Por Lidia Ferrari
Bañarse en el mar es un privilegio. Lo ha sido cuando se pusieron de moda entre los aristócratas del siglo XIX los curativos baños de mar. Como privilegios de oportunidad para quienes vivían cercanos o pudieran costearlo cuando se expandió la moda de vacacionar al mar en el siglo XX.
Me siento una privilegiada que puedo en ocasiones bañarme en el mar. Disfruto con mis amigos los peces cuando me rodean en aguas cristalinas. Descubrí un modo de atraerlos y ellos responden. En este verano en Sardegna la primera vez que nadé acompañada de peces sentí, como siempre, un placer difícil de describir. Será porque descendemos ancestralmente de los peces o quizás como reminiscencia del acuático vientre materno. Como sea que se lo explique el placer es inmenso. Pero esta vez ese placer se revistió de culpa. Sentí el privilegio. Me había golpeado el video de una palestina en Gaza que mostraba cómo para ellos está prohibido meterse en el mar y mucho más pescar. Prohibido por los ocupantes israelíes. Ella nos mostraba su alegría pues, pese a la prohibición, algunos osaban bañarse. Estamos conviviendo con tal ignominia (lo que no tiene nombre) no muy lejos nuestro. Eso horada -como debe ser- nuestra propia vida. Mi placer en el mar era corroído al saber de esta prohibición. El plan genocida que impide acceso a cura, estudios, agua y alimentos a toda una población se cubre de una ignominia mayor al prohibir el recurso de la pesca o de un baño refrescante en el mar a quienes viven a sus orillas.
Mis vacaciones están teñidas de este oprobio. Esto no es algo que está pasando en medio Oriente, es algo que nos está sucediendo a cada uno de nosotros. Frente a ello están los artífices y los cómplices de tal innombrable crimen y también quienes padecemos la vergüenza de no poder hacer algo para evitarlo.