Por Eduardo Luis Aguirre

Poner en tensión una categoría política que inaugura el pensamiento de la modernidad occidental desde una perspectiva liberadora implica algunos desafíos no habituales para las escuelas de derecho argentinas.

El primero de ellos es subalternizar (al contrario de lo que habitualmente acontece) lo jurídico, en tanto "derecho" a lo profundamente humanitario, como forma original y no subordinada de auscultar el mundo.


Los derechos humanos, de tal suerte, serán desde esta perspectiva mucho menos "derecho" (en tanto forma jurídica escrita, normativa, por ende pretendidamente genérica y abstracta) que una cosmovisión social humanitaria, comunitaria, decolonial, liberadora, democrática e indisolublemente asociada al "buen vivir" ancestral.

La iniciativa se sostiene con el recurso a una alerta de la conciencia colectiva. Este es el segundo desafío. Si los derechos humanos se circunscribieran al prolijo y acrítico recitado de máximas jurídicas que nacen generalmente en cenáculos internacionales esponsoreados por y subordinados a los países poderosos estamos perdidos como pueblo. Eso es justamente lo que –debemos recordar- Samir Amin señalaba como la necesidad de la “desconexión” de los países coloniales. Una postura emancipatoria que no se circunscribe solamente a aspectos económicos sino que, por el contrario, se extiende muy especialmente las escalas de valores impuestas como esencias dadas por el imperialismo.

Permanecer en este estado de subordinación cultural transforma al dogmatismo en un verdadero Caballo de Troya en materia de Derechos Humanos.

Para poder pensar esta metáfora en clave coloquial y con los rudimentos de pensamiento concreto que se reproducen en las escuelas de derecho, imaginemos por ahora el efecto devastador de los nuevos sistemas adversariales en la región y los factores de poder que intervinieron para lograr la puesta en vigencia de los mismos.

El tercer desafío es resistir la tentación de una reproducción de las lógicas jurídicas coloniales. La colonialidad no se revierte con la incrustación de nuevas normas en las constituciones o en los códigos. Ni siquiera si lo que se obtiene es la consagración, por ejemplo, de un estado plurinacional. Porque si en ese caso no se remueven las bases culturales mediante las que se piensan las diferencias, solamente estaríamos creando un “mestizaje” jurídico que –como el concepto hegemónico del mestizaje en cuanto hibridez racial- sería un nuevo elemento de dominación. Recomendamos, en ese sentido, atender a las reflexiones de Silvia Rivera Cusicanqui en su diálogo (“Conversa del mundo”) con Boaventura de Sousa Santos (1). El desafío es recrear una nueva forma de mirar el mundo. Ni más ni menos.

Menos Kelsen, Weber y Comte y más Dussel, Kusch y Sampay. Menos CEJA y más rondas campesinas. Menos litigación y más derecho originario. Menos justicia restaurativa "macdonalizada" y más filosofía ancestral de la administración de la conflictividad. Menos tribunales internacionales institucionales y más tribunales de opinión. Menos debates concéntricos y estériles sobre la norma y más debates sobre el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado.

Hay que darlo vuelta todo, porque –como cantaba Zitarrosa- el que no cambia todo, no cambia nada (2). Y cambiar supone alumbrar una suerte de doctrina de la creatividad contingente, diferenciada del oculocentrismo colonial y saber también que ese cambio, esa transformación revolucionaria, supone un proceso que seguramente llevará mucho tiempo. El “Pacha kuti” es una referencia válida para comprender lo arduo de la esperanza que estamos en condiciones de albergar.



(1)   https://www.youtube.com/watch?v=xjgHfSrLnpU

(2)   Triunfo agrario.