En las últimas semanas -a raíz de la presentación de un anteproyecto
de Código Penal elaborado conjuntamente por actores de diferentes procedencias
ideológicas, la inmediata campaña en su contra impulsada por el diputado
nacional Sergio Massa, la vocación del ex intendente de Tigre por reverenciar
cuasi religiosamente la lógica de “premios y castigos”, la inmediata exaltación
de esta mirada por parte de otros líderes opositores y la reciente
multiplicación de linchamientos populares en diferentes ciudades del país,
promovidos, exaltados y justificados por los habituales adoradores de “la ley y
el orden”, “la mano dura” y “la tolerancia cero”- de un modo harto peculiar, y
por demás confuso, se ha escuchado en los medios de comunicación masivos,
quizás como nunca antes, hablar de “abolicionismo penal”.
Frases como “el abolicionismo no conduce a nada” o “el
abolicionismo nos está degradando como sociedad” o “la culpa de la inseguridad
la tienen los jueces abolicionistas” -en boca de familiares de víctimas que
consideran insuficiente condenar a un ser humano a más de veinte años de
cárcel, un jefe de gobierno feliz por tener a su hija “segura” viviendo muy
lejos del distrito que él mismo conduce o un resucitado operador neoliberal,
grotesco y peligroso en idénticas proporciones- demuestran lo poco que se sabe
acerca de esta corriente, lo poco que se quiere saber al respecto y la perversa
campaña de desnaturalización que esta concepción política ha padecido, cuanto
menos, durante los últimos treinta años.
Como confeso militante abolicionista penal, y con ánimo de
no permitir que la corriente ideológica con la que me identifico sea “definida”
(bastardeada) por personas con nulo conocimiento en la materia, he aquí un
pequeño aporte:
¿El abolicionismo penal es una postura pro-presos? FALSO. El
abolicionismo penal no justifica la materialización de las conductas
habitualmente catalogadas como “delito”. Tampoco justifica a las personas que
llevan adelante estos comportamientos. El abolicionismo penal no
tiene una especial simpatía por las personas que hoy se encuentran privadas de
su libertad. Sin perjuicio de ello el abolicionismo penal plantea como premisa
básica el fracaso de la cárcel y cada una de las herramientas del sistema penal
(e instituciones afines) a la hora de resolver y/o regular exitosamente los
conflictos sociales. Dicho en otros términos, para el abolicionismo penal el
sistema penal nunca resolvió una controversia, su puesta en marcha no genera
ninguna consecuencia positiva, y por el contrario genera muchísimas
consecuencias negativas.
¿El abolicionismo penal no tiene ningún tipo de
consideración por las víctimas de delitos? FALSO. En relación a lo
antedicho, el abolicionismo penal afirma que el sistema penal perjudica de
igual manera a victimarios y víctimas de “delitos”. De hecho en el sistema
penal la víctima no es parte natural del proceso judicial. No hay margen de
reparación de los daños causados. La víctima queda absolutamente excluida de
cualquier rol protagónico. Para el abolicionismo penal, el sistema penal debe
interpretarse únicamente como una suerte de organización burocrática de la
venganza. Bajo ningún punto de vista cumple con ninguna de las funciones que habitualmente
suelen atribuírsele. Desde el sistema penal no se previenen delitos, no se
reinserta socialmente a las personas que los cometen ni nada que se le parezca.
¿El abolicionismo penal pretende que las cárceles
desaparezcan de un día para el otro? FALSO. El abolicionismo penal
entendido como un movimiento político, con tácticas y estrategias propias,
sostiene que la mejor manera de consolidar un paradigma no punitivo, es a
través de la elaboración progresiva de alternativas concretas al actual sistema
penal. Alternativas donde la víctima sea escuchada y ocupe un rol central y
donde el victimario no sea tratado como un residuo cloacal. El abolicionismo
penal repudia abiertamente las jaulas para humanos, a las que habitualmente se
las conoce como “penitenciarías”, y a partir de este repudio pretende
contribuir a la elaboración de métodos superadores y más efectivos,
beneficiosos para todos los protagonistas de la controversia en cuestión y no
sólo –insisto- para las personas actualmente privadas de su libertad. En este
sentido, también es absolutamente falso afirmar que el abolicionismo
penal propone “no hacer nada frente al delito”. Por el contrario, en relación a
esto último, la posición abolicionista penal es clara: hay que hacer algo, pero
no precisamente lo que se hizo hasta ahora.
¿El abolicionismo penal es sinónimo de
garantismo? FALSO. Mientras el abolicionismo penal descree absolutamente
del sistema penal y en consecuencia intenta progresivamente lograr su
desaparición, el garantismo –a través de la pluma de su pensador más destacado,
Luigi Ferrajoli- concede al sistema penal una función determinada: limitar la
violencia privada. Para el garantismo la ausencia de sistema penal, despertaría
en los particulares en conflicto el deseo de la mal llamada “justicia por mano
propia”. Dicho enfoque, desmentido, como pocas veces, por la contundencia de
los hechos acaecidos en nuestro país en los últimos días (el sistema penal
existe, las cárceles existen, los patrulleros existen, las penas son cada vez
más altas y, sin embargo, los linchamientos son casi una moda nacional) es la
principal diferencia entre una posición y otra. A su vez, si nos alejamos de
las discusiones meramente “doctrinarias” observamos que garantismo, no es ni
más ni menos que la aplicación de la Constitución Nacional,
ley suprema de nuestro país en el cual se esbozan todas y cada una de las
garantías que en el marco del debido proceso en un Estado de Derecho jueces,
defensores y fiscales tienen el deber de respetar.
¿Zaffaroni es abolicionista? FALSO. Más allá de ser uno
de los referentes más críticos con el actual sistema penal, Raúl Zaffaroni no
es lo que se dice un abolicionista penal. Su postura se resume en la idea de
que la motivación principal de la necesaria vigencia del derecho penal es
contener el poder punitivo del Estado. De acuerdo a su criterio, de no existir
el derecho penal el aparato represivo estatal se pondría en marcha con total
crudeza, con rasgos autoritarios y absolutistas. Al respecto el abolicionismo
penal afirma que si bien es cierto que en la actualidad el poder punitivo debe
limitarse de alguna manera, dicha contención es apenas un medio o una situación
transicional y no un fin en sí mismo. El abolicionismo penal pretende un cambio
cultural, mientras que el profesor Zaffaroni y sus seguidores consideran que
los juristas y los criminólogos no necesariamente debemos auto-imponernos
propósitos tan ambiciosos.
¿El anteproyecto de Código Penal es abolicionista?FALSO. No sólo
no es abolicionista sino que desde la mirada del abolicionismo penal dicho
anteproyecto podría ser catalogado como “conservador”. Crea nuevos
delitos, aumenta penas y mantiene inalterables ciertos principios del derecho
penal, harto repudiados desde el paradigma no punitivo. Si bien es cierto que
hablar de un “Código Penal abolicionista” es un oxímoron, desde el
abolicionismo penal las expectativas alrededor de esta iniciativa eran otras.
No obstante, y atento al “cambalache normativo” que padece nuestro país en
materia penal, principalmente después de la puesta en vigor de las trágicas
“leyes Blumberg”, la vocación ordenadora de la Comisión que elaboró el
anteproyecto debe ser sumamente valorada. Tener un Código Penal que incluya en
su articulado leyes especiales, que respete el principio de proporcionalidad y
que, aunque sea tímidamente, de lugar a prácticas sustitutivas de la cárcel, es
digno de elogio.
¿El abolicionismo penal genera
inseguridad? FALSO. Para el abolicionismo penal lo que ocurre es todo lo
contrario. El sistema penal genera inseguridad. Las personas que por allí pasan
maximizan su nivel de violencia y como se afirma habitualmente “regresan al
medio abierto, peor de lo que ingresaron al sistema”. El sistema penal es uno
de los principales generadores de violencia de las sociedades contemporáneas y
como consecuencia de ello uno de los principales generadores de “delitos”.
