Se ha afirmado que “los Derechos
Humanos no han sido creados por el derecho escrito: éste los reconoce y los
confirma. En ese sentido, los Derechos Humanos no son una concesión del Estado,
que debe reconocerlos, protegerlos y garantizarlos. Si esto es así, los
Derechos Humanos tienen una fundamentación ética y constituyen la protección
jurídica e institucional de una serie de condiciones para poder vivir una vida
digna, vale decir vivir una vida conforme a la idea de que la vida humana es
valiosa y como tal debe ser repetada y protegida”[1].
El extermino masivo de seres humanos es un fenómeno
incorporado a la historia humana desde tiempos inmemoriales. Los primeros
relatos escritos ya dan cuenta de terribles matanzas, e incluso las describen
las sagradas escrituras.
Las narraciones épicas clásicas aluden a los exterminios
ocurridos durante el arrasamiento de Troya por los griegos, el aniquilamiento
de Cartago por los romanos, las sangrientas campañas del Gengis Khan[2], las cruzadas, las guerras de religión en Francia
y más recientemente, las cruentas colonizaciones de los pueblos de ultramar por
parte de las potencias centrales europeas, en especial la conquista de América.
El concepto de genocidio, no obstante, constituye -como ya
hemos señalado- un término moderno, un insumo teórico acuñado recién a
comienzos del siglo pasado como resultado del asesinato de un millón y medio de
armenios por parte del Estado turco, que se reedita posteriormente en el
holocausto judío a mano de los nazis. La pregunta es si, efectivamente, el holocausto armenio ha sido el primer genocidio moderno, la primera evidencia de una práctica social reorganizadora que echa mano al exterminio sistemático de otro al que decide aniquilar para reorganizar una sociedad en base a la cosmovisión de los perpetradores.
En definitiva, intentos (lamentablemente exitosos) de
destruir el orden y las relaciones sociales preexistentes y reorganizarlas en
base a un nuevo orden y una nueva escala de valores.
El caso de los pueblos originarios de América Latina
constituye un supuesto emblemático de genocidio.
En primer lugar, se perpetró contra minorías étnicas y
nacionales, que poseían un sistema de creencias, una cultura y una cosmogonía
propia, absolutamente distinta de las que profesaban los ejércitos invasores, y
se llevó a cabo con el objetivo explícito de la
destrucción de esos pueblos. Es decir, un hecho acaecido en el siglo
XIX, inequívocamente, podría haberse tipificado como genocidio estando a la
propia letra de la Convención de 1948.
Si bien acaso con una connotación diferente respecto de la
que -como categoría histórica- adquirió con el capitalismo
temprano, no existen dudas que entre los pueblos originarios preexistían
organizaciones políticas e institucionales que configuraban “naciones”.
Aún hoy en día los mapuches continúan reivindicándose como
una nación sin Estado, otra de las
perplejidades que el Derecho internacional no ha logrado resolver en la
modernidad tardía[1].
Tampoco, que poseían una organización social, una estructura económica, una
lengua, un sistema de creencias que incluían una religión y una mitología
alternativas, una identidad, y una percepción del mundo propia, basada en la
articulación entre el mundo espiritual y el mundo tangible, difícilmente
conciliables con la del blanco[2].
Basta con señalar, en este sentido, que la denominada
eufemísticamente “Conquista del Desierto” (debe aclararse que no se trató de
una conquista, sino de un aniquilamiento masivo y sistemático de la población
originaria, y que esa campaña genocida tampoco se hizo en un desierto sino en regiones densamente pobladas para la época)
en Argentina, conducida por el controvertido general Julio Argentino Roca, se hizo para ampliar el horizonte
de proyección capitalista dependiente y las fronteras agropecuarias del país
oligárquico incipiente, consciente de la feracidad y las riquezas incalculables
de las tierras que se ocupaban, pero también para desmontar una cultura
milenaria y disfuncional de los “distintos” que se resistían a un proceso
violento de aculturación[3] .
