El mundo conmemora el 99º aniversario del genocidio armenio. Una práctica de exterminio perpetrada por el estado turco y que algunos catalogan como el primer genocidio de la modernidad. Como todo crimen de masa, precedieron a la matanza condiciones de probabilidad objetivas y subjetivas. Algo ya hemos señalado sobre el tema, pero aún así no es ocioso reiterarlo, para entender a los genocidios como los crímenes más terribles que se cometen contra la Humanidad en su conjunto.
Si mejor se prefiere, como la expresión más destructiva de
la violencia, en la que los Estados poderosos utilizan la ideología como
sustento de sus actos criminales, desatando su agresividad en un plan
sistemático e inexorable para aniquilar a un pueblo[1].
Los mencionados procesos de radicalización ideológica,
entendidos como condicionamientos acumulativos, como precondiciones que
profundizan la situación de vulnerabilidad de las víctimas[2], van desde las tentaciones racistas hasta la asunción de
la propia ilegalidad en la comisión de estas prácticas como un derecho y un
deber de identidad nacional, elemento éste muy presente en el imaginario y las
narrativas de los genocidas argentinos[3].
Estas lógicas militarizadas, aunque primitivas, no son
originales. Durante todo el siglo XX, las grandes matanzas fueron precedidas
por una fascistización de los discursos y las relaciones sociales, por
pulsiones de muerte autoritarias que fueron socavando la convivencia armónica
entre minorías y mayorías, o entre Estados dominantes y Estados dominados, que
culminaron siempre en ejercicios de exterminio estremecedores.
La idea paranoica de la “amenaza” externa o interna exhibe
un desarrollo histórico sin demasiadas variantes y con muchas regularidades de
hecho, que se reiteran, como veremos, en la mayoría de los crímenes masivos que
asolaron a la humanidad[4].
Como siempre, los momentos que preceden estos crímenes, y las
percepciones ulteriores de las víctimas integran también el concepto de
genocidio, si seguimos la caracterización procesual de Lemkin y de otros
pensadores contemporáneos, que advierten sobre la reiteración y reproducción de
prácticas previas que consisten en destruir el entramado social y las
relaciones de cooperación y solidaridad preexistentes, con el objetivo de reorganizar
mediante la violencia el orden que ha de sobrevenir luego de perpetrados los
crímenes masivos[1].
En el caso del genocidio armenio, el primero del siglo XX e
increíblemente silenciado y negado pese a su estremecedora magnitud, el
intelectual turco Taner Akcam explica críticamente el sentido de las
“amenazas” que se cernían supuestamente sobre el Estado turco, y que
motorizaron finalmente una agresión que costó alrededor de un millón y medio de
vidas[2]
. “La República de Turquía, dice Akcam,
ha heredado la política y la estructura administrativa del Imperio Otomano. La
modernización no permitió el acceso al poder a nuevos grupos sociales, sino que
se basó en una arcaica tradición imperial, en donde el Estado es independiente
de la sociedad y está organizado en oposición a ella. La sensación de amenaza
de derrumbe progresivo del imperio provino de ciertos acontecimientos
históricos, como la planificación de las grandes potencias durante los siglos
XIX y XX de repartirse el Imperio Turco Otomano. Como reacción surgieron los
conceptos panislámicos y panturcos para rescatar la estructura estatal. Según
el Tratado de Sèvres (1920), Turquía debía ser repartida entre las grandes
potencias, y a los armenios se les había prometido un Estado independiente al
Este de Anatolia, lo cual no se cumplió. Como los dirigentes turcos deseaban
crear una república homogénea, se encontraron con una barrera a la realización
de su proyecto. Dice al respecto Akcam:
“Como complemento de la idea de “enemigo externo” surgió la idea de “enemigo
interno”. Al quitarles toda influencia, los fundadores encontraron una salida
fácil: negaron la existencia y prohibieron la discusión de todo grupo social”[3].
