“Siempre he creído que existían principios básicos del Derecho Penal que eran universales e imprescindibles en todo ordenamiento jurídico. He llegado a estar convencido de que un sistema punitivo que no se estructurase con base en estos axiomas fundamentales, no podía contemplarse bajo las siglas del Derecho Penal. Y ahora tengo que decir que estaba equivocado” (Borja Jiménez, Emiliano: “Introducción a los fundamentos del derecho penal indígena”, Tirant lo Blanch, Valencia, 2001, p. 175).
“Un filósofo produce ideas, un poeta poemas, un sacerdote sermones, un profesor compendios, etc. (...) El criminal no sólo produce delitos, sino también la legislación en lo criminal, y con ello, al mismo tiempo, al profesor que diserta acerca de la legislación y, además de esto, el inevitable compendio en el cual el mismo profesor lanza sus disertaciones al mercado general como “mercancías”. Eso trae aparejado el aumento de la riqueza nacional, muy aparte del disfrute personal que (...) el manuscrito del compendio otorga a quien le dio origen” (Carlos Marx: “Teoría de la Plusvalía”, 1964, edición en castellano, p. 327, citado por Taylor, Walton y Young en “La nueva criminología”, p. 227).
Entender la criminología crítica en clave de la modernidad tardía supone dar por comprobada una tendencia del sistema penal a la reproducción de un estado de cosas. Pero también entender que el pensamiento crítico debió necesariamente actualizarse desde aquella formulación setentista en la que todo, incluso el delito, debía concebirse en clave política y como forma de disputa permanente del poder.
Aquella tendencia del derecho penal a la que hacíamos referencia, se explicita en la protección a ultranza del derecho de propiedad, durante el proceso primario de criminalización (las leyes penales de fondo), haciendo abstracción incluso de la funcionalidad de las agencias encargadas de administrar y gestionar el denominado "derecho penal dinámico" (los códigos procesales, las agencias judiciales y policiales, los sistemas de ejecución de la pena). La evidencia no es tampoco novedosa: los guarismos permiten avizorar una constante histórica.
La selectividad se intenta relativizar (sobre todo desde algunas teorías económicas del delito y desde el nuevo realismo de derecha americano) afirmando que hay más casos de persecución, enjuiciamiento, condenas y prisionización de individuos pobres por delitos contra la propiedad, precisamente porque estos son los que más cometen este tipo de delitos, tornándolos así los más numerosos. La importante cifra negra que estas perspectivas encubren y que hemos tratado de consignar expresamente, podrían igualmente relativizar esas afirmaciones, pero lo cierto es que el pensamiento conservador tiene, sobre todo a partir de las décadas del 80 y del 90, al influjo del concenso de Washington, la caída del muro de Berlín y el dominio –al parecer, efímero- del pensamiento único y el fin de la historia, un importante consenso.
Esta ideología neoliberal se sostuvo porque estos procesos de criminalización y limpieza de clase, dejan al margen, por ende, la gran cantidad de delitos no convencionales que se cometen en una sociedad capitalista y que no se reportan. Muchos de ellos son cometidos por sujetos que ocupan lugares menos expuestos en la escala social, sin que el sistema reaccione, salvo módicas excepciones, y otros muchos no tienen que ver con delitos contra la propiedad privada.
Prescindiendo de la discusión histórica respecto de la influencia de los condicionamientos sociales en la actividad delictiva, pareciera quedar claro que el sistema opera siempre e igualmente sobre los sectores más vulnerables.
Haciendo abstracción de la violencia intrínseca (legítima o ilegitima) de la actividad estatal, está claro también que el bien jurídico propiedad privada es un disparador infalible de los mecanismos más severos de protección estatal, en absoluta coherencia con el sustrato ideológico de una sociedad capitalista. Tanto ello así, que la “inseguridad” y la delincuencia se asimilan caprichosamente a los delitos de subsistencia y de calle.
Por estas razones es que resulta interesante analizar el funcionamiento del sistema penal atendiendo, como hemos intentado hacerlo, a la dirección que el control asume respecto de los bienes jurídicos que el estado tutela.
El escenario fundamental del cambio social operado a nivel continental y su gravitación respecto de la criminología, podrían ser objeto de un abordaje múltiple que en sus grandes trazos ha sido enunciado. Lo que a esta altura importa es acotar el marco del cambio esperable desde una perspectiva alternativa al discurso hegemónico, sin perder de vista las dificultades que los nuevos tiempos plantean al criticismo criminológico ni tampoco la realidad social, política y jurídica argentina. Debe analizarse qué tipo de respuestas es posible brindar desde el paradigma crítico a la problemática que a diario plantea la dinámica inédita de los acontecimientos sociales.
