Por Ignacio Castro Rey (*) 

"Nada es más viejo que el fin del mundo
Este libro llegará lejos. O no, pues nunca se puede menospreciar el alcance de la estulticia mundial. Y el Comité Invisible (A nuestros amigos, Pepitas de calabaza, 2015) es muy duro con nuestra idiotez global, con el conjunto del progresismo y también con lo que solemos considerar su ultraizquierda. Es posible que sean más comprensivos con los que luchan en Oaxaca o Egipto. Con las mil insurrecciones occidentales en las que están insertos, el Comité Invisible es más bien intransigente. Casi podríamos decir que lo que otros, incluso desde el entorno de Syriza a Podemos, podrían llamar elitismo es una de sus mayores virtudes, pues tal aspereza teórica les libra de los límites habituales de lo político, incluida esa gestión radical que busca desalojar una ideología o casta determinada en nombre de otra hegemonía. Lejos de facilidades partidistas, A nuestros amigos es un libro violentamente filosófico a la hora de pensar la clave del poder occidental. Una de las cuestiones que le va hacer difícil la vida -por más que se pulique a la vez en ocho idiomas- es que, tanto en el lenguaje como en las ideas, pone a prueba nuestra implicación sensible con lo que demasiado fácilmente hemos llamado capitalismo.
1
Aunque compartan su ontología, ellos no parecen conformarse con la guerra de guerrillas en la que podíamos situar a Foucault y Deleuze. De alguna manera compleja el Comité Invisible aspira a una subversión total, no sólo destructiva, sino también afirmativa. ¿Cómo? Es ésta la única cuestión que, política y filosóficamente, no parece preocupar mucho en las instancias policiales que desde hace años les persiguen, haciéndoles famosos.

Antes y después de una crisis en 2001 de la que nada se sabe, Tiqqun y el Comité Invisible cuestionan radicalmente el monopolio académico del pensamiento con unos libros en los que aun sin retirásemos -por absurdo que fuese- esa agresiva carga política, quedarían como impagables libros de filosofía, a la altura de lo mejor del siglo XX. Combinando momentos teóricos de Deleuze y Benjamin, de Foucault, Agamben o Heidegger, con sutiles elaboraciones propias y otras de autores -Baudrillard, Virilio- que nunca citan, Tiqqun y el Comité Invisible nos retan desde hace años con un mapa insólito de la dominación y de aquello que la desafía. De Teoría del Bloom a Llamamiento, de Teoría de la Jovencita a La insurrección que viene, pocos libros pueden alterarnos como estos. Pocos pueden infiltrase así en nuestras vidas y cambiar la inercia de nuestras percepciones.

La política extática no encarna sólo otra concepción de lo político, cargada con iluminaciones que algunos no han dudado en calificar de mesiánicas, sino también la propuesta de vivir de otro modo, de habitar de manera radicalmente distinta el mundo. De lo que se trata, dicen, es de llenar el vacío que la democracia mantiene entre los átomos individuales por medio de una atención mutua de unos a otros, por medio de una atención inédita al mundo común (p. 67). El problema es entonces sustituir el régimen mecánico de la argumentación por un régimen de verdad, de apertura sensible a lo que está ahí. Desde estos presupuestos, es normal que fustiguen sin piedad la utopía de una democracia directa a través de los nuevos medios que, de hecho, nos han convertido en nudos de una red extenuante.

Habitar plenamente, he ahí todo lo que se puede oponer al paradigma del gobierno (p. 177). Claramente, ellos están muy lejos de lo que otros llaman hegemonía: "Quien tiene relaciones de mierda no puede sino llevar a cabo una política de mierda" (p. 179). No hay duda de que meterían en este pestilente paquete a buena parte de lo que hoy consideramos militancia alternativa. Y sin embargo, de acuerdo con la lógica de cierta violencia inclusiva, a ellos se dirigen. A ellos y no a nosotros, los que leemos filosóficamente a Agamben y a Nietzsche. Aunque también los que tenemos pocas ilusiones políticas, melancólicos seguidores de Badiou, Han o Heidegger, quedamos atrapados por este texto, pues resulta más ontológico su furioso análisis del líquido amniótico que nos envuelve que el tedio consagrado que, por boca de Sloterdijk o Žižek, se suele llamar filosofía.

Pocos libros como Introducción a la guerra civil o éste que hoy tenemos en las manos, mucho más didáctico, podrían convencernos de que los estallidos en curso que el mundo ha conocido en los últimos veinte años caminan sigilosamente hacia un estallido histórico. Aunque no se comparta ni una sola línea de estas 258 páginas -cosa más bien difícil, dado la carga magnética de muchos pasajes-, A nuestros amigos es un texto que, como otros anteriores de este no-grupo, no deja indiferente a nadie. Y además, a distancia de tanta filosofía oficial, ésta no habla en clave erudita, por más que a veces ponga a prueba nuestra relajada capacidad de comprensión.

No es una ventaja menor, aunque desconfiemos de casi todo lo que se llama mundial, que se recojan con precisión decenas de momentos, testimonios y fenómenos de casi todo el orbe, exceptuando Rusia, China, Irán, Israel y algunos otros países que no participan en lo que ellos consideran el anillo de la guerra en curso. El carácter anónimo, más bien invisible de este medio alude al punto de vista, antes existencial que político, de una vida cualquiera. El Comité Invisible intenta analizar nuestro decorado con la audacia de una percepción atávica hoy prácticamente expulsada del orbe político.

Hay un espectro que no recorre Europa, pero alienta en cualquier esquina donde algo durmiente viva. Con una percepción ubicua muy atenta a la cultura angloamericana, estos amigos invisibles recogen tal cantidad de "información" -por hablar al modo usual- que nos sirven tanto preciosas imágenes de las últimas formas de control estatal como de la policía escondida en la fluidez tecnológica; tanto de las nuevas formas de vida como de otras configuraciones de la clandestinidad, la indiferencia y hasta la belleza de este mundo que parece agonizar. Ya sólo por todo esto A nuestros amigos se convierte en una formidable caja de herramientas, aunque susceptible también de usos perversos. Más de un experto de Interior, más de una unidad militar de elite acabará estudiando este libro para ponerse al día en cuanto a la era que viene. Estamos entonces ante una especie de Vademécum para situaciones de emergencia que vendrán, cada día más mezcladas con la ceguera organizada en este reino de la visibilidad total.

Hay tal carga sensitiva y conceptual, en esta ofensiva para deshacer la madeja del presente, que seas quien seas te ayudarán a rehacer algo de tu vida. Un poco, valga el símil, como esos cuadros clásicos que no dejan de mirarte mientras les miras. La ambigüedad central, tanto en el poder como en la vida, que el Comité Invisible ha captado les permite suscitar lo que quede en nosotros de existencia bajo las habituales identificaciones. Poco más se puede decir a favor de un libro. No hace falta ningún acuerdo, basta con la duda radical que siembran en todo lo que dábamos por sabido.

2
Una y otra vez, la tecnología aparece como un dispositivo para el distanciamiento y la separación, no para el acercamiento. De qué manera las tecnologías nos desarraigan de la sustancia ética de las técnicas que ya estaban incorporadas a nuestro cuerpo es algo de lo que se ocupan páginas centrales de este difícil volumen. No hay naturaleza naturalista, insisten, sino una elaboración técnica de las formas de vida (p. 133). En tal sentido, tecnófilos y tecnófobos dejan escapar la naturaleza ética de cada técnica, inserta ya en la carne.

La analítica que se vierte sobre nuestro uso apocalíptico del fin, como forma de distraernos de la catástrofe en marcha que somos nosotros (p. 30), no tiene precio. ¿Qué prueban tantas pantallas que hemos de poner entre nosotros y el mundo? Que la crisis actual es una crisis ante todo de la presencia. Algunas joyas de la mercancía tecnológica -el iPhone, el Hummer- se presentan así como equipamientos de la ausencia (p. 32). Inolvidable también es la descripción que se hace del GPS for the Soul, ese ingenio creado para remediar tecnológicamente la desconexión real que producen las tecnologías.

¿Es la separación de lo sensible la metafísica que nos protege? Sí, el poder es logístico, se basa en las rapidez conectiva y homologadora de las infraestructuras. De ahí que los billetes de la UE hayan sustituido la figura de personajes históricos por puentes, acueductos y arcos (p. 89). El poder reside en la organización misma de este mundo ingeniado, configurado, diseñado. Hay una metafísica, que tal vez Marx no imaginó, que guía nuestra economía política. Aquí radica el secreto, y es que no hay ninguno (p. 90). El poder se ha vuelto él mismo medioambiental, se ha fundido con el decorado. Es a él a quien se llama defender, y no a los pececitos, en todos los llamamientos para preservar el medio ambiente (p. 93). El poder es el orden actual e inmanente de las cosas, y la policía tiene a su cargo defenderlo. Las infraestructuras organizan una vida sin mundo, suspendida, sacrificable y a merced de quien la gestione. En tal aspecto, el nihilismo metropolitano es sólo una forma bravucona (p. 95) de no admitir esa evidencia. Que una fracción de los anarquistas se autoproclame nihilista es completamente lógico. El nihilismo es la impotencia para creer en lo que sin embargo se cree; en este caso, en la revolución. Por lo demás, no hay nihilistas, sólo hay impotentes (p. 157).

Con tal poder inmanente encaja la idea de un Yo sin Yo, de un selfless self emergente, climático, constituido por la exterioridad de sus relaciones. Es la concepción cibernética de un ser sin interioridad (p. 120) la que se acopla a nuestro entorno automatizado. De ahí el éxito de las algunas variantes de espiritualidad, prestando un fondo de fluidez a la feroz empresa de sí mismo: Buda -y quizás Hume- es quien ha de estar de moda, no Descartes. Un sujeto que comparte todo al instante consigo mismo, también su recorrido a través de los campos y su ritmo cardiaco, no necesita nada parecido al alma. Encuentra precisamente un sucedáneo anímico en el equipamiento incorporado a los sensores corporales.