Multiplica desigualdad, exclusión, marginalidad y resentimiento. Nada bueno
puede salir del sistema penal. Pretender resolver el problema de la inseguridad
(reconocido como tal, abiertamente, por el abolicionismo penal) con sistema
penal es igual de ridículo que pretender apagar un incendio con nafta.
El abolicionismo penal lejos está de ser ese germen maligno
que algunos personajes pretenden describir. El abolicionismo penal es ante todo
una posición humanista, pacifista y anti-violencia.
(*) Publicado originariamente en http://locostumberosyfaloperos.blogspot.com.ar
Sucesivos actos de barbarie, en apariencia inusitados,
recorren la Argentina. Hechos conmovedores, hasta ahora impensados para la
mayoría de la población, comienzan a sucederse en distintos puntos del
territorio. Con la misma lógica con la que estos ataques brutales han ocurrido en
distintos países de la región y del mundo, la excusa es -también aquí- la iracundia "ciudadana", que apela
a técnicas de neutralización canallas. En este caso, la exhibición de estos crímenes
como respuestas “vecinales” frente a un pretendido estado “ausente”. Curiosa
caracterización de un país que tiene muchos más efectivos dedicados a la
seguridad que a la defensa, lo que da la pauta de la data sostenida en la
construcción falaz de una hipótesis de conflicto al interior de sus fronteras.
Que equivale a decir, a la construcción de un (nuevo) enemigo interno.
Los crímenes son horrendos y masivos. Su masividad no
solamente depende del número de víctimas, sino de las ya mencionadas lógicas mediante las
cuales los criminales las construyen. La misma concepción que ha precedido a los
genocidios.
En efecto, a esta altura de la historia, los crímenes masivos podrían conceptualizarse -con abstracción de las definiciones estrictamente normativas o jurídicas- en función
de la finalidad de eliminación o neutralización de determinados agregados
humanos, con el objetivo de reorganizar una “nueva” sociedad sin la presencia
de esos grupos, a los que se considera, por parte de los perpetradores,
peligrosos, extraños, enemigos, distintos y, casi siempre, la causa de todos sus
males[1] . Los mismos sujetos respecto de los cuales "la sociedad" hacía en la década de los noventa "como que no existían", pretenden ahora ser lisa y llanamente exterminados sin mediación alguna por los sectores hegemónicos de esa misma sociedad. Los invisibilizados de entonces, son ahora individualizados, construidos y elegidos como víctimas de las pulsiones homicidas de las personas de bien,"hartas de la inseguridad", como analiza la gran prensa, en el colmo de la banalización del mal absoluto.
Estas lógicas binarias, militarizadas, aunque primitivas, no son
originales. Durante todo el siglo XX, las grandes matanzas fueron precedidas
por una fascistización de los discursos y las relaciones sociales, por
pulsiones de muerte autoritarias que fueron socavando la convivencia armónica
entre minorías y mayorías, o entre Estados dominantes y Estados dominados, que
culminaron siempre en ejercicios de exterminio estremecedores.
La idea paranoica de la “amenaza” externa o interna exhibe
un desarrollo histórico sin demasiadas variantes y con muchas regularidades de
hecho, que se reiteran, como veremos, en la mayoría de los crímenes masivos que
asolaron a la humanidad[2].
En el orden internacional, el prevencionismo radical que
traducen las gramáticas y las prácticas policiales del imperio, instalan una
lógica de la enemistad respecto de los “diferentes”, verdadero germen de los
genocidios, imposible de distinguir de otras lógicas pretéritas en las que se
basaron grandes aniquilamientos de la
modernidad. Esas mismas prácticas prevencionistas y punitivistas pueden
instaurarse al interior de las naciones, en la medida que concurran determinadas
condiciones de probabilidad, objetivas y subjetivas.
El caldo de cultivo de una cultura genocida siempre se
produce en un contexto político en el
que se desboca el poder punitivo, se crea de manera paranoica un enemigo y se
construye un derecho penal antidemocrático, de emergencia o excepción, que
termina legitimando las peores masacres.
Los crímenes de masa comienzan, de manera
recurrente, a través de la historia, con la construcción de una otredad
negativa, continúa con el hostigamiento, se concreta con el exterminio y culmina
con la negación y la construcción de relatos justificantes, a los que
anteriormente hemos denominado técnicas o ejercicios de neutralización.
La otredad negativa, asigna siempre a las
víctimas, características tales como inferioridad racial, una cultura basada en
prácticas primitivas, la propensión sistemática a la comisión de delitos, y la
supuesta imposibilidad de “incorporarlos a una sociedad normal”.
Los prejuicios y estereotipos han sido siempre
elementales, naturalmente falsos, transmitidos de generación en generación y
absolutamente resistentes al cambio, implicando falsas imágenes o identidades
negativas respecto del grupo desvalorizado, que persisten todavía en las
perspectivas más reaccionarias y conservadoras y se multiplican en las
retóricas de políticos de la derecha más brutal y de comunicadores sociales que
muestran reflejos siempre admirables para sumarse a todo tipo de tentativas destituyentes.
Al ubicárselos, a estos grupos sociales (compuestos, en este
caso, por supuestos “delincuentes” de calle o predatorios), por fuera del “contrato social”, se los
sindica como extraños, como “enemigos”, incapaces de adaptarse a las normas
“civilizatorias” del capitalismo bueno que existe en los delirios oníricos de
los nuevos asesinos urbanos calificados. Esa supuesta anomia de los estigmatizados, incluye desde sus usos y costumbres, hasta la exageración de su permanente vocación de transgredir las normas legales
y una aparente tendencia determinista a la irrecuperabilidad.
Ahora bien, a pesar de la recurrencia en identificar al
genocidio como el producto de la intención
del perpetrador de aniquilar un determinado grupo social, la experiencia
histórica parece demostrar que, desde el punto de vista criminológico, esta
voluntad realizativa del tipo penal no constituye una constante unilateral que
existe únicamente en la mentalidad de los agresores.
Al respecto se ha señalado que “el desarrollo de dicha
intencionalidad está determinado por estructuras, discursos y relaciones sociales
(…). Esta mentalidad surge en diferentes grupos sociales debido a que el uso de
la violencia es generalmente aceptado como un instrumento para resolver los
conflictos sociales; lo cual refuerza una actitud que muy probablemente resulta
en genocidio, en este mapa mental la destrucción de un grupo social es
considerada como el camino a seguir”[3].
Los intentos de masacrar a pibes pobres acusados de robos y
hurtos, no debe olvidarse, no son hechos aislados producidos sin explicación
aparente en los últimos días.
Durante la sedición policial cordobesa, patrullas de civiles
salieron literalmente a “cazar” a jóvenes provenientes de estos sectores
desfavorecidos, acusados, desde luego, de generar la mentada “inseguridad”. Fueron,
también en ese momento, “ellos”, los que generaron las peores sensaciones y
miedos entre “nosotros”.
Con lo que queda en claro que esos episodios policiales de
ninguna manera pueden ser asumidos como hechos aislados y desvinculados de
las previsibles consecuencias sociales que podían derivarse de esas asonadas,
tal como ha venido ocurriendo en diversos países de la región.
En el proceso informal, aunque colectivo, de aceptación de la violencia, interviene una delicada trama de
factores e intereses sociales. No son solamente los perpetradores los que
participan de lógicas bélicas, sino que éstos reciben la aceptación y la
aquiescencia de sectores sociales visibles, generalmente poderosos, que generan
y reproducen discursos que favorecen las prácticas sociales de exterminio.