Los pueblos originarios de América, pero particularmente
los que ocupaban los territorios que hoy conforman Argentina y Chile
(ranqueles, rankulches, mapuches, tehuelches y onas), no sentían que la tierra
“era de ellos”, sino que, por el contrario, “ellos pertenecían a la tierra”. De
hecho, por ejemplo, en mapudungun -la lengua originaria- “mapuche”
quiere decir “gente de la tierra”[4].
Por ende, la disputa militar se planteó en términos de
antagonismo por la tierra; entendida, de un lado, como un bien económico, y de
otro, como un espacio para la vida, ya que entre los mapuches no existía la
propiedad privada, al menos como es concebida en las sociedades occidentales.
La masacre victimizó a una civilización ágrafa, lo que
dificulta indudablemente la recolección de datos más precisos sobre el
genocidio[5]. Sobre todo, porque una de
las características de los descendientes de estos pueblos originarios es una
pertinaz tendencia a la parquedad, acaso como una rémora de procesos de
persecución, discriminación y anexión cultural que, como rémora de todo
genocidio, se extendió hasta bien avanzado el siglo XX.
Esto provocó, además, que la única historia capaz de ser
retransmitida a través de la palabra escrita, de generación en generación,
fuera la de los “vencedores” o genocidas, que construyeron a lo largo de los
años una épica de la “conquista”.
Los habitantes originarios de la Patagonia eran pueblos que
reivindicaban su pertenencia a un orden terrenal en el que, hasta lo que el
cientificismo moderno considera “objetos” inanimados, adquieren para ellos
sentido y vida propia (el agua, la tierra, las rocas, el aire)[6].
Esos elementos contribuían decididamente al mantenimiento y
la reproducción de un orden signado por la idea de equilibrio en un
contexto caracterizado por la solidaridad comunitaria, la propiedad común y el respeto por las tradiciones culturales
ancestrales y el medioambiente.
Ese orden fue sustituido, después de la invasión, por un
sistema jerárquico, clasista, de apropiación individual de los bienes comunes y
de un capitalismo dependiente ligado al comercio transnacional. Aquella idea
del equilibrio como valor fundante del sistema de creencias mapuche, se
extendía, incluso, a las formas de resolución de conflictos.
En esas comunidades, supuestamente “salvajes”, no existía
la violencia punitiva propia de la ecuación infracción/castigo, sino formas
armónicas y no violentas de justicia restaurativa, como ocurría en la mayoría
de las civilizaciones de la América precolombina[7].
Su escala de valores y la particularidad del sistema de
ordenamiento de sus bienes jurídicos merecen al menos una mención ilustrativa:
el peor crimen era castigar a los niños, ya que éstos eran considerados
sagrados.
Se ha afirmado que “los mapuches poseen un importante capital social, entendido
-por oposición al capital financiero occidental- como
capacidad de los individuos para desarrollar tareas conjuntas y alcanzar
objetivos comunes, justamente en base a la solidaridad, la confianza y la
cooperación mutua, que redunda en un bienestar individual pero fundamentalmente
colectivo, derivado probablemente de la concepción de una propiedad comunitaria
de la tierra a la que pertenecen. Frente a la alteración de ese equilibrio, es
natural que en su lógica se tienda antes a su restauración que a la punición
entendida en clave occidental”[8].
Paradojas de la historia, se trata justamente de un capital
social compuesto por aquellas lógicas y valores que reivindicamos -siglos más
tarde- como instrumentos capaces de
prevenir los crímenes de masa.
Una impactante entrevista efectuada a Diana Lenton (antropóloga social, docente e
investigadora de la Universidad de Buenos Aires, especializada en antropología
histórica y política, en cuya tesis doctoral analiza las políticas indigenistas
y el discurso político sobre indígenas en el estado nacional en los últimos 125
años) y Walter Del Río
(historiador, magister en Etnohistoria de la Universidad de Chile y doctor en
antropología, becario del Conicet y se desempeña en la sección antropología y
etnografía de la facultad de Filosofía y letras de la UBA, autor recientemente
del libro “Memorias de la expropiación. Sometimiento e incorporación indígena
en la Patagonia”) nos sitúa acertadamente en tiempo y espacio.
