desenvolvimiento de una comunidad organizada”.
“Sin embargo “el derecho de
acceso al agua potable” -actualmente vulnerado de manera unilateral- no surge
únicamente a partir de la interpretación de la citada manda constitucional,
sino que expresamente se reconoce tal derecho en instrumentos internacionales,
los cuales gozan de jerarquía constitucional conforme lo establecido por el
art. 75 inc. 22 de nuestra CN.
Es de
importancia precisar que el derecho de acceso al agua potable involucra varias
facetas que deberían tenerse en cuenta al momento del dictado de una ley (de
índole penal) que lo abarcará en forma suficiente en toda su extensión.
En tal sentido se puede
señalar siguiendo a Picolotti, que el mentado derecho
involucra
lo relativo a:
a) La
disponibilidad: el abastecimiento de agua potable de cada persona debe ser
continuo y suficiente para los usos personales y domésticos.
b) La
calidad: El agua necesaria para cada uso personal o doméstico debe ser
salubre, y por lo tanto, no ha de contener organismos o sustancias químicas o
radiactivas que puedan producir una amenaza para la salud de las personas.
Además,
la misma debería tener un color, un olor y un sabor aceptables para uso
personal o doméstico.
c) La
accesibilidad. El agua y las instalaciones y servicios de deben ser
accesibles a todos, sin discriminación alguna, dentro de la jurisdicción del
Estado. La accesibilidad presenta a su vez cuatro dimensiones superpuestas:
1)
accesibilidad física. El agua y las instalaciones y servicios de agua deben
estar al alcance físico de todos los sectores de la población. Debe poderse
acceder a un suministro de agua suficiente, salubre y aceptable en cada hogar,
institución educativa o lugar de trabajo o en sus cercanías inmediatas;
2)
accesibilidad económica: el agua y los servicios e instalaciones de agua deben
estar al alcance de todos;
3) no
discriminación: el agua y los servicios e instalaciones de agua deben ser
accesibles a todos de hecho y de derecho;
4)
acceso a la información: la accesibilidad comprende el derecho de solicitar,
recibir y difundir información sobre las cuestiones del agua”.
“En consecuencia se puede aseverar que la idea imperante a nivel
mundial es la de considerar, que el derecho al acceso al agua potable se erige
como un derecho a la vida de primer grado, lo cual sumado al consenso que
existe en la comunidad internacional sobre la necesidad de universalizar el
acceso al agua potable y alLo afirmado precedentemente trae a
colación una cuestión no del todo analizada a nivel de la doctrina nacional
(lege ferenda) que podemos resumir, a partir del siguiente interrogante: ¿Qué
sucedería si la contaminación o la adulteración dolosa (llevada a cabo por x
persona) de las napas de aguasque más allá de implicar un peligro
potencial para la salud humana,
conllevarían
(de hecho) la negación de acceso de una comunidad (en su conjunto) a tan vital
elemento?”.
“La
respuesta inmediata que surge es que la realización de dicha conducta (delito
instantáneo, de efectos permanentes) implicaría a partir de lo ya meritado, una
afectación directa de una norma de jus cogens124 (derecho de acceso al agua
potable) y que por consiguiente correspondería (a la luz de la normativa
internacional ya citada) que los autores de dicha conducta fueron perseguidos y
juzgados por las autoridades del Estado en donde acaeció el hecho (de lo
contrario se podría generar responsabilidad internacional de la República
Argentina por su actitud omisiva)”.
“Si bien este análisis puede
apreciarse como parcial, ya que la negación del acceso al agua potable se puede
producir a su vez por otros medios (delictivos o no), no parece descabellado
suponer que dadas las características particulares del delito de envenenamiento
o adulteración dolosa de agua potable (en donde basta para la caracterización
del mismo la existencia de peligro para las personas, no siendo necesario un
daño efectivo para la salud en general) su consumación puede implicar (como
una consecuencia implícita) la negación del derecho de acceso al agua
potable (jus cogens)”.
“Sin embargo desde otro punto
de vista se podría afirmar, que en aplicación estricta del principio de
legalidad material por medio del cual se establece que solo la “…ley crea
delitos y solo podrá considerarse delito, aquel hecho que la ley hayadeclarado en forma expresa y
previamente…”131 es que al momento de la realización de la respectivas acciones
de envenenamiento o adulteración, no existe en el orden penal argentino, una
norma que establezca (a su vez) como delito (con su consecuente pena) aquellas
conductas que implican en concreto una negación del acceso al agua potable y
que por consiguiente, la persecución de dichas conductas implicaría la
violación del señalado principio”.
“Esta cuestión engloba en
definitiva la problemática relativa a la relación o articulación de las normas
penales nacionales con la normativa de nivel internacional (que en este
supuesto a su vez se encuentra prevista en instrumentos que gozan de jerarquía
constitucional y que por consiguiente en principio se consideran operativos132)
todo lo cual trasluce su importancia y vigencia”.
“En tal sentido es dable
hacer referencia (salvando las distancias entre uno y otro supuesto) a
lo sostenido por el entonces Procurador General de la Nación Nicolás Eduardo
Becerra, quien en su dictamen pronunciado en relación a la causa Simón, Julio y
otros 14/06/2005 (C.S.J.N) sostuvo “(…) que corresponde concluir que la
desaparición forzada de personas ya se encuentra prevista – y se encontraba–
tipificada en distintos artículos del Código Penal Argentino. Pues no cabe duda
de que el delito de privación ilegítima de la libertad contiene una descripción
típica lo suficientemente amplia como para incluir también, en su generalidad,
aquellos casos específicos de privación de la libertad que son denominados
desaparición forzada de personas. Se trata, simplemente, de reconocer que
un delito de autor indistinto, como lo es el de privación ilegítima de la
libertad, cuando es cometido por agentes del Estado o por personas que actúan
con su autorización, apoyo o aquiescencia, y es seguida de la falta de
información sobre el paradero de la víctima, presenta todos los elementos que
caracterizan a una desaparición forzada. Lo anterior significa que la
desaparición forzada de personas, al menos en lo que respecta a la privación de
la libertad que conlleva, ya se encuentra previsto en nuestra legislación
interna como un caso específico del delito -más genérico- de los arts. 141 y,
particularmente, 142 y 144 bis y ter del Cód. Penal (…)”.
En
tal sentido, si se realiza un paralelo entre tal afirmación y el delito aquí
analizado, se podría afirmar que bajo ciertas circunstancias de hecho (peligro
indeterminado, indefinida posibilidad de daños, comunidad o población afectada,
efectos permanentes) el delito de envenenamiento o adulteración dolosa de
aguas potables contendría una descripción “lo suficientemente amplia” como para
abarcar (por consecuencia implícita) la negación en concreto del acceso
al agua potable (en lo que respecta a la ya mencionada accesibilidad física)
y está podría ser la interpretación, que algún tribunal podría efectuar, para
aplicar el mencionado derecho de raigambre constitucional”.
“Es claro que para gran parte
de la doctrina tradicional, esto no constituye más que una hipótesis (o mejor dicho
un análisis de lege ferenda) que se puede enfrentar con los más elementales
principios del derecho penal consagrados a nivel constitucional, pero no es
menos cierto, que el propio Dr. Boggiano, al sentenciar, con fecha 2/8/2000, en
la causa "Nicolaides, Cristino y otro s/sustracción de menores"
sostuvo que “ (…) aun cuando se interpretara que las conductas se encuentran pendientes
de tipificar, entiendo que ello no dificulta la aplicación de la normativa
convencional internacional, pues el Estado mediante el uso de figuras penales
existentes en la legislación sanciona los hechos considerados como desaparición
forzada. Lo contrario llevaría al absurdo de que el país, ante la ausencia de
una figura legal concreta llamada "desaparición forzada de personas"
en el orden interno, no incrimine las conductas descriptas en la Convención, en
clara violación de los compromisos internacionales asumidos. O, de igual
manera, que dejase impunes los delitos de privación ilegítima de la libertad,
torturas, sustracción, ocultación y retención de menores (…)”.
“No se trata de buscar
fundamentos ajenos a las normas constitucionales vigentes, sino que por el
contrario, el precedente análisis trata de conciliar (de alguna manera) la
actual jurisprudencia de la CSJN, con el requisito vinculante para la República
Argentina - de protección de los derecho humanos fundamentales - y si se quiere
se persigue como finalidad última, poner a consideración, de que en nuestra
legislación penal actual, el envenenamiento o adulteración de agua potable,
puede conducir, bajo determinados parámetros a la violación directa de normas
de jus cogens”.