Deberíamos admitir ya que muchos y muy fuertes son los embates que la criminología alternativa ha debido recibir y todavía soporta casi a diario. Uno de los más frecuentes y gravitantes, por su oportunismo, es asociar al discurso criminológico crítico con debilidad, inoperancia, o tolerancia insoportable frente al delito y la delincuencia; o presentarlo como una rémora utópica impracticable, o una exhibición de dogmatismo ideológico irreductible que niega el crecimiento del fenómeno criminal, justamente cuando durante el año 2001, en América Latina, dos de cada cinco habitantes señalaron que ellos o un miembro de su familia habían sido objeto de un delito en los últimos 12 meses.
En líneas generales, podría afirmarse que los criminólogos críticos fueron y son en buena medida los responsables de haberse ubicado en una situación francamente desventajosa al momento de sostener el debate, mediante afirmaciones dogmáticas que potenciaron las disidencias antes que las convergencias, sin tener en cuenta que la diversidad constituye un patrimonio y no un conflicto. En todo caso, son las dificultades de entendimiento las que ocasionan las tensiones que se constituyen en conflictos, a tal punto que los pretendidos debates de naturaleza científica o académica terminan, en no pocas ocasiones, desnudando su verdadera naturaleza de disputas personales entre quienes los sostienen. “Creerse en posesión de la verdad llevará muy fácilmente a adoptar actitudes y planes tendientes a establecerla que se alejarán de la tolerancia y del respeto a la diferencia y a la disidencia. La duda persistente también puede conducirnos tanto a un pesimismo como a la indiferencia frente a problemas ajenos. La estructura del pensamiento parece inclinarse hacia planteamientos binarios que sustenten una lógica que establezca actitudes beligerantes en un intento por imponerse dentro de una lógica esquizofrénica. Una lógica que buscará desesperadamente certezas imposibles de establecer mientras exista la angustia por determinarlas. Parece que resulte imposible llegar a aceptar que el conocimiento pueda poseer capacidades expresivas plurales, donde la certeza y la duda puedan ser perfectamente compatibles”, dice Eduard Vinyamata
[1]. Estas actitudes propiciaron una a- científica suerte de "glorificación" de los delincuentes comunes
[2], precisamente en un marco social de inédita sensibilidad frente al crimen; o en todo caso, exhibieron la ya mentada negativa a admitir el crecimiento de la delincuencia y las manifestaciones cada vez más violentas de la misma; o, justamente, esbozaron la defensa genérica y fundamentalista de los "menores en conflicto con la ley" – sin atender a los bienes jurídicos cuya afectación hayan desatado esos conflictos- sin plantear cuál es el fundamento histórico de la creación de un derecho penal de menores, debatir sobre su autonomía científica o denunciar el mayor nivel de exposición que los menores ya tienen frente a la ley penal; o, finalmente, la preocupación sesgada en la protección de otros grupos sociales vulnerables, olvidando que en nuestro margen la principal clientela de nuestro sistema penal y la casi totalidad de los habitantes de nuestros establecimientos de encierro generales son los pobres, los expropiados, los marginados. Que además no constituyen un grupo social, sino que conforman la mayoría de nuestra población y atraviesan con su extracción social verificable las divisiones que en razón de género, raza, identidad sexual, etc., pudieran hacerse.
Por supuesto, también es necesaria la defensa de otros grupos sociales con algún nivel (importante) de exposición frente al control punitivo. Pero creo que es mucho más lógico situar el problema en sus justos términos a partir de un dato objetivo de la realidad de nuestras sociedades marginales. Como lo hace la propia sociedad, acuñando el axioma de que en nuestro país "van presos únicamente los ladrones de gallinas", expresando desde sus intuiciones la incidencia innegable que en la proliferación de la criminalidad adquieren la exclusión, la marginalidad y las asimetrías sociales, como así también y especialmente, el carácter selectivo del sistema/derecho penal, destinado a preservar una escala de valores que reproduce las condiciones objetivas de una sociedad.