Grandes corporaciones económicas y mediáticas son las que
invariable e incesantemente agitan el fantasma de la “inseguridad” y exhiben
como causantes de la misma invariablemente a los mismos sujetos sociales.
De esa manera, en los últimos años se ha vuelto a construir
un enemigo interno en la Argentina, contra el que es necesario "hacer algo", incluso,
antes de que éste pase a la vía de los hechos. Por eso se exhibe a Rudolph Giuliani, como la amenaza simbólica
de lo que podría ser una futura política pública de limpieza de clase en caso
de imponerse un gobierno de derecha en el país.
En la Argentina, la Doctrina de la Seguridad Nacional fue,
en nuestro pasado reciente, además de un proyecto político e ideológico, una
concepción militar del mundo que naturalizaba las prácticas genocidas desde una
perspectiva de defensa social encaminada a liberar a la Patria de “cuerpos extraños[4].
Pero al sostenimiento de esa concepción coadyuvaba también
buena parte de la sociedad civil, que se había convencido de que era necesario
abdicar de ciertas libertades y derechos en aras de dejar en manos de
“profesionales” la “limpieza” de “la sociedad”, infestada por un sistema de
creencias “extraño” a los valores del ser nacional. “En la época de la
dictadura, circulaba una narrativa “médica”: el país estaba enfermo, un virus
lo había corrompido, era necesario realizar una intervención quirúrgica
drástica. El Estado militar se autodefinía como el único capaz de operar tal
intervención, sin postergaciones y sin la demagogia populista. Para sobrevivir,
la sociedad tenía que soportar esa cirugía mayor. Algunas zonas debían ser
operadas sin anestesia. Ése era el núcleo del relato: un país desahuciado y un
equipo de profesionales dispuestos a todo para salvarle la vida”[5].
El virus, ahora, es la “inseguridad”. La incautación y el
sesgamiento intencionado de este concepto, incorporado desde hace años a las
retóricas mundanas, es otra evidencia de la potencia discursiva de los sectores
neoconservadores de la región.
Por ello, es necesario entender a los crímenes masivos como una
tecnología de poder vinculada inexorablemente con la exacerbación de la potencia punitiva, destinada a reorganizar una determinada sociedad sin
la presencia de los indeseados.
Ahora bien: cómo podemos determinar cuándo una sociedad se convierte en genocida? Yves
Ternon -cirujano francés experto
en comportamientos de exterminio- ha señalado que el preludio de las masacres
constituye “el momento final de una crisis anunciada” por actos previos, a
partir de los cuales cabe identificar su desencadenamiento: para identificarlo,
se han aislado una serie de acontecimientos que van desde los primeros actos de
discriminación, pasando a las agresiones físicas, hasta una secuencia
programada de destrucción que deroga los derechos cívicos de los miembros del
grupo-víctima, los despoja de su nacionalidad y culmina en su expulsión,
deportación, persecución y masacre: “en dichas
secuencias subyace un proceso de radicalización ideológica en torno a un
principio básico de carácter excluyente, del cual se desprende su
incompatibilidad con los dilemas que el grupo percibido como amenaza le
plantea. El lenguaje no juega en este punto un papel menor: valiéndose de la
jerga y los eufemismos deshumaniza y demoniza a las víctimas, distorsiona la
verdad volviéndola funcional a los objetivos del agresor”[9].
Los mencionados procesos de radicalización ideológica,
entendidos como condicionamientos acumulativos, como precondiciones que
profundizan la situación de vulnerabilidad de las víctimas[10], van desde las tentaciones racistas o clasistas, hasta la asunción de
la propia ilegalidad en la comisión de estas prácticas como un derecho y un
deber de identidad nacional, elemento éste -cabe recordarlo-muy presente en el imaginario y las
narrativas de los genocidas argentinos[11]. También ahora, en los políticos y los medios que fogonean o
legitiman el exterminio, y en los propios perpetradores masivos.
[1] Feierstein, Daniel (compilador):
“Terrorismo de Estado y Genocidio en América latina”, Ed. Prometeo, Buenos
Aires, 2009, p. 20.
[2] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La
palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p.
463.
[3] Gómez Suárez, Andrei: “Bloques perpetradores y
mentalidades genocidas: el caso de la destrucción de la Unión patriótica en
Colombia”, en Revista de Estudios sobre
Genocidio, Volumen 4, julio de 2010, dirigida por Daniel Feierstein, Editorial Eduntref, p. 49.
[4] Feierstein, Daniel (compilador): “Terrorismo
de Estado y Genocidio en América Latina”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2009, p. 270.
[5] Piglia, Ricardo: “Los
pensadores ventrílocuos”, en Raquel Angel,
“Rebeldes y Domesticados”, Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1992,
p. 32.
[6] Bauman,
Zigmunt: “Modernidad y Holocausto”, Sequitur, Toledo, 1997.
[7] Kuyumciyan, Rita: “El primer
genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta,
Buenos Aires, 2009, p. 17.
[8]
Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución penal eficaz a la
prevención delos crímenes contra la humanidad?”, Plenario, Publicación de la
Asociación de Abogados de Buenos Aires, abril de 2009,
pp. 7 a
24, disponible en hptt//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf,
publicado luego como “Crímenes de Masa, Ediciones Madres de Plaza de Mayo,
2010, Buenos Aires.
[9] Lozada, Martín: “Justicia
universal versus imperialismo judicial”, El Dipló, Le Monde Diplomatique,
número 19, enero de 2001, pp. 28 y 29.
[10] Kuyumciyan,
Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”,
Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 41.
[11] Gutman,
Daniel: “Sangre en el monte. La increíble aventura del ERP en los montes
tucumanos”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2010, p. 181.
Jean Paul Sartre fallece, luego de un ocaso estragoso y
prolongado, el 15 de abril de 1980, hace ya casi 34 años. Su féretro fue
acompañado por una multitud estimada en 50.000 personas. Nunca antes, el entierro de un filósofo había concitado semejante movilización popular.
Sin embargo, al parecer, el gigante del existencialismo
humanista dista de descansar en paz. A
los frecuentes cuestionamientos que le dedican algunos colegas contemporáneos (tal el caso
de Michel Onfray, postura verdaderamente sorprendente en un intelectual de izquierda), criticando no solamente la formidable obra
del autor de “El existencialismo es un humanismo”, sino también su coherencia
política y las desventuras de su propia biografía, deben agregarse aquellos que, finalmente, eligen jaquear la
consistencia de sus formulaciones ideológicas.
Entre estas últimas aproximaciones críticas se encuentra un
texto de Aníbal Romero, “Sartre: Filosofía de la Violencia”. El
artículo es de 1999, dato éste para nada menor a la hora de contextualizar esta
tentativa de deconstrucción de la concepción sartreana y su intencionada exhibición
como un producto de contradicciones
filosóficas e ideológicas múltiples e, incluso, de impudorosa deshonestidad
intelectual.
Según Romero, la vocación libertaria y autonómica de Sartre,
eje central de toda su concepción filosófica, aparece “enterrada entre los inmensos y
oscuros espacios de El ser y la nada” (p. 1). De inmediato trae a colación la
concepción dual de la libertad en Isaiah Berlin y luego se las arregla para
incrustar, en los primeros renglones de su trabajo, una cita de Vargas Llosa.
Mucho mejor. Comienza a clarificarse, así, la línea argumental de la crítica y
su direccionalidad ideológica.
A continuación, el autor identifica a Sartre con una postura
de “libertad negativa extrema”, y a partir de allí ve allanado el camino para
arriesgar sin cortapisa: “ Así lo confirmó, con característico radicalismo, en
un ensayo parcialmente autobiográfico de 1961, cuando dijo que “en el fondo de
mi corazón, yo era (en los años 40 principalmente) un rezagado del anarquismo”.