“Por último, es dable afirmar
que lo sostenido anteriormente no se encuentra en contraposición a nuestro
entender, con la idea de última ratio que se propugna – en la actualidad - del
derecho penal. Si bien es cierto que la tarea del Derecho Penal se erige
principalmente en orden a la protección subsidiaria de bienes jurídicos, por lo
que en consecuencia, el acceso al agua potable se podría garantizar mediante
normas de contenido administrativo o de otra índole, no se debe olvidar que
este derecho es considerado en la actualidad como de primera clase y que
remitir la mayor parte de los delitos medioambientales al campo de las
infracciones administrativas (como lo propone la escuela de Frankfort)
conduciría a un parecer atávico” (García Amuchástegui, Sebastián: El delito de
envenenamiento o adulteración dolosa de agua potable”, disponible en http://iniure.unlar.edu.ar/A1V2/GARCIA.pdf).
Por ende, resultaría interesante el análisis judicial de la factibilidad de una adecuación típica de la conducta continuada
y la asimilación o subsunción del tipo objetivo interno a una violación del
derecho humano al acceso al agua, consagrado por la ONU como tal
(http://www.un.org/spanish/waterforlifedecade/human_right_to_water.shtml),
susceptible su privación de ser perseguida penalmente, ante la necesidad de hacer cesar de
inmediato una situación objetiva de violación de un derecho fundamental.
Sobre esta cuestión, no
parece haber polémica alguna. Sin perjuicio de ello,
recordamos que se ha dicho también por parte de los organismo pertinentes de la
Organización de las Naciones Unidas: “Para afrontar la
crisis, la comunidad internacional ha tenido que cobrar conciencia de que el
acceso al agua potable y al saneamiento debe encuaneamiento” para
esclarecer el alcance y el contenido de esas obligaciones.cho humano básico. En
2008, el Consejo de Derechos Humanos creó el mandato del “Experto independiente
sobre la cuestión de las obligaciones de derechos humanos relacionadas con el
acceso al agua potable y el sacho de todos “a disponer de agua suficiente,
salubre, aceptable, accesible y asequible para el uso personal y doméstico”.
Cuatro años más tarde, la Subcomisión de Promoción y Protección de los Derechos
Humanos, de las Naciones Unidas, aprobó las directrices para la realización del
derecho al agua potable y al saneamiento. El Programa de las Naciones Unidas
para el Desarrollo (PNUD) también ha subrayado que el punto de partida y el
principio unificador de la acción pública en relación con el agua y el
saneamiento es el reconocimiento de que el derecho al agua es un
derepresamente, por ejemplo, en la Convención sobre los Derechos del Niño, la
Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la
mujer y la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad. En
2002, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones
Unidas aprobó su Observación general Nº 15 sobre el derecho al agua, en la que
este derecho se definió como el deredrarse en el marco de los derechos humanos.
Ese acceso se menciona ex
Varias
constituciones nacionales protegen el derecho al agua o enuncian la
responsabilidad general del Estado de asegurar a todas las personas el acceso a
agua potable y servicios de saneamiento. Tribunales de distintos ordenamientos
jurídicos han emitido también fallos en causas relacionadas con el disfrute
del derecho al agua, respecto de cuestiones tales como la contaminación de los
recursos hídricos, los cortes arbitrarios e ilegales y la falta de acceso a
servicios de saneamiento.
La presente
publicación se basa en la obra The Right to Water (El derecho al agua),
publicada en 2003 por la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Oficina del
Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH), el
Centre on HousingRights and Evictions (COHRE), WaterAid y el Centro de Derechos
Económicos y Sociales. En primer lugar explica qué es el derecho al agua y luego
ilustra lo que ese derecho significa para determinadas personas y grupos y
analiza en detalle las obligaciones de los Estados en relación con este
derecho. La obra concluye con una reseña de los mecanismos de vigilancia y
rendición de cuentas que existen a nivel nacional, regional e internacional.
Como se verá en el capítulo I, el agua y el saneamiento no tienen
la misma categoría en el derecho internacional. Sin embargo, en muchos casos y
en numerosos compromisos y declaraciones internacionales, incluidos los
Objetivos de Desarrollo del Milenio, el saneamiento se ha asociado
estrechamente al derecho al agua. Es por ello que, en algunas partes de la
presente publicación, los dos conceptos se mencionan juntos.(http://www.ohchr.org/Documents/Publications/FactSheet35sp.pdf).
El
derecho internacional humanitario y el derecho ambiental también protegen
expresamente el acceso al agua potable y el saneamiento. Los Convenios de
Ginebra (1949) y sus Protocolos adicionales (1977) destacan la importancia
fundamental del acceso al agua potable y el saneamiento para la salud y la
supervivencia en los conflictos armados internacionales y no internacionales.
El Protocolo relativo al agua y la salud del Convenio soble contra la
contaminación”.to y proteger los recursos hídricos utilizados como fuentes de
agua potabre la Protección y Utilización de los Cursos de Agua Transfronterizos
y de los Lagos Internacionales, de la Comisión Económica para Europa de las
Naciones Unidas, de 1992, dispone que los Estados partes deben adoptar medidas
apropiadas para asegurar el acceso a agua potable y saneamienEn ambos casos,
los recargados en negrilla nos pertenecen, y apuntan a acentuar las identidades
conceptuales en términos de asimilar la privación del derecho al agua a la
contaminación y envenamiento del recurso, lo que allana -a nuestro entender
definitivamente- la cuestión de la tipicidad.
Las consecuencias del corte del recurso, además, son dantescas. Según consigna en su
sitio web la Fundación Alihuen, una organización ambientalista no gubernamental
pampeana, el corte del Río Atuel ha producido, por ejemplo, la pérdida de
700.000 hectáreas de humedales. Por eso es que entendemos que es posible
revisar el estado de cosas consagrado por el fallo de la Corte, a la luz de
instrumentos internacionales relevantes que, en algunos casos, obligaban a la
Argentina desde antes de la sanción del nuevo texto constitucional. En ese
contexto, acaso el neoconstitucionalismo o constitucionalismo contemporáneo,
que no solamente ha avanzado en todo el mundo como categoría iusfilosófica,
sino que también ha dejado ya su impronta en la doctrina y la jurisprudencia
argentina, resulte una vía de acción válida, sobre todo en cuanto a lo que
implica la aplicabilidad “directa” de las normas constitucionales mediante
conductas proactivas concretas, que corporicen los derechos y garantías
previstos en la Constitución, los Pactos y Tratados.
En estos casos, un mínimo apego al Derecho Internacional de
los Derechos Humanos, y a normas tales como la Declaración Americana de los
Derechos y Deberes del Hombre, la Convención Americana Sobre Derechos Humanos,
el Protocolo Adicional a la Convención Americana Sobre Derechos Humanos en
Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la Declaración de
Estocolmo de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, la Carta Mundial
para la Naturaleza, la Declaración de Río sobre Medio Ambiente y Desarrollo, la
Convención de Naciones Unidas Sobre Cambio Climático y la Declaración sobre el
Derecho al Desarrollo, permiten desarrollar no solamente una lectura crítica de
la sentencia, sino también generar de cara al futuro la expectativa cierta en
la construcción e impulso de nuevas iniciativas tendientes a remover un cuadro
de situación que es visualizado como un verdadero desastre ecológico.
El desastre humano y ambiental que ocasionó la desaparición
de esos humedales -que se contaban entre los más grandes de la Argentina-
contribuyó en mucho a la falta de integración de un país que, como el nuestro,
está fuertemente condicionado por los desiertos. Los quiebres biológicos fueron
múltiples (todavía no del todo bien estudiados y conocidos) y en el aspecto
humano se registraron verdaderas involuciones demográficas y culturales que
hasta hoy se sienten en nuestra provincia” (“A 60 años del corte del Atuel”,
disponible en http://www.chadileuvu.org.ar/index.
Por ese motivo, subsistiendo de manera inalterable la
situación de desastre ambiental y emergencia ecológica planteada, no parece desatinada la exploración de una conducta con adecuación típica penal a partir de los usos unilaterales del recurso que
benefician a sectores concentrados de capital y provocan la debacle sobre
regiones y pueblos oprimidos.
Como dijimos al principio, más que buscar respuestas, pretendemos formular preguntas. No afirmamos, problematizamos. Pretendemos interpelar la realidad pensando en aquello que, por distintos motivos que no viene al caso analizar ahora, nos ha sido escamoteada, reiteramos, la posibilidad de reflexiónar.