Coches, refrigeradores, aspiradoras y consoladores serán directamente unidos entre sí y a Internet. El debilitamiento existencial es así el precio de una silenciosa potencia reticular, que parpadea en pantallas planas. Llegamos entonces a la religión por otros medios: "Gracias a las redes difusas de sensores, tendremos sobre nosotros mismos el punto de vista omnisciente de Dios" (p. 123), dice entusiasmado un profesor del MIT. Y además, un dios maravillosamente politeísta. Ningún pastor, un solo rebaño era el resumen de Nietzsche.

No puede extrañar que A nuestros amigos desahogue ironías sobre una pretendida democracia real a través de las redes (p. 61) y los procesos asamblearios, incluido el estilo amortiguado -el aplauso silencioso, la sucesión de monólogos- del proceso español de las plazas (p. 67). Cuanto más fluido y ligero sea el ente, más democrático y cercano al corazón alternativo del sistema (p. 74): el single metropolitano es más democrático que la pareja casada, que a su vez es más democrática que el clan familiar, que a su vez es más democrático que el barrio mafioso.

De ahí esta sucesión de extrañas derrotas, teñidas de una aura de victoria. La barca asamblearia -Grecia, España- se estrella en la apoteosis de la pleamar ciudadana. En palabras de estos raros militantes: la embriaguez de la revuelta se extingue en la taberna de la crisis (p. 146). No, tal radicalismo no nos pone las cosas fáciles. Y sin embargo, los jóvenes del Comité Invisible parecen encontrar una y otra vez en la presencia real el remedio, tanto existencial como político, a todas las decepciones. Un remedio, por qué no decirlo, que encuentra en la misma enfermedad la clave de la cura: "Ha hecho falta que centenas de amigos a los que les importamos un carajo nos likeen en Facebook para después ridiculizarnos mejor, para que recuperemos el viejo gusto por la amistad" (p. 128).

¿Es increíble que ellos puedan extenderse, casi con humor, sobre la crueldad amable de la mentalidad asamblearia? No, piensan libremente en la organización social de las smart cities (Barcelona), con sus receptores y generadores de servicios, como en la autogestión de una nueva y exultante policía. A su manera post-digital, los pensadores del Comité Invisible son brujos de la comunidad de encuentro, ese absoluto local que Deleuze defendía como espacio común de la individuación. De hecho, lo universal es en A nuestros amigos "lo local menos los muros" (p. 210). Lo cual no quita para que una de las urgencias sea ahora liberarse del atractivo de lo local, igual que antes hubo que hacerlo de la mitología global.

El desierto real, ese silencio de una presencia física cada vez más difícil, es la base de las redes sociales (p. 128). Y esto no sólo porque la entrada en masa de datos personales en Google, Facebook, Apple o Amazon denuncia al resto que no lo hace como atrasados, sospechosos o desviados potenciales (p. 125). Incluso la experiencia hipster de desconexión se presentará como algo volcado inmediatamente en las últimas conexiones. Ocurre como si dijéramos que ya es noticia también la ausencia de noticias. ¿Todo afuera ha pasado adentro? Verdaderamente, este libro nos regala un mundo orwelliano extremadamente emocionante. A poco que te descuides, alimentarás la fluidez sonriente de la máquina. Aunque el sentido del humor de A nuestros amigos está un poco enterrado, no se siente exactamente miedo, sino un envite provocador ante esta bestia uterina que se nos viene encima.

No se trata ya de ninguna vigilancia uniformada en especial, sino del terror de la moda. Es la moda lo que nos impide hablar, ver, sentir de modo distinto: ese terror que nadie ejerce sobre nadie, pero que se aplica a todos (p. 156). En estos medios se teme no ser radical como se teme en otras partes no ser ya tendencia, cool o hipster". Byung-Chul Han ha hablado del terror de la inmanencia, pero el Comité Invisible -por razones políticas- no puede citar a Han. Lo ha hecho Teoría del Bloom con los adalides de la revolución conservadora, pero eran otros tiempos, probablemente, según ellos, menos urgentes.

Estamos pues ante una forma de gobierno arraigada en la transparencia de la libertad individual, no en su represión. Quieren producirnos como sujeto político, como anarquistas, Black Bloc o antisistemas, y no simplemente reprimirnos. Sería preciso renunciar a nuestra propia legitimidad (p. 81) para combatir este orden proliferante que nos envuelve. Pues la libertad y la vigilancia dependen del mismo paradigma de gobierno. La extensión infinita de procedimientos de control es el corolario histórico de una forma de poder que se realiza a través de la libertad de los individuos (p. 137). Naturalmente sin citar a Jünger, A nuestros amigos recuerda que a un ser auténticamente libre ni siquiera se le denomina libre: simplemente es, existe, se despliega siguiendo su ser (p. 139). De ahí que este libro, en una línea de pensamiento muy distinta a la habitual, insista en enlazar libertad y arraigo. Soy libre porque estoy vinculado: la raíz indoeuropea de Freund y frei, de friend y free, es la misma, recordándonos que libertad y arraigo, en contra de nuestro dogma, son experiencias paralelas. Resultará difícil, bajo nuestra sacrosanta tradición, pero nos convendría seguir estos indicios caídos de la brecha entre dos mundos.

Se trata en todo caso de infiltrarse, no de enfrentarse. Y es necesario para ello quitarse la escafandra ideológica. En otras palabras, es necesario el tacto como virtud revolucionaria: ingresar en el corazón de las situaciones, unir el anarquismo con el coraje de algunas viejecitas católicas. Desaparecer, camuflarse: no sólo por táctica, sino por situacionismo político y ontológico. No somos tan distintos unos y otros, pues no es la ideología lo que nos diferencia, sino el papel que jugamos en los procesos en curso. De cualquier manera, la trampa y el drama de la simetría (p. 170) es mortal, esa idea -en Negri, por ejemplo- de combatir el imperio con un reverso multitudinario del imperio. Cuando la represión nos golpea, empecemos más bien por no tomarnos por nosotros mismos (p. 176). Nuestra fuerza no nacerá de la designación del enemigo, sino del esfuerzo hecho por entrar los unos en la geografía de los otros (p. 248).

Literalmente, la tarea revolucionaria se ha convertido en parte en una tarea de traducción. No hay un esperanto de la revuelta. No se trata de que los rebeldes aprendan a hablar anarquista, sino de que los anarquistas se conviertan en políglotas (p. 250). En cuarenta años de contrarrevolución neoliberal es este vínculo entre disciplina y alegría lo que ha sido olvidado en primer lugar. Lo volvemos a descubrir en el presente: la verdadera disciplina no tiene por objeto los signos exteriores de la organización, sino el desarrollo interior de la potencia (p. 253). Esto arroja serias dudas sobre nuestros prejuicios en cuanto a las decisiones no sometidas a la autoridad asamblearia.

Lo real es lo que resiste, reapareciendo por fuera. Sobre ese suelo mítico e inapropiable, todo es local, incluido lo global: El Estado, por ejemplo, es esa mafia que ha vencido a todas las demás (p. 206). Pero aún nos hace falta localizarlo, designarlo como coacción determinada o poder contingente (p. 205). Los propios hackers están en esta disyuntiva ética, basculando entre la policía mundial y el sabotaje (pp. 136-140).

La descripción ética del fascismo actual (p. 53) no tiene precio, como tampoco lo tiene las reflexiones sobre lo que es la guerra como rumor diario, recorriendo los bajos de toda tentativa de mera gestión (p. 72). El conflicto es la madera misma de lo que existe. Un guerra santa que no cesa, que está en nosotros como algo muy distinto a lo simplemente bélico, las carnicerías y lo militar (p. 151).

Es por los flujos que este mundo se mantiene, de lo que se deriva la urgencia de romper tal permanencia fluida, interrumpiendo la circulación. Es posible que el Comité Invisible tenga poco tiempo, en este libro, para dedicarlo a la forma impolítica de boicotear los protocolos del día. Y sin embargo, también en este punto vuelven con una metafísica a la que no estamos habituados. Bloquear es "una tentativa vertical de detener el tiempo" (p. 102), de bifurcarlo y posibilitar un encuentro.

Es preciso sacar el tiempo histórico de quicio, abrir una brecha en el continuum desesperante de las sumisiones (p. 216). Es necesario atacar al capitalismo en sus variaciones moleculares, esas que nos atañen a todos los progresistas. Sin ir más lejos, la multiplicación de reality shows y demás formas sádicas de competición intenta familiarizar a cada uno con los pequeños asesinatos entre amigos en los que se resume la vida dentro de un mundo de selección permanente (p. 196).

3
Terminamos con algunas pequeñas dudas de orden metafísico y político. Primero, la cuestión del anonimato: desaparecer, algo que ellos han hecho muy bien. El anonimato deconstruye el papel estelar de los autores, las excepciones y los nombres propios para infiltrarse en las situaciones, en sus comunidades ocasionales. Con respecto a esto, un pensador del siglo pasado comentaba: "Es necesario que la desaparición obre en los cuerpos, abra una línea de fuga, desterritorialice cada territorio. No se debe ceder a la tentación del aniquilamiento, de la entropía definitiva; es preciso que la desaparición continúe viva: éste es el secreto del arte y de la seducción". En el caso del Comité Invisible, el arte y la seducción es la revolución.

