Por Eduardo Luis Aguirre
Ser docente en una universidad pública puede significar muchas cosas. Ninguna de ellas subalterna o accesoria. La condición docente –así la denominaré en adelante- supone siempre una construcción colectiva compatible con epistemologías liberadoras, y una vocación irrenunciable en favor del pensamiento crítico.Debo aclarar que no me asumo sino como una síntesis circunstancial y fungible de una lucha colectiva desigual, en mi caso llevada adelante durante alrededor de cuatro décadas, haciendo frente a las posturas negativas de estructuras, corporaciones y poderosos factores de poder conservadores. Aquí estamos, superando los riesgos que nos preocupaban hace algunos años, expresados en clave de gestión inquisitorial, y conviviendo -lógicamente- con otros mucho peores.Advierto, no sin agobio, que algunas de las cosas que -inspirado en maestros como Paulo Freire- pensaba en épocas de mi bautismo académico, las he convertido, por imperio de mis propios límites, en una saga de reiteraciones infinitas. Algunos podrían confundir esta opacidad con coherencia. No es lo mismo, al menos para mí. Sigo pensando, como el filósofo de Recife, que enseñar es fundamentalmente un acto de amor. Ese amor, uno de los más insondables sentimientos que puede llegar construir arduamente el ser humano, impone una pedagogía ejercida como un medio para llegar a la emancipación. Para eso, debe la enseñanza convertirse en una dinámica deconstructiva de los ejercicios cotidianos de poder. O sea que enseñar debe ser también un acto de inclaudicable rebeldía. La deconstrucción de las relaciones de poder, por lo tanto, no solamente iguala a los sujetos implicados en este proceso dialéctico, sino que también ajusta cuentas con los fetiches sobre los que se sostienen las brutales escenas verticales de un docente que "enseña" a través de respuestas eruditas y un estudiante que, se supone, "aprehende" de esa manera. Este ejercicio clásico y recurrente de sometimiento es groseramente incompatible con la horizontalidad de una pedagogía liberadora, que debe constituir el principal objetivo del docente. Ser docente implica el cultivo de una pasión tan extraña como imprescindible. Se trata de la curiosidad epistémica por los extraños. Al principio de cualquier curso, los estudiantes son extraños. La extrañeza es lo que debe despertar en el docente una motivación sublime. Generalmente nos paramos frente a grupos diferentes, distintos, disidentes y extraños con la inseguridad comprensible de la imprevisibilidad de las intervenciones, las réplicas y las dúplicas. Es en esos espacios dialógicos que están ordenados por un caos apasionante donde todos aprendemos a formular preguntas, a plantearnos dudas y estupefacciones. Cuando las certezas superen a las dudas estaremos en problemas. Quien asume la tarea docente acepta solamente el desafío de la creatividad. Máxime en tiempos como los que nos toca vivir, en el mundo, en el país y en los espacios más reservados. La transformación de las subjetividades impacta de lleno en el aprendizaje y la enseñanza, al punto de ponernos frente a la duda metódica si somos nosotros quienes enseñamos. Cómo enseñar lo que se aprende igualmente mediante el mero acceso a un dispositivo o a la IA. Pues bien, hoy más que nunca, entonces, la imaginación y la creatividad áulica no pueden funcionar como una facultad individual, sino imponerse como una práctica social, creadora de relaciones de sentido en un contexto sin precedentes, en el que se resguardan las formas de la convivencia, que es parte de lo común hasta donde ello resulta posible pero también asusta terriblemente la soledad. Y si la soledad nos repele el pensamiento se aleja, se obtura, se vuelve inexorablemente mortecino. En el mundo de la academia sólo queda en pie una disputa franca: la que concita la riqueza inconmensurable del pensamiento. Si esa motivación se debilita estaremos al borde de conceder otra condición más sensible: la propia condición humana. En una época en que el mal que estaba reservado a un espacio consensualmente delimitado (al que algunos, no quien escribe, denominaron contrato social) desborda en prédicas, palabras, violencias y formas de relacionamiento canalla la única forma de enfrentar ese aluvión es a través de la profundización creativa del pensamiento. Aunque parezca extravagante, en tiempos de vorágines inéditas y violencias desconocidas coincidir en la soledad del pensamiento es una forma de preservar la amistad. Es sabido que, por mucho tiempo, nuestros amigos estarán tabicados por la mayor o menor coincidencia de nuestra actitud frente a la vida. El sufrimiento brutal del siglo XXI hace imposible convivir con los opuestos, lo que en modo alguno impide -más bien, lo impulsa- a habilitar con ellos los diálogos más ricos y entrañables que tanto nos hacen falta frente al desprecio obstinado de la palabra. Nietszche decía que en una amistad podemos soportar muy poca verdad. Como la verdad es un objeto de disputa, en tiempos de lo acérrimos es absolutamente comprensible que así sea. Los seres humanos podemos reagruparnos, participar de otros grupos que nos resulten saludables. En las instituciones, y con mayor razón en las disciplinarias, como es el caso de las aulas, el ejercicio de mayor creatividad se reduce a poder llegar al piso de la síntesis o, si ello fuera posible, intentar el escalamiento superador de lo sincrético. Pero siempre con la intacta convicción de que lo unánime hace tiempo que se ha roto. Ese convencimiento deja de lado la valoración del docente dogmático, memorista, autoritario, vertical. Pero también debe prescindir de aquellos profesores que no puedan distinguir las contradicciones fundamentales de las nuevas sociedades, los antagonismos y los agonismos, los peligros potenciales de la técnica o dejen de lado la idea del pensar desde el lugar en el que hacemos pie. Quien cumpla este mandato seguramente no será considerado el mejor docente, pero seguramente podrá ser recordado como el más creativo. Las premiaciones honoríficas prescriben generalmente con su entrega. El respeto por el pensamiento crítico, complejo y liberador, en cambio, nos trascenderá y nos acompañará como una sombra eterna.
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