[1] Hermida, Natalia;
Pipkin, Jana: “Delitos Ecológicos”, disponible en http://www.eco.unlpam.edu.ar/Tteoricos/DPenalII/Delitos_ecológicos.pdf
La Argentina se debe un código penal compatible con las características de su conflictividad, acorde con las convenciones y tratados internacionales que la obligan y con la propia Constitución Nacional. El código actual responde a una matriz del siglo XIX y desde su puesta en vigencia en 1922 ha sufrido centenares de modificaciones, muchas de las cuales se introdujeron en los últimos años y alteraron drásticamente su espíritu original y algunos requisitos básicos del derecho penal democrático, tales como la proporcionalidad de las penas, a la vez que profundizaron la selectividad propia de todo sistema punitivo.
Por eso, el anteproyecto de reforma supone un avance indudable en materia legislativa, dogmática y político criminal, más allá de las limitaciones que el texto exhibe y que seguramente pueden atribuirse a la necesidad de encontrar consensos entre redactores que provienen de tradiciones ideológicas y jurídico penales diferentes. Por ejemplo, creo que podría haberse intervenido más activamente (y mejor) en la adecuación de las nuevas prácticas que agreden el medio ambiente o actualizar las conductas mediante las que se llevan a cabo los aatentados de nuevo cuño contra el orden constitucional y la vida democrática. Pero ambas son observaciones personales que no desemerecen en absoluto el ateproyecto como alternativa táctica superadora del estado actual de la legislación interna en materia penal.
De cualquier manera, y más allá de la opinabilidad de toda iniciativa legal, es plausible que se incorporen al texto del anteproyecto los delitos contra la humanidad, que se limite el máximo de las penas de prisión a un monto igual al que el Estaturo de Roma prevé para los crímenes masivos, que se superen las rémoras peligrosistas, que se reconozca la insignificancia, que se mejore la técnica legislativa del código vigente en algunos delitos sensibles (por ejemplo, los que afectan a la integridad sexual) y que se establezcan penas alternativas a la prisión. También, que se unifiquen en un solo ordenamiento una importante cantidad de conductas que actualmente se encuentran tipificadas en leyes penales especiales, que intentan exasperar los miedos que las grandes corporaciones mediáticas reproducen y amplifican, configuran un verdadero atentado a la paz social. Un código penal no tiene propiedades mágicas, no previene la delincuencia ni la evita, pero define las formas en que un país administra su conflictividad. Y eso no es poca cosa. Los titulares punitivistas interesados, la prédica insensata que convoca al pánico social desde
La modalidad elegida para canalizar los aportes y la convocatoria realizada por la Comisión fue lo suficientemente amplia como para garantizar un debate democrático - para comprobarlo, basta con recorrer la generosa enumeración de especialistas, academias, organizaciones no gubernamentales y organismos de gobierno convocados- que, en última instancia, debería saldarse en su ámbito natural, que es el Congreso de la Nación.
odo esto, que parece de una lógica elemental, no puede confrontarse con las tentativas chabacanas y las especulaciones políticas de algunos sectores que, sin fundamentación técnica alguna, han apelado a las peores prácticas demagógicas para demonizar el anteproyecto. Me parece que estas actitud
T
e lugares comunes y la pretensión de utilizar mecanismos de debate expresamente prohibidos por la Constitución Nacional, no hacen más que instar a un retroceso cultural y reivindicar formas de convivencia violentas. Cabe agregar que tampoco es cierto que el anteproyecto "favorezca la impunidad", como se lo pretende exhibir. Más bien, podemos intuir exactamente lo contrario. Para decirlo en pocas palabras, parece que la idea de la iniciativa es que las penas se cumplan, y además se crean nuevos delitos y se aumentan las penas en algunos casos, de manera significativa. Pero en modo alguno me voy a permitir caer en la contradicción de exhibir esos rasgos del anteproyecto como una suerte antídoto respecto de los exabruptos manoduristas. Personalmente, no festejo la exacerbación de la violencia institucional. Pero esto es materia de un debate más amplio.
En un contexto histórico donde la cultura de la penalidad ha alcanzado consensos sin precedentes,
operando como criterio organizador de la vida cotidiana, el arraigo del castigo
como forma de resolver los conflictos sociales aparece como un instrumento
indispensable y excluyente, construido por saberes distintos que han
interactuado en el caso de manera complementaria. Si la réplica violenta frente
a la ofensa configura un insumo cultural ancestral, si hasta el derecho penal
liberal ha legitimado la imposición de penas, sujeta a la verificación de un
piso de garantías y criterios de racionalidad y acotamiento del poder punitivo,
no nos debería extrañar que esas mismas racionalidades punitivistas se hayan
impuesto en los códigos penales y en las tradiciones y posteriormente las
normas penales internacionales. Mucho menos, si el punitivismo en materia de
violación de Derechos Humanos fundamentales ha impregnado en buena medida los
discursos progresistas y ha marcado a fuego su retroceso teórico.
Como toda creación cultural, el
penalismo responde a una relación de fuerzas políticas, en cuyo marco algunos
actores determinan qué conductas están prohibidas y conminadas con una pena y
cuál es el monto de las penas previstas para las mismas. Pero en modo alguno
una creación cultural, dinámica, variable, por ende relativa, podría asimilarse
a un deber inexorable de los Estados.
Existen, aunque habitualmente se
lo olvide o se lo niegue, alternativas al castigo que merecerían un espacio en
el universo de posibilidades que de ordinario se barajan al momento de
administrar la conflictividad.
Las experiencias de Justicia
restaurativa o composicional, la puesta en práctica de ejercicios de vergüenza reintegrativa tendientes no
solamente a prevenir la reincidencia de este tipo de crímenes, sino a
posibilitar la aceptación de la culpa por parte de los infractores, las
categorías dogmáticas del derecho penal mínimo, por citar algunos conceptos, no
han figurado en la agenda ni en las las urgencias de los sistemas jurídicos.
Asumimos la invocación de un experimento social que carece en general de
verificación empírica contemporánea, aunque sí reconoce innumerables
antecedentes históricos. Pero eso no quita la necesidad de explorar un sistema
de mínima intervención penal que, con toda seguridad, no podría resultar más
degradante para la condición humana que el que se encuentra en vigencia. Si
algo se ha revelado como una verdad incontrastable de la modernidad tardía, es
la incompatibilidad manifiesta entre el discurso punitivo y la transformación
democrática de las sociedades. Por el contrario, el Estado Constitucional de
Derecho solamente puede concebirse con un derecho penal mínimo y garantista,
adecuado a presupuestos filosóficos que parten de la premisa que las formas
violentas de resolución de los conflictos suponen la asunción de riesgos que
generalmente derivan en consecuencias sociales brutales y en nulos efectos en
materia de prevención, disuasión o conjuración de las infracciones.
La crisis de legitimidad del sistema penal radica
justamente en su reconocida ineptitud para dar soluciones mínimas a las cada
vez más apremiantes demandas de las sociedades modernas respecto de la
delincuencia. No obstante, las lógicas legitimantes del Derecho penal siguen
remitiendo al mismo al momento de intentar solucionar la nueva conflictividad
social tanto a nivel estatal e internacional. Ello ha contribuido a una
inflación sin precedentes del Derecho penal, que en modo alguno ha reflejado
una disminución de los estándares de conflictividad ni ha contribuido a la
construcción de una mayor seguridad humana en nuestras sociedades. Se han
incrementado desmesuradamente las míticas funciones simbólicas que se atribuyen
al sistema penal, que se ha revelado como manifiestamente incapaz de resolver
ninguno de los problemas o cuestiones en virtud de los cuales se sigue
acudiendo al mismo cada vez con mayor frecuencia. Preocupa
entonces observar cómo, frente a la inviabilidad de las esperables funciones
simbólicas del Derecho penal, sistemáticamente incumplidas, los particulares,
los empresarios morales y los medios de comunicación, presionan sobre las
agencias secundarias de criminalización, en particular las policías y las
agencias jurtisdiccionales, en la búsqueda de respuestas que por supuesto
tampoco habrán de encontrar en esos ámbitos, concebidos constitucionalmente
para el cumplimiento de otros objetivos. Sobre todo, porque en muchos casos
esas presiones logran influir sobre la imprescindible independencia que debe
regir la toma de decisiones jurisdiccionales en cuestiones de semejante
trascendencia. La agencia judicial, la menos democrática entre los poderes del
Estado, sigue siendo la más vulnerable frente a esos planteos neopunitivistas,
efectuados por grupos de presión que, en no pocas oportunidades, terminan
construyendo la agenda e incidiendo decisivamente en las resoluciones que
adoptan esos funcionarios.