Pero es importante estar atento a lo que los pensadores hacen, más que a lo que dicen. Todo pensador que pronuncia una sentencia y pone en acto el pensamiento, sea Deleuze o Badiou, lo hace con una afirmación que no es de nadie. Con frecuencia será también "Para todos y para ninguno" (Nietzsche). Si es suficientemente intempestivo, el pensamiento borra el rastro celeste del autor, casi todo lo que en su nombre propio quede de artículo de moda. El pensamiento puede ser en sí mismo praxis. Si lo logra, hace desaparecer el halo de una imagen estelar, la cantinela de los inevitables clichés. Sin embargo, a pesar de su compromiso político con la amistad, el Comité Invisible parece querer hacer inmediatamente político todo pensamiento. Como si vivir no fuera ya luchar, resistir. Como si no aceptásemos la relevancia impolítica de lo común, de aquello que no es visible ni inmediatamente histórico. De ahí tal vez que ellos no puede asumir que el nombre, signo externo de una individuación, es el único camino para llegar a lo común, a la comunidad de lo innombrable. De la misma manera, y esto está más en Nietzsche que en Hegel, no parecen aceptar que la singularidad personal es el único camino para la despersonalización, para realizar un individuación sin sujeto.

Es acaso por esto que hay que destituir todo lo que sean nombres: el "miserable" Beppe Grillo, el "siniestro" Dieudonné -lo serán, pero ¿había que decirlo? Por supuesto, tampoco sirven Negri, Stephane Hessel, Camus, Thoreau, Cristina Kirchner, Naomi Klein... Tampoco la figura del radical, del hacker, del pacifista, del tecnófobo. Se salvan muy pocos nombres, en general difuminados en el pasado o en una cierta clandestinidad de elite.  En realidad, es tal el hincapié en las estructuras -el orden geométrico del capitalismo- y el olvido de los nombre propios, que el Comité Invisible no siempre parece fiel su concepción existencial de la revolución. A nuestros amigos se convierte así en un libro donde pueden faltar amigos, un texto un poco estresante por la escasez de vacuolas reales y amistades en las que apoyarse. Por ejemplo, ¿es necesario hablar del "camarada Deleuze" para que él sea de los nuestros? ¿No basta con que él sea un amigo, un amigo -la expresión es de Blanchot- de lo desconocido sin amigos?

Casi nadie, de los nombres actuales que podrían hacerles sombra, es suficientemente revolucionario, puro o radical. Como sin la revolución la vida no fuese nada, A nuestros amigos pone en marcha una especie de sectarismo piadoso y sutil, mundial, inteligente. En su bendito anonimato, incluso con respecto a sí mismos -ningún mundo puede ver los instrumentos que le permiten ver-, mientras critican a otros llegan a realizar lo que podría ser una caricatura de sí mismos: "pacifistas y radicales están unidos en un mismo rechazo del mundo. Gozan su exterioridad respecto de toda situación. Están en las nubes, y de ellas sacan no se sabe qué excelencia. Prefieren vivir como extraterrestres" (p. 154). Etcétera. Naturalmente, no es exactamente así en el caso del Comité Invisible, es en cierto modo todo lo contrario, pero es difícil negar que algo de ese peligro late en ellos. Quizás les hace todavía más originales, y amables, mantenerse en tal ambivalencia.

Volviendo a los nombres, fijémonos en este momento: "Ha hecho falta arrancarse de la abstracción de lo global; ¿cómo arrancarse ahora de la atracción por lo local?" (p. 245). ¿Liberarnos de lo local, donde se da toda forma de vida, de secreto, de resistencia y de lucha? El alcance incluso de una revolución mundial -la informática- es también local, localizada en el tiempo y en el espacio; por tanto, condenada un día a extinguirse. Es en el absoluto local, teorizado por un Deleuze que desconfiaba de la historia frente a la potencia del devenir, donde ocurre todo: nacemos, crecemos, luchamos, odiamos, amamos y morimos. ¿Hay algo más? Si lo hay, no todo el mundo tiene ganas, ni tiempo ni dinero para viajar constantemente y gritar consignas ocho idiomas distintos. Lo universal es lo local "menos los muros" (p. 210): de acuerdo, es una forma de decirlo. Pero, ¿por qué no incluso con sus muros? Tal vez los muros son a lo local lo que la identidad personal es a los procesos de individuación impersonal: un punto de partida inevitable. Ahora bien, si "nada es local antes de que pudiésemos ser arrancados de ahí" (p. 204), otra vez queda lo local como un momento hegeliano de la histórico, un punto de partida para las líneas de fuerza mundiales. Dudamos que esto no esté otra vez demasiado cerca de una fascinación marxista por lo mundial que ha hecho el mundo tan invivible. Tampoco estamos seguros que no se esté resucitando la vieja condena del idiotismo local que, ya en la cabeza de Marx, facilitó tantas matanzas.

Todo se juega en una cuestión filosóficamente capital: la preexistencia o no de lo local, de las poblaciones y los pueblos, con respecto a toda lucha. Si se entiende la lucha según el modelo del movimiento colectivo visible que pasa a las pantallas, si los pueblos y las localidades no preexisten a ello (p. 202), estamos a un paso otra vez del racionalismo dialéctico que condena el atraso de lo real en nombre de lo histórico. Y en efecto, así lo parece a veces: "de la misma manera que no hay 'naturaleza', no hay 'sociedad'" (p. 208). Ningún pueblo preexiste (p. 133): se llega a citar la famosa frase de M. Thatcher, como expresión de una evidencia que habría que reconocer. Es como si los miembros del Comité Invisible, a pesar de su excepcional compromiso con lo comunitario, se negasen a reconocer en su mirada panóptica y superestructural a los pueblos (p.189) y a unas poblaciones que preexistan mientras "la lucha" no las ponga en la era de la historia (p. 173). ¿Cuándo no hay lucha si se está viviendo? ¿No significa dudar de esto, a pesar de todo, volverle a conceder un papel clásico a la ideología política, volver negar el papel -político e impolítico a la vez- de la vida común, de la comunidad y la amistad?

Curiosamente, el propio existencialismo político del Comité Invisible lleva a ignorar la importancia -política y sensitiva- de la territorialidad estatal (p. 164). Irán, China, Palestina, Venezuela, Colombia, México, Rusia, Siria: ¿No hay un solo Estado que, al menos provisionalmente, valga la pena defender? (p. 248). El desprecio sutil de los nombres, y de las instituciones que se asientan en los absolutos locales de pueblos y territorios, tal vez afecte -a los ojos del Comité Invisible- al papel del Estado en la resistencia internacional frente al imperialismo. Por ejemplo, se alaba en A nuestros amigos (p. 179) una fragmentación molecular en la resistencia palestina que tal vez ignora la importancia, para ese pueblo en peligro, de un Estado.

El Comité Invisible vincula toda comuna a la lucha (p. 95), no al afecto o a la inacción, como si la alegría de convivir, la comunidad de un pueblo no bastara para justificar una existencia. ¿Por qué una comunidad ha de afrontar, porqué sólo existe si afronta (p. 216) el mundo juntos? ¿No es suficiente con el afecto, con hablar y cocinar, con vivir y permanecer al margen, en un mundo compartido? La alegría de estar juntos (p. 237), ¿necesita enemigos? A veces dicen que no y a veces parecen contestar que sí. ¿Y la alegría de estar solos y a la vez en el mundo, con todo el mundo enfrente o a los pies? Además, este compromiso entre comunidad y metas de lucha parece contradecir la magnífica frase de Tönnies que ellos mismos citan (p. 192): "Mientras que en la comunidad los hombres permanecen vinculados a pesar de toda separación, en la sociedad están separados a pesar de cualquier vínculo".

El caso es que, finalmente, no hay mucha alegría en A nuestros amigos. O no sólo alegría. La hipótesis podría ser ésta: Por faltar resolución trágica para afrontar la irremediable diferencia entre vida e historia, ¿falta también sentido del humor? ¿No es el humor, que rompe los protocolos policiales del día, suficientemente político?

Podríamos decir que si hoy lo personal y cotidiano va mal, con esa relajada informalidad de amigos y conocidos convertidos en zombis, es porque casi todos ellos parecen estar pendientes de una revolución general, aunque sólo sea tecnológica, informativa, ideológica o televisiva. ¿Es posible entonces que la maquinación de la policía francesa no sea algo mucho más siniestro que la feroz "empresa de sí mismo" que hará tan difícil que se lea A nuestros amigos? Después de todo, tal vez nadie tenga hoy suficientes amigos. ¿No buscarán incluso ellos, los que escribieron este precioso libro, esquivar la soledad que les atenaza en cada sitio con un recorrido internacional por todos los lugares?

La infancia, la historia. Si la oposición es entre democracia y verdad (p. 68) no hay mucho que hacer, pues una pertenece al orden ontológico de la historia y otra al orden ontológico del devenir (Deleuze), tal vez lo que Badiou llamaría acontecimiento. Con lo cual la oposición, y aun la reconciliación entre un polo y otro, serían poco menos que imposible o indeseable. Es esta lábil distinción entre devenir e historia -que para ellos es difícil a partir de una sacralización de la Historia que heredan de Marx- uno de los puntos más débiles del libro. A la vez, es también lo que lo hace tenso, intransigente, duro con sus amigos potenciales.

¿Qué hay de la indiferencia de los árboles a la historia, qué hay de la indiferencia de nuestra infancia a todo lo mundial? Indiferencia que no tiene nada de nihilista, sino que está implicada en una detención de tiempo que abre a otro tiempo. Pero si toda insurrección ha de volcarse en una revolución (p. 147), si todo acontecimiento ha de revertir en una nueva situación, si todo devenir ha de ser historia... nos encontramos otra vez cerca de una descripción triste de la militancia que una de las esquirlas de Tiqqun realizó hace años: "El activista se moviliza contra la catástrofe. Pero no hace más que prolongarla. Sus prisas vienen a consumir lo poco de mundo que queda. La respuesta activista a la urgencia reside ella misma en el interior del régimen de la urgencia, sin posibilidad de sustraerse a ella o de interrumpirla" (Llamamiento).

