El histórico proceso que derivó en la reciente media sanción de una ley que promueve el aborto legal, seguro y gratuito en la Argentina volvió a dar cuenta de la relevancia y la densidad de miles y miles de mujeres ganando la escena pública. La militancia por el reconocimiento de derechos fundamentales de las mujeres encarna un nuevo sujeto político, original, inédito e imprevisible para las conceptuaciones sociológicas clásicas.
Implica, también, un fenómeno absolutamente sorpresivo e ininteligible para los managers y gurúes que manejan la estética política neoliberal, incapaces de leer la política más allá de la promoción y el auspicio de nuevas formas de colonización cultural.
Los manuales de sociología enseñan que hay dos formas de concebir las sociedades y los cambios que en las mismas se producen.
Las teorías consensualistas creen que los cambios sociales se rigen por la idea de consenso, entendiendo al mismo como la capacidad de generar tendencias que se arraiguen en las masas. Las sociedades, cuando cambian, pasarían entonces de una situación de equilibrio a otra situación de equilibrio diferente. Casi siempre, las teorías consensualistas del cambio social responden a ideologías conservadoras, que ven al consenso como un reflejo valorable de las democracias delegativas y al conflicto como un problema.
Las teorías del conflicto creen, por el contrario, que los cambios sociales son el resultado de las luchas que acontecen dialécticamente al interior de las sociedades. Esos conflictos implican siempre posturas que se corresponden con las distintas formas de estructuración del poder, la dominación y el control social.
Una de las posturas más conocidas –aunque, como intentaremos consignar, no la única- que adhiere a la teoría del conflicto social es el marxismo, precisamente a partir de la lucha de clases como forma de interpretación de la historia de las sociedades.
Es imprescindible recordar este tramo del “Manifiesto Comunista” que explica en pocos párrafos lo fundamental de las lógicas marxianas:«La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes”. “En las anteriores épocas históricas encontramos casi por todas partes una completa división de la sociedad en diversos estamentos, una múltiple escala gradual de condiciones sociales. En la antigua Roma hallamos patricios, caballeros, plebeyos y esclavos; en la Edad Media, señores feudales, vasallos, maestros, oficiales y siervos, y, además, en casi todas estas clases todavía encontramos gradaciones especiales.
La moderna sociedad burguesa, que ha salido de entre las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado. (…)”.
Esas divisiones se expresan, entonces, mediante la lucha de clases, que finalmente, en la puja moderna entre burguesía y proletariado debería terminar con la victoria de este último y el acceso a una sociedad sin clases.
El tema es que, en el estado de excepción que caracteriza al capitalismo neoliberal, las profecías construidas mediante un determinismo teleológico semejante, desentendido de la nueva relación de fuerzas sociales, no siempre alcanzan para explicar los cambios que se producen al interior de las mismas ni la emergencia de nuevos sujetos políticos igualmente incómodos en términos de interpelación de los poderes establecidos. Esos nuevos sujetos, que no siempre responden a la nomenclatura clasista pero igualmente implican puntos de quiebre objetivos en términos de la construcción de estrategias emancipatorias, fueron los que no hace mucho tiempo se asumían como “microrrelatos”. Esos microrrelatos, según se los observaba en aquellos momentos posteriores a la caída de las burocracias socialistas, no alcanzaban a completar un paradigma totalizante capaz de oponerse con la misma fuerza que el marxismo clásico a la ideología capitalista. Se trataba, en general, de luchas por la ampliación de derechos de numerosas minorías. En ese contexto de luchas insularizadas se incluyó a las razas y a las mujeres que comenzaban a movilizarse cada vez más multitudinaria y organizadamente en defensa de derechos fundamentales.
Y esta lucha se transformó, sin que el poder lo advirtiera a tiempo, en un relato capaz de dar respuesta a las nuevas contradicciones de las sociedades del tercer milenio. Las derechas, expertas en el coaching electoral, la sumatoria de grupos fácticos cruciales y el ejercicio de la violencia en cualquiera de sus formas, se vio sorprendida por la aparición de un sujeto político y social dinámico, multitudinario, incontrolable. Que más allá de sus matices tácticos aparece con una encarnadura ideológica y una capacidad de crecimiento y arraigo social impensado hace poco más de un lustro. La miopía de la derecha la llevó a pensar que la discusión parlamentaria del aborto podía ser utilizada como un distractivo social en medio de la más grande tragedia argentina. El cálculo fue fatalmente erróneo y las derechas no saben cómo disociar estas luchas de su densidad ideológica que visibiliza al patriarcado como un eje fundamental para entender las nuevas formas de dominación. Dentro de las cuales habitan los programas regresivos de las “nuevas” derechas, de las cuales los movimientos de mujeres entienden también que deben emanciparse. Contraviniendo sus lógicas, sus prácticas, sus narrativas y su visión conservadora del mundo. Esta nueva lucha política, total, panorámica, capaz de generar una ideología liberadora amenaza con llevarse puesto al neoliberalismo, igual que lo está haciendo, a paso sostenido y con sentido histórico profundo, con el patriarcado.