Por Eduardo Luis Aguirre
Lo peor de la muerte casi nunca es la pérdida en sí misma. Hay algo más grave que el acontecimiento luctuoso, inexorablemente biológico. Lo peor de la muerte es el olvido.
Hace algunos días falleció en París, a los 89 años, Armand Mattelart (1936), aquel sociólogo y jurista belga que enseñó en la Universidad de Chile desde septiembre de 1962 hasta el golpe de estado perpetrado contra el gobierno de Salvador Allende. Lo recordaremos siempre porque fue quien escribió junto a Ariel Dorfman un libro señero: “Para leer al Pato Donald”. El libro fue editado originalmente en 1971. Alcancé a leerlo un año después. Tenía por entonces apenas 16 años. Como todo niño latinoamericano, había sido un temprano lector de las obras del icónico Walt Disney donde coexistían una saga de personajes de ficción emblemáticos. El Pato Donald y sus sobrinos, Tío Rico, Tribilín, los “chicos malos”, Minnie y Mickey. Esa entente de “dibujos animados” eran concebidos como los más rutilantes emblemas de una niñez a la que se asociaba con valores tales como la pureza, la inocencia yel apego a las experiencias lúdicas. Leer estas revistas era uno de los recorridos diarios más frecuentes. La mitología de la época llegó a afirmar que Mickey era más conocido que los grandes líderes políticos del mundo de esos tiempos sin televisión ni redes sociales. Los personajes de Disney eran, en apariencia “políticamente neutros”. Al menos, hasta que Mattelart y Dorfman enseñaron a leerlos de otra manera: como una crítica a la ideología hegemónica, una profundización del pensamiento teórico sobre los medios, la cultura y la protoglobalización. Con una original vocación decolonial, “leer al Pato Donald” nos posibilitó desde entonces conocer que estábamos frente a incipientes pero formidables aparatos ideológicos del estado capitalista. Un Tío que, exhibido como una “anomalía”, era un potentado que adoraba su dinero con enfermiza avaricia. Donald personificaba a un simpático tío, perdedor holgazán que vivía de la fortuna del capitalista, lo mismo que los graciosos sobrinos. Los “chicos malos”, parodiados con antifaces y estigmatizados con trajes de presidiarios eran tres (si mal no recuerdo) compulsivos ladrones de dineros privados. La maldad provenía de afectar la propiedad que, en el rico, se traducía en la potencia de las monedas ahorradas en bolsas. Estaba claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y en todos los casos, ellos reproducían y naturalizaban las condiciones de existencia, explotación y reproducción del capitalismo fordista. La ideología política de los personajes era clara, como también lo eran sus objetivos. Este sesgo permanecía oculto para la mayoría del mundo adulto, en el mejor de los casos. En otros, era la consumación del poder adulto, que publicaba y concebía lo que los niños leerían y entonces se garantizaba que la penetración cultural del capitalismo podía expandirse al mismo ritmo que el propio sistema. Aquella batalla cultural no parecía tener adversarios explícitos a la vista, pero fue pionera en la manipulación de masas y anticipó la tendenciosa exhibición del mundo por parte de las usinas culturales de un capitalismo cuyas formas variaron y cuyos valores también se modificaron al influjo de las transformaciones de los modos y medios de producción, de la técnica y de las subjetividades. Lo único que quedó en pie fue la religiosa legitimidad de la propiedad privada, la naturalización de la riqueza, de la pobreza y la desigualdad y la legitimidad del derecho de herencia. No es poca cosa, ya que esos factores fortalecieron la expectativa de lucro y la comprensión masiva de la mezquindad y la codicia.
El capítulo I de aquel libro maravilloso, capaz de iluminar las conciencias juveniles curiosas se ocupaba, justamente, de demostrar y exhibir la relación entre Donald y la política. También daba cuenta de los riesgos de dudar de los fines indiscutiblemente puros de la línea editorial y de la concepción de la vida que alentaba Disney. Cualquier crítica a la misma era “recibida como una afrenta a la moralidad y a la civilización toda. Siquiera susurrar en contra de Walt es socavar el alegre e inocente mundo de la niñez de cuyo palacio él es guardián y guía” escribían los autores.
El inobjetable Donald, en la edición número 422 de Disneylandia, exclamaba a boca de jarro: "Mi perro llega a ser un salvavidas famoso y mis sobrinos serán brigadieres-generales. ¿A qué mayor honor puede aspirar un hombre?". Por si esto fuera poco, en un número ulterior proclamaba sin pudor. "Ranitas bebés, algún día serán Uds. ranas grandes que se venderán muy caras en el mercado. Voy a preparar un alimento especial para apresurar su desarrollo".
El libro permanece en la red, a disposición de cualquier lector. A pesar del transcurso de los años, conserva una vigencia absoluta y la capacidad prístina de despertar la conciencia crítica incluso respecto de los aparatos culturales destinados a los niños. Si recordamos la influencia absoluta que la obra de Disney tuvo en estas latitudes, la muerte de Mattelart, uno de los que puso al descubierto los vericuetos de la comunicación política y social y que fue declarado junto a su esposa Michèle profesor honorario de la Universidad de Chile, en 2014, merecía ahora un recuerdo compatible con la importancia de su pensamiento y la influencia de un libro canónico sobre la potencia colonial de los productos culturales y las lecturas reservadas a las y los niños.