Sucesivos actos de barbarie, en apariencia inusitados,
recorren la Argentina. Hechos conmovedores, hasta ahora impensados para la
mayoría de la población, comienzan a sucederse en distintos puntos del
territorio. Con la misma lógica con la que estos ataques brutales han ocurrido en
distintos países de la región y del mundo, la excusa es -también aquí- la iracundia "ciudadana", que apela
a técnicas de neutralización canallas. En este caso, la exhibición de estos crímenes
como respuestas “vecinales” frente a un pretendido estado “ausente”. Curiosa
caracterización de un país que tiene muchos más efectivos dedicados a la
seguridad que a la defensa, lo que da la pauta de la data sostenida en la
construcción falaz de una hipótesis de conflicto al interior de sus fronteras.
Que equivale a decir, a la construcción de un (nuevo) enemigo interno.
Los crímenes son horrendos y masivos. Su masividad no
solamente depende del número de víctimas, sino de las ya mencionadas lógicas mediante las
cuales los criminales las construyen. La misma concepción que ha precedido a los
genocidios.
En efecto, a esta altura de la historia, los crímenes masivos podrían conceptualizarse -con abstracción de las definiciones estrictamente normativas o jurídicas- en función
de la finalidad de eliminación o neutralización de determinados agregados
humanos, con el objetivo de reorganizar una “nueva” sociedad sin la presencia
de esos grupos, a los que se considera, por parte de los perpetradores,
peligrosos, extraños, enemigos, distintos y, casi siempre, la causa de todos sus
males[1] . Los mismos sujetos respecto de los cuales "la sociedad" hacía en la década de los noventa "como que no existían", pretenden ahora ser lisa y llanamente exterminados sin mediación alguna por los sectores hegemónicos de esa misma sociedad. Los invisibilizados de entonces, son ahora individualizados, construidos y elegidos como víctimas de las pulsiones homicidas de las personas de bien,"hartas de la inseguridad", como analiza la gran prensa, en el colmo de la banalización del mal absoluto.
Estas lógicas binarias, militarizadas, aunque primitivas, no son
originales. Durante todo el siglo XX, las grandes matanzas fueron precedidas
por una fascistización de los discursos y las relaciones sociales, por
pulsiones de muerte autoritarias que fueron socavando la convivencia armónica
entre minorías y mayorías, o entre Estados dominantes y Estados dominados, que
culminaron siempre en ejercicios de exterminio estremecedores.
La idea paranoica de la “amenaza” externa o interna exhibe
un desarrollo histórico sin demasiadas variantes y con muchas regularidades de
hecho, que se reiteran, como veremos, en la mayoría de los crímenes masivos que
asolaron a la humanidad[2].
En el orden internacional, el prevencionismo radical que
traducen las gramáticas y las prácticas policiales del imperio, instalan una
lógica de la enemistad respecto de los “diferentes”, verdadero germen de los
genocidios, imposible de distinguir de otras lógicas pretéritas en las que se
basaron grandes aniquilamientos de la
modernidad. Esas mismas prácticas prevencionistas y punitivistas pueden
instaurarse al interior de las naciones, en la medida que concurran determinadas
condiciones de probabilidad, objetivas y subjetivas.
El caldo de cultivo de una cultura genocida siempre se
produce en un contexto político en el
que se desboca el poder punitivo, se crea de manera paranoica un enemigo y se
construye un derecho penal antidemocrático, de emergencia o excepción, que
termina legitimando las peores masacres.
Los crímenes de masa comienzan, de manera
recurrente, a través de la historia, con la construcción de una otredad
negativa, continúa con el hostigamiento, se concreta con el exterminio y culmina
con la negación y la construcción de relatos justificantes, a los que
anteriormente hemos denominado técnicas o ejercicios de neutralización.
La otredad negativa, asigna siempre a las
víctimas, características tales como inferioridad racial, una cultura basada en
prácticas primitivas, la propensión sistemática a la comisión de delitos, y la
supuesta imposibilidad de “incorporarlos a una sociedad normal”.