Sartre habla acá en el pasado, pues pretendía haber superado ese “anarquismo” de
sus primeros tiempos, a través de su esfuerzo por integrar en el plano filosófico y de la acción histórica su
existencialismo (una filosofía profundamente
individualista), con el marxismo. Como veremos, no solamente Sartre
fracasó en su intento de ensamblar dos
visiones del mundo esencialmente antagónicas, sino que en el camino comprometió
su honestidad intelectual, y convirtió lo que
en principio fue una filosofía de la violencia de los individuos entre
sí, en una filosofía de la violencia como eje y destino de la historia y de la
colectividad humana en general”.
Con encomiable convicción, Romero decreta el fracaso de toda la
construcción de Sartre a partir de aquel hallazgo arqueológico que se adjudica
en El Ser y la Nada. Pero, por si esto fuera poco, reconoce a la misma, “en
nuestros días” (se refiere, recordemos, a 1999, plena época del reinado del
Consenso de Washington, el Fin de la Historia, el auge violento del capitalismo
neoliberal, la caída del Muro de Berlín, la disolución de la Ex Unión Soviética
y otros síntomas significativos de retroceso de todo pensamiento alternativo y
emancipador), solamente un interés “histórico”.
Y a continuación se sirve del mismo menú que ofrece la
retórica imperialista coloquial, ahora de manera explícita: “Sartre, como dije, fue figura
emblemática de un ambiente político-ideológico, y representó un cierto modo de
ser intelectual, característico de ese tiempo, y marcado por el “progresismo”
de izquierda, el filo-comunismo, y la convicción, en sus palabras, de que
“cualesquiera sean sus crímenes, la URSS tiene sobre las democracias burguesas
este formidable privilegio: el objetivo revolucionario...Rusia continúa siendo
incomparable a las otras naciones; sólo está permitido juzgarla aceptando sus
propósitos y en nombre de éstos”. Ahora bien, muchos de los dilemas y
planteamientos esbozados por Sartre en sus obras teatrales y novelísticas, así como
en la Crítica de la razón dialéctica, padecen hoy de un serio caso de polillas
y acusan un intenso olor a naftalina”. Es decir que, además de profundamente
equivocada, la concepción de Sartre es, a finales de los noventa, otra de las
tantas evidencias, curiosas y diletantes, de un pensamiento “perimido”,
anticuado, superado por la vorágine civilizatoria de la ciudad global
capitalista. Una verdadera pieza de museo, encabezada, nada menos, que por la “Crítica
de la Razón Dialéctica”.
Nuestro intelectual, atención, no ha terminado
todavía con su tarea de ficto e ilusorio descuartizamiento. Nos reserva, a
renglón seguido, otras estupefacciones no menores:” Sin embargo, el estudio de
Sartre sigue teniendo relevancia, así lo creo, como ejemplo particularmente
ilustrativo de un cierto temperamento intelectual, muy común en nuestro tiempo
pero no completamente original de esta época histórica. Me refiero a tres rasgos
en especial: la ambición desmedida y el
“pecado de orgullo” de querer explicarlo “todo”; en segundo lugar, la auto-percepción de superioridad ante
los demás y la incapacidad autocrítica; por último, la tendencia al radicalismo
y a la creación de utopías generadas por la violencia como “partera de la historia”,
lo que se traduce en la disposición a que otros, pueblos enteros, clases
sociales, generaciones completas, paguen los costos más altos en términos de
violencia, destrucción y muerte, si así lo exige la visión histórica postulada
como imperativa por el intelectual supremo”.
En cuanto a Sartre, esos rasgos se unieron a la doble moral,
favorable a las causas radicales y filo-marxistas; a un profundo desprecio por
el liberalismo y la democracia “burguesa”, a una verdadera obsesión por la
violencia individual e histórica, y en no pocas ocasiones a la abierta
deshonestidad intelectual, justificada por los fines últimos a los que se
dirigían su pensar y su acción. Como él mismo confesó una vez, “Después de mi
primera visita a la URSS en 1954, yo mentí”, acerca de las presuntas maravillas
alcanzadas en la Patria del socialismo. Es difícil, por ésa y multitud de otras
instancias similares, compartir las afirmaciones de Vargas Llosa según las cuales
Sartre fue, “hechas las sumas y las restas, un intelectual honesto”. Vargas
Llosa sostiene a la vez que “Un pensador honesto no disimula sus errores y si
está intelectualmente vivo tampoco se demora en justificarlos. Se limita a
tenerlos en cuenta y sigue adelante”. Esta última no fue, realmente, la actitud
de Sartre; por el contrario, libros enteros podrían escribirse, y de hecho han
sido escritos, en los que se muestran con lujo de detalles el desierto moral y
la miopía política que contaminó a buen número de los grandes “mandarines”
(como les calificó en una famosa novela Simone de Beauvoir) de la
intelectualidad francesa de la postguerra, entre ellos –y de modo principal- al
propio Sartre. No es éste, no obstante, el propósito de mi estudio. Procuraré
más bien explicar a Sartre, buscar en las raíces de su filosofía la clave de
sus posiciones políticas, e interpretarle como lo que él aspiraba ser: un
intelectual comprometido con los movimientos históricos de su tiempo, que erró
gravemente en sus apreciaciones acerca del probable curso e impacto de esa
historia. En el camino, tratando de justificar su conversión marxista, Sartre
se ocupó de conciliar lo inconciliable: una filosofía profundamente
individualista como lo es su existencialismo, con el marxismo colectivista.
Como cabía esperar, el intento fue fallido, y del mismo resultó un engendro
informe y lleno de agujeros teóricos, así como de un verdadero culto a la
violencia histórica, que quedó plasmado en la Crítica y que más adelante
analizaremos”.
Hasta aquí, nuestra transcripción del optimismo noventoso de
Aníbal Romero, a quien es justo reconocer una erudición y un seguimiento
exhaustivo de la obra de uno de los mayores pensadores del Siglo XX, de la que
seguramente adolece quien, paradójicamente, intenta en este caso refutarlo.
A quince años del artículo que nos convoca, es necesario
reafirmar algunas cuestiones y aclarar otras.
La ambición desmedida y el pecado de orgullo que “querer
explicarlo todo”, no es otra cosa que la aspiración de construir un nuevo
relato que dispute la hegemonía del sistema de creencias del capitalismo.
Justamente, la derrota cultural que sobrevino a partir de la modernidad tardía
implicó, para las clases subalternas de todo el mundo, la dificultad objetiva
para rearmar un relato totalizante en un mundo sopresivamente unipolar, de cara
a lo que se percibía como una derrota política, militar, económica y, fundamentalmente,
cultural. De modo que la expectativa de Sartre, lejos de poder encuadrarse en
una utopía pletórica de violencia, no pretendía sino pensar un arsenal cultural
contrahegemónico, que debería dirimir su validez –naturalmente- mediante el
conflicto, como ha ocurrido a lo largo de toda la historia de la Humanidad. Una
cosa es concebir el cambio social a través de los conflictos y otra, muy
distinta, soportar el mote oprobioso de cultor de la violencia. Un violento no
participa en un tribunal de opinión, que, justamente, se caracteriza por
prescindir de ella. Ni sale a vender periódicos mimeografiados en pleno mayo
francés. Solamente el regocijo de la victoria cantada podía llegar a hacer
suponer que las narrativas capitalistas no podrían volverse a poner en cuestión
en la post guerra fría. A la luz de los hechos históricos, vaya si le asistía
razón a Sartre y mérito a su genial ejercicio de anticipación. En todo este
tiempo, los paladines de la civilización occidental han producido por doquier
crímenes masivos, perpetrado guerras, invasiones y todo tipo de iniquidades en
nombre de la libertad que Vargas Llosa continúa propagandizando.