Cuando se les consulta por qué hablar de genocidio en esa
época, Del Río es enfático en
señalar que “primero y principal es hablar y pensar en términos históricos que
hoy estaban cerrados. La definición de genocidio permite ver los hechos de un
país que se construye sojuzgando a los que entiende como diferentes y cómo se
maneja esa diferencia, eliminándola y construyendo una historia nacional de la
cual algunos quedan excluidos. Reivindicar la Campaña del Desierto sólo como
una epopeya militar y en términos de progreso y conformación del Estado cierra
y deja en el olvido muchos temas. Hablar de genocidio genera tanto ruido que es
positivo, porque habla y se piensa en la historia de otra manera”[9].
A fines del siglo XIX, los mapuches fueron definitivamente
sometidos por los gobiernos chilenos y argentinos.
En 1884 se entregó el emblemático cacique tehuelche Inacayal. Fue tomado prisionero y
terminó sus días exhibido como una
curiosidad antropológica en el Museo de Ciencias Naturales de la ciudad de La
Plata, uno de los más importantes de América, en pleno apogeo del pensamiento
positivista[10].
Comenzaba de esa manera un proceso de destitución y
marginación social sin precedentes para los sobrevivientes, y un trauma
colectivo que impactó decididamente sobre la posibilidad de reconstruir los lazos
de solidaridad y la cultura previa a la catástrofe.
Los pueblos originarios habían perdido su tierra, su
idioma, su libertad, su cultura, sus creencias, y hasta sus apellidos
originarios, que fueron sustituidos por otros españoles.
Hacia fines del siglo XIX se conformó en la Argentina un
Estado nacional militarista, en el que casi la mitad del presupuesto oficial
estaba destinado al sector castrense, que había sido el ejecutor de un
capitalismo agrario. “Como en etapas posteriores, los militares ejecutaron
proyectos urdidos por empresarios. Ya en esas épocas, apellidos como Martínez de Hoz o Blaquier se destacaban en una Sociedad
Rural que financió la “campaña del desierto”[11].
Estos mismos apellidos se repetirían, ejerciendo roles
igualmente antipopulares, durante el segundo genocidio argentino, como formando
parte de la misma oligarquía exportadora al servicio de intereses
extranjerizantes.
De una manera sintética podría concluirse que, en la etapa
de acumulación primitiva de capital, el Estado argentino masacró literalmente a
los pueblos originarios, y utilizó a los sobrevivientes y a los gauchos
mestizos como mano de obra barata, o como trabajadores a destajo en condiciones
infrahumanas, destinados a engrosar una fuerza de trabajo libre y disponible,
apta para la conformación y confirmación de un sistema capitalista
agroexportador.
Este proceso de aniquilamiento físico y cultural fue
presentado en ese último tramo del siglo XIX como una “guerra”, que encubría en
realidad la sangrienta invasión llevada a cabo ante la necesidad de expansión
de la enorme frontera agrícola ganadera, atendiendo a las necesidades e
intereses de los estancieros de apropiarse de miles y miles de hectáreas,
feraces como pocas en el mundo, mano de obra barata y servidumbre doméstica (el
silencio sepulcral de los mapuches, ranqueles y rankulches respecto de su
verdadera identidad era un mecanismo de supervivencia frente a los riesgos de
poder ser cooptados como siervos, en condiciones muy similares a las de la
esclavitud).
En el mejor de los casos, los mapuches aptos para trabajar
fueron desplazados a los ingenios azucareros tucumanos, con cuyos dueños el
propio General Roca tenía anudados
fuertes vínculos políticos, para paliar la escasez de mano de obra[12].
Tales traslados compulsivos -la
mejor alternativa para las víctimas- para realizar traslados forzosos, eran
manifiestamente contrarios a la Constitución de 1853/60, que abolió la
esclavitud, decretaba la libertad de trabajo y consagraba la necesidad del
mantenimiento de un trato pacífico con los pueblos originarios (“indios”).
Los estudios antropológicos e históricos más recientes,
demuestran, no obstante, que la idea convencional de una “guerra” no se
sostiene frente a la abismal disparidad de víctimas[13] y la disímil relación de
fuerzas existente entre ambos bandos.