El mundo conmemora el 99º aniversario del genocidio armenio. Una práctica de exterminio perpetrada por el estado turco y que algunos catalogan como el primer genocidio de la modernidad. Como todo crimen de masa, precedieron a la matanza condiciones de probabilidad objetivas y subjetivas. Algo ya hemos señalado sobre el tema, pero aún así no es ocioso reiterarlo, para entender a los genocidios como los crímenes más terribles que se cometen contra la Humanidad en su conjunto.
Si mejor se prefiere, como la expresión más destructiva de
la violencia, en la que los Estados poderosos utilizan la ideología como
sustento de sus actos criminales, desatando su agresividad en un plan
sistemático e inexorable para aniquilar a un pueblo[1].
Los mencionados procesos de radicalización ideológica,
entendidos como condicionamientos acumulativos, como precondiciones que
profundizan la situación de vulnerabilidad de las víctimas[2], van desde las tentaciones racistas hasta la asunción de
la propia ilegalidad en la comisión de estas prácticas como un derecho y un
deber de identidad nacional, elemento éste muy presente en el imaginario y las
narrativas de los genocidas argentinos[3].
Estas lógicas militarizadas, aunque primitivas, no son
originales. Durante todo el siglo XX, las grandes matanzas fueron precedidas
por una fascistización de los discursos y las relaciones sociales, por
pulsiones de muerte autoritarias que fueron socavando la convivencia armónica
entre minorías y mayorías, o entre Estados dominantes y Estados dominados, que
culminaron siempre en ejercicios de exterminio estremecedores.
La idea paranoica de la “amenaza” externa o interna exhibe
un desarrollo histórico sin demasiadas variantes y con muchas regularidades de
hecho, que se reiteran, como veremos, en la mayoría de los crímenes masivos que
asolaron a la humanidad[4].
Como siempre, los momentos que preceden estos crímenes, y las
percepciones ulteriores de las víctimas integran también el concepto de
genocidio, si seguimos la caracterización procesual de Lemkin y de otros
pensadores contemporáneos, que advierten sobre la reiteración y reproducción de
prácticas previas que consisten en destruir el entramado social y las
relaciones de cooperación y solidaridad preexistentes, con el objetivo de reorganizar
mediante la violencia el orden que ha de sobrevenir luego de perpetrados los
crímenes masivos[1].
En el caso del genocidio armenio, el primero del siglo XX e
increíblemente silenciado y negado pese a su estremecedora magnitud, el
intelectual turco Taner Akcam explica críticamente el sentido de las
“amenazas” que se cernían supuestamente sobre el Estado turco, y que
motorizaron finalmente una agresión que costó alrededor de un millón y medio de
vidas[2]
. “La República de Turquía, dice Akcam,
ha heredado la política y la estructura administrativa del Imperio Otomano. La
modernización no permitió el acceso al poder a nuevos grupos sociales, sino que
se basó en una arcaica tradición imperial, en donde el Estado es independiente
de la sociedad y está organizado en oposición a ella. La sensación de amenaza
de derrumbe progresivo del imperio provino de ciertos acontecimientos
históricos, como la planificación de las grandes potencias durante los siglos
XIX y XX de repartirse el Imperio Turco Otomano. Como reacción surgieron los
conceptos panislámicos y panturcos para rescatar la estructura estatal. Según
el Tratado de Sèvres (1920), Turquía debía ser repartida entre las grandes
potencias, y a los armenios se les había prometido un Estado independiente al
Este de Anatolia, lo cual no se cumplió. Como los dirigentes turcos deseaban
crear una república homogénea, se encontraron con una barrera a la realización
de su proyecto. Dice al respecto Akcam:
“Como complemento de la idea de “enemigo externo” surgió la idea de “enemigo
interno”. Al quitarles toda influencia, los fundadores encontraron una salida
fácil: negaron la existencia y prohibieron la discusión de todo grupo social”[3].
Inseguridades, incertidumbres, transformaciones repentinas
de la estructura social, modificaciones en las relaciones de poder, derrotas,
en fin, miedos, se metabolizan entonces como “amenazas” atribuibles a un “otro”
(generalmente corporizado en minorías raciales, religiosas, nacionales o
políticas) con cuyas particularidades identitarias no se puede convivir a
riesgo de perder lo conseguido.
Por lo tanto, es probable que ese entramado de condiciones
objetivas y subjetivas, posibiliten que
el odio, los prejuicios o los miedos se sinteticen y se sincreticen respecto de
un “otro”, un “distinto”, que pasa a ser percibido como el origen de todos los
males por el Estado dominante, y su sociedad, y convertirse en sujeto pasivo de
la expiación.
La posibilidad de “identificar” a un tercero como el
causante de nuestros males es un ejercicio de simplificación al que el ser
humano viene echando mano desde los albores de la humanidad, pero además es una
forma de los poderes punitivos desbocados de legitimar la venganza.
Al miedo animista de las civilizaciones primitivas siguió
el miedo religioso del medioevo, sustituido por el miedo al Leviatán, y luego por el miedo al otro
durante la modernidad[4].
Como señaló Freud,
ante situaciones de máximo sufrimiento, se ponen en marcha en el ser humano
determinados mecanismos psíquicos de protección[5]:
“Pese a todo el horror que puedan causarnos determinadas
situaciones -la del antiguo galeote, del siervo en la Guerra de los
Treinta Años, del condenado por la Santa Inquisición, del judío que aguarda la
hora de la persecución-, nos es, sin embargo, imposible colocarnos en el estado
de ánimo de esos seres, intuir los matices del estupor inicial, el paulatino
embotamiento, el abandono de toda expectativa, las formas groseras o finas de narcotización de la sensibilidad frente a los estímulos placenteros y
desagradables”[6].
Esos mecanismos psíquicos de protección, claro está,
también -y con mucha mayor razón- deben abarcar los sentimientos de
las víctimas de los genocidios, si queremos completar un concepto abarcativo,
holístico, de los mismos.
Estados autoritarios, precondiciones objetivas y
subjetivas, tentativas autoritarias de legitimación de la venganza,
fascistización de las relaciones sociales y
miedos abismales, se imbrican en la connotación procesual que le
adjudicamos al crimen masivo, que no se agota en el momento en que se perpetra la matanza, sino que lo
trasciende e incluye la generación de las condiciones previas y también los
cambios culturales, sociales y psicológicos ulteriores en el caso de las
víctimas, los sobrevivientes y los
perpetradores.
[1] Feierstein, Daniel
(compilador): “Terrorismo de Estado y Genocidio en América Latina”, Editorial
Prometeo, Buenos Aires, p. 52.
[2]
Kuyumciyan, Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de
la memoria armenia”, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 69.
[3]
Kuyumciyan, Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la
memoria armenia”, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 69. Estremece la
comprobación de la existencia de una suerte de denominador común durante el
siglo XX, al que muchos llamaron “autogenocidio”, que es la consecuencia
directa de la construcción de un enemigo interno, depositario de las
acechanzas, los riesgos y los miedos, y por ende portador de todos los males.
El otro, el distinto, aquel con el que no es posible convivir, al que le està
reservado el aniquilamiento.
[4] González Duro, Enrique:
“Biografía del miedo”, Debate, 2007, pp. 15, 42 y 73.
[5] Freud, Sigmund: “El malestar en la
cultura”, www.librodot.com, 2002, p.
15, disponible también en
http://isaiasgarde.myfil.es/get_file?path=/freud-sigmund-malestar-en-la-cu.pdf
[6] Freud,
Sigmund: “El malestar en la cultura”, www.librodot.com,
2002, p. 15, disponible también en http://isaiasgarde.myfil.es/get_file?path=/freud-sigmund-malestar-en-la-cu.pdf
[1] Kuyumciyan, Rita: “El primer
genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta,
Buenos Aires, 2009, p. 17.
[2] Kuyumciyan,
Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”,
Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 41.
[3] Gutman,
Daniel: “Sangre en el monte. La increíble aventura del ERP en los montes
tucumanos”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2010, p. 181.
[4] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La
palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p.
463.