Cuando Sartre admite “haber mentido”, no hace otra cosa que
honrar su condición de militante político, comprometido con el socialismo. No puede
exteriorizar su frustración porque, de hacerlo, la autoridad de su advertencia
le habría servido en bandeja a los aparatos ideológicos de Occidente un
argumento difícilmente refutable. El imperialismo hubiera hecho lo mismo que
hace, tres décadas después, el propio Aníbal Romero: asimilar la dura y fallida
experiencia de las burocracias socialistas con las ideas de izquierda.
Por eso es que Sartre intentó conciliar lo que no es sólo
posible sino obligatorio compadecer: la libertad, el humanismo existencialista,
con el socialismo. Nada más y nada menos que eso significa la “Crítica de la Razón Dialéctica”. Una fenomenal revisión, hecha desde el marxismo, al Partido, a la tendencia esclerosante de separar la doctrina y la práctica y al conservadurismo burocrático (T. I, p.28 y 33, ed. de 1995). También, a asumir el reto de la construcción de un marxismo con dimensión humana profunda: "El día en que la búsqueda marxista tome la dimensión humana (es decir, el proyecto existencial) como el fundamento del Saber antropológico, el existencialismo ya no tendrá más razón de ser: absorbido, superado y conservado por el movimiento totalizador de la filosofía, dejará de ser una investigación particular, para convertirse en el fundamento de toda investigación" (op. cit., p. 141). El resto son
preconceptos ideológicos del autor cuyo artículo analizamos, víctima del acelerado apolillamiento del paradigma neoliberal que lo determina en su concepción sobre
el gran Sartre.
El Ministerio Público de la Defensa acaba de interponer una acción de Habeas Corpus tendiente a que se declare la inconstitucionalidad del artículo 9, inciso c) de la Norma Jurídica de Facto N° 1064, en virtud de la amenaza actual, inminente y concreta que padecen habitualmente los ciudadanos que habitan o se encuentran en tránsito en la Provincia de La Pampa, en la medida que dicha norma de facto permanezca vigente.
Ello con especial impacto entre los ciudadanos provenientes de grupos sociales vulnerables, que por su condición o extracción social exhiban mayor nivel de exposición frente a los organismos de control social punitivo o los aparatos represivos del Estado, con motivo, precisamente, de las reiteradas violaciones contra la libertad ambulatoria que de manera arbitraria se perpetran contra los mismos.
Según destaca el escrito presentado, la vigencia de la norma cuya inconstitucionalidad se reclama, ocasiona innumerables violaciones a derechos y garantías de todo tipo de personas, cualquiera sea su condición de clase, ocupación, edad, sistema de creencias o grupo de pertenencia, como habrá de comprobarse con la prueba testimonial y documental que se ofrece, atravesando la norma de facto, con su ilegalidad regresiva, a la sociedad en su conjunto.
Es que -huelga destacarlo- las detenciones denominadas por “averiguación de antecedentes”, cuya declaración de inconstitucionalidad en el ámbito de nuestra Provincia se persigue en este acto , resultan manifiestamente estigmatizantes, prejuiciosas, y remiten a las peores prácticas de violencia institucional, actualizando los períodos más oscuros de nuestra historia política y resultando claramente contrarias a la Constitución Nacional. La fecha elegida para articular el planteo tiene, además, una carga simbólica importante, porque coincide, justamente, con la conmemoración de la Semana de la Memoria.
Concretamente, el actual art. 9 en su inciso c) de la ley NJF 1064/81 establece que es atribución de la Policía “...detener a toda persona de la cual sea necesario conocer sus antecedentes y medios de vida, en circunstancias que lo justifiquen o cuando se niegue a probar su identidad. La demora o detención no deberá prolongarse más del tiempo indispensable para la identificación, averiguación del domicilio, conducta y medios de vida, sin exceder el plazo de veinticuatro (24) horas...”
Este dispositivo es el que da sustento a lo que se conoce como un supuesto de detención sin orden judicial, en base a lo que se ha denominado históricamente “Averiguación de antecedentes”, práctica ésta efectuada muchas veces, y en el mejor de los casos, de manera indiscriminada.
Sin embargo, en otras ocasiones las referidas detenciones estan cargadas de otros componentes igualmente irregulares, en base a categorías cargadas de prejuicios estigmatizantes y en aras de la construcción de una otredad negativa basada en hábitos, extracción de clase, estereotipos, etcétera, erigiendose como una verdadera redada contra los “diferentes” previamente desvalorizados o valorizados negativamente.
La redacción y aplicación de la facultad que utiliza la policía de la Provincia de La Pampa, implica una violación a los principios constitucionales de libertad (no hay constancias ni datos objetivos que completen la conducta abierta -manifiestamente inconstitucional, de las pretendidas “circunstancias” que la justifiquen), presunción de inocencia, igualdad ante la ley, reserva y judicialidad.
Como fuera expresado, esta facultad policial es ejercida para cumplir actividades de puro control social, esto es: la identificación de los ciudadanos, la auscultación de conducta y los medios de vida.
Como se observa, la indeterminación y excesiva apertura de la norma no es adecuable al programa constitucional, por cuanto agrede, entre otras normas, el principio constitucional de reserva ya referido.
La detención para “averiguar” la conducta y los medios de vida significa un retroceso al pasado edictal, y deja al descubierto la inconstitucionalidad e ilegalidad de una norma que habilita a la policía a entrometerse en la conducta y los medios de vida, de los otros.
Como sabemos, en un Estado de Derecho, la libertad debe ser la regla y su restricción, la excepción, y en ese marco la libertad ambulatoria constituye una garantía primaria, resguardada por la garantía secundaria de que goza el imputado, que se conoce como “estado de inocencia” (arts. 14, 18 CN), conculcadas también, a la sazón, por dicha norma de facto.
De este modo, la detención de personas constituye una restricción de la libertad física que sólo puede convalidarse dentro de precisos parámetros para que la coerción no se torne una conducta ilegítima.
Igual hoy que hace mil años, pensamos porque vivir es muy difícil. Eso es todo. ¿Muerte de la filosofía, muerte del arte, muerte de la religión? ¿Ya no se puede pensar o vivir como antes? ¡Ja! Ya nos gustaría. La exterioridad, una violenta contingencia del mundo, no va a dejar de presionar esta vida mortal, por mucho que el patético orgullo de la llamada “sociedad del conocimiento” pretenda haber llegado a no se sabe qué nivel de control sobre lo real.
Bajo lo que Simone Weil llamaba la “superstición de la cronología”, no van a ceder en el mundo ni una irresponsable alegría, ni el coraje –a veces hasta la muerte- de muy distintas banderas. Ni el dolor, ni el amor, el odio, el miedo o la humillación. Si todo dependiese del poder social, de este oscurantismo masivo aliado con la transparencia, hace tiempo que habríamos clonado el mundo. Pero el orden tecno-económico, también en este “primer mundo” cada día más pequeño, sólo es dueño del espectáculo social. Dentro de él todo es una cháchara sin fin, el consenso parece interminable y, por fuera, hasta el informe meteorológico ha de ser sensacionalista.
Por debajo, sin embargo, el hombre sigue sufriendo de manera indecible. Bajo cuerda continúa el volcán de siempre, el pantano de siempre. De ahí que sigan inquietándonos algunas viejas naciones. También videntes como Zambrano, Malick o Sokurov; como Agamben o Berger. ¿Criticary analizarlasciencias, los poderespolíticos,lasideologías?Porsupuesto, peroante todola sustantividad propia de la filosofía se basa en lainsustancialidad de vivir, como bien sabía Unamuno. Y esto a pesar de que el capitalismo, blindado culturalmente por la izquierda, haya prohibido desde hace tiempo tener alma, es decir, una relación íntima con lo que aún podríamos llamar Tierra.