El genocidio, por lo tanto, es un proceso inacabado que,
luego de un siglo y medio de cometido, todavía impide la realización efectiva
del duelo por parte de las víctimas y sus descendientes, humillados,
degradados, sometidos y despreciados por una sociedad que los considera no sólo
distintos sino inferiores.
En el Museo de La Plata, uno de los bastiones históricos
del pensamiento antropológico positivista y biologicista de América, en el que
aparentemente prestaron funciones científicos europeos de clara militancia o
inclinaciones nazis[14], los caciques y sus
familiares eran exhibidos vivos a los visitantes a fines del siglo XIX; muchos
otros -sobre todo, mujeres- fueron puestos a trabajar compulsivamente en tareas
de limpieza del edificio, hasta que morían.
El museo llegó a albergar y exhibir, como trofeos de
guerra, miles de cráneos, cerebros enteros (cons las respectivas mediciones,
cortes y fotografías, como fue el caso del Cacique tehuelche Inacayal), más de
60 esqueletos armados y una decena de momias, pertenecientes todos a pobladores
originarios cautivos o muertos durante el genocidio[15].
Puede entenderse, en suma, que existe otro dato
característico que singularizó el proceso ejecutivo del primer genocidio
argentino, erigiéndolo en auténtico predente originario de un fenómeno que
puede describirse como la génesis de una “cultura
concentracionaria”, de estricto signo involutivo en el ámbito del
desenvolvimiento de las corrientes liberales inspiradoras de una concepción
humanista, igualitaria y progresiva de los sistemas punitivos.
En efecto, es de consignar en este sentido el apunte
histórico-penológico de que los primeros campos de cumplimiento donde
permanecían secuestrados institucionalmente en este país los pobladores
originarios datan de la segunda mitad del siglo XIX, paradógicamente a las
aspiraciones simbolizadas en el ideario político-criminal de la época de las
luces[16].
[1]
http://www.mapuexpress.net/
[2]
Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia
restaurativa en las comunidades mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos
de retribucionismo extremo”, disponible en www.derechopenalonline.com
[3] Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia restaurativa en las comunidades
mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos de retribucionismo extremo”,
disponible en www.derechopenalonline.com
[4] Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia restaurativa en las comunidades
mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos de retribucionismo extremo”,
disponible en www.derechopenalonline.com. Esta
diferencia filosófica marca también las irreconciliables distancias que
existían entre la concepción del cosmos de los mapuches y la cultura de apropiación
individual de la tierra de los perpetradores.
[5] Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia restaurativa en las comunidades
mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos de retribucionismo extremo”,
disponible en www.derechopenalonline.com
Cabe aclarar que la criminalización del pueblo mapuche,
perpetrado a través de sistemas
procesales selectivas que apelan a la “macdonalización” de la Justicia y leyes
“antiterroristas” que la mayoría de las veces penalizan la protesta social, aún
persiste, fundamentalmente en Chile.
[6] Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia restaurativa en las comunidades
mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos de retribucionismo extremo”,
disponible en www.derechopenalonline.com Éste es un dato
al parecer común en los pueblos
originarios de casi toda América, que privilegiaban la composición y la
restauración del equilibrio alterado por la ofensa como forma de resolución de
los conflictos sociales, por sobre la respuesta punitiva.
[7] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “Justicia penal
comunitaria en Latinoamérica”, en Da Rocha,
Joaquín Pedro y De Luca, Javier
(Coordinadores): “La justicia penal en las comunidades originarias”, Editorial
AD-HOC, Buenos Aires, 2010, p.102.
[8] Aguirre, Eduardo Luis: “Elementos de justicia restaurativa en las
comunidades mapuches.Racionalidades alternativas en tiempos de retribucionismo
extremo”, disponible en www.derechopenalonline.com
[9] Vid. el revelador reportaje de Leonardo Herreros, disponible en www.mapuexpress.net
y que incorpora la siguiente entrevista:
“- ¿Cuál es su enfoque de estudio sobre la Campaña del Desierto?