Presentaré mi trabajo "Sociología del Control Global Punitivo. Apuntes sobre la Seguridad, la Guerra y la Paz", en la Feria del Libro, el día 3 de mayo próximo a las 18,oo horas. Nos acompañará en la presentación el periodista Modesto Emilio Guerrero.El encuentro se celebrará en el Stand de la Provincia de La Pampa (Número 3010), Pabellón Ocre, Predio Ferial de Palermo. Aprovechamos este medio para invitar a todos nuestros amigos a acercarse al Stand, para poder encontrarnos, reflexionar e interactuar sobre los temas que el libro aborda
Según enseña Zaffaroni, "el poder no es algo que se tiene, sino algo que se ejerce, y puede ejercérselo de dos modos, o mejor, admite dos manifestaciones: la discursiva (o de legitimación) y la directa"."Los juristas (penalistas) ejercen tradicionalmente –desde las agencias de reproducción ideológica, el poder discursivo de legitimación del ámbito punitivo, pero muy escaso poder directo, que está a cargo de otras agencias. Su propio poder discursivo se erosiona con el discurso de las agencias políticas y de comunicación, paralelo y condicionante del elaborado por los juristas en sus agencias de reproducción ideológica (universidades, institutos, etc). El poder directo de los juristas dentro del sistema penal se limita a los pocos casos que seleccionan las agencias ejecutivas, iniciando el proceso de criminalización secundaria, y se restringe a la decisión de interrumpir o habilitarla continuación de ese ejercicio".
El rol social del jurista, es, de esta manera, profundamente cultural, y se entrama con narrativas y prácticas que, en orden a la cuestión criminal, pueden ser restauradores y conservadores o, por el contrario, en algunos casos, y bajo determinadas condiciones, asumir formas emancipatorias. Las agencias de decisión jurisdiccional en el ámbito penal, expresan su poder de manera directa.
Si esas agencias de la jurisdicción se encuentran copadas o hegemonizadas por burócratas que se aferran a una concepción banal, conservadora, policíaca, violatoria de los derechos y las garantías de los individuos y grupos sociales más desfavorecidos, sus formas de administrar y resolver la conflictividad pueden conocerse de antemano.
Siempre el burocratismo podrá sacar ases (no necesariamente ingeniosos) de la manga para denostar y –en definitiva- derrotar las causas más justas. Los argumentos nunca será un obstáculo demasiado importante para lograr estos objetivos restauratorios y, por el contrario, la costumbre legitima, en estos casos, una suerte de reivindicación del propio primitivismo. No se trata de meros "acontecimientos" aislados, de las miríadas microfísicas de Foucault, sino de los aparatos ideológicos y represivos del Estado interactuando de manera sistémica, coaligados para reproducir las condiciones de explotación de las sociedades, para garantizar la sumisión de los grupos sociales más vulnerables. Muchas veces, a través de la cárcel, y muchas otras, añadiendo al castigo "legal" otras formas de sufrimiento adicionales. Son jueces del Estado de policía y no del Estado de Derecho. Casi, jueces parapoliciales, partícipes de un macrorelato totalizante. Creados mediante débiles mecanismos de selección, responderán -siempre- a las pulsiones anticonvencionales e inconstitucionales de los poderes de clase a los que también custodian otros poderes del Estado. Se trata de poderes de la superestructura que garantizan una estructura económica y social determinadas ¿Es esto marxismo? ¿Hablamos en clave marxista? Sí, por supuesto. Pero eso, en definitiva, no es lo que interesa. Lo que importa es destacar las perspectivas y las miradas existenciales frente a horrores tales como el poder punitivo exaltado de los estados, empezando por el poder penitenciario que nadie, o casi nadie, se atreve a cuestionar en el país. Ni las agencias políticas, ni tampoco la mayoría de las jurídicas. Para todas ellas, el existencialismo no se vincula al humanismo. Al revés de lo que Sartre sugería.
“La palabra constituye
por lo tanto un desafío considerable. En primer lugar la de los sobrevivientes.
Pero, más allá del testimonio de las víctimas, ¿podrá la sociedad reconstruirse
sin que hablen todos, incluso los verdugos? Por ahora, la palabra de los
genocidas está cautiva: tienen que salvar sus vidas, atenuar sus crímenes,
proteger a sus familias. Ahora bien, “la memoria del verdugo forma parte de la
memoria”, estima José Kagabo,
de origen ruandés, profesor en la
Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.
Durante las plegarias dominicales se intenta una “aseptización colectiva”
de los acontecimientos mediante el intercambio. El diálogo es el único medio
para volver a tejer los lazos sociales, reconstruir las ganas de volver a vivir
juntos. Simon Gasiberege, profesor
de psicología en la UNR,
organiza en las colinas encuentros entre verdugos y víctimas, para que unos y
otros puedan expresar su sufrimiento. Es una empresa de largo aliento. Los
hutus son estigmatizados, mientras que los miembros de esa etnia que se mostraron favorables a una Ruanda unitaria
figuraron entre las primeras víctimas. “Hay que ir hacia una justicia
conciliadora”, opina Gasiberege.
Además, al confesar sus crímenes, los torturadores pueden reconocer el dolor
del otro. Todo sufrimiento necesita ser reconocido”[1].
“El ambicioso experimento
de Ruanda en la justicia transicional dejará un legado mixto.Los tribunales han
ayudado a los ruandeses a entender mejor lo que sucedió en 1994, pero en muchos
casos juicios deficientes han dado lugar a errores en la administración de
justicia” (Daniel Bekele, director de África para Human Rights Watch).
El genocidio de Ruanda ocurrió en
apenas cien aciagos días, entre el 6 de abril y el 17 de julio de 1994. La
mayoría de los crímenes se perpetraron durante las primeras cinco semanas, y
por supuesto los registros sobre los mismos varían y son inciertos[2]. Se
cumplen veinte años de ese proceso silenciado de aniquilamiento.
Se sabe que entre 500.000 y
1.000.000 de tutsis fueron masacrados
en tan poco tiempo, y que hubo cientos de miles de ataques sexuales de
increíble crueldad, en lo que constituyó una de las características distintivas
de la terrible masacre silenciada[3].
Actualmente se estiman en 20.000 las personas nacidas como frutos de violaciones durante el genocidio.La
matanza exhibe, no obstante, otra particularidad que debe ser advertida
inicialmente, por su importancia decisiva en el conflicto, cual es la conducta
intencionadamente omisiva de las grandes potencias mundiales (en especial los
otrora países coloniales y los Estados Unidos), el fracaso de la ONU y la fatídica
participación activa francesa que terminó siendo una de las precondiciones que
más certeramente ayudan a comprender el exterminio[4].
[1] Robert, Anne-Cécile: “Convivir
con el genocidio”, Le Monde Diplomatique (el dipló), Número 13, Julio de 2000,
pp. 30 y 31.
[2] Straus,
Scott: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios
sobre Genocidio”, Volumen 3, Eduntref, noviembre de 2009, p. 9.
[3] Straus,
Scott: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios
sobre Genocidio”, Volumen 3, Eduntref, noviembre de 2009, p. 9
[4] Braeckman, Colette: “A 10 años
de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de
2004, pp. 21 y 22.
Francia se niega sistemáticamente a
admitir la verdadera dimensión de su responsabilidad y responde con gestos
diplomáticos histéricos y huidizos a las recientes denuncias del
cuestionable presidente Paul Kagame, cuyo verdadero rol en la historia ruandesa
no se ha aclarado debidamente todavía.
Otros actores internacionales
indudablemente poderosos optaron por omitir el término “genocidio” para aludir
a la cuestión de Ruanda, en un intento reiterado -como hemos visto- de negación de
este tipo de delitos.
Fue así que a los representantes
del Departamento de Estado solamente les estaba permitido hablar únicamente de
“actos de genocidio”[1],
como manera de desfigurar la verdad
histórica, de la que sobraban las evidencias, e intentar atenuar la responsabilidad política
norteamericana por no intervenir en la crisis de los grandes lagos, seguramente
en razón del altísimo costo político recientemente pagado por la misión
estadounidense en Somalia durante la administración Clinton.
Este es otro ejemplo de una de las
continuidades que caracterizan a los genocidios y que Rita Kuyumciyan explora refiriéndose al caso
armenio: la negación[2]. “¿Un
millón de muertos en cien días y el mundo no sabía nada? Desde la
independencia, en 1962, todos los que se interesaban en Ruanda sabían que algo
se estaba tramando. La indiferencia, la ceguera y los intereses de las grandes
potencias se entramaron de tal modo que resultó imposible impedir uno de los
genocidios más fulgurantes de la historia. A una década de los hechos, las
autoridades ruandesas se esfuerzan por recomponer el país en un contexto
regional complejo, mientras las potencias asumen tibiamente su responsabilidad”[3].
Si bien la ejecución propiamente dicha de las matanzas fue
llamativamente vertiginosa, las condiciones políticas previas permitían prever
una situación altamente conflictiva y violenta en el país.
En primer lugar, el legado del colonialismo, las
rivalidades entre las propias potencias,
y el cambio en la relación de fuerzas internas entre los hutu y los tutsi, fueron elementos absolutamente visibles, al igual que las
crecientes tensiones racistas que agravaban la convivencia entre ambos grupos.