Una y otra vez retorna la maldición, la tragedia de una simetría de la que ellos no pueden salir fácilmente. "A la pregunta '¿Tu idea de la felicidad?', Marx respondía 'Combatir'. A la pregunta '¿Por qué combatís?', nosotros respondemos que por nuestra idea de la felicidad". Una felicidad difícil, pero inmediata. Sin embargo, ¿no habíamos quedado en que la guerra estratégica que es la vida no debe necesariamente pasar al acto de la carnicería, ni notarse bélicamente? ¿Qué hacemos entonces con la felicidad que combate sin estruendo en lugares logrados, enteros, que no necesitan tomar por asalto nada externo? Sí, rebelarse contra el hastío por la vida que se nos hace vivir (p. 51). Ahora bien, ¿y el hastío de la mejor de las vidas posibles? Al fin y al cabo, si lo real es lo que resiste (p. 211), lo que siempre reaparece por fuera, nuestras vidas están prometidas al reinicio de la tragedia. Y esto aunque la más clamorosa revolución lograse darle cuerpo a las mil insurrecciones que nos han permitido vivir.

Tiqqun significa reparación, restitución, redención. Ahora bien, la primera revolución es la de ser, la de existir. La otra revolución, histórica, tal vez sea posible cuando deje de ser tan imperiosamente necesaria. De hecho, con esta leyenda puede tener relación una misteriosa frase de A nuestros amigos que insiste, en los márgenes de Marx, en el carácter no necesario -económica, históricamente- de las revoluciones. Es cierto, tenemos que conceder a los detalles más cotidianos, más ínfimos de nuestra vida común, el mismo cuidado que concedemos a la revolución (p. 178). ¿Se puede atender a esos dos amos a la vez? Lo impolítico y lo político, la vida y la revolución: tenemos dos manos, dos pies muy distintos. Ya el título del libro le otorga a la amistad, sin duda acrecentada a raíz del vergonzoso asalto de
Tarnac, un valor político fundamental. Nunca le agradeceremos lo suficiente a estos jóvenes el coraje -hasta cierto punto ingenuo- de percibir y pensar una contradicción que, precisamente en carne viva, sigue resultando vital.


Ignacio Castro Rey. Madrid, 4 de junio de 2015
Por Ignacio Castro Rey (*)

La comida no sólo nos alimenta; también nos transforma. F. Nietzsche

Si la llamada fast foof fue hace años un signo de éxito para el agresivo broker, ahora lo es la ligera comida de diseño, incluso ecológica u orgánica, para el joven emprendedor que quiere mantener su imagen. ¿Se puede ser hoy empresario moderno sin fingir un aire sano, ecológico, incluso vagamente alternativo? Quizás lo importante es que haya socialmente una marca, una cortina que (como en los aviones) separe a la primera clase de la clase turista. En todo caso, para nuestras aspiraciones de clase media, cosmopolita y sin tierra, la comida ha de ser tan sofisticada como nuestra tecnología y nuestras ropas de marca.

I

Es normal que en un régimen cultural profundamente terciario, horadado por la fluidez de la información, apenas se vea en él ninguna materia prima. Del mismo modo que tampoco debe intuirse por ningún lado el maltrato animal; o que el consumidor tenga lo que se dice un alma; o un inmigrante empleado hasta el agotamiento. Los contenidos han de ser adelgazados en aras del medio, de la portabilidad de la comunicación. Tanto o más que los materiales de la comida, con frecuencia invisibles tras una escénica elaboración, lo importante del mensaje culinario ha de ser el diseño del restaurante, la fama del cocinero o el nombre del plato. Qué menos que "Huevos de corral trufados sobre crema de patata" o "Ensalada templada de calamar confitado con vinagreta".

Devoramos marcas, no exactamente productos de la tierra. Por eso todo el mundo, cuando va a un sitio refinado, se hace una foto: Hemingway no estuvo allí, pero sí nosotros, lo cual confirma el ascenso social y nuestro marchamo progresista, lejos de la multitud bárbara del exterior. Y a veces, por cierto, hemos llegado a entrar en esos locales afamados después de una larga espera; no en el próximo cumpleaños, sino en el siguiente. Si es cierto que vivimos en el reino del simulacro, esto significa que, a falta de experiencia en estado bruto (apenas salimos de interiores climatizados), para que algo sea real ha de hacerse visible como un hito de éxito.

Siempre tramada con lo ceremonial, la comida es una preocupación antigua del hombre, una escena real tan venerable como la que más. Ahora bien, parece obvio que con la industria la alimentación pasa a ser, de una ceremonia con la que se bendecía el día, pobre o abundantemente (a veces sólo sopa, leche, verduras, tocino o patatas), a una ingestión rápida de calorías para seguir produciendo. No debe extrañar entonces que, tanto en las fábricas como en el universo moderno doméstico, la comida pase a ser, no un rito comunitario, sino una ingestión de trámite para restaurar fuerzas. Tampoco es raro que subsista en el mundo antropológico de la pobreza y en los pueblos del sur (sea Italia, Colombia, Grecia o España) como un manjar, mientras se transforma en las ciudades del norte en un signo de la soledad productiva.

Por un lado, la monodosis perfectamente empaquetada de café o comida se corresponde en Londres, L.A. o París con el aislamiento perfecto, sellado con conexiones, del ciudadano que camina a solas para consumirla. Por otro, es significativo que parte de los platos codiciados hoy en día en el primer mundo, no sólo el pescado y el marisco (también las migas, las gachas, el cocido, el caldo, la empanada), sean antiguos manjares populares borrados del mapa por la industrialización terciaria.

Lo llamativo es también la evolución de la última comida, esta extensión popular de lo que un buen día se llamónouvelle cuisine. En correspondencia con el turbocapitalismo, era de esperar una mutación que acentuase y democratizase un aligeramiento de los contenidos, así como la mezcla compleja de sabores, mientras se acentuaba la presentación en los nuevos platos-pantalla. Lo propio de la época es volcarse en la imagen, pues en la ideología de la comunicación todo entra por la vista. Cualquier existencia ha de ser probada por la repetición de una marca y la tautología de un icono. Una vez más, también aquí el medio ha de ser el mensaje, a ser posible con su dosis de masaje. Como en cualquier campo, el sector primario retrocede entonces ante el terciario, eliminando todo lo que huela a materia prima, a animales que sangran, a sabores terrenos. Quedará lo exótico de un nombre, bautizando lo que en el plato apenas es visible como una mancha.

Recuerden aquel viaje cultural por apartadas zonas rurales en la divertida The trip (M. Winterbottom, 2010). En un país en vía rápida de desarrollo, y hasta Inglaterra debe estarlo, la ideología terciaria conlleva una paralela dosis de odio a lo natal, aunque teñido de oferta turística, pues la lentitud de lo autóctono parece recordar tiempos de pobreza. ¿Es posible, en este punto, que el eufemismo de la  cohesión territorial tenga en España un componente culinario? Si, es posible que en algunos territorios ibéricos, con prisas por llegar al capitalismo de servicios, se odie directamente lo primario; mientras que en otros, que son modernos desde antiguo, ya no tenga que ocurrir eso.

De cualquier modo, sea en Barcelona o en Santiago, nadie que se precie de estar al día quiere ser ya un proletario o un simple oficinista, menos aún un marginal. A la anorexia anímica de estos tiempos le corresponde también cuidar la línea en el cuerpo. A ser posible, para que se mantenga la consabida ecuación: vientre planos, pantallas planas, sonrisa fácil, platos ligeros y fluidez constante. Subsistirán naturalmente, en las grandes ciudades y sobre todo en los pueblos, casas de comida tradicionales, aunque a un precio no tan tradicional. Pero la penetración de la industria ligera, el imperativo transgénico y el peso del turismo se notarán, bajo las pretensiones sofisticadas de las cartas, en la calidad espantosa de las patatas fritas (¿masa congelada traída desde Bélgica?), en la consistencia indescriptible del pan, en el sabor abstracto del pescado. Hay que reconocer que el turista es en este punto una especie peligrosa, pues aceptará por "pulpo á feira" cualquier masa rojiza sin identificar. Aunque el restaurador sea honesto es difícil, con la débil memoria de un público colonizado por la oferta, no ceder a la tentación de servir en masa un símil que conserva del plato original solamente algo del nombre.

Pensemos ahora en lo que se podría llamar cocina tecnoemocional, antes posmoderna. Se trata en ella, no de limitarse al gusto y al paladar, sino de tocar todos los sentidos. Se busca envolvernos, provocar una experienciaen un universo tecnificado que es escaso en ellas. Se busca compensar el supuesto desierto emocional de ayer, donde nos limitábamos a reparar fuerzas, con una cocina cálidamente invasiva, que nos transporta a un planeta de sensaciones. En estos escenarios de moda lo normal es que sea más bien el plato el que es gigante, mientras la ración es minúscula, mostrando a las claras que uno, aunque trabaje como un condenado, ya ha llegado a ser un parte del público elegido. Seas telefonista o cajera en un de supermercado, ya no eres un obrero, sino un profesional, incluso revestido con un aire hipster.

Así pues, igual que las series de la televisión (noticiarios incluidos) están basados en una historia real, también la hamburguesa tuvo algún día cierta relación con un mamífero llamado ternera. También la patata frita tuvo algún día, antes de diez procesos de transformación high tech, alguna relación con un tubérculo. Es como si todo lo que comemos quisiera imitar el modelo complejo del ordenador: así como en la pantalla no hay ningún reflejo de los circuitos, el exterior del plato tampoco manifiesta ningún interior. No ingerimos ya animales o plantas, a la manera de nuestros toscos ancestros, sino que degustamos una nube de sabores.