- Walter del
Río: Trabajamos como una red que nuclea a gente que trabaja desde
distintos sectores en la memoria y documentación sobre determinados hechos
históricos ignorados de la
Campaña del Desierto y posteriores, sobre el genocidio
indígena, incorporando documentación que no era tenida en cuenta para describir
hechos además de la memoria oral, de las personas que vivieron los hechos que
se transmitieron por generaciones... Por ejemplo, trabajamos con copias de publicaciones
que hizo el diario “La
Nación”,
cartas editoriales, es decir la palabra de Mitre
[Nota del autor: el diario “La Nación” de Buenos Aires,
propiedad de los Mitre, fue y
sigue siendo la expresión orgánica de los sectores terratenientes argentinos].
En un artículo de ese diario el 16 y 17 de noviembre de 1878 denuncia la
actuación de Rudecindo Roca
(hermano de Julio) en San Luis con una matanza de 60 indígenas desarmados y lo
califica de “crimen de lesa humanidad” en medio de las campañas. Están los
partes militares, que tampoco han sido estudiados a fondo y dicen cosas
terribles. De allí sale el secuestro de chicos, la matanza de prisioneros, la
violación sistemática como arma de guerra. La prostitución forzada como botín
de guerra de los soldados era algo fomentado desde los mandos.
- ¿Es
aplicable en la Campaña
del Desierto la noción de genocidio, más allá de reconocerse desigualdad
militar y matanzas terribles? Algunos historiadores dicen que es una categoría
posterior y no aplicable.
-
D.L.: Seguimos el modelo de la Convención para la Prevención y Sanción
del Delito de Genocidio de Naciones Unidas, de 1948, que se aplica al genocidio
nazi que fue anterior. La carta también se aplica al genocidio armenio de
1915... se puede aplicar retroactivamente. No evaluamos los resultados, porque
algunos dicen que se no se exterminó a toda la población indígena, pero el
genocidio nazi también fracasó en exterminar a todos lo judíos y no por eso es
menos genocidio. Porque la definición se da por el proyecto, no por resultados,
la intencionalidad de acabar con un pueblo. Hay un proyecto genocida.
-
¿En dónde se enuncia, en dónde se especifica algo similar a
la “solución final” de los nazis? ¿Hay algún discurso, algún documento?
- D.L.: Por empezar en el discurso político,
en el Legislativo de la época en donde se habla directamente de “exterminar a
los indios salvajes y bárbaros de Pampa y Patagonia”; y con las prácticas que
se producen, pequeñas algunas, pero que se suman. El art. 11 de la carta de ONU
te habla de genocidio primero como “acciones de un Estado contra sociedad
civil” y esto se cumple, porque las mayores acciones militares no eran entre
grupos de soldados o guerreros de dos bandos, sino que en muchos casos el
Ejército atacó a sabiendas tolderías vacías de hombres adultos porque estaban
en otras partidas, con mujeres y chicos solos. Eso lo cuenta el propio general
Conrado Villegas. En la memoria
del Ministerio de Guerra y Marina de 1881 dice “sabemos que el indio es como el
tero, que en un lugar grita y en otro tiene el nido. Nosotros sabíamos que los
indios de tal cacique estaban apostados en tal lugar entonces fuimos a la
toldería e hicimos tanto de botín, de mujeres y ‘chusma’” (lenguaje que designaba a mujeres y niños). Parece que los objetivos no estaban en los
guerreros indígenas sino en la población civil. La otra parte de la definición
de genocidio habla de “actos perpetrados con la intención de destruir total o
parcialmente a un grupo étnico, racial o religiosos como tal”. Y la forma
sistemática en que fueron atacando después de finalizada la campaña y la
resistencia indígena, con partidas de policía contra la familias que habían
quedado, lo ratifican. Los partes de Villegas
mencionan casos de “persecuciones de a pie”. ¿A qué clase de población guerrera
persigue un soldado a pie? A heridos, viejos, chicos, etc. Otra parte de la
definición de ONU habla de “matanza de miembros de grupo, lesión grave a la
integridad física y mental”. Gran parte del exterminio no se dio en campos de batalla
sino con prácticas de tomarlos prisioneros, haciendo traslados a pie hasta
Carmen de Patagones, en donde los embarcaban a Martín García. Ese cruce por la Patagonia a pie
exterminó a miles de personas, porque mataban a los que no caminaban, mujeres
que tenían a sus hijos en el campo, iban todos encadenados, etc. Había más
muertes por esos traslados que en las batallas. Otra parte es “sometimiento
intencional del grupo, condiciones de existencia que hallan de acarrear
destrucción física total o parcial”. Allí está el tema de los campos de
concentración.