Justamente, otra de las connotaciones que distinguieron al
genocidio ruandés tuvo que ver con la cantidad de masacres previas, acaecidas
durante largos treinta años, desde 1964 hasta 1994, y con la alternancia en la
condición de atacantes y víctimas, siempre entre los mismos involucrados[4].
De hecho, los hutu más radicalizados llevaron a cabo una
suerte de ensayo previo del genocidio, al aniquilar entre 1990 y 1993, en el
noreste de Ruanda, a alrededor de 2000 tutsi, sin que esto llamara tampoco la
atención.
De haberse atendido esta larga escalada de atrocidades con
cíclicos cambios de roles, pero crecientes niveles de odio entre los dos grupos
en pugna, la prevención del genocidio hubiera sido posible o, al menos, su
saldo trágico se hubiera acotado.
Algo parecido a la culpa, no obstante, pareció ponerse de
manifiesto en los líderes de algunos países con intereses directos en la
región, una vez finalizado el martirio y conocidas sus verdaderas consecuencias
por el resto del mundo: “Tratándose del genocidio, año tras año los
sobrevivientes y el gobierno ruandés experimentan el sentimiento de haber
logrado el reconocimiento internacional. Fue espectacular el pedido de perdón
del primer ministro belga Guy Verhofstadt,
en ocasión de la conmemoración del año 2000. De los países implicados en la
historia del genocidio, sólo Francia se ha mostrado reservada”[5]. “El deliberadamente ruidoso
recuerdo de las responsabilidades internacionales parece tener como finalidad
última la reafirmación de la soberanía nacional; una manera de decir: “Después
de lo que pasó, y vista la manera en que ustedes se comportaron, no pueden
darnos lecciones de moral”. Se trata menos de culpabilizar que de postular la
posibilidad de otro tipo de relaciones políticas con las antiguas potencias
coloniales. Queda la dolorosa cuestión de la memoria, individual o colectiva,
que evidentemente no puede resolverse ni mediante una puesta en escena oficial
ni a corto plazo”[6].
En una conmemoración posterior del
holocausto ruandés, llevada a cabo en el año 2003, el Presidente Kagame deploró el “nunca más” que la
comunidad internacional había declarado desde la Shoah, mientras los
ruandeses habían sido literalmente abandonados a su suerte en 1994, cuando no
estimulados a iniciar o continuar el genocidio[7].
Estando presente en ese acto el
Ministro belga de Relaciones Exteriores, el mandatario señaló en tono enérgico
que Ruanda habría de hacer todos los esfuerzos para sancionar y combatir a
aquellos que, desde adentro o desde afuera del país, quisieran retrotraerlo a
una situación de violencia análoga a la que conmemoraban en ese momento y que,
en el país de los grandes lagos, el nunca más debería traducirse en
hechos. Kagame ganó las siguientes
elecciones con el 95% de los votos[8]: “El
deliberadamente ruidoso recuerdo de las responsabilidades internacionales
parece tener como finalidad última la reafirmación de la soberanía nacional;
una manera de decir: “Después de lo que pasó, y vista la manera en que ustedes
se comportaron, no pueden darnos lecciones de moral”. Se trata menos de
culpabilizar que de postular la posibilidad de otro tipo de relaciones
políticas con las antiguas potencias coloniales. Queda la dolorosa cuestión de
la memoria, individual o colectiva, que evidentemente no puede resolverse ni
mediante una puesta en escena oficial ni a corto plazo”[9].
Hace pocos días, el Presidente Kagame realizó las más duras acusaciones imaginables a Francia, por su responsabilidad durante el genocidio. La edición del diario "El País" de hace apenas 72 horas recoge los tramos fundamentales de esas imputaciones directas: “Las potencias occidentales querrían que Ruanda sea un país normal. Pero es imposible. Vean el caso de Francia. Veinte años después, el único reproche que admite es que no hizo lo suficiente para evitar el genocidio. Es un hecho, pero esconde lo esencial: el papel directo de Bélgica y Francia en la preparación política del genocidio, y la participación de esta última en su ejecución. Pregunten a los supervivientes de la masacre de Bisesero en junio de 1994, y les dirán lo que hicieron los soldados franceses de la Operación Turquesa. Cómplices seguro, en Bisesero y en la llamada zona humanitaria segura. Pero también actores”.
El mismo artículo destaca que el secretario general de Naciones Unidas, Ban-Ki-moon reconoció que el genocidio es “una vergüenza” para la ONU: “Debimos hacer más, los cascos azules fueron retirados de Ruanda en el momento en que más se les necesitaba”. Pero aquí no se agotaría la responsabilidad de Naciones Unidas. Según varios medios especializados, Kofi Annan desestimó en su momento las advertencias de Roméo Dalaire, comandante de los cascos azules enviados en 1993. Boutros Boutros-Ghali, entonces secretario general de la ONU, había vendido granadas, lanzamisiles y munición al gobierno ruandés durante su mandato como ministro de Exteriores de Egipto.
En rigor, el genocidio ruandés fue
también -y he aquí otra de sus
singularidades- una suerte de “tierra de nadie” en materia de la escasísima
atención que le prestaron las grandes cadenas empresariales del periodismo
mundial.
Los sucesos, en general, fueron
aludidos caprichosamente como “luchas interétnicas” o “guerras tribales”, tan
ininteligibles para el gran público como para los propios analistas, los
corresponsales y los enviados especiales, en una práctica que roza los niveles
de complicidad, y que se reitera en todos aquellos acontecimientos históricos
respecto de los cuales al imperio le interesa que se conozca poco y,
generalmente, de manera fragmentaria y sesgada, en una típica actitud
etnocéntrica que ya ni siquiera causa asombro ni genera mayores
cuestionamientos[10]:
“En
México, un amigo mío trabajaba para las cadenas de televisión estadounidenses.
Me lo encontré en la calle, filmando unos enfrentamientos entre los estudiantes
y la policía. “¿Qué pasa, John?”, le pregunté. “No tengo ni la menor idea”, me
contestó sin dejar de filmar. “Yo sólo registro, me conformo con captar
imágenes; después las mando al canal que hace lo que quiere con este material”.
La ignorancia de los enviados especiales sobre los acontecimientos que deben
describir es a veces pasmosa. En ocasión de las huelgas de Gdansk de agosto de
1981, donde nació el sindicato Solidaridad, la mitad de los periodistas
extranjeros que fueron a Polonia a cubrir el incidente no sabían situar a
Gdansk (ex Danzig) en el mapamundi. Sabían todavía menos sobre Ruanda, en
tiempos de las matanzas de 1994. La mayoría de ellos ponían por primera vez un
pie en el continente africano y habían desembarcado directamente en el
aeropuerto de Kigali, en aviones fletados por la ONU, sabiendo apenas dónde se encontraban. Casi
todos ignoraban las causas y las razones del conflicto”[11].
Ahora bien, para entender cuáles fueron las verdaderas
causas y razones del conflicto, hay que atender a factores que vienen desde el
fondo de la historia de estos pueblos. La forma absolutamente arbitraria como
las potencias coloniales dividieron artificiosamente los territorios africanos,
disciplinando por la fuerza una convivencia forzada entre grupos que tenían
viejos antagonismos, no puede obviarse al momento de realizar una primera
mirada sobre el tema.
Los hutus (a
quienes se llamaba “los bajos”, como una desmañada manera de acentuación de
diferencias raciales dudosas) era la “etnia” mayoritaria en la región (alrededor
del 84% de los habitantes ruandeses), mientras los tutsis (denominados “los altos”) componían alrededor de un 15% de
la población[12].
En este sentido, a diferencia de lo ocurrido en otros
genocidios, en el caso de Ruanda ambos grupos tenían una cultura común,
hablaban la misma lengua, profesaban la misma religión católica[13]
(a cuya jerarquía se atribuye, también en este caso, un rol lamentable de
profundización y agudización de las contradicciones), conservaban las mismas
costumbres y organización social[14].
Tal como fuera observado por especialistas, otro de los
rasgos salientes de la cuestión ruandesa era que los agresores y las víctimas
pertenecían, en realidad (y prescindiendo de la exaltación inconsistente de
supuestas diferencias que estalló cuando el conflicto era inevitable), al mismo
grupo etnocultural[15].
Los enfrentamientos se hicieron particularmente más
violentos a partir de la descolonización belga en 1962, oportunidad en que una
multitud de tutsis debieron huir a Uganda perseguidos por los hutus, que
intentaban vengar una situación de sometimiento que habían padecido por años
durante la monarquía feudal de aquellos, que en la práctica habían conformado
una estructura y relaciones sociales de predominio sobre la mayoría hutu
(compuesta por más de siete millones de personas)[16].