Basta con que una pobre tullida cruce la calle en su silla de ruedas para que sintamos que todos seguimos siendo hijos de la misma noche. Esta herida externa y no-filosófica de la filosofía, el abismo común de la especie, es lo que explica que sean con frecuencia seanintrusos los que revolucionan el pensamiento. Pocos libros de filosofía contemporánea podemos leer comparables a Cartasa unjovenpoeta (Rilke) o Ensayosobreeldíalogrado (Handke). Del libro de Rilke, por ejemplo, Marilyn llegó a decir que hasta que lo leyó pensó que se estaba “volviendo loca”. ¿Podríamos hoy sacar alguna consecuencia de esta afirmación?
No obstante, “grande” sigue siendoun adjetivo equívoco. A Leibniz y Nietzsche, dos intrusos enormes, los vemos “grandes” con siglos de retraso. En vida pasaron toda clase de humillaciones, igual que Pessoa, Sylvia Plath o Rousseau. Todo lo grande entra subrepticiamente en nuestras vidas, con pasosdepaloma. El primer aspecto de lo clásico es… ninguno, la clandestinidad: ¿Quién conoce hoy Eltiempoqueresta, o ThefamilySavages? Lo grande está condenado –le ocurrió al propio Jesucristo- a conocer en vida bastantes privaciones, tanto si después va a acabar en la hoguera o en los altares.
Así es la historia, premia después –“Muerto el perro, se acabó la sarna”- lo que ha torturado antes. Y esto no cambiará nunca. Por lo tanto, es muy posible que lo auténticamente grande en la filosofía y la literatura actuales, así como en el cine y la ciencia, no podamos siquiera verlo. Para empezar, ninguna sociedad puede volver sobre sí misma y ver sus propios límites, esto es, los prejuicios que le permiten estar en el mundo, las exclusiones que le permiten vivir.
Probablemente esto sería así aunque la debilidad mental de la “condición postmoderna” no nos hubiera expropiado de casi todas las tecnologías perceptivas. ¿Y si el problema actual de la filosofía y del arte fuese que nos hemos vuelto demasiado domésticos? Demasiado civilizados y obsesionados con la seguridad, en suma, para soportar la “tormenta abstracta” del afuera que bate en los textos de Lispector, de Agamben o Sebald. En ese caso, la impotencia que pueda haber en la filosofía contemporánea sería sólo un síntoma secundario de un debilitamiento más profundo que afecta al tejido común. Y nos faltarían ojos, oídos y corazones para buscar y entender lo que queda de pensamiento.
Digan lo que digan los comunicadores, lo peor de la filosofía –a pesar de su lenguaje a veces harto áspero- es loqueseentiende. Échenle si no una ojeada a Laética de Badiou, al Postscriptum de Deleuze. Es muy posible sin embargo que, a pesar de la antigua “popularidad” de la filosofía y de los esfuerzos histriónicos de Slavoj Žižek, libros como Ser y tiempo o Milmesetas exijan un largo esfuerzo que al intelectual medio,americanizado por el formato ligero de 140 caracteres, le resulte inalcanzable.
Afortunadamente, tal esfuerzo el hombre corriente se lo puede y se lo debe ahorrar. Puede y debe, pues al hombre común ya le basta –para tener que pensar, que pensarlo todo- con que su vida sea mortal. En cualquier cabeza, aunque sólo corone el cuerpo de una sonriente bachiller que jamás pasará a la historia, ya está toda la filosofía. Cuando ésta aparezca, sólo le dará forma arquitectónica a lo que la sabiduría de los pueblos musita en voz baja. De ahí que los clásicos, de Sócrates a Kierkegaard, de Heidegger a Cioran, hayan adorado la sabiduría popular, de paso que despreciaban el poder soberbio de las instituciones.
La posibilidad de la filosofía y del arte, decíamos, tiene un estrecho vínculo con la dificultad más o menos inconfesable de vivir. Es de suponer que, entre otros miles, el recientemente fallecido Philip Seymour sabía algo de esto. Por encima, la ferocidad de la parcelación actual, redoblando los cercos sobre la vida común, hace que ahora –igual que siempre, pero más- sean necesarias la literatura, la filosofía, el arte o la religión para sobrevivir. Se trata de tecnologías analógicas –análogas del abismo real- necesarias para sobreponerse a la vida, de por sí difícil, y a la crueldad añadida de esta magia negra llamada economía.
Como decía Rilke, un poema es importante si no ha sido “elegido”, si no podría nohabersidohecho. Es el mismo caso de la filosofía: el “Post-scriptum sobre las sociedades de control” no podría no haber sido escrito, con sangre, desde la vida misma de Deleuze. Sólo el elitismo mediocre de lo que llamamos cultura permite olvidar esta verdad elemental que emparenta toda obra original con la necesidad, incluso con la adicción.
Cuándo hablamos de la “complejidad” del mundo contemporáneo, ¿a qué nos referimos? Se trata simplemente de un mito informativo. Y la información es todo lo contrario del pensamiento. Bajo la mitología de la pluralidad, nuestro mundo es de una simplicidad brutal. Y esto, mucho antes de que te despidan del trabajo, de llegue la carta de Hacienda o la misma policía a tu puerta. Mucho antes, también, de que las fuerzas especiales de la democracia perpetren sus habituales matanzas en lejanas naciones exangües.
Dirigido por el poder noseparado de la economía, nuestro dictado cotidiano está tramado en una alianza casi militar de aislamiento y conexión, de represión y expresión. Una norma doblemente eficaz porque no necesita hacerse expresa, ya que está interiorizada, integrada en la espontaneidad de mentes y cuerpos. Frente a ella, el “genio” –sea el de Schröndinger, el de Badiou o el de Seymour- tiene que defenderse con una sola idea, con la simplicidad de una sola obsesión.
Nuestra sociedad no es en absoluto “compleja”. Si lo fuese, podríamos relajarnos y delegar la vida y la muerte en los expertos. Pero no podemos. La complejidad es sólo la faz de las apariencias, la máscara con la que se presenta la época. Una prueba adicional es que, como todas las sociedades, ésta también disfraza su impotencia señalando un demonio. En nuestro caso, el demonio –aunque tome cien caras anuales- es en el fondo es lo real, esa exterioridad mortal poblada de atrasados sin historia.
Podemos decir tranquilamente que la otra cara de la pluralidad es la indiferencia. Peor aún, el odio. Nuestro integrismo es el del vacío, un nihilismo despiadado que odia todo lo que no esté conectado, todo lo que se empeñe en alimentarse de su más íntima fatalidad.
Bajo esta infamia de la historia, y sin duda contaminada por ella, la filosofía –siempredetrás del arte- tiene la tarea última de pensar lo que no cambia, el atraso esencial que nos ayuda a pensar. En esta tensión paradójica, la filosofía siempre ha encontrado puentes con una ciencia puntera: el Eterno Retorno y el principio de conservación de la energía; Heidegger y Heisenberg, Wittgenstein y Gödel, Lacan y Jakobson… La ciencia seria, la matemática y la física, poco tienen que ver con el espectáculo que nos brindan los medios y la rotación rápida de sus best-sellers, incluidos los premios Nobel y las revistas de impacto. Bajo el espectáculo televisivo, la sobriedad de la ciencia sigue empeñada en pensar el “agujero negro” de la singularidad, la ondulación cuántica de lo real. Y esto, con lenguajes muy distintos, es el mismo empeño de la filosofía y del arte.