Y es cierto que de tal ligereza difícilmente pueden provenir gases. Lo cual se corresponde con el modelo estelar que se nos vende para los humanos. No eres ya un esclavo de nadie en particular, sino un endeudado: como todo el mundo, sociodependiente de la opinión mundial. ¿Acaso 007, con ese ritmo tan trepidante, podría alimentarse con frecuencia de fabada? ¿Podría nutrirse de tortilla de patata, aunque fuese transgénica, la silueta y la sonrisa gráciles de Angelina Jolie? No, como máximo pasta italiana; dos días a la semana y ligera en especias.

Todo lo que en su día explosionó y fue hecho añicos, disperso por la fuerza centrífuga de nuestra velocidad mundial, ahora es prensado y reunido de nuevo en una superficie brillante. Tal compacto, reintegrado por la potencia sintética de unas nuevas tecnologías que también han entrado en la cocina, es en cierto modo la sustancia entera de la nueva materia, tanto en la comida como en la música. Esto implica una tolerancia cero (aunque ecológica) a los elementos brutos de la tierra, incluidas las tecnologías intuitivas del hombre. La sustancia única de lo que consumimos es la variación: con otro nombre, el prensado, en alta definición, del millón de astillas antes dispersas. Si estuviéramos hablando de música diríamos que la variación, por no decir la indiferencia, es el tema.

Light and choice, decía Milton de sus viandas. Cierto, la comida no sólo nos conserva, sino que también nos transforma. Eres lo que comes. ¿Qué eres entonces, consumiendo esos platos mutantes donde casi es imposible localizar ninguna material elemental? Mezclamos pollo con harina de pescado, maíz modificado con restos animales, carne de vaca con heces de ave. El éxito mundial de la fusión, igual que en la música, encarna un estilizado masoquismo: el espectáculo turístico de los cascotes del viejo mundo, ahora aderezados en una superficie fresca. Al propio autóctono le servirán, transfigurado en un aire internacional, y a otro precio, lo que ha comido toda la vida.

Es indicativo de los tiempos que corren, hay que repetirlo, que en buena medida los platos codiciados de hoy sean antiguos manjares campesinos pasados por la lámina de una cocinero de marca. La alta definición de la imagen conlleva la creciente indefinición de cualquier referencia analógica. El humano local será tratado en este planeta como extranjero; el inmigrante, igual que un marciano, con guantes de contacto y mascarilla.

Los pixels de lo que se licuó a alta velocidad vuelven ahora a reunirse en virtud de la potencia numérica, una informática de la que depende tanto la comunicación como la nueva cocina. Así el capitalismo logra el simulacro de hacerse emocional, convirtiéndose en escenario saludable, integrado, seguro y neuronal. La comida diaria, ayer relegada a la parquedad de un sobrio tentempié para aguantar el resto del día, reaparece ahora, sobre todo a la caída de la tarde, como una vibración tibia que consuma nuestras ingrávidas horas crepusculares. Es normal que un afamado chef insista en que la comunicación es clave en la nueva empresa restauradora. Una y otra vez, debe ante todo restaurarse la fluidez, la indiferencia de esa religión portátil sin la cual ni siquiera la extrema izquierda puede aspirar a un lugar en la visibilidad. La comunicación es clave ya en la forma del plato, suponiendo que haya más que forma, dado que el mismo público al que sirve no sería nada sin el esquema rápido de la comunicación. Literalmente, tal público está deconstruido por ella.
(*) Filósofo y crítico de arte.
Publicada con autorización del autor.

Por Ignacio Castro Rey

Hace pocos días un veterano de la aviación española, antes del inesperado giro que tomó más tarde la catástrofe de Germanwings, sugería que los últimos accidentes aéreos obedecía con frecuencia a una misma tipología: la velocidad de crucero del aparato, el abandono del control manual de la aeronave a la implementación tecnológica, y un cambio brusco en las condiciones externas que hace imposible que los pilotos puedan ser capaces de recuperar el control de la aeronave. Este mismo experto reconocía también que la capacidad de control manual de la actual generación de pilotos es preocupantemente baja, fenómeno que nos resulta familiar.

En efecto, tal desactivación de potencias intuitivas y manuales es más que probable si juzgamos por la evolución diaria de nuestro entorno humano. Sin embargo, el desesperado Warum? (¿Por qué?) en Halten de los compañeros de los dieciséis escolares muertos en lo que parecía un fatal accidente tuvo una respuesta que es peor que todas las preguntas que puedan quedar en el aire. En contra de la hipótesis de aquel inteligente y honesto artículo, resultó que la causa de esas ciento cincuenta muertes fue una irrupción brusca de lo que un día se llamó "factor humano". Una decisión humana que podría haber sido lentamente sopesada, como lo indicaría que la respiración del copiloto Andreas Lubitz apenas cambie mientras dirige el A320 contra el macizo de los Alpes que conocía bien, es lo que ha provocado el siniestro que dejó a varias naciones en suspenso.

Si hay que emplear todavía tantos condicionales en lo que rodea a esta tragedia es porque continúan en el aire demasiadas incógnitas y porque, sencillamente, la era de la información es la era de una incertidumbre escandalosamente alta. Además, aparte de la complejidad intrínseca del suceso, son tales las presiones de todo tipo (también por parte del impresionismo informativo) que no es de descartar que esta triste historia vuelva a dar otro giro espectacular en pocos días.



Hasta hoy, demasiados detalles de este suceso son habladurías, guiadas por una mezcla de angustia, estrés y morbo impúdico. Durante días, antes de que todo se olvide, caerá sobre nosotros una catarata todavía mayor. En medio de todo esto no es descartable que las fiscalías de Marsella o Düsserdolf tengan que desdecirse. Tampoco es relevante que una supuesta ex novia de Andreas, aunque debe haber ahora cien candidatas, haya declarado que él pronunció esta frase: "Todo el mundo sabrá mi nombre y lo recordará". Cualquiera puede decirlo, sin que después pase nada relevante.

Mientras tanto, hay demasiadas anomalías en esta tragedia que, según declara la propia Merkel tras el informe de la fiscalía de Marsella, cobró "una dimensión totalmente inconcebible". Aparentemente, la personalidad de Andreas Lubitz es ajena a la de otros personajes tristemente famosos. "Una persona muy agradable, divertida y educada", dijo el director del aeroclub en el que Andreas se formó. Un joven, además, sin conocidas implicaciones religiosas o políticas que pudieran llevar a sospechar de una motivación terrorista en su presunto acto. Un joven amable de clase media que siempre soñó con volar: "Era majísimo, con muchos amigos, totalmente normal". Etcétera.

Todo los que le conocía están de acuerdo en que el deseo de Lubitz siempre fue volar. Cuando no volaba, comenta un joven vecino del barrio elegante de Montabaur donde él vivía con sus padres, siempre estaba corriendo, buscando mantenerse en forma. Su propio pueblo, antaño un rincón apacible de Renania-Palatinado, es hoy conocido en Alemania por la estación de los rápidos trenes intercity. Pero entonces se desliza un primera pregunta: ¿Tanta velocidad no desactiva nuestra capacidad de pararnos a hablar, a escuchar, a atendernos mutuamente? Cuando el filósofo Han habla de la depresión larvada que se extiende tras la multiplicación vertiginosa de nuestra superficie social, seguirá durante mucho tiempo de desgraciada actualidad. Es posible que, mucho antes del choque brutal en las cercanías de Seyne-les-Alpes, se haya producido un choque silencioso en la cabeza y el alma de Lubitz, un drama vital (fracasos sentimentales, soledad, tristeza, temor a la exclusión social) para el cual casi ningún técnico actual está hoy personalmente preparado.

En medio de nuestra aceleración sin pausa, late una dificultad para pararse y hacer una confesión primitiva. "Era apto al cien por cien y su actitud era impecable", dice de su piloto un alto cargo de Lufthansa. Aunque no se descubrieran muchos más datos, ya en esta frase (cien por cien,impecable) puede haber un problema. Fijémonos en la foto del perfil de Andreas en Facebook: un joven sonriendo ante un famoso puente colgante estadounidense. Cielo y agua azules, gigantesco puente rojo sobre un horizonte radiante. Es todo demasiado iluminado para no encerrar potencialmente un drama. El ansia volátil de Lubitz no deja de ser un epítome de nuestra consigna central: volar, emigrar de continuo, mantener la velocidad de crucero como mejor y casi única forma de evitar algunas preguntas que hoy tal vez resultan temibles, casi tan "inimaginables" (Merkel) como la tragedia del vuelo AU9525 de Lufthansa, entre Barcelona y Düsseldorf.

Tardaremos en olvidar a los familiares de las víctimas, mientras lloraban, huyendo a la carrera de la prensa en el aeropuerto de El Prat. Se habla mucho del cambio climático, pero no del cambio en la temperatura psíquica que ha impuesto la celeridad que es capital en nuestro orden colectivo. Una incesante deconstrucción de todo humanismo es el reverso de nuestra aceleración media. Una masiva y automatizada velocidad de crucero que hace que, en nuestro Titanic social, sea casi inconcebible, al menos un poro raro, que alguien necesite detenerse. ¿Sabría de algún modo pararse Andreas Lubitz? ¿Poseía una tecnología analógica para detenerse a escuchar, a explicarse, a reconocer sus límites?

La velocidad de recambio de todas nuestras estructuras es tal que hoy no hace falta un iceberg para provocar un desastre. Basta la punta de una aguja para provocar un colapso descomunal en marcha masiva. Un simple pájaro que choque con un aparato que despega a 350 Km/h puede resultar letal. Igual que un mosquito que entre en los circuitos de una avión militar o una caricia intentada desde un tren en marcha. O una novia que te deja entre vuelo y vuelo. Así en las mentes. Es lo que podríamos llamar catástrofe en red, una versión negativa y demoníaca de nuestra obsesión por la velocidad, el tamaño espectacular y los efectos virales.