Aparentemente, entre esos miles de refugiados estaban los
que, siendo por entonces niños, volverían treinta años después -ahora anglófonos y, por lo tanto, fuertemente incorporados
a la cultura anglosajona-, en 1990,
a intentar exitosamente recuperar la primacía perdida,
integrando el Frente Patriótico de Ruanda (FPR), que se trabaría en feroz lucha
con el gobierno de la mayoría hutu, ayudado económica, logística y militarmente
por el gobierno socialista de Miterrand, que inclusive había entrenado a sus
tropas.
Según algunos analistas, el papel que cumplió Francia
durante el conflicto fue la precondición indispensable para el estallido del
genocidio. Una vez producida la invasión del país en octubre de 1990, los
tutsis del FPR y el Gobierno del presidente hutu, Juvenal Habyalimana,
protagonizaron tres años de permanente tensión que culminaron con los acuerdos
de paz de Atusha, formalizados en 1993[17].
Paradójicamente, el colapso de los acuerdos, destinados a
lograr un poder compartido en una proyectada democracia multipartidaria, desató
las más violentas pulsiones de muerte y fue entonces cuando el ejército hutu
decidió apelar a lo que denominó “opción cero”, que no era otra cosa que el
aniquilamiento de los tutsis[18].
Los sectores más radicalizados de los hutu temieron que los
acuerdos significaran el principio de la
restitución de la monarquía tutsi, y se lanzaron a resolver el conflicto
mediante una campaña de exterminio generalizada[19]: “En agosto de 1993, bajo presión
de los prestamistas internacionales, se firmaron acuerdos de paz en Arusha,
Tanzania. Estos acuerdos preveían la instalación de un gobierno de transición,
en el que estaría representado el FPR junto a la oposición política, con la
garantía de una fuerza de paz de la
ONU. En ese momento sólo los diplomáticos extranjeros se
mostraban optimistas. Tanto que los países miembros del Consejo de Seguridad
pensaron que era suficiente dotar a Ruanda de un destacamento de 2.548 hombres
(en lugar de los 4.500 que reclamaba el comandante de la Misión de Naciones Unidas
en Ruanda (MINUAR), el general canadiense Romeo Dallaire)
y limitaron su acción al capítulo VI de la Carta de Naciones Unidas, que prohíbe recurrir a
la fuerza. Es cierto que Ruanda, pobre y aparentemente desprovista de interés
estratégico, sufrió el contragolpe de la derrota de Estados Unidos en Somalia
unos meses antes, y también que nadie, aparte de los belgas y los franceses,
deseaba comprometerse realmente”[20].
Durante la noche del 6 al 7 de abril de 1994 se desató formalmente
la masacre. El avión en el que viajaba el presidente de Ruanda y su par de
Burundi fue derribado y el incidente que costó la vida de ambos mandatarios
aceleró las operaciones de asesinatos de tutsis y hutus moderados que se
resistían a sumarse a las fuerzas agresoras[21].
El presidente Habyarimana,
de fuertes lazos con su par francés Francois Miterrand, había evolucionado definitivamente hacia una
postura intransigente, al punto de llegar a liderar junto a su esposa y otros
referentes políticos el misterioso comando akazu (pequeña casa), conformado por grupos de elite decididos a
llevar a cabo el genocidio por todos los medios[22].
Dos días después del atentado, se formó un nuevo gobierno interino que contaba
con el apoyo de oficiales del ejército de Ruanda y agrupaba a los sectores
extremistas hutus[23].
El akazu y otros sectores radicalizados del nacionalismo hutu, entre la que es dable destacar por
su ferocidad a la CDR
(Coalición para la Defensa
de la República)
hicieron especial hincapié en el fortalecimiento de la propaganda y la
instigación al aniquilamiento de los tutsis, para lo que utilizaron,
básicamente, tres medios de comunicación hegemónicos: a) la radiodifusora
estatal Ruanda; b) la difusora privada RTLM (Radio Televisión Libre del
Milles Colines); c) la revista Kangura[24]
.
La difusión de la propaganda antitutsi fue feroz y alcanzó ribetes increíbles de agresividad y
racismo. Además de instalar el miedo respecto de una supuesta campaña militar
de los altos, que eran denigrados con apelativos tan insultantes como
“cucarachas” o “raza de víboras”, estimulaba el odio hacia este grupo
minoritario[25].
Esas manifestaciones claramente racistas fueron condenadas
por la Comisión
Internacional de Juristas, a la vez que diputados belgas
advirtieron sobre los contenidos hitlerianos de la revista kangura[26].
Estas operaciones psicológicas preparaban el terreno para
el ataque, mientras se iba consiguiendo la aceptación y el apoyo de
profesionales, docentes, líderes religiosos e intendentes. Los futuros
participantes en las misiones de exterminio, recibían un constante repiqueteo
ideológico que debe ser contextualizado previamente para poder alcanzar una
dimensión de su influencia.
En regiones como África, y particularmente en la zona de
los grandes lagos, no resulta correcto
extrapolar conceptos como los de la “sociedad de la información y el
conocimiento” o la sociedad de medios. La mayoría de la gente no accede a la
televisión en sus hogares, y si lo hacen la oferta de las programaciones es
limitada; muchas emisoras de radio funcionan pocas horas al día; los periódicos
son escasos y la Internet
no está al alcance de la mayoría de la gente, en un país donde el 60% de sus
habitantes se encuentra bajo la línea de pobreza.
En ese marco de referencia hay que valorizar la influencia
de los medios de comunicación en poder de los hutu, y la penetración ideológica
que los mismos son capaces de causar en la población. Los aparatos ideológicos
del Estado, quizás en este caso más claramente que en ningún otro, intentaban reproducir un sistema de creencias y formas
de relacionamiento social propias, y destruir definitivamente aquel que
consideraban establecido en un pasado por un grupo opresor, al que debían
aniquilar para reorganizar una nueva sociedad sin su presencia.
La catástrofe sobrevino con un grado de inclemencia
inconcebible. A la impresionante cantidad de asesinatos producidos con
machetes, ejecuciones y torturas, se sumaron operaciones de inanición de
decenas de miles de personas que fueron hambreadas deliberadamente hasta morir,
entre 250.000 y 500.000 violaciones, reiteradas tantas veces hasta que las
víctimas murieran, o con el objetivo explícito de transmitirles enfermedades
incurables, mutilarlas horriblemente o enterrarlas finalmente en fosas comunes[27].
El genocidio de Ruanda reconoció -como describe Feierstein- los habituales momentos de
una primera construcción negativa de la otredad, adjudicando a los enemigos la
condición de portadores de todos los males (raciales, culturales, físicos); una
segunda fase de hostigamiento, que en el caso de Ruanda se confunde con
ejercicios preparatorios que incluyeron multitudinarias matanzas; luego un
aislamiento de las futuras víctimas que no pudieran huir a tiempo o prever la
magnitud del ataque que se urdía; un cuarto momento de resquebrajamiento
sistemático, físico y psíquico, deteriorando las condiciones de existencia
antagónica; luego, el aniquilamiento material y, finalmente, la “realización
simbólica” de las prácticas genocidas; esto es, lo que concierne a los modos de
representar y narrar la materialidad de la experiencia[28].
Me permitiría agregar a estas etapas, un último momento
adicional: aquel que en criminología se denomina “técnicas de neutralización” (el único tramo
en que no participó la prensa adicta a la masacre), donde el negacionismo es uno
de los elementos que, si bien no agota el entramado de excusas posibles por
parte de los perpetradores para encubrir este tipo de delitos, resulta
fundamental en toda ideología genocida, porque intenta hacer desaparecer
a las víctimas o negar su existencia[29].
Cuando nos planteábamos cuáles eran las explicaciones que
podían encontrarse a las conductas de los genocidas argentinos, de alguna
manera arribábamos a conclusiones donde ya se implicaba el aprendizaje de las
mencionadas técnicas de neutralización.
Cuando un individuo comete un delito -cualquiera de ellos, y sobre todo cuando se trata de las
más graves afrentas, como en estos casos- puede que no solamente se acoja a un
valor normativo distinto de la cultura dominante o de los estándares de
convivencia socialmente aceptados, sino que
el infractor participe de la idea
de que un determinado problema o necesidad puede ser superado a través
de la ofensa.