La pregunta “¿Para qué sirve la filosofía?” es más bien agresiva, nacida de la seguridad más o menos militar de la época, y se merece una respuesta destemplada. Si a alguien se le pregunta “¿Para qué sirve el cine?” o “¿Para qué sirve su madre?”, es normal que el interpelado se limite a contestar: “Perdone, ¿tampoco hoy se ha tomado la medicación?”. Un poco más paciente, Deleuze contestaba hace años: la filosofía sirve para entristecer, para obstruir la estupidez una y otra vez triunfante. Se trata de abrir vacuolas de “no comunicación” desde las que se pueda vivir de otro modo y pensar algo nuevo, a contrapelo de esta aplastante y aburrida invasión informativa. Se trata de envolver “lo que hacemos” (Arendt), de pensar otra vez con la más subdesarrollado de nosotros mismos.
Que gracias al despotismo democrático hoy resulte difícil entender la pervivencia de algo lento y cargado de sombras no debe llevarnos a convertir nuestra miseria en virtud. Tal vez no sea exagerado decir que la brutalidad actual de esa pregunta, dirigida también contra el cine difícil, se debe a la penetración de la religión económica en el mundo. La absolutización de lo histórico, la euforia tecnológica y social que resulta de esa metafísica disfrazada de “pragmatismo”, ha arrojado la peor de las sospechas sobre todo lo que tenga un hálito atemporal.
El retroceso de la filosofía es, en este sentido, el retroceso de la espiritualidad occidental, de Occidente como cultura. Tendría gracia que al final sean las llamadas nacionesemergentes, viejas culturas que nuestro racismo ha olvidado, sea bajo el nombre de China, Rusia o India, las que toman el relevo también en el campo del pensamiento.
Madrid, marzo de 2014.
(*) Filósofo y crítico de arte. Reproducción autorizada por el autor.
La incorporación relativamente reciente de esta causal, en el inciso 4°) del artículo 80 del Código Penal,a partir de la puesta en vigencia de la Ley N° 23077, remite a dos antecedentes que respondieron a una realidad global sobreviniente a la segunda posguerra. Uno de ellos, sin ninguna duda, lo constituye la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (CONUG), sancionada el 9 de diciembre de 1948,que entrara en vigencia el 12 de enero de 1956, y a la cual nuestro país adhiriera el 9 de abril de 1956. Más allá de las críticas que la Convención recibiera y recibe por la limitación de la protección de las víctimas de delitos de masa perpetrados por razones políticas en que su articulado incurre, su influencia en un contexto histórico signado por los crímenes contra la humanidad es indudable. El segundo precedente, lo configura el Proyecto Soler, que recepta un tipo análogo. A esos dos antecedentes, debe sumarse la reforma constitucional del año 1994, que incorpora a la CONUG al derecho interno (CN, 75 inciso 22).
La agravante en cuestión introduce una especificidad al tipo subjetivo, que determina el móvil de este tipo de homicidios: la cuestión del odio racial o religioso. Está claro ese sentimiento antagónico debe responder a la pertenencia o adscripción de la víctima a un grupo racial o un sistema de creencias religioso determinado. Lo que no aparece tan claro, es el alcance y la significación que se atribuye a la categoría del odio. Algunos autores, como Carlos Parma, entienden que por odio debe entenderse el aborrecimiento o la abominación de la condición racial o la filiación religiosa de la víctima. Coincidimos, en principio, con esa caracterización del sentimiento, pero creemos que, en este caso, como en el de genocidio, las definiciones jurídicas pueden - y deben- ser complementadas con determinados conceptos propios de otros saberes, por ejemplo, la sociología. El odio, asimilado etimológicamente al repudio, la aversión o el desagrado, en este caso respecto de ciertas personas, por su raza o sistemas de representación del mundo, debe necesariamente responder a ciertas lógicas previas, para evitar lo que, preclaramente, Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”. No cualquier aversión o rechazo puede ser asimilada al odio, si se trata de limitar el poder punitivo estatal en el supuesto de una figura particularmente gravosa en términos de la pena en expectativa que prevé. El odio debe responder a ciertas racionalidades y lógicas, abyectas ellas, por supuesto, pero que configuran un elemento definitorio de la cosmovisión del mundo del perpetrador del delito. Una racionalidad, un ejercicio del pensar. De lo contrario, el encuadre típico hecho con una ligereza ampliatoria del poder punitivo semejante, aparejaría dos consecuencias preocupantes. Una, que un delito que no reclama para su configuración la intención de aniquilamiento total o parcial de un grupo previamente construido por el agresor, puede deparar una pena mayor que la que la Corte Penal Internacional reserva para el delito de genocidio. La segunda, es asimilar el odio a un prejuicio de máxima irracionalidad e intensidad, pero desprovisto de una motivación o razón suficiente. Creemos que, para que proceda esta calificante, debe verificarse previamente una conceptuación del perpetrador, la construcción de una racionalidad que construye un otro negativo, basado en su pertenencia a cierta raza o creencia religiosa. Esa otredad negativa, construida por el propio agresor o heredada pero, en todo caso, capaz de contribuir decisivamente a la concepción del mundo que aquel se forma, es lo que debe entenderse en realidad por odio, tal como lo consigna el tipo, para evitar una simplificación de una motivación en la que intervienen la discriminación y la intolerancias frente a la diversidad. De modo tal que el odio no puede asimilarse a una pulsión irracional sino, por el contrario, a una racionalidad negativa construida con antelación a la perpetración del crimen. Parecería ésta la única forma de armonizar la conducta agravada con el delito de genocidio, del cual, además, es necesario distinguir este tipo de homicidios. La CONUG específicamente señala que las conductas genocidas deber perpetrarse contra determinados grupos nacionales, religiosos, étnicos o raciales, con la intención de destruirlos total o parcialmente. Este elemento subjetivo del tipo, previsto en el artículo II de la mencionada Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio, es lo que permite diferenciar en cuanto a su naturaleza este crimen contra la Humanidad del crimen agravado por odio racial o religioso, donde no es necesaria la intención de exterminio total o parcial, sino, simplemente, el odio, caracterizado en los términos que ya hemos señalado.
Como ya lo hemos visto, el genocidio está definido por la Convención, fue incorporada inicialmente al derecho argentino por vía del Decreto Ley N° 6286/56, y luego ratificado por la Ley 14467. El artículo 75, inciso 22) de la Constitución Nacional, dispuso la forma en que la Convención fue incorporada al derecho interno: en las condiciones de su vigencia y con jerarquía constitucional.
La definición que la CONUG hace de la figura de genocidio, establece claramente las diferencias del mismo con el homicidio agravado del artículo 80.4 del Código Penal argentino.
“Artículo II. - En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruír, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) matanza de miembros del grupo; b) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo”.
Como se observa, el genocidio contempla otras conductas diferentes a la matanza de personas. Es más, como ya dijimos, esta aparente amplitud diferencial, es severamente criticada, justamente porque entre los grupos protegidos se ha excluido a los colectivos políticos, cuando la realidad histórica indica que muchos genocidios han sido cometidos, paradójicamente (o no tanto), por razones políticas.
Estas razones sugieren, en definitiva, que la figura del artículo 80.4 no se identifica con el genocidio ni éste comprende al homicidio agravado en cuestión. La diferencia, como ya hemos señalado, radica en la intención de exterminio total o parcial de un grupo, que caracteriza al tipo penal de genocidio, y no tanto en la motivación subjetiva que determina a los autores, cuyo alcance, características y naturaleza ya hemos analizado.
Pocas nociones han generado tantas definiciones, no pocas veces contradictorias entre sí, como las de control social. El concepto, transformado por décadas enteras años en una suerte de referencia obligada de la sociología y la criminología, parece describir a la vez, entidades diversas, de límites imprecisos y difusos, donde la utilización cotidiana lo ha convertido en una especie de comodín funcional que sigue despertando posiciones encontradas y mantiene abierta una polémica inacabada que se hace particularmente evidente cuando de definir el control social jurídico penal se trata.