Los prejuicios y estereotipos han sido siempre
elementales, naturalmente falsos, transmitidos de generación en generación y
absolutamente resistentes al cambio, implicando falsas imágenes o identidades
negativas respecto del grupo desvalorizado, que persisten todavía en las
perspectivas más reaccionarias y conservadoras y se multiplican en las
retóricas de políticos de la derecha más brutal y de comunicadores sociales que
muestran reflejos siempre admirables para sumarse a todo tipo de tentativas destituyentes.
Al ubicárselos, a estos grupos sociales (compuestos, en este
caso, por supuestos “delincuentes” de calle o predatorios), por fuera del “contrato social”, se los
sindica como extraños, como “enemigos”, incapaces de adaptarse a las normas
“civilizatorias” del capitalismo bueno que existe en los delirios oníricos de
los nuevos asesinos urbanos calificados. Esa supuesta anomia de los estigmatizados, incluye desde sus usos y costumbres, hasta la exageración de su permanente vocación de transgredir las normas legales
y una aparente tendencia determinista a la irrecuperabilidad.
Ahora bien, a pesar de la recurrencia en identificar al
genocidio como el producto de la intención
del perpetrador de aniquilar un determinado grupo social, la experiencia
histórica parece demostrar que, desde el punto de vista criminológico, esta
voluntad realizativa del tipo penal no constituye una constante unilateral que
existe únicamente en la mentalidad de los agresores.
Al respecto se ha señalado que “el desarrollo de dicha
intencionalidad está determinado por estructuras, discursos y relaciones sociales
(…). Esta mentalidad surge en diferentes grupos sociales debido a que el uso de
la violencia es generalmente aceptado como un instrumento para resolver los
conflictos sociales; lo cual refuerza una actitud que muy probablemente resulta
en genocidio, en este mapa mental la destrucción de un grupo social es
considerada como el camino a seguir”[3].
Los intentos de masacrar a pibes pobres acusados de robos y
hurtos, no debe olvidarse, no son hechos aislados producidos sin explicación
aparente en los últimos días.
Durante la sedición policial cordobesa, patrullas de civiles
salieron literalmente a “cazar” a jóvenes provenientes de estos sectores
desfavorecidos, acusados, desde luego, de generar la mentada “inseguridad”. Fueron,
también en ese momento, “ellos”, los que generaron las peores sensaciones y
miedos entre “nosotros”.
Con lo que queda en claro que esos episodios policiales de
ninguna manera pueden ser asumidos como hechos aislados y desvinculados de
las previsibles consecuencias sociales que podían derivarse de esas asonadas,
tal como ha venido ocurriendo en diversos países de la región.
En el proceso informal, aunque colectivo, de aceptación de la violencia, interviene una delicada trama de
factores e intereses sociales. No son solamente los perpetradores los que
participan de lógicas bélicas, sino que éstos reciben la aceptación y la
aquiescencia de sectores sociales visibles, generalmente poderosos, que generan
y reproducen discursos que favorecen las prácticas sociales de exterminio.
Grandes corporaciones económicas y mediáticas son las que
invariable e incesantemente agitan el fantasma de la “inseguridad” y exhiben
como causantes de la misma invariablemente a los mismos sujetos sociales.
De esa manera, en los últimos años se ha vuelto a construir
un enemigo interno en la Argentina, contra el que es necesario "hacer algo", incluso,
antes de que éste pase a la vía de los hechos. Por eso se exhibe a Rudolph Giuliani, como la amenaza simbólica
de lo que podría ser una futura política pública de limpieza de clase en caso
de imponerse un gobierno de derecha en el país.
En la Argentina, la Doctrina de la Seguridad Nacional fue,
en nuestro pasado reciente, además de un proyecto político e ideológico, una
concepción militar del mundo que naturalizaba las prácticas genocidas desde una
perspectiva de defensa social encaminada a liberar a la Patria de “cuerpos extraños[4].
Pero al sostenimiento de esa concepción coadyuvaba también
buena parte de la sociedad civil, que se había convencido de que era necesario
abdicar de ciertas libertades y derechos en aras de dejar en manos de
“profesionales” la “limpieza” de “la sociedad”, infestada por un sistema de
creencias “extraño” a los valores del ser nacional. “En la época de la
dictadura, circulaba una narrativa “médica”: el país estaba enfermo, un virus
lo había corrompido, era necesario realizar una intervención quirúrgica
drástica. El Estado militar se autodefinía como el único capaz de operar tal
intervención, sin postergaciones y sin la demagogia populista. Para sobrevivir,
la sociedad tenía que soportar esa cirugía mayor. Algunas zonas debían ser
operadas sin anestesia. Ése era el núcleo del relato: un país desahuciado y un
equipo de profesionales dispuestos a todo para salvarle la vida”[5].