En esteúnico caso, la persona -no obstante
haberse socializado con arreglo a determinados valores- acepta que en
determinados contextos de excepción es posible vulnerar esos códigos
apelando a dichas técnicas de neutralización, acaso únicamente en determinadas
situaciones, o solo con respecto a ciertos delitos, o con relación a
determinadas víctimas. Pero, en definitiva, lo acepta[30].
La emergencia, la excepción como construcción alternativa
del Imperio, es un dato objetivo que no solamente sirve para justificar la
guerra, sino también los delitos que en ella se cometen, como ya hemos visto.
Según Larrauri-Cid,
las técnicas de neutralización consisten, generalmente, en: a) negar la responsabilidad en el o los
hechos delictivos; b) negar la existencia de un daño producido por la ofensa;
c) negar la existencia de una víctima, o, en este caso, de un determinado
número de víctimas; d) condenar a los que te juzgan; y e) apelar a lealtades superiores[31].
Si analizamos, en líneas generales, las justificaciones de
los perpetradores posteriores a los genocidios, veremos que estas explicaciones
se repiten como regularidades de hecho, en un continuo de argumentaciones que
admiten una matriz común.
En la experiencia argentina, estas técnicas se expresaron
en la “obediencia debida”, la “campaña
antiargentina”, el cuestionamiento del número de víctimas o desaparecidos, la
idea de “guerra antisubversiva”, el agradecimiento de que deberían haber sido
objeto los genocidas, trocado groseramente por la “ingratitud social y
política”[32], o la “farsa” de los juicios llevados a cabo por los que
“perdieron la guerra” en el campo militar.
Como se observa, si bien existe un negacionismo, en las
retóricas genocidas aparece mucho más que eso. Irrupe un comportamiento que es
explicable con arreglo a las teorías criminológicas. Una conducta que comprende
las excusas de cualquier criminal. Una forma legitimante de leer las conductas
delictivas, por parte de los propios delincuentes[33].
Si se revisa el comportamiento ulterior de los más
encumbrados jefes del ejército de Ruanda, que tuvo una participación preponderante
en el aniquilamiento, observará que generalmente se amparan en lo que para
ellos es tan sólo “una campaña para empañar la imagen de Ruanda”[34],
una técnica de neutralización y negación muy similar a la que intentaron los
genocidas argentinos y algunos jerarcas nazis.
Si analizamos las declaraciones de los principales
operadores propagandísticos del régimen, dueños de medios de comunicación o
comunicadores destinados a profundizar el odio racial hacia las víctimas, veremos que los acusados, en su defensa,
argumentaron desconocer la fuerza de las palabras pronunciadas en los medios de
comunicación, llegando incluso a afirmar, como en el caso de Jean Bosco Barayagwiza, que nunca tuvo conciencia
de ello. Si fuera necesario, habría que recordar la elocuencia de algunos de
los “códigos de muerte” repetidos hasta el cansancio durante meses: “Hay que derribar más árboles, aún no hemos
derribado suficientes” o “las cucarachas deben morir”[35].
[1] Straus,
Scout: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios
sobre genocidio”, Editorial Eduntref, Volumen 3,
noviembre de 2009, p. 18.
[2] “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”,
Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009,
pp. 161 y ss.
[3] Braeckman, Colette: “A 10 años de un genocidio
anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y
22.
[4] Dadrian, Vahakn N: “Configuración de los genocidios
del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador):
“Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial
Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 110.
[5]
Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el
Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, p. 22 y 23.
[6] Kagabo, José: “El sentido
de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de
2004, p. 22 y 23.
[7]
Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el
Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, p. 22 y 23. Era esperabele. En la dinámica
colonial, los recursos de los países oprimidos condicionan las acciones de las
metrópolis. Agotados éstos o superados por nuevas lógicas del mercado
internacional, a las víctimas sólo les espera el olvido y el abandono. O, lo
que es peor, el genocidio.
[9]
Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde
Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 22 y 23. Es que la
responsabilidad belga y de las demás potencias coloniales no podía ser más
nítida en la tragedia ruandesa. Es obvio que nada podía esperarse de las
mismas, y mucho menos postulaciones éticas o recetas políticas,
institucionales, económicas o jurídicas para salir de semejante crisis
provocada.
[10] Kapuscinski, Ryszard: “¿Acaso los
medios reflejan la realidad del mundo?”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº
3, Septiembre de 1999, pp. 26 y 27.
[11]Kapuscinski, Ryszard: “¿Acaso
los medios reflejan la realidad del mundo?”, Le Monde Diplomatique (“el
dipló”), Nº 3, Septiembre de 1999, pp. 26 y 27.
[12] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios
del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel
(compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”,
Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 112.
[13] De hecho, el sacerdote Emmanuel Rukundo fue condenado a 25 años de
cárcel por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) al encontrarlo
culpable de agresiones sexuales y genocidio: “Los actos de Rukundo formaron
parte del genocidio. Mientras cometía estos crímenes, tenía la intención de
destruir [...] el grupo étnico tutsi”, conforme da cuenta el Diario “El País”,
de Madrid, en su edición del 27 de febrero de 2009.
[14]
Dadrian, Vahakn N: “Configuración de los genocidios del siglo
veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La
administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos
Aires, 2005, p. 109.
[15] Dadrian, Vahakn N:
“Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y
ruandés”, en Feierstein, Daniel
(compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”,
Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 109.
[16] Zaffaroni,
Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos” Ed. Ediar, 2011, p. 426.
[17] Alvarado, Ester:
“Ruanda, la historia real”, edición del diario El Mundo de Madrid, del 23 de
Febrero de 2005.
[18] Esta minoría, “que en 1994, representaba el 15% de la
población, con 1.250.000 personas, en 1994 quedó reducida a 300.000 después de
la masacre”, señala Zaffaroni en “La Palabara de los muertos”,
Ed. Ediar, 2011, p. 426.
[19] Braeckman, Colette: “A
diez años de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº
57, marzo de 2004, pp. 21 y 22.
[20] Braeckman, Colette “A diez años de un
genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 57, marzo de 2004,
pp. 21 y 22.
[21]
Alvarado, Ester: “Ruanda, la historia real”, edición del diario El
Mundo de Madrid, del 23 de Febrero de 2005.
[22] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos
armenios, judío y ruandés”, en Feierstein,
Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la
modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 118.
[23] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios
del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador):
“Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial
Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115.
[24] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios
del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador):
“Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial
Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115. La Radio Televisión Libre del Milles
Collines, una de las
emisoras con más audiencia del país, transmitió entre 1993 y 1994 una prédica
sistemática antitutsi, promoviendo la diferenciación y el odio racial,
utilizando música de Zaire y programas con una dialéctica claramente racista,
llamando a la población hutu a "erradicar la invasión asesina de los
tutsis", a quienes descalificaba llamándolos "parásitos” y
“cucarachas”.
[25] Dadrian, Vahakn N.:
“Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y
ruandés”, en Feierstein, Daniel
(compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”,
Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115.
[26] Dadrian,
Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos
armenios, judío y ruandés”, en Feierstein,
Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la
modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115. La revista Kangura se refería a los
Tutsis como una amenaza "chupasangre", como enemigos
deshonestos y perversos y se alentaba a los hutus a armarse para matarlos.
[27]
Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los
casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein,
Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”,
Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, pp. 116 y 117.
[28] Feierstein,
Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura
Económica, Buenos Aires, 2008, p. 216
a 239.
[29] Zaffaroni,
Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 458.
[30] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar,
2011, p. 453.
[31] Larrauri,
Elena - Cid Moliné, José: “Teorías
criminológicas”, Editorial Bosch, Barcelona, 2001, p. 104.
[32] “Documento
Final de la Junta
Militar”, del 28 de abril de
1983, citado por Feierstein,
Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura
Económica, Buenos Aires, 2008, p. 264.
[33]
Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 453.
[34]
Declaraciones efectuadas
a la agencia AFP, por parte del portavoz del ejército ruandés, el mayor Hill
Rutaremara, publicadas por el diario Página 12, de Buenos Aires, en su edición
de 10 de febrero de 2008: “Madrid comenzó a juzgar los genocidios de Ruanda
y Guatemala”.
[35]
“En Ruanda las palabras y los
medios funcionaron como potentes misiles”,
publicado en la edición del 13 de mayo de 2010 de “Correo del Orinoco”, disponible en http://www.correodelorinoco.gob.ve/tema-dia/ruanda-palabras-y-medios-funcionaron-como-potentes-misiles/
. Ver también Zaffaroni, Eugenio Raúl: “Las palabras de los muertos”, Ed.
Ediar, 2011, p. 427.
NOTA: Este artículo, en lo sustancial, ya fue publicado en este mismo espacio.