El término ha sido asimilado, de tal suerte, a una especie de “concepto de Mickey Mouse”, expresión ésta utilizada especialmente en E.E.U.U., para indicar que una idea, un proyecto o un concepto, son superficiales, imprecisos o absurdos y no alcanzan en el lenguaje diario, algún tipo de significación claramente determinada, aunque sea igualmente utilizado como referido a una sola “cosa”[1].
En la manualística sociológica clásica, el concepto se presenta como una acepción neutra, apta “para abarcar todos los procesos sociales destinados a inducir conformidad, desde la socialización infantil hasta la ejecución pública. En la teoría y retórica radicales, ha devenido un término negativo para cubrir no solo el aparato coercitivo del Estado, sino también el supuesto elemento, oculto en toda política social apoyada por el Estado, ya se llame esta salud, educación o asistencia[2], lo que contribuye a una histórica confusión conceptual, al parecer no saldada.
Así, Hassemer afirma que todas las sociedades se caracterizan por la existencia de un control social, al que concibe como un conjunto de normas sociales destinadas a sancionar la conducta desviada mediante un proceso establecido para aplicar esa sanción: “En la vida cotidiana, el control social se da más o menos formalizado; espontáneo, diferente según el grupo social de referencia, diferenciado por la magnitud de la sanción y con diversos procesos para su aplicación. El control social se da en todas partes: en la familia, en el lugar de trabajo, en la escuela, en las discusiones, en los deportes, etc; y es imprescindible, tanto en los procesos de socialización y enculturación de los individuos, como para la autodefinición del grupo. Pero el control social no es sólo estabilizador; también produce daño. Un daño que puede ir desde la simple sonrisa de desprecio hasta la aplicación de la Ley de Lynch, pasando por la reducción del contacto social o la pérdida del puesto de trabajo. Tanto más grave sea la amenaza que esa desviación representa para los demás, tanto más profundo será el conflicto normativo. El control social no sólo afecta virtualmente los derechos humanos de quien ha realizado la conducta desviada, sino también los de la víctima misma, los testigos, etc. El control social, tanto en su forma, como en su contenido, es, por último, un símbolo del nivel cultural de una sociedad”[3].
Algunos autores de filiación marxista, como el cubano Ramón de la Cruz Ochoa, destacan que el concepto de control formal puede encontrarse en las ideas de Platón y Aristóteles, dando por sentado que todas las escuelas sociológicas han aceptado que, para la existencia de cualquier sociedad, es necesario que en las mismas exista un grado mínimo de sociedad y se establezca un cierto orden, al que califica como una premisa fundamental de toda sociedad moderna: "Este orden solo puede ser exitoso con una reducida conflictividad social cuando está regulado en interés de toda la sociedad y existan agencias (las llamadas agencias de control social) que puedan controlarlo, tratando de impedir la marginación como fenómeno social: cuando ellas pierden poder, la estabilidad social se pone en peligro" (Control Social y Derecho Penal, 2003). Por lo tanto, desde estas perspectivas, el control social sería un conjunto de medios a través de los cuales una sociedad asegura que la mayoría de sus componentes se conformen a las expectativas mayoritariamente aceptadas. El interés común que cimentaba el contrato social del primer capitalismo.
Mientras tanto, en línea con la propuesta de Althusser[4], las corrientes críticas del pensamiento social asimilan, por ejemplo, al control social con los aparatos del Estado, cuya función sería reproducir las relaciones de producción y de explotación de una sociedad. Los medios de control social formales se analogizan de tal manera a los aparatos represivos del Estado que, actuando mediante la violencia reglada, resguardan la vigencia de las instituciones del Estado y de las relaciones de producción de cada sociedad. De esta manera, se señala como medios de control social formal al sistema jurídico penal, sus instituciones y operadores (las leyes penales, la cárcel, la policía, el sistema de justicia, etc.). Por otro lado, y en idéntica clave, se concibe como medios de control social informales a aquellos instrumentos del Estado que, siendo también encargados de preservar y reproducir las mismas relaciones de producción y explotación, cumplen su cometido apelando principalmente a la ideología y sólo de manera secundaria o subsidiaria a la violencia. Entre esos medios, podríamos enumerar a la familia, la escuela, la religión y los medios de comunicación. Desde esta perspectiva el derecho funciona como un instrumento de la superestructura jurídico-política cuya utilidad es dar los cimientos legales al Estado, que en el caso de las sociedades actuales es, en su inmensa mayoría, capitalista. Partiendo de este presupuesto, se puede plantear que el derecho es un instrumento coercitivo para mantener el sistema de producción capitalista, sistema que se basa en la explotación del trabajo del proletariado, desde allí se podría reinterpretar la función de la psicología jurídica, ya no sería la garante de que un sistema jurídico fuera más justo más equitativo, sino que sería un instrumento "aparato Ideológico del Estado"[5] para el control social y especialmente para el control del proletariado; desde esta visión el mejor ejercicio del derecho será el modo de poder del Estado en contra del proletariado.
Desde otras vertientes criminológicas, alternativas a visiones críticas, se ha coincidido también con este concepto: “Se distingue entre un control social formal y un control informal. El primero es el ejercicio por conjunto de instituciones dedicadas a promover la conducta socialmente aceptable a través de la amenaza o uso efectivo de la coacción legal; es el caso de la policía, los tribunales y las agencias correccionales. El control social informal implica la supervisión efectuada por las personas con las que tenemos alguna relación, quienes a través de su influencia para con nosotros nos controlan para que adoptemos los códigos adecuados en materia de religión, costumbres y leyes. La familia, la escuela, las asociaciones de todo tipo, son los agentes por excelencia de ese control social informal”[6].
Probablemente, las dificultades para acceder a un consenso perdurable respecto del concepto mismo de control social, en buena medida se vincule a los cambios históricos y sociales que signan el tránsito de las sociedades disciplinarias a las sociedades del control. Así como la coerción expresada en forma de sanción social que concibe Hassemer no solamente ha sufrido transformaciones relevantes en los últimos siglos, justamente los instrumentos más violentos de control social (la cárcel, por ejemplo) responden contemporáneamente a racionalidades muy distintas que las que las legitimaron y sustentaron en el medioevo y en la modernidad temprana. Del mismo modo, los aparatos ideológicos del Estado, asumidos como medios de control social informales, han modificado sustancialmente su aptitud y capacidad para reproducir las relaciones de producción y explotación de las sociedades a lo largo de la historia. A título de ejemplo he de permitirme citar la influencia notable que la religión ha tenido siglos atrás en ese sentido y la pérdida de incidencia que, en orden a esos mismos objetivos, la secularización de las sociedades ha ocasionado, posibilitando que otros aparatos ideológicos como los medios de comunicación e internet adquirieran en la actualidad una indiscutible preeminencia como medios informales de control social.
Quizás puedan entenderse mejor estos cambios reconociendo el tránsito desde las sociedades disciplinarias a las sociedades de control.
F
la prisión, que es el lugar de encierro por excelencia.
[1] Conf. Cohen, Stanley: “Visiones de control social”, PPU, Barcelona, 1988, p. 1 y 17.
Este ha sido un año intenso, de marchas y contramarchas,
avances y retrocesos, rupturas y continuidades, esperanzas y decepciones, igualmente
profundas . Nada a lo que no estemos acostumbrados en esta región del mundo.
También, un espacio temporal para reafirmar las convicciones, afianzando los
objetivos. Para sostener la paz a partir de la justicia. Para seguir poniendo
en práctica las prédicas y profundizar la pelea por un continente más justo.
Para reivindicar las experiencias colectivas y los ideales, sin reservas ni
especulaciones subalternas. Para reconocer nuestros límites, nuestras
debilidades, pero, también, nuestras fortalezas. Para renovar los votos de
poner en crisis lo establecido, que casi siempre es falaz e injusto. FELIZ AÑO
2014 PARA [email protected]!!!