Por Eduardo Luis AguirreA los dolientes que habitamos el lado más arduo del muro áspero que polariza a la Argentina nos angustia claramente el resultado de las elecciones del pasado domingo. Pero mucho más nos espanta la creciente sensación, de que el hombrecillo ha dejado de ser un outsider, un error de la historia o un espectro fugaz, para transformarse en un tipo inimaginable de liderazgo concebido en algún laboratorio del poder universal. Que podría llegar a liderar, por sí o por interpósitos factores hegemónicos, un proyecto político que tiene raíces tan fuertes como el molle. Que lo anudan a los Estados Unidos como un nuevo sujeto político, confiable, perdurable, como el imaginario jefe de un espacio nacional portador de un consenso capaz de producir el disciplinamiento colectivo. El consenso es la capacidad de generar tendencias que se arraigan en las masas. En estas elecciones hubo dos proyectos políticos en pugna pero también se opusieron los diferentes estados de ánimo que habitan desde hace demasiado tiempo esta sociedad sacudida por los cambios terroríficos que impone la la vertiginosidad neoliberal. Esas transformaciones han ido creando nuevas subjetividades, inesperadas formas de concebir la realidad y visualizar al otro, de profundizar el individualismo y desdeñar lo común. Las nuevas gramáticas cotidianas han transformado todo. Por lo menos, esa es la sensación intensa que experimentamos los más viejos. En algún tiempo, no demasiado generoso, nos iremos de un mundo peor que aquel en el que nacimos, pese a que dedicamos nuestra vida a habitar una comunidad más justa y solidaria. En la dinámica política por venir este factor demográfico y espiritual será determinante. En los próximos tiempos no estaremos los miles y miles de veteranos que acuñamos utopías durante más de medio siglo y, con este desarraigo existencial, es probable que el planeta asista a una degradación cada vez más profunda del ser humano, a una exaltación del empresario de sí mismo, de la meritocracia más descarnada, de la desatención más cruenta respecto de los que sufren la injusticia de un sistema criminal de acumulación de capital. Es paradójico, pero tal vez en este marco de degradación conservar lo que el sistema todavía no ha destruido se transforme en un acto revolucionario. Recuperar las tradiciones es una de las herramientas disruptivas de mayor potencia emancipatoria. No hay más que mirar la realidad de aquellos países que no integran el occidente derrotado para comprender a qué me refiero. También aquí hay una historia, liturgias, creencias, leyendas, grandes hombres aojados en las memorias colectivas, pasiones y hasta una arquitectura que ilumina nuestra historia. Allí sobrevive lo común, la sensibilidad y la solidaridad. Aquí en La Pampa, que resiste invicta pese a todo, hubo una épica del puerta a puerta, del ir hacia el otro que permitió que se garantizara la presencia en el Congreso de la Nación de una mujer cuyo templanza de espíritu, su lucidez y su humildad la iluminaron hasta distinguirla ni bien ocupó una banca en la diputación con la mayor solvencia y generosidad. Esos acontecimientos nos reivindican con el futuro. Hay una ética política y una inmensa entrega que subyace en esas convicciones.
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