Esta evolución de la conciencia colectiva no debería sorprendernos, porque marca exactamente de qué manera, las superestructuras jurídicas y políticas no son sino un mero aspecto de la estructura económica, una consecuencia de la realidad objetiva. Y cuando esa realidad objetiva experimenta cambios, y esas transformaciones son de una hondura tal que modifica los puntos básicos del consenso (entendiendo al consenso como la aptitud para generar tendencias que se arraiguen en las masas), es perfectamente entendible que esas mutaciones se trasladen primero a la percepción de los sujetos y luego a las estructuras del poder/control. Por eso es que la frase ha ganado la calle con inusual recurrencia justamente en esta etapa de nuestra historia y no antes. Por eso es que éste Estado neoliberal postmoderno debe ser dimensionado debidamente en su rol selectivo de criminalización. No se trata de "el" Estado o cualquier Estado: es un Estado con lógica propia, una lógica que no se agota en el castigo, sino que castiga para custodiar un orden. Un nuevo orden donde es particularmente difícil soslayar la gravitación de clases dominantes que operan bajo la dirección general de una verdadera burguesía internacional legitimada por la mayor fuente de producción normativa internacional: las Naciones Unidas
[3]. Las nuevas propuestas de militarización de la seguridad interior así parecen ratificarlo.
Lo que debiera revisarse es, probablemente, la legitimidad de ese orden y no tan sólo la “razonabilidad” del castigo, por lo menos, para posibilitar el debate acerca de la fiabilidad de un “estado de derecho” sustentado por una Constitución escrita cuya función es, precisamente, la consolidación y defensa de aquel orden, y de la que mal se podría entonces esperar que se oponga al mismo o lo contradiga.
No debería asombrarnos si esta nueva realidad económica (marco objetivo) pudiera también generar cambios en las tendencias doctrinarias y legislativas predominantes, de una forma tan coercitiva como esos mismos cambios se imponen en las sociedades. Ahora bien, no es posible prever cuándo y cómo esas transformaciones han de producirse, si es que finalmente acontecen. Dependerán, en definitiva, del estado de desarrollo de las fuerzas productivas, que eventualmente generarían una contradicción dialéctica con las fuerzas productivas preexistentes, seguramente transformando primero las estructuras macro económicas para luego extender esas mutaciones a las estructuras culturales del pensamiento.
En el contexto de esos cambios sociales, resulta perfectamente esperable que se opere una reformulación de los bienes jurídicos que dice proteger el sistema penal, al menos en la forma y la intensidad con que se los tutela. Es importante señalar esto porque, en última instancia, esos bienes no expresan sino una forma de ordenar los valores sociales, se obtenga esa escala axiológica de forma consensual o coactiva, lo que abre otra y más sustanciosa discusión que no podemos evadir.
En definitiva, el objeto de la polémica lo definió en sus justos límites Baratta, cuando, refiriéndose al crucial "mito de la igualdad" del derecho penal, se preguntaba si este ordenamiento protege igualmente a todos los ciudadanos contra los ataques u ofensas a bienes esenciales en cuya preservación están interesados todos los miembros de la comunidad; si la ley penal a su vez es igual para todos los autores de conductas socialmente reprochables, en términos de chances de llegar a ser sujetos del proceso de criminalización institucional; o, por el contrario, si el derecho penal no defiende a todos los ciudadanos y todos los bienes esenciales sino solamente a aquellos bienes que interesa al estado/sistema autoconstatar y preservar, castigando con independencia y abstracción de la dañosidad social de las acciones y de la gravedad de las infracciones a la ley
[4]. Las teorías utilitaristas del control social nunca han resuelto, ni siquiera enmascarándola, esta tensión creciente entre la defensa de una igualdad ficta y la propiedad
[5]. Por ende, si los cambios en la estructura aparejan modificaciones en las conciencias, los valores podrían aparecer cada vez más asimilables a entes también variables y, por lo tanto, subjetivos y relativos.
Si una de las pocas funciones aceptables del derecho penal es precisamente la afirmación de valores
[6], la complejidad de la cuestión queda a la vista, con la grave alternativa planteada por Baratta en el último tramo de la disyuntiva transcripta y ante la necesidad de indagar acerca de la racionalidad de la tutela de ciertos valores/bienes jurídicos (dinámicos) y de la manera e intensidad con que se los tutela, mediante procesos primarios de criminalización estáticos.
Por eso mismo, resulta difícil explicar que se haya postergado desde siempre la discusión acerca del sistema penal en tanto segmento excluyente y coactivo del control social, como así también acerca de la escala axiológica tutelada y las singulares formas mediante las que se ejercita ese rol de protección de valores sociales.
