Por Eduardo Luis Aguirre

 



La singular fragilidad de las democracias latinoamericanas admite una mirada continental, conjunta, holística, pero también es permeable a una apreciación distintiva de la situación de cada país y de cada región, de cada ciudad, de cada comunidad y de cada pueblo. Hasta allí, nada nuevo, o nada que pueda sorprendernos. Esas especificidades se vuelven verdaderos hallazgos imperativos cuando observamos que en la era de las "sociedades de riesgo", en Nuestra América esos riesgos asumen connotaciones estructurales. El caso de la violencia en México es emblemático para ejemplificar ese ejercicio transitivo. Quizás no venga mal recordar que uno de los interrogantes del oscuro Vargas Llosa apuntaba justamente a determinar cuándo se rompieron los estándares de convivencia en nuestro hermano del norte. La pregunta debería completarse con otras incógnitas que radican en delimitar cuáles son las causas de una violencia extrema y organizada en esa noble tierra que antes de ser víctima de una amputación territorial absolutamente ilegítima lindaba con Rusia y a quién favorece y perjudica esa violencia. No hace falta recordar el rol que el imperio, un factor determinante de cualquier riesgo latinoamericano, cumplió a sangre y fuego para hacerse de una parte decisiva del territorio originariamente mexicano. Por lo tanto, suponer que esa violencia desmadrada que en mayo pasado alcanzó estándares verdaderamente asombrosos es a la vez causa y consecuencia. La violencia debilita los lazos de convivencia social, acelera la deslegitimación del estado, envilece a las agencias encargadas de prevenirla, disuadirla o conjurarla, fortalece el poder del narcotráfico pero también de los medios de control social, permea los discursos, la cultura, las subjetividades y la idea de lo común. Desde luego que esa violencia colecta a las propias víctimas de un lumpenaje forzado sin presente ni futuro, afecta la economía del país, profundiza su dependencia y opera como un reaseguro de los intereses estratégicos bilaterales y regionales del gran vecino pérfido. Los márgenes de acción que le quedan a cualquier gobierno progresista se acotan a su mínima expresión de cara a la existencia de estos condicionantes, y de otros que no mencionamos en homenaje a la brevedad. En ese contexto debe inscribirse la normalización o naturalización que poco a poco va instalándose en la población, como señala la BBC (1). De producirse, esta percepción social no hace más que consolidar una gravísima forma de dominación social e intersubjetiva que afecta las bases mismas de toda convivencia armónica. Porque si bien esa misma violencia le insume al estado el 20% de su PBI en gasto militar, está claro que además de las horribles matanzas y crímenes el país hermano sufre un aumento de la violencia de género (hay que analizar la violencia contra las mujeres indígenas de manera especial), contra las niñeces y contra los adultos mayores. Por lo tanto, no hay remisión de esta situación dantesca a la vista si en mayo pasado se perpetraron 2833 homicidios. Es paradójico: mayo fue el mes más violento en lo que va del año pero a su vez fue el mayo menos violento de los últimos 5 años. En efecto, desde 2018 al presente se produjo un descenso del 7,8% y también se produjo una disminución de los femicidios. “El homicidio doloso aumentó entre el pasado abril y mayo, sin embargo, este mayo es el más bajo desde hace 5 años. Se mantiene la tendencia a la baja con una disminución del 7,8 % en comparación con el máximo de 2018", dijo Rosa Icela Rodríguez, titular de la Secretaría de Seguridad, en una conferencia matutina en el Palacio Nacional” (2). Sin embargo, una investigación de Jorge Castañeda habla de un panorama singularmente preocupante: “Entre 2019, el primer año de su mandato, y finales de mayo de 2022, han tenido lugar en México 118.000 homicidios dolosos, una cifra que ya casi alcanza la del sexenio entero de Peña Nieto, según el Inegi, y supera con creces la del mandato de Calderón. En el primer año, las cifras aumentaron, en el segundo se aplanaron, y a partir de los últimos meses de 2021 y los primeros de 2022 comenzaron a descender ligeramente” (3). Lo cierto es que, sin contar los demás delitos violentos (desapariciones forzadas, violaciones a los derechos humanos, torturas, atracos, secuestros, etc) México constató en 2021 un indicador de 26 homicidios cada 100.000 habitantes. Casi cuatro veces más que la Argentina. Un promedio escalofriante.

Más llamativo todavía resulta comprobar algunas respuestas que respecto a las causas de la violencia colectan ciertas publicaciones mexicanas, sobre todo por provenir del país cuyo incremento de la violencia es el mayor del hemisferio (4). Por ejemplo, la revista Foro Jurídico mexicano señala que las causas de la conflictividad en el país pueden atribuirse a factores que se enumeran como anomalías autonomizadas. “En la actualidad hay muchas causas de inseguridad en México y los factores más influyentes surgen de los siguientes: las fallas en el sistema educativo;la mala política de seguridad; los malos elementos policiacos; la desigualdad económica; la delincuencia organizada; el tráfico ilegal de armas y drogas;la desintegración familiar y la corrupción” (5).