Con todo, el caso Lubitz dista mucho, a primera vista, de otros trstemente conocidos. No era un melancólico marginal y un "fracasado" como Richard Durn (33 años), autor en 2002 del asesinato en masa de Nanterre. No era tampoco una fanático ideologizado, como Anders Breivik (32 años), que perpetra la matanza de Noruega en el 2011. Fíjense en las edades, como si en todos estos casos estuviésemos hablando de varones a los que les cuesta dramáticamente pasar a la edad adulta, según al menos nuestra media estadística. Otra pregunta al paso, aunque todos nos ocultemos ejemplos demasiado cercanos: ¿qué hemos hecho del mundo adulto para dejar atrás a tantos niños que no pueden ser hombres?

En Lubitz se mantiene un patrón de conducta normópata que ahora deja perplejos a sus vecinos y conocidos. Un joven en apariencia encantador, de alto nivel de vida, rodeado de un universo tan radiante, entre Arizona, Düsseldorf y Mauntbaten, que nadie podía sospechar ninguna tragedia. Igual no la hay. Joven, probablemente un poco melancólico o depresivo, Lubitz sigue viviendo con sus padres y es, tal vez, no muy afortunado en amores... Sin embargo, ¿quién no ha pasado por algo así? Sus padres, sus amigos, sus ex-novias serán acribillados a preguntas, por la policía y la prensa, mientras se sigue trabajando en las cajas negras. Tardaremos días en tener una versión fiable, si es que esto se produce algún día.

Se ocultan dolencias y bajas médicas. Pero, ¿y quién no lo ha hecho? Aparte del problema laboral y el temor a perder la licencia de vuelo, ¿quién se atreve hoy a confesarse triste en un orbe aeronáutico de elite? Si un cuadro depresivo así se da en un joven granjero alemán es muy probable que la vida de pueblo, los amores, la cerveza, el tiempo y las relaciones afectivas acaben reabsorbiendo ese conflicto anímico. Pero si, en una país puntero, eres el rey de la alta velocidad, ¿cómo pararse a hacer una confesión primitiva de debilidad? Sea lo que resulte de las investigaciones, la verdad es que saber que con un simple botón puedes acabar con esta pesadilla a cámara lenta, inexplicable en un entorno fulgurante, se convierte en una tentación grande. Se recordaba en estos días que ha habido bastantes casos de suicidio ampliado de similares características. Naturalmente, se tomarán medidas, pero ¿cómo cambiar el material humano con el que trabajamos, un material que hoy ha de ser flexible y adelgazado, ágil, libre de preguntas existenciales?

Es posible que un joven griego en condiciones parecidas, rodeado por un ambiente y una formación humanista, tuviese tecnologías anímicas para afrontar un drama personal creciente. Por el contrario, en la Alemania de Merkel, en la Texas de Obama, es probable que un Lubitz cualquiera ni siquiera pueda entender esta frase que en su día pronunció Marilyn: "Hasta que leía las Cartas a un joven poeta de Rilke pensé que me estaba volviendo loca".

A quien está decidido acabar con su vida, después de una larga andadura (27 años son muchos si llevas siete de pesadillas que vuelven) no tiene porqué importarle mucho el dolor que causa, suponiendo que ese no sea un motivo más, añadido, para vengarse de un mundo que no te ha comprendido ni te garantiza un lugar efectivo.

Esta última catástrofe resucita el viejo temor de un retorno freudiano de la naturaleza, en forma de tornado o de un drama psíquico para el que, en nuestro universo radiante, no tenemos ya ninguna tecnología. Antes de decidir cerrar la puerta de la cabina y pulsar el piloto automático de descenso, Lubitz ya había decidido romper sistemáticamente los partes de baja y las recetas de un mal que volvía, que se repetía angustiosamente en la pantalla de nuestro radar siempre encendido. Quizás, y esto es otra hipótesis, el macizo montañoso contra el cual decidió estrellar su aparato se le apareció de pronto como la mole que simbolizaba su propio drama personal, esa impotencia anímica para la que le faltaban palabras. De ahí que la respiración se mantuviera impasible mientras el avión avanzaba a una velocidad voluntariamente acelerada hacia un choque que, en cierto modo, ya se había producido. Pero seguirá siendo escandaloso que, también en este punto, sea difícil distinguir la ficción de los datos contrastados.

Todo esto sin contar con otro fenómeno que pocos expertos han analizado. El escenario de conexiones virtuales en el que vivimos, igual que hace de nuestra exitosa guerra tecnológica algo parecido a un videojuego, también puede hacer que esa hipotética decisión de la mañana del 24 de marzo sea algo parecido a otra simulación más. Una vez perdido el suelo elemental de la gravedad, on land, para la cual este joven sonriente de clase media podría tener muy pocos instrumentos de navegación, confundir la realidad con un sueño puede ser algo más que un efecto óptico o una crisis psicótica pasajera. Puede ser un último y casi único deseo.

Se dijo hace tiempo, pero casi nadie estaba escuchando, que el hombre desarrollado es un marginal en el mundo de los sentidos. El trato diario es el mejor test sobre la "salud mental" de una persona, se ha comentado estos días. Pero esa frase apenas tiene sentido si la ocupaciónanímica en las conexiones, en la empresa en que se ha convertido el Yo, implica que estamos rodeados de personas tan estresadas por el triunfo que con ellas no se puede hablar de soledad, de tristeza, de fracaso ni de temores íntimos.

Hoy nadie echa de menos a alguien que no es instantáneamente visible. Lo prueba el recuerdo de una joven y atractiva londinense que pudo morir accidentalmente en su casa, viendo la televisión, sin que nadie le echase en falta durante meses. Y este panorama antropológico medio, de ceguera cristalizada por la iluminación, no se pueda compensar con la existencia eventual de buenos especialistas, pues al día siguiente de la consulta vuelves al infierno de la incomunicación.

Durn, Lubitz... y mucho otros. Puede ser importante en estos hipotéticos ejemplos, tan distintos, la posibilidad de masacrar a cualquiera, pues cualquiera es todo un signo de lo que uno ya es, el Don Nadie que representa lo que uno ha sido para la sociedad. El cualquiera que los otros son para el aislamiento mudo de uno mismo. Y no aislamiento con respecto a los otros, sino primeramente con respecto a la otredad que aparece por dentro, reclamando una palabra que falta.

Nadie, cualquiera. Imagínense que un día, después de diez crisis y diez recaídas, se despiertan con el interior convertido en pulpa. Enajenación repentina, se dirá. Trastorno de personalidad, esquizofrenia, depresión severa, enfermedad psíquica, trastorno psicótico: se hará todo lo posible para ocultar el simple hecho de que un ser humano perfectamente dueño de sus actos (en algún caso, ha sido incluso preparado sólo para controlar) se hace responsable de su muerte y de la muerte de decenas de personas que ni conoce. De cualquiera, un alguien que tal vez represente el cualquiera en el que, en versión siniestra, se ha convertido uno mismo, una común condición mortal que (imitando el modelo de la fluidez "americana") nos hemos prohibido atender.

No hace falta ser premio Nobel en psicología para intuir que la inmersión profunda en el automatismo de las nuevas tecnologías no ha dejado de acentuar una ceguera y sordera masivamente inducidas, un racismo sordo hacia lo raro que está inscrito en el primado mundial de la economía. El peso de lo macro nos hace incapaces para lo micro. Pero todo lo importante en las vidas es de una pequeñez prácticamente indetectable en los grandes aparatos de captura. Lo que ocurre un día cualquiera en una esquina cualquiera es imperceptible para el gran angular de lo social, de su espectáculo planetario. Y el problema es que hoy ese gran angular ha colonizado el sistema nervioso del individuo. Nuevas manifestaciones de esta impotencia antropológica volverán, un infierno del cual nunca hemos visto la última versión.

Hagamos lo que hagamos, vivamos como vivamos, siempre habrá en nuestro entorno personas inteligentes capaces de lo peor, al borde mismo de lo inimaginable. El caso es que además, y esto es algo que le debemos al giro social y cultural de las últimas décadas, hemos hecho todo lo posible para estresar hasta el límite al prójimo, dificultando en él toda relación con la zona de sombra, infinitamente lenta, sin la cual el hombre no es nada. Nada más que un monstruo, pues ha perdido cualquier relación con lo que hay de indelegable en la médula elemental de lo que se dice existir

Achacar el mal a la locura es una tentación comprensible, sea en Casteldefels o en Berlín. Ahora bien, todo lo que no sea encarar el hecho de que el reverso de nuestra exitosa movilidad, y la veloz transparencia informativa, es un pantano anímico, una feroz  e inexpresable prohibición de tener alma, no hace más que preparar nuevas tragedias. Aunque no tomen casi nunca, esperemos, estas dimensiones dantescas.


Ignacio Castro Rey. Madrid, 5 de abril de 2015

Por Ignacio Castro Rey
La Ley se hace para un conjunto de hombres iguales ante la letra de unas tablas, un articulado o unos mandamientos. Teóricamente, en el mundo moderno y no tan moderno, las leyes están ahí como garantía de igualdad entre los ciudadanos. Incluso cuando una dictadura se dota de leyes es un paso, pues da una apariencia de que el simple arbitrio no gobierna, ni el nepotismo, ni el capricho de un solo monarca o una casta.
 De algún modo, parece mentira que hoy tengamos que plantear de nuevo la cuestión de la igualdad ante la ley. Casi debería ser una vergüenza que entre nosotros tengamos que volver a discutir que una mujer y un hombre deben ganar el mismo dinero en idéntico trabajo, que un político importante debe pagar como un hombre cualquiera una infracción de tráfico, etc. Pero es evidente que todas las sociedades, incluidas las más democráticas, son una forma de poder y buscan la manera de encontrar su masa útil de desigualdad.


