Por Liliana Ottaviano
Alexandra Kohan, en su libro “Y sin embargo, el amor. Elogio de lo incierto”, escribe sobre aquello que, por definición, no se sabe: el amor. No hay saber posible que sirva de guía en la experiencia amorosa, porque el amor siempre implica un encuentro con lo incierto, con lo que se escapa a la previsión y a la norma. Amar, en ese sentido, es un acto que bordea lo real, que se escribe desde lo no sabido.
Podríamos, siguiendo ese gesto, ensayar también un “Y sin embargo, la política. Elogio de lo incierto”. Porque la política, como el amor, se enfrenta a lo que no comprende, a un exceso que la desborda. Hay algo de lo real en la política —un resto irreductible— que no logra ser abarcado por las narrativas simbólicas tradicionales. Ese real se manifiesta en los fenómenos que escapan a la razón política moderna: el apoyo de sectores sociales a proyectos que los perjudican, los giros abruptos en las representaciones electorales, los afectos que sustituyen los argumentos.
La política, entonces, se ve interpelada por un malestar que no logra leer. Lo mismo que el analista ante el inconsciente desde la política se debería poder escuchar lo que no se comprende, sin precipitar conclusiones ni obturar el sentido. En esto, los tres tiempos lógicos de Lacan ofrecen una clave. El instante de ver, donde algo irrumpe, sorprende, descoloca. El tiempo para comprender, donde se elabora, se escucha, se interroga el (sin) sentido. El momento de concluir, donde se concluye, pero siempre a partir de haber atravesado los tiempos anteriores.
Hace un tiempo escribía, a propósito de la presentación del libro de Diego Vernazza, “Lacan. El arte de leer” que eso inapropiable desde la singularidad del uno del sujeto está relacionado con algo del registro del sentido en el campo de lalengua, aquello que aún nos queda para “leer” e interpretar las lógicas en juego y encarnar la posibilidad de procesos emancipatorios. En este punto, resuena la lectura de Jorge Alemán en “Soledad: Común”, cuando señala que toda posibilidad de lo común parte de esa soledad estructural, irreductible, que habita a cada sujeto. No hay comunidad que no se sostenga en esa falta compartida, en ese imposible de la plena coincidencia. Lo inapropiable, entonces, no es un obstáculo, sino la condición misma de una política que no reniegue del sujeto y de su desamparo constitutivo.
Eso inapropiable parece más bien del orden de lo incierto: perfora las estructuras políticas y agujerea la experiencia política del sujeto. Ese agujero, ese resto que no puede ser representado del todo, podría pensarse como el punto de partida de una política que se asuma limitada, que no intente clausurar lo real con discursos totalizantes.
La diferencia entre lo político —como potencia instituyente— y la política —como gestión de lo instituido— marca justamente ese hiato. Y cuando ese hiato se amplía, cuando la política deja de alojar lo que proviene de lo político, aparece la denominada crisis de representación. Algo se desanuda. Se pierde el lazo, se impone la desconfianza, y el sujeto político se fragmenta.
Desde el psicoanálisis podríamos decir que, así como el amor permite al goce condescender[1] al deseo, la política permite al goce condescender al lazo social. El goce, en lo colectivo, se manifiesta en pasiones, odios, fanatismos: en ese exceso que desborda la racionalidad del bien común. Cuando la política cumple su función simbólica, introduce mediaciones, bordea ese goce, lo inscribe en un discurso. Pero cuando esa mediación falla, el goce retorna en lo real: violencia, segregación, el odio como forma de lazo, en la indiferencia social, en la expulsión del otro. Retorna en los discursos de resentimiento y venganza, en la impugnación de toda autoridad simbólica. Todo eso son modos en que lo real se impone cuando la política deja de simbolizar.
De allí que la pregunta “¿Qué hace la política con lo que no comprende?” sea también una pregunta ética. No se trata de dominar ni despreciar lo incierto, sino de alojarlo. Como en el dispositivo analítico, escuchar incluso lo que no se comprende es una posición activa, no pasiva. Implica sostener el tiempo de ver, el tiempo de comprender, antes de precipitar una conclusión.
Tal vez el desafío de la política hoy sea el mismo que el del amor: seguir habitando lo incierto sin renunciar al lazo.
[1] condescender, utilizado aquí para indicar la transformación que vuelve al goce manejable en términos de deseo.