La incorporación relativamente reciente de esta causal, en el inciso 4°) del artículo 80 del Código Penal,a partir de la puesta en vigencia de la Ley N° 23077, remite a dos antecedentes que respondieron a una realidad global sobreviniente a la segunda posguerra. Uno de ellos, sin ninguna duda, lo constituye la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (CONUG), sancionada el 9 de diciembre de 1948,que entrara en vigencia el 12 de enero de 1956, y a la cual nuestro país adhiriera el 9 de abril de 1956. Más allá de las críticas que la Convención recibiera y recibe por la limitación de la protección de las víctimas de delitos de masa perpetrados por razones políticas en que su articulado incurre, su influencia en un contexto histórico signado por los crímenes contra la humanidad es indudable. El segundo precedente, lo configura el Proyecto Soler, que recepta un tipo análogo. A esos dos antecedentes, debe sumarse la reforma constitucional del año 1994, que incorpora a la CONUG al derecho interno (CN, 75 inciso 22).
La agravante en cuestión introduce una especificidad al tipo subjetivo, que determina el móvil de este tipo de homicidios: la cuestión del odio racial o religioso. Está claro ese sentimiento antagónico debe responder a la pertenencia o adscripción de la víctima a un grupo racial o un sistema de creencias religioso determinado. Lo que no aparece tan claro, es el alcance y la significación que se atribuye a la categoría del odio. Algunos autores, como Carlos Parma, entienden que por odio debe entenderse el aborrecimiento o la abominación de la condición racial o la filiación religiosa de la víctima. Coincidimos, en principio, con esa caracterización del sentimiento, pero creemos que, en este caso, como en el de genocidio, las definiciones jurídicas pueden - y deben- ser complementadas con determinados conceptos propios de otros saberes, por ejemplo, la sociología. El odio, asimilado etimológicamente al repudio, la aversión o el desagrado, en este caso respecto de ciertas personas, por su raza o sistemas de representación del mundo, debe necesariamente responder a ciertas lógicas previas, para evitar lo que, preclaramente, Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”. No cualquier aversión o rechazo puede ser asimilada al odio, si se trata de limitar el poder punitivo estatal en el supuesto de una figura particularmente gravosa en términos de la pena en expectativa que prevé. El odio debe responder a ciertas racionalidades y lógicas, abyectas ellas, por supuesto, pero que configuran un elemento definitorio de la cosmovisión del mundo del perpetrador del delito. Una racionalidad, un ejercicio del pensar. De lo contrario, el encuadre típico hecho con una ligereza ampliatoria del poder punitivo semejante, aparejaría dos consecuencias preocupantes. Una, que un delito que no reclama para su configuración la intención de aniquilamiento total o parcial de un grupo previamente construido por el agresor, puede deparar una pena mayor que la que la Corte Penal Internacional reserva para el delito de genocidio. La segunda, es asimilar el odio a un prejuicio de máxima irracionalidad e intensidad, pero desprovisto de una motivación o razón suficiente. Creemos que, para que proceda esta calificante, debe verificarse previamente una conceptuación del perpetrador, la construcción de una racionalidad que construye un otro negativo, basado en su pertenencia a cierta raza o creencia religiosa. Esa otredad negativa, construida por el propio agresor o heredada pero, en todo caso, capaz de contribuir decisivamente a la concepción del mundo que aquel se forma, es lo que debe entenderse en realidad por odio, tal como lo consigna el tipo, para evitar una simplificación de una motivación en la que intervienen la discriminación y la intolerancias frente a la diversidad. De modo tal que el odio no puede asimilarse a una pulsión irracional sino, por el contrario, a una racionalidad negativa construida con antelación a la perpetración del crimen. Parecería ésta la única forma de armonizar la conducta agravada con el delito de genocidio, del cual, además, es necesario distinguir este tipo de homicidios. La CONUG específicamente señala que las conductas genocidas deber perpetrarse contra determinados grupos nacionales, religiosos, étnicos o raciales, con la intención de destruirlos total o parcialmente. Este elemento subjetivo del tipo, previsto en el artículo II de la mencionada Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio, es lo que permite diferenciar en cuanto a su naturaleza este crimen contra la Humanidad del crimen agravado por odio racial o religioso, donde no es necesaria la intención de exterminio total o parcial, sino, simplemente, el odio, caracterizado en los términos que ya hemos señalado.
Como ya lo hemos visto, el genocidio está definido por la Convención, fue incorporada inicialmente al derecho argentino por vía del Decreto Ley N° 6286/56, y luego ratificado por la Ley 14467. El artículo 75, inciso 22) de la Constitución Nacional, dispuso la forma en que la Convención fue incorporada al derecho interno: en las condiciones de su vigencia y con jerarquía constitucional.
La definición que la CONUG hace de la figura de genocidio, establece claramente las diferencias del mismo con el homicidio agravado del artículo 80.4 del Código Penal argentino.
“Artículo II. - En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruír, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) matanza de miembros del grupo; b) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo”.
Como se observa, el genocidio contempla otras conductas diferentes a la matanza de personas. Es más, como ya dijimos, esta aparente amplitud diferencial, es severamente criticada, justamente porque entre los grupos protegidos se ha excluido a los colectivos políticos, cuando la realidad histórica indica que muchos genocidios han sido cometidos, paradójicamente (o no tanto), por razones políticas.
Estas razones sugieren, en definitiva, que la figura del artículo 80.4 no se identifica con el genocidio ni éste comprende al homicidio agravado en cuestión. La diferencia, como ya hemos señalado, radica en la intención de exterminio total o parcial de un grupo, que caracteriza al tipo penal de genocidio, y no tanto en la motivación subjetiva que determina a los autores, cuyo alcance, características y naturaleza ya hemos analizado.