-
¿Campos de concentración en 1879?
- W.d.R.: Sí. En Valcheta, por ejemplo, se
registran campos de concentración con alambres de púas de tres metros de alto,
con gente muriendo de hambre por no tener qué comer. Eso se lee en las memorias
de los viajeros galeses, por ejemplo. Esas mismas memorias de los viajeros que
se usan por los historiadores oficiales para hablar de lo lindo que fue la
inmigración, pero en algunas páginas del libro “John Evans, el Molinero”, se
habla de esto y nadie le presta atención.
- D.L.: Después de la campaña y la derrota
indígena entra en acción la “policía de frontera”, que detecta a una familia
indígena y la deporta a otro sitio del territorio. Por Martín García, que
funcionó como gigantesco campo de concentración, pasaron miles. Se habla de
entre 10 y 20.000. Tuvieron que habilitar dos cementerios especiales en 1879,
lo que da una idea de la magnitud de lo que pasó.
- ¿Qué otras políticas
se toman?
- D.L.: Otra parte de la definición de ONU
es “medidas destinadas a impedir nacimientos en el grupo”. De los partes
militares mismos salen las medidas de separar a las mujeres de los varones, el
traslado por fuerza de niños de un grupo a otro... Les cambiaban el nombre de
tal manera que muchos saben que tienen ascendencia indígena pero no pueden
reconstruir su historia familiar porque a su antepasado le pusieron Juan Pérez.
-
Se centran las críticas en el general Julio A. Roca, pero las campañas contra los
aborígenes comenzaron antes, ya con Rivadavia
contra los Ranqueles, Juan Manuel de Rosas en La Pampa...
- Es verdad. Se sabe que desde el gobierno
de Martín Rodríguez en provincia
de Buenos Aires, incluso antes de Rivadavia,
década de 1820, se hablaba de exterminio. El ya decía “primero exterminaremos a
los nómades y luego a los sedentarios”, textual. El proyecto genocida viene de
antes de Roca, pero lo que
consigue Roca es el consenso
nacional de todos los sectores para hacer la Campaña del Desierto. En ese momento se juzgó
indispensable. Se consolida el Estado nacional con la derrota de caudillos
provinciales, se pacifica el país y se piensa en extender la frontera al Sur y
al Norte. Probablemente si la hubieran hecho 20 años antes hubiera sido más o
menos lo mismo. Nos centramos en Roca
porque precisamente es el símbolo de la historia oficial, el prócer con el que
las clases dominantes se exaltan a sí mismas y es por eso que les molesta tanto
que se toque a este prócer. También estaba Avellaneda,
pero pocos se acuerdan de él. Roca
es el símbolo, el que construyó una nación con estos parámetros.
- ¿En esa época los políticos estaban en
condiciones intelectuales de entender la idea de genocidio, con el darwinismo, el positivismo, la idea
generalizada de llevar “la civilización” a todo el territorio, de ver a los
pueblos originarios como obstáculo a esta civilización? ¿Había intelectuales y
políticos que se opusieron?
- D.L.: Bueno, esa expresión es la ideología
hegemónica de la época, está bien conocerlo como contexto. Pero toda idea
hegemónica tiene opositores, incluso dentro de la propia elite, que cuestionaba
esta política de exterminio. En la época ya se planteaba políticas más
integracionistas, de colonización pacífica. Antes de la Campaña del Desierto había
una coexistencia conflictiva, el gran problema de la frontera en donde se
mataban unos a otros, pero también casos de comercio y convivencia pacífica,
que luego fueron negados o minimizados. Aristóbulo del Valle en 1884, cuando la campaña ya había llegado al Río
Negro (1879) pero se estaba desarrollando la campaña del Nahuel Huapi, se opone duramente a un intento
de Roca por hacer una campaña
similar en el Chaco. Allí denuncia: “Al hombre lo hemos esclavizado, a la mujer
la hemos prostituido, al niño lo hemos arrancado del seno de la madre. En una
palabra, hemos desconocido y violado las acciones que gobiernan las acciones
morales del hombre”. Otros políticos que habían apoyado la campaña en la Patagonia se oponen a la
del Chaco, porque esto había sido una barbaridad. Le costó un esfuerzo con
campaña ideológica y otros medios como el reparto de tierras para acallar las
críticas y la oposición. Aristóbulo del
Valle representaba a los ganaderos y quería que se expandiera la
frontera, pero cuestiona el método”.