En todo caso, las leyes se hacen para el campo social e histórico, y nunca pretendieron (salvo en los totalitarismos modernos), invadir la vida entera de los hombres, haciéndose cargo de su existencia al completo. Es una vieja distinción de la que muchos juristas y pensadores modernos (de Locke a Arendt) se ocuparon: una cosa es la vida política, otra la existencia privada; una cosa es la historia y otra el devenir (Deleuze). Comunidad y sociedad, diría Tönnies. Dios y el César, en otro lenguaje: la justicia que es negada con frecuencia en el segundo reino puede encontrar en el primero su reparación. O acaso lo contrario, diría un ilustrado.

Es difícil en todo caso, pensando precisamente en la justicia o en la “igualdad”, escapar a algún tipo de dualidad que deje para un horizonte por venir la consumación de las aspiraciones.

Los hombres no son iguales unos a otros en esta vida. Incluso entre hermanos puede haber diferencias (de modo de ser, de carácter, de ideario) irreconciliables. Es justamente esta brutal diferencia cotidiana, siempre a un paso de la lucha de “todos contra todos” (Hobbes), la que fuerza que muy distintos gobiernos tengan que tomar medidas en el campo de las leyes para que encontremos un terreno común de contención y encuentro. En este punto, la amenaza de la ley es garantía también de un espacio de mínimos para el acuerdo, dentro de una comunidad de humanos profundamente dividida por factores religiosos, étnicos, culturales, ideológicos, etc. El Estado es la Ley y el Estado de derecho es el imperio de una ley consensuada, con vocación igualitaria.

Ahora bien, a este repaso escolar del dominio de la Ley se le pueden hacer algunas observaciones importantes, especialmente en el mundo contemporáneo. La primera es, otra vez, el peligro de que la ley acabe invadiendo el espacio entero de la vida real de los individuos y se produzca una normalización, una nivelación que acabe con las imprescindibles diferencias vitales, psicológicas y culturales. Parte de la literatura de comienzos del siglo XX y de la crítica filosófica (de Rousseau a Nietzsche, y a Kafka), alertó contra este peligro de una extensión infinita del campo de la Ley, acabando en un mundo mecanizado donde la alienación personalizada llega a ser la norma. Se puede decir que los Estados y las sociedades tienden naturalmente (si un pueblo no está atento) a este abuso tendencial de la totalización, sobre todo bajo la absolutización moderna de lo histórico.

El fin de la Historia y el gran relato ha devenido en un poder inusitado de la historia sobre la vida, y esto a través del poder microfísico del pequeño relato. Biopolítica, psicopolítica. Se puede decir también que la critica moderna alerta contra la tendencia psicológica del individuo a descansar en una nueva servidumbre voluntaria que le libra del peso de su responsabilidad personal en lograr una forma de vida propia, sin posible transferencia.

No hay, por lo demás, ninguna sociedad que deje de ser potencialmente represiva. Ninguna, por lo tanto, que no busque súbditos en vez de ciudadanos y que, al menos durante un tiempo, no utilice el miedo al exterior (los judíos, los comunistas, los musulmanes, los inmigrantes, los rusos) como disculpa para apretar la cuerda de la seguridad, estrechando el margen de las libertades cívicas y cotidianas. En este punto la corriente norteamericana de los “trascendentalistas” (Emerson, Thoreau y otros) siempre alertó de que la libertad civil, en el espacio de una nación, debe subordinase a la libertad natural.

En otras palabras, la democracia institucional debe depender de la democracia real y popular como invención constante, irrupción y fuerza libre de los hombres. Esto último también quiere decir que las leyes deben ser constantemente forzadas para adaptarlas a los tiempos y las necesidades populares. Por definición, la vida va por delante de la Ley… Y una mentalidad preventiva, tan de moda hoy día, siempre fue una carta blanca para el despotismo de Estado.

Nunca tendremos la garantía de que la Ley se haga cargo de una distribución normativa o “automática” de la justicia. Esta es algo que se logra en cada caso por la fuerza de los hombres, de los movimientos de compromiso y lucha de comunidades distintas. A veces, es una mujer o un hombre en solitario los que se enfrentan al cuerpo inerte de una ley cristalizada. ¿Quiere esto decir que debemos resistir la tendencia a confiar ciegamente en las leyes y en la neutralización anímica y muscular que la vida moderna imprime en los hombres? Aproximadamente, así es.

Paradójicamente, como hace cientos de años, todo depende de la relación que cada quien mantenga con la desigualdad interna que le constituye. En el terreno de la vida cívica, el uso real de la ley depende de la fuerza de una forma de vida (Benjamin) que no tiene otra ley que sus decisiones secretas, no consensuadas.

Por incómodo que nos resulte reconocerlo, es un estado de excepción moral el que permite que se generen nuevas leyes y el que impone el cumplimiento de algunas antiguas que siguen vigentes. Sobre todo, es el absoluto vital de una decisión, un estado de excepción moral lo que permite infringir inteligentemente una ley, inteligencia que algún día conseguirá derribarla.

¿Supone esta verdad el retorno a la “ley de la selva”? No, sólo nos recuerda que la democracia y la historia no son un nuevo Dios al que debamos ofrecer el sacrificio de nuestra radical autonomía, moral y práctica. Pensar otra cosa es un resultado del poder despótico de la historia actual. En otras palabras, un resultado del mito de la transparencia mundial y su mala literatura.


El denominado Plan de Trabajo y Capacitación Docente implica, en la UNLPam, y particularmente en la Facultad en la que me desenvuelvo, un requisito burocrático que sustituye las instancias concursales y de oposición que deberían revalidar periódicamente los posicionamientos docentes. La actualización real de esas proyecciones, se subsana con una declaración unilateral, casi anodina, cuyo incumplimiento o demora en la presentación depara (con la convalidación de las autoridades internas y de oscuras instancias judiciales de temible pasado) consecuencias irreparables: la expulsión del docente. Aunque esto parezca mentira. Por lo tanto, puesto en la obligación de confeccionar cada tres años este "Plan de Trabajo y Capacitación docente", siento que es posible, y hasta necesario, darle una connotación diagnóstica, provocativa, acaso infrecuente. Que el mencionado plan se transforme en un recorrido crítico previo del Programa y los contenidos de la asignatura, destinado a evaluar e interpelar permanentemente los contenidos de dicha proposición pedagógica con las dinámicas que proponen las profundas transformaciones de las sociedades tardomodernas en materia de control social punitivo, y por ende, de los sistemas penales internos e internacionales. Apuntamos a tener una mirada y un recorrido holístico de los contenidos curriculares, a profundizar sobre los tipos penales que aborda nuestro catálogo discontinuo de ilicitudes, comprendiendo al mismo como un todo orgánico que debe resistir los exámenes de método y sistemática.
La forma en que esos contenidos sean impartidos adquieren una relevancia académica y social trascendental, excluyente, dada la mentada incidencia colectiva de la cuestión penal en las sociedades de la información y el conocimiento. Esa incidencia social creciente, fabulosamente alimentada desde los medios de comunicación de masas, transforma al derecho penal en un ordenador de la vida cotidiana. Un punto de encuentro en las tertulias y las gramáticas cotidianas. Un objeto de estudio que, por lo tanto, debe ser analizado con un contenido crítico que desarrolle en el estudiante los mecanismos epistemológicos de advertencia frente a un proceso sistemático de alienación y colonización de las opiniones.
En esa inédita disputa cultural, atravesada por subjetividades y perspectivas ideológicas como nunca antes en la historia, subyace buena parte de las conjeturas que intenta poner en cuestión nuestro mentado plan de actividades.
Por lo tanto, resulta particularmente trascendente la forma en que los contenidos se imparten desde una universidad pública, socializando conocimientos dogmáticos y político criminales, desde una perspectiva democrática compatible con el paradigma de la Constitución y la vigencia plena del Estado Constitucional de Derecho.
En la pax imperial de las escuelas de derecho, es moneda corriente que un alumno crea que es prioritario conocer si se está ante un robo simple o agravado en función de la altura que el delincuente de calle o de subsistencia ha debido sortear, o cuál es el encuadre “correcto” de un ataque sexual que no conlleve penetración. Eso, para muchos estudiantes (claro que no para todos), es lo importante de la parte especial del código penal. Menudo problema para la democracia si esos alumnos no observan como urgente la necesidad de distinguir los genocidio de los poderosos del mundo de los crímenes de lesa humanidad o de guerra, o reconocer regularidades de hecho entre el sistema penal internacional y los ordenamientos internos, entrelazados en un único sistema de control global punitivo. O si no intuyen la gravedad de los delitos ecológicos o medioambientales, o la importancia de conocer las nuevas formas de atentado contra la vida democrática. Peor aún, muchos de los alumnos creen que esto “no es derecho penal”. Su mirada no trasciende, en general, el dogmatismo aséptico y pretendidamente normal, en el que su bagaje de conocimientos debería ser un cócktel brutal que se compone de elementos del saber esquemáticos como la diferencia entre el  robo y el hurto, las "bondades" de la OEA o la ONU, o de qué se trata el libramiento de cheques sin provisión de fondos. Si seguimos generando esa clase de profesionales, estaremos traicionando el espíritu inicial de creación de la carrera, pero, lo que es más grave aún, estaremos arrojando al"mercado" abogados de sentido común complaciente, fácilmente anexables por el establishment. No entender, en ese caso, los procesos de dominación y control, las argucias imperiales en las trazas de colonización cultural lleva a reproducir el discurso afín a las fuerzas (ya ni siquiera ocultas, sino elocuentemente desembozadas) de la reacción, implica ser funcional a un pensamiento conservador.
Por lo tanto, y como ya lo hemos dicho, sostenemos que, si bien el derecho penal es un instrumento superestructural, brutal, en manos de las clase dominantes para reproducir los procesos de explotación social contemporáneos, apuntamos también, con de Souza Santos, a que el derecho (penal) asuma un rol emancipatorio a partir de una concepción diferente, alternativa, profundamente comprometida con los intereses de las grandes mayorías y, sobre todo, reducido a su mínima expresión.