Cabe preguntarse cómo podríamos entender, sin connotar el carácter selectivo del sistema penal, el poder de definir qué conducta es delictiva y cuál es la amenaza de pena abstracta que se reserva a esa conducta, si únicamente apelamos a descripciones tautológicas que reducen la función del derecho penal a la protección de bienes jurídicos y conceptúan al bien jurídico como aquello protegido por las normas penales. "El bien jurídico, no puede entenderse más como expresión de un derecho penal subalternado a la moral y a la política y en el marco de un determinado contexto cultural. El delito se manifiesta en el cuerpo social y sin el concepto de bien jurídico desaparece todo contenido del delito y la tipicidad queda privada de todo asidero racional, porque el fin del tipo es la tutela del bien jurídico, que no es una abstracción sino una realidad, cuya indeterminabilidad ha venido a constituir uno de los principales riesgos contra la seguridad jurídica. El derecho no es un mero instrumento coactivo, sino un orden referido a valores, y es la aspiración a realizar esos valores en la vida social lo que constituye la esencia misma de las normas jurídicas. El derecho quiere realizar el valor, pero no aislado sino más bien como una serie de valores polarizados en torno del valor "decisivo". Ese valor "decisivo" es el bien jurídico, y constituye el criterio de selección para el concepto penal individual (figura delictiva). Los bienes jurídicos desempeñan en teoría del tipo un papel central, al dar el verdadero sentido teleológico a la ley penal. No son, en consecuencia, objetos aprehensibles del mundo real, sino valores ideales del orden social; sobre ellos descansan la seguridad, el bienestar y la dignidad de la existencia de una comunidad. Esa noción es la base o centro de la teoría del tipo penal. El legislador se dedica a desarrollar las normas que tienen por objeto la protección de esos valores, y haciendo una selección, de una posible afectación”
[7]. De lo que no nos hemos ocupado, es del criterio que precede a esa selección primaria, de la connotación -coactiva o consensual- de esa selección y de cuáles son los fundamentos que la determinan en sus actuales contornos.
El sistema penal, el control social formal y los bienes jurídico- penales, como vemos, han sido desde siempre sustraídos de la discusión teórica nacional. Resulta difícil de entender que el interés haya recaído en cada uno de los conceptos, pero por separado, que no haya habido en general un relevamiento de los denominadores comunes existentes entre los mismos y que no se los haya implicado hasta determinar cuál o cuáles son los bienes jurídicos que debe proteger con mayor rigor y por qué se produce esta situación. Las verdaderas razones quizás deban buscarse en la ideología de los operadores y reproductores del sistema, pero en última instancia, tambien en los mandatos del sistema mismo.
En definitiva, la desaparición del “estado social” y su sustitución por un “estado penal”, que únicamente apuesta al control punitivo en aras de la resignificación del “orden perdido”, ha dado lugar a una tendencia irrefrenable de parte de ese mismo estado, a generar cada vez más tipos penales de manera arbitraria y selectiva. A su vez, esa multiplicación de tipos penales ha desnaturalizado la noción garantista del bien jurídico decimonónico (que, con todo, también se inscribía en un proyecto claro de control social), concebido originariamente para cristalizar los paradigmas limitantes de “previsibilidad” y “controlabilidad” de los actos estatales, transformándolo en una suerte de detector social de conductas desvaloradas a la que se responde legislativamente mediante la violencia penal. En este sentido, deberán observarse también las cláusulas “objetivas” de negación de la excarcelación en la mayoría de los sistemas procesales mixtos del país, o la tendencia a sancionar con la inexcarcelabilidad la afectación o el peligro de ciertos bienes jurídicos, en una suerte de exhibición experimental legislativa de contornos tan curiosos
[8] como dramáticas consecuencias, sobre todo en aquellas jurisdicciones provinciales argentinas donde los indicadores de criminalidad que el propio estado colecta, ponen de relieve, en muchos casos, la irracionalidad de la tesis punitiva. Sobre este aspecto en particular hemos de hacer una mención expresa que nos releva de mayores consideraciones en este capítulo; sin perjuicio de ello, uno a uno se han exhibido los temas que son objeto de análisis en este trabajo, con los cuales pretendo insinuar un abordaje dirigido esencialmente al proceso primario de criminalización como vector de la voluntad de los intereses sociales dominantes (los que imponen al resto de la sociedad su escala de valores) convertidos en ley penal.
En este sentido, se ha expresado: “Precisamente, la primera decisión importante en el proceso de selección penal es la creación de las normas penales. La tipificación de unas conductas y no de otras y la mayor o menor dureza de la respuesta punitiva que se atribuye a cada una de ellas, refleja perfectamente el universo moral de los grupos hegemónicos de la sociedad.