[10] Colectivo
guias (Grupo Universitario de
Investigación en Antropología Social): “Antropología del Genocidio”, Ediciones
de la Campana, La Plata, 2010, p. 94.
[11] Cieza, Daniel: “La dimension
laboral del genocidio en la
Argentina”, en Revista de Estudios sobre genocidio”,
Editorial eduntref, Buenos Aires,
noviembre de 2009, Volumen 3, p. 69.
[12] Del
Río,
Walter: “Historia de Nosotros. Sabían llorar cuando contaban. Campos de
concentración, deportación y torturas en la Patagonia”, disponible
en http://www.ctera.org.ar/iipmv/publicaciones
/Cuaderno6/Doc/1800/nosotros.doc
[13] Martínez
Sarasola, Carlos: “Nuestros paisanos los indios”, Buenos Aires, emece, 1992, citado por Cieza, Daniel,
op. cit., p. 69.
[14] Colectivo guias (Grupo Universitario de
Investigación en Antropología Social): “Antropología del Genocidio”, Ediciones
de la Campana, La Plata, 2010, p. 94.
[15] Colectivo
guias (Grupo Universitario de Investigación en Antropología
Social): “Antropología del Genocidio”, Ediciones de la Campana,
La Plata, 2010,
p. 94.
[16] Del Río,
Walter: “Historia de Nosotros. Sabían Llorar cuando contaban. Campos de concentración, deportación y torturas en la Patagonia”, afirma en el
citado trabajo que se encuentra disponible en http://www.ctera.org.ar/iipmv/publicaciones/Cuaderno6/Doc/1800/nosotros.doc
lo siguiente: “El núcleo más
importante estaba en las cercanías de Valcheta. Estaban cercados por
alambre tejido de gran altura, en ese patio los indios deambulaban, trataban de
reconocernos, ellos sabían que éramos galeses (…). Algunos, aferrados del
alambre con sus grandes manos huesudas y resecas por el viento, intentaban
hacerse entender hablando un poco de castellano y un poco de gales: “poco bara chiñor, poco bara chiñor” (un
poco de pan, señor). (...) Al principio no lo reconocí,
pero al verlo correr a lo largo del alambre, con insistencia gritando “bara,
bara”, me detuve cuando lo ubiqué. Era mi amigo de infancia, mi hermano del
desierto con quien tanto pan habíamos compartido. Este hecho me llenó de
angustia y pena mi corazón. Me sentía inútil, sentía que no podía hacer nada
para aliviar su hambre, su falta de libertad, su exilio, el destierro luego de
haber sido el dueño y señor de las extensiones patagónicas y estar reducidos en
este pequeño predio. Para poder verlo, y teniendo la esperanza de sacarlo, le
pagué al guardia 50 centavos que mi madre me prestó para comprarme un poncho,
el guarda se quedó con el dinero y no me lo entregó. Si pude darle algunos
alimentos que no solucionarían la cuestión.Tiempo más tarde regresé con dinero
suficiente dispuesto a sacarlo por cualquier precio y llevarlo a casa. Pero no
me pudo esperar: murió de pena al poco tiempo de mi paso por Valcheta” (…).
“Sin embargo, esta historia de Valcheta con su campo de concentración alambre
tejido, con personas muriendo de hambre dentro de él, es totalmente ignorada.
Un campo de concentración que funciona 3 años después de que se sometiera a
Valentín Sayhueque [ Lonko
mapuche-tehuelche, uno de los más importantes de la Patagonia argentina del
siglo XIX
], en enero de 1885”.