No resulta sencillo, ni existen vías rectas para aproximarnos a las perspectivas de Jean Paul Sartre respecto del poder punitivo y al castigo. En efecto, el marxismo sartreano no se ha ocupado expresamente de abordar un fenómeno, que, ya en su época, atravesaba la realidad mundial como pocos. 

Sus definiciones, su teoría, su práctica y su perfil multifacético, por otra parte, lo convierten en un sujeto inasible, difícil de escrutar, casi insondable respecto de problemas que, actualmente, ocupan de manera urgente y agónica a las izquierdas.
Sus propias especulaciones, por lo demás, conducen a los lectores desprevenidos a apasionantes aporías u obligan a verdaderos acertijos tendientes a dilucidar sus posturas sobre estos temas.
¿Qué Sartre podría proporcionarnos pistas más o menos ciertas sobre su propio pensamiento -he aquí la primera perplejidad- respecto del castigo? ¿El militante social? ¿el escritor? ¿el dramaturgo? ¿el pensador capaz de legitimar la violencia armada en cuanto la misma suponga la búsqueda de un ideal emancipador? ¿el creador de un tribunal de opinión que, lejos de valorizar el castigo y el poder punitivo, confió en la potencia de la opinión y la capacidad de la denuncia, único en lograr la condena de EEUU por sus crímenes en Vietnam? ¿el que cuestionan pensadores como Onfray por su (supuesto) pasado durante la ocupación de Francia por parte de los nazis? ¿el que discrepa con Camus respecto de la naturaleza humana y el ser? ¿ Cuál de ellos?
Frente a estos dilemas, el observador no tiene demasiadas salidas. Hace un ejercicio, arbitrario, de recorte. Recorre algún texto y escoge, sintetiza y sincretiza. Duda y se espanta por el margen de error abismal del ejercicio que él mismo propone.


De todas maneras, algunas de sus reflexiones nos permiten la reconstrucción, falible, pero reconstrucción al fin, de sus reflexiones sobre las modernas formas de castigo y el ejercicio del poder punitivo.
La obra de Sartre se nos representa así, como una maravillosa caja de herramientas.
Elijamos, recurriendo a esta endeble sistemática, algunos párrafos que escribiera sobre la libertad en "El ser y la nada", para comprender sus puntos de vista con relación al concepto de la libertad y, como contrapartida de la misma, a ciertas formas de alienación capaz de conculcarla o desnaturalizarla.
Dice Sartre: "Es necesario, además, precisar, contra el sentido común, que la fórmula "ser libre" no significa "obtener lo que se ha querido" sino "determinarse a querer (en el sentido lato de elegir) por sí mismo". En otros términos, el éxito no importa en absoluto a la libertad. La discusión que el sentido común opone a los filósofos proviene en este caso de un malentendido: el concepto empírico y popular de "libertad", producto de circunstancias históricas, políticas y morales, equivale a "facultad de obtener los fines elegidos". El concepto técnico y filosófico de libertad, único que aquí consideramos, significa sólo: autonomía de la elección. Ha de advertirse, empero, que la elección, siendo idéntica al hacer, supone, para distinguirse del sueño y del deseo, un comienzo de realización. Así, no diremos que un cautivo es siempre libre de salir de la prisión, lo que sería absurdo, ni tampoco que es siempre libre de desear la liberación, lo que sería una perogrullada sin alcance, sino que es siempre libre de tratar de evadirse (o de hacerse liberar), es decir, que cualquiera que fuera su condición, puede pro-yectar su evasión y enseñarse a sí mismo el valor de su proyecto por medio de un comienzo de acción" (El ser y la nada, Ed. Losada, Buenos Aires, 2005, p. 657). Pero como también señala que "la libertad es libertad de elegir, pero no libertad de no elegir" (p. 655), y que "el sadismo es un esfuerzo por encarnar al Prójimo por la violencia y esa encarnación "a la fuerza" debe ser ya apropiación y utilización del otro (p. 545), algunas puntas con relación a su perspectiva sobre el castigo, y en especial sobre la violencia estatal (de la cual la cárcel es, modernamente, una de sus máxima expresiones), comienzan a aparecer trabajosamente. Las ideas de libertad, de autonomía de elección, de liberación, de perogrullo, de evasión, de sadismo y de apropiación del otro nos permite unir en un arduo pero apasionante tramo una visión inaugural del fenomenal existencialista respecto del poder punitivo y la violencia. Esta mirada introductoria no pretende encontrar respuestas sino organizar preguntas. Problematizar acerca de la visión que uno de los más grandes pensadores del siglo XX no explica, pero tal vez implica, con relación al castigo, la violencia y el poder punitivo. Una tarea integradora del investigador, destinada nada más y nada menos, que a re-posicionar al argumento como práctica política.



El existencialismo es un humanismo complejo. En esa complejidad, la noción de libertad se parece, siempre siguiendo las máximas sartreanas, a lo que somos capaces de hacer con lo que hicieron de nosotros. Una de las herramientas que nos permite ejercer la libertad, concebida en esos términos, es el conocimiento comprensivo de los procesos totales. Debo admitir que creo, todavía, en la totalidad, en la construcción de un relato holístico alternativo capaz de soñar con un mundo más justo, entre otras cosas, porque la muerte de las ideologías y el fin de la historia fueron los paradigmas más efímeros y embusteros de la historia de la humanidad. Pero esta perspectiva no se contradice ni impide la posibilidad de estar atentos a los procesos microfísicos subyacentes, sobre todo en lo que tiene que ver con la historia y el poder. Veinticinco años es mucho tiempo en el ejercicio de la docencia. Demasiado como para obturar la emergencia de cuadros que nosotros mismos hemos contribuido a formar a lo largo de un prolongado trajinar en el grado. Y el trasvasamiento generacional, en mi modesta opinión, es imprescindible en la academia para poder deconstruir relaciones históricas y arcaicas de poder y profundizar la horizontalización del conocimiento y el pensamiento crítico. El primer cuatrimestre de 2015 será, seguramente (al menos, eso espero) mi último año al frente de la cátedra de Derecho Penal II en la UNLPam. Como 2013 lo fue respecto de Adaptación Profesional en Procedimientos Penales. En ambas asignaturas, existen los recursos humanos más prestigiosos, una camada de nuevos exponentes jóvenes por demás capacitados. Me parece un sano ejercicio de alteridad propiciar y facilitar los espacios institucionales a las nuevas generaciones. Una práctica imposible de desagregar del rol del docente. La docencia es eso. Un proceso de construcción colectivo, silencioso, profundamente transformador y democrático. Ejercido pensando en los otros, en el conjunto social y en la potencialidad creadora y revolucionaria del pensamiento. En la articulación de relaciones sociales y la permanente provisión de significados.Lo que había anunciado hace un año (por eso el video), parece aproximarse aceleradamente, en el marco de una historia mínima más, respecto de la cual -también en este caso- somos a la vez producto y sujetos creadores. 
 Llegando a mis 25 años como docente de la UNLPam, advierto, no sin agobio, que algunas de las cosas que -inspirado en maestros como Paulo Freire- pensaba en épocas de mi bautismo académico, las he convertido, por imperio de mis propios límites, en una saga de reiteraciones infinitas. Algunos podrían confundir esta opacidad con coherencia. No es lo mismo, al menos para mí. Sigo pensando, como el filósofo de Recife, no obstante, que enseñar es un acto de amor. Ese amor, uno de los más insondables sentimientos que puede llegar construir arduamente el ser humano, impone una pedagogía ejercida como un medio para llegar a la emancipación. Para eso, debe la enseñanza convertirse en una dinámica deconstructiva de los ejercicios cotidianos de poder. La deconstrucción de las relaciones de poder, por lo tanto, no solamente iguala a los sujetos implicados en este proceso dialéctico, sino que también ajusta cuentas con los fetiches sobre los que se sostienen las brutales escenas verticales de un docente que "enseña" a través de respuestas eruditas y un estudiante que, se supone, "aprehende" de esa manera. Este ejercicio clásico y recurrente de sometimiento es groseramente incompatible con la horizontalidad de una pedagogía liberadora. Que no otro debe ser el objetivo del docente. Plantear preguntas, ayudar a pensar sobre lo gravísimo, como enseñaba Heidegger, sobre aquello que nos está escamoteado pensar. Para mí, modestamente, eso es el pensamiento crítico. Y no hay otra forma de transmitirlo que no sea la generación de las condiciones más democráticas posibles y los espacios dialógicos más abiertos, para poder cuestionar los dogmas totalizantes que provienen de discursos que se erigen como absolutos (Foucault, 1970: 51). Esto es fundamental en una escuela de derecho, donde el dogmatismo y el binarismo constituyen los pilares más resistentes del pensamiento jurídico dominante. Una forma contrahegemónica de pedagogía, en estos ámbitos, es particularmente dificultosa. No es fácil problematizar sobre la condición humana, el poder, la dominación, la violencia, la desigualdad y los derechos fundamentales en contextos culturales plagados de dogmatismo formalista. No siempre lo logramos, y por ende es posible que sigamos generando mayorías de "profesionales liberales". Pero si lo conseguimos, en cambio, habremos de lograr militantes. Y esa sola posibilidad redime de las reiteraciones seriales.