Hemos de entender como inseparables dos decisiones fundamentales, la de tipificación de conductas y la de determinación de la respuesta punitiva. Sólo de la unión de ambas obtenemos las primeras consecuencias selectivas del sistema penal, cuyos efectos más visibles son los siguientes:
· Las conductas mayoritariamente realizadas por las franjas sociales más desfavorecidas, reciben mayor rigor sancionador. (Un buen ejemplo, lo encontramos en el incremento global de las penas de los delitos contra la propiedad en el Código Penal –n. del a: se refiere al nuevo ordenamiento español y el recargado en el párrafo me pertenece- de 1995).
· Las alternativas a la cárcel, aplicables con facilidad a las conductas delictivas más típicas de las capas elevadas de la sociedad, son difícilmente aplicables a los/as condenados/as excluidos/as. Y esto viene determinado también por el mayor rigor sancionador que reciben las conductas delictivas más típicamente realizadas por personas de clase baja. En delitos como los robos con intimidación o los delitos contra la salud pública, la magnitud de la pena va a impedir que lla persona condenada se beneficie de cualquiera de las alternativas a la cárcel previstas en el Código Penal.”.
“Las conductas delictivas atribuibles mayoritariamente a personas de clase baja o excluidos, llevan aparejadas sanciones más estigmatizantes y más restrictivas de derechos (la prisión) que los delitos cometidos mayoritariamente por personas de clase media o alta. Un ejemplo lo constituyen los delitos societarios de nuestro Código penal, cuya respuesta punitiva va a permitir normalmente al autor eludir la pena de prisión”
[9].
Otro ejemplo, no menos elocuente, es la posibilidad de que en el sistema argentino el delito de enriquecimiento ilícito de funcionario público posibilite también que el autor eluda la pena de prisión en función de los montos punitivos previstos en abstracto para ese delito (CP, 268), y la facultad acordada a los tribunales en ese sentido para aplicar penas de ejecución condicional.
Esto parecería poner de relieve que el alejamiento de un orden “convencional” en el que incurren cada vez más personas, podría deberse a que las mismas experimenten desde sus percepciones la injusticia extrema del sistema penal. Esas intuiciones se corresponden obviamente con la realidad, y por lo tanto es más que probable que cualquier estrategia democrática de prevención de la criminalidad debe sostenerse en la expectativa razonable de que “la aplicación de la ley penal incremente su legitimidad, tanto por la mayor honestidad de quienes la aplican como por que sus decisiones sean más adecuadas al principio de igualdad. Esta vía debe permitir que menos personas puedan desarrollar este sentimiento de injusticia, y en consecuencia, tengan menores posibilidades de desarrollar técnicas de neutralización que les facilite la realización de actos delictivos”.
[10]La gravitación esencial de las normas penales (como elementos instrumentales de las estructuras del control) en el proceso selectivo de criminalización en las sociedades neoliberales marginales parece difícil de ser soslayado apelando a abstracciones o fórmulas genéricas, tales como adjudicar el recurso a la punición al “estado penal", que no posee una ideología precisa y cuya vocación se autoabastecería con el mero castigo. Como parece advertirse, ese reduccionismo es funcional a un esquema discursivo legitimante, en tanto y en cuanto no reformule las conductas que considera dignas de sanción, la intensidad de las mismas y los destinatarios del castigo estatal.
[1] “Manual de Prevención y Resolución de conflictos”, Ariel, Barcelona, 1999, Doctorado de la Universitat Oberta de Catalunya.)
[2] Elbert, Carlos: “Criminología Latinoamericana. Teoría y propuestas sobre el control social del tercer milenio”, Editorial Universidad, 1996. p. 27 a 31.
[3] Conf. Borón, op. cit., p. 19 y 20.
[4] Conf. Baratta, Alessandro: “Criminología Crítica y Crítica del Derecho Penal”, Siglo XXI Editores, 1998, p. 168.
[5] Taylor, Ian; Walton, Paul; Young, Jock: "La Nueva Criminología", Amorrortu, 1997, p. 22.
[6] Conf. Pires, Alvaro, entrevista concedida a la revista electrónica
www.derechopenalonline.com.
[7] Prociuk, Gustavo: "Derecho Penal-Parte especial, en
www.derechoargentino.com.ar.
[8] Ver sobre el particular, Zaffaroni: “Límites al poder coactivo del estado”, en “Protección Internacional de Derechos Humanos”, Ed. Subsecretaría de Derechos Humanos y Sociales del Mrio. del Interior, Buenos Aires, 1999, p. 35 a 37.
[9] “Proyecto Barañí. 2.2.1. La creación de las normas penales como punto de partida del proceso de selección”, en
www.jet.es/gea21/mteorico/spenal/penal2.htm.
[10] conf. Larrauri, Elena; Cid, José, op. cit., p. 165.