Sin embargo, otros analistas como Gilles Bataillon plantean otras incógnitas más sustanciosas: “¿Quiénes son los actores de esta violencia? ¿Qué relaciones sostienen con otros actores sociales, desde la base hasta el vértice de la pirámide social? ¿Cómo se vinculan estos fenómenos a la cuestión de la ley y la igualdad en la comunidad política?” (6). Allí se anudan otros factores como el consabido crecimiento del narcotráfico y la incapacidad del estado para hacerle frente; la porosidad de las fronteras entre los mundos legales e ilegales, en especial entre el crimen organizado y la policía. En este caso “la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y las transformaciones de los canales de introducción de la cocaína en Estados Unidos. La firma del TLCAN tuvo como consecuencia un aumento en el tráfico de camiones entre México y EEUU para transportar productos fabricados en las maquiladoras o mercancías agrícolas. Además, los efectos de la política antidrogas llevada a cabo por EEUU junto con Colombia fueron dobles: volvieron más difícil la introducción de cocaína a través de la Florida y las islas del Caribe, y debilitaron a los carteles colombianos, que se desmembraron en entidades más pequeñas y menos poderosas. Una vez que su país se convirtió en un punto de paso obligado, los transportistas mexicanos se volvieron los actores dominantes del mercado. Este nuevo contexto llevó a un boom de la economía de la droga tanto en las zonas productoras de opio, marihuana y drogas sintéticas como en las zonas de paso entre México y EEUU”. Bataillon también repara en "los habitus tradicionales y en la nueva ideología de la globalización: Las actividades ilegales y la violencia asociada a estas desde hace una década siguen siendo- expresa- incomprensibles si no se analiza su afinidad electiva con dos tipos de concepciones de la riqueza, el trabajo y el individuo: el primero, muy enraizado en el habitus latinoamericano; el otro, promovido y acarreado por las desregulaciones neoliberales y la última globalización”.

“Como muestra claramente Danilo Martucelli en un ensayo reciente, ¿Existen individuos en el sur?, aunque evidentemente el modo de producción capitalista ha dejado su huella en las relaciones sociales de América Latina, el trabajo no cumple sin embargo un rol central en el proceso de constitución y definición de los individuos. La comunidad étnica o regional, o la religión, son tan importantes como el trabajo para la definición de los sujetos. De manera que, en las zonas donde el narcotráfico se ha convertido en una actividad muy lucrativa, no es suficiente para dar un estatus a aquellos que han hecho de él su profesión. El estatus de un individuo continúa siendo definido, ante todo, por sus orígenes geográficos o por la posición de su familia. Así, en Santa Gertrudis se considera un «mafioso», término con que se designa a los narcotraficantes, a un lugareño o un miembro de una familia acomodada. Si se lo tacha de «narco», este calificativo estigmatizante señalará ante todo su condición de forastero o su pertenencia a una familia «baja», no su participación en una ocupación ilegal”. Y finaliza señalando en el trabajo ya citado, publicado hace ya siete años, otra cuestión estructural. “La cuestión hoy reside en saber si México sabrá romper con su vieja política del «desarrollo estabilizador»: hacer todo con el fin de favorecer un crecimiento económico que traiga milagrosamente hábitos democráticos y negarse a toda reforma en materia de policía y de justicia, que podría permitir una lucha eficaz y necesariamente de larga duración contra la corrupción, el crimen organizado y la impunidad. Esa fue la apuesta a la modernización lanzada por Salinas de Gortari que, hay que decirlo, conoció fallas morales –solo pensemos en que tuvo que exiliarse al final de su mandato mientras su hermano estaba en prisión– y también fallas económicas: el crecimiento esperado y sus efectos virtuosos nunca llegaron”. La sola lectura del texto completo da la pauta que la problemática no puede ser analizada bajo categorías infantilizadas ni asombrosas simplificaciones. La sociología y la política juegan un rol trascendental en el intrincado y urgente drama mexicano.







(1)   https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-61173421

(2)   https://www.efe.com/efe/america/sociedad/mexico-registra-2-833-homicidios-en-mayo-el-mes-mas-violento-del-2022/20000013-4835313

(3)   https://cnnespanol.cnn.com/2022/06/30/opinion-la-escalada-de-la-violencia-en-mexico-el-panorama-es-desolador/

(4)   https://www.animalpolitico.com/2019/05/mexico-mayor-aumento-violencia/

(5)   https://forojuridico.mx/revista/

(6)   file:///C:/Users/aguir/OneDrive/Documentos/Narcotr%C3%A1fico%20y%20corrupci%C3%B3n_%20las%20formas%20de%20la%20violencia%20en%20M%C3%A9xico%20en%20el%20siglo%20XXI%20_%20Nueva%20Sociedad.html