Inseguridades, incertidumbres, transformaciones repentinas
de la estructura social, modificaciones en las relaciones de poder, derrotas,
en fin, miedos, se metabolizan entonces como “amenazas” atribuibles a un “otro”
(generalmente corporizado en minorías raciales, religiosas, nacionales o
políticas) con cuyas particularidades identitarias no se puede convivir a
riesgo de perder lo conseguido.
Por lo tanto, es probable que ese entramado de condiciones
objetivas y subjetivas, posibiliten que
el odio, los prejuicios o los miedos se sinteticen y se sincreticen respecto de
un “otro”, un “distinto”, que pasa a ser percibido como el origen de todos los
males por el Estado dominante, y su sociedad, y convertirse en sujeto pasivo de
la expiación.
La posibilidad de “identificar” a un tercero como el
causante de nuestros males es un ejercicio de simplificación al que el ser
humano viene echando mano desde los albores de la humanidad, pero además es una
forma de los poderes punitivos desbocados de legitimar la venganza.
Al miedo animista de las civilizaciones primitivas siguió
el miedo religioso del medioevo, sustituido por el miedo al Leviatán, y luego por el miedo al otro
durante la modernidad[4].
Como señaló Freud,
ante situaciones de máximo sufrimiento, se ponen en marcha en el ser humano
determinados mecanismos psíquicos de protección[5]:
“Pese a todo el horror que puedan causarnos determinadas
situaciones -la del antiguo galeote, del siervo en la Guerra de los
Treinta Años, del condenado por la Santa Inquisición, del judío que aguarda la
hora de la persecución-, nos es, sin embargo, imposible colocarnos en el estado
de ánimo de esos seres, intuir los matices del estupor inicial, el paulatino
embotamiento, el abandono de toda expectativa, las formas groseras o finas de narcotización de la sensibilidad frente a los estímulos placenteros y
desagradables”[6].
Esos mecanismos psíquicos de protección, claro está,
también -y con mucha mayor razón- deben abarcar los sentimientos de
las víctimas de los genocidios, si queremos completar un concepto abarcativo,
holístico, de los mismos.
Estados autoritarios, precondiciones objetivas y
subjetivas, tentativas autoritarias de legitimación de la venganza,
fascistización de las relaciones sociales y
miedos abismales, se imbrican en la connotación procesual que le
adjudicamos al crimen masivo, que no se agota en el momento en que se perpetra la matanza, sino que lo
trasciende e incluye la generación de las condiciones previas y también los
cambios culturales, sociales y psicológicos ulteriores en el caso de las
víctimas, los sobrevivientes y los
perpetradores.
[1] Feierstein, Daniel
(compilador): “Terrorismo de Estado y Genocidio en América Latina”, Editorial
Prometeo, Buenos Aires, p. 52.
[2]
Kuyumciyan, Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de
la memoria armenia”, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 69.
[3]
Kuyumciyan, Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la
memoria armenia”, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 69. Estremece la
comprobación de la existencia de una suerte de denominador común durante el
siglo XX, al que muchos llamaron “autogenocidio”, que es la consecuencia
directa de la construcción de un enemigo interno, depositario de las
acechanzas, los riesgos y los miedos, y por ende portador de todos los males.
El otro, el distinto, aquel con el que no es posible convivir, al que le està
reservado el aniquilamiento.
[4] González Duro, Enrique:
“Biografía del miedo”, Debate, 2007, pp. 15, 42 y 73.
[5] Freud, Sigmund: “El malestar en la
cultura”, www.librodot.com, 2002, p.
15, disponible también en
http://isaiasgarde.myfil.es/get_file?path=/freud-sigmund-malestar-en-la-cu.pdf
[6] Freud,
Sigmund: “El malestar en la cultura”, www.librodot.com,
2002, p. 15, disponible también en http://isaiasgarde.myfil.es/get_file?path=/freud-sigmund-malestar-en-la-cu.pdf
[1] Kuyumciyan, Rita: “El primer
genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta,
Buenos Aires, 2009, p. 17.
[2] Kuyumciyan,
Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”,
Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 41.
[3] Gutman,
Daniel: “Sangre en el monte. La increíble aventura del ERP en los montes
tucumanos”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2010, p. 181.
[4] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La
palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p.
463.