El virus, ahora, es la “inseguridad”. La incautación y el
sesgamiento intencionado de este concepto, incorporado desde hace años a las
retóricas mundanas, es otra evidencia de la potencia discursiva de los sectores
neoconservadores de la región.
Por ello, es necesario entender a los crímenes masivos como una
tecnología de poder vinculada inexorablemente con la exacerbación de la potencia punitiva, destinada a reorganizar una determinada sociedad sin
la presencia de los indeseados.
Ahora bien: cómo podemos determinar cuándo una sociedad se convierte en genocida? Yves
Ternon -cirujano francés experto
en comportamientos de exterminio- ha señalado que el preludio de las masacres
constituye “el momento final de una crisis anunciada” por actos previos, a
partir de los cuales cabe identificar su desencadenamiento: para identificarlo,
se han aislado una serie de acontecimientos que van desde los primeros actos de
discriminación, pasando a las agresiones físicas, hasta una secuencia
programada de destrucción que deroga los derechos cívicos de los miembros del
grupo-víctima, los despoja de su nacionalidad y culmina en su expulsión,
deportación, persecución y masacre: “en dichas
secuencias subyace un proceso de radicalización ideológica en torno a un
principio básico de carácter excluyente, del cual se desprende su
incompatibilidad con los dilemas que el grupo percibido como amenaza le
plantea. El lenguaje no juega en este punto un papel menor: valiéndose de la
jerga y los eufemismos deshumaniza y demoniza a las víctimas, distorsiona la
verdad volviéndola funcional a los objetivos del agresor”[9].
Los mencionados procesos de radicalización ideológica,
entendidos como condicionamientos acumulativos, como precondiciones que
profundizan la situación de vulnerabilidad de las víctimas[10], van desde las tentaciones racistas o clasistas, hasta la asunción de
la propia ilegalidad en la comisión de estas prácticas como un derecho y un
deber de identidad nacional, elemento éste -cabe recordarlo-muy presente en el imaginario y las
narrativas de los genocidas argentinos[11]. También ahora, en los políticos y los medios que fogonean o
legitiman el exterminio, y en los propios perpetradores masivos.
[1] Feierstein, Daniel (compilador):
“Terrorismo de Estado y Genocidio en América latina”, Ed. Prometeo, Buenos
Aires, 2009, p. 20.
[2] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La
palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p.
463.
[3] Gómez Suárez, Andrei: “Bloques perpetradores y
mentalidades genocidas: el caso de la destrucción de la Unión patriótica en
Colombia”, en Revista de Estudios sobre
Genocidio, Volumen 4, julio de 2010, dirigida por Daniel Feierstein, Editorial Eduntref, p. 49.
[4] Feierstein, Daniel (compilador): “Terrorismo
de Estado y Genocidio en América Latina”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2009, p. 270.
[5] Piglia, Ricardo: “Los
pensadores ventrílocuos”, en Raquel Angel,
“Rebeldes y Domesticados”, Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1992,
p. 32.
[6] Bauman,
Zigmunt: “Modernidad y Holocausto”, Sequitur, Toledo, 1997.
[7] Kuyumciyan, Rita: “El primer
genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta,
Buenos Aires, 2009, p. 17.
[8]
Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución penal eficaz a la
prevención delos crímenes contra la humanidad?”, Plenario, Publicación de la
Asociación de Abogados de Buenos Aires, abril de 2009,
pp. 7 a
24, disponible en hptt//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf,
publicado luego como “Crímenes de Masa, Ediciones Madres de Plaza de Mayo,
2010, Buenos Aires.
[9] Lozada, Martín: “Justicia
universal versus imperialismo judicial”, El Dipló, Le Monde Diplomatique,
número 19, enero de 2001, pp. 28 y 29.
[10] Kuyumciyan,
Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”,
Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 41.
[11] Gutman,
Daniel: “Sangre en el monte. La increíble aventura del ERP en los montes
tucumanos”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2010, p. 181.