Por Eduardo Luis Aguirre
“España se encontró en la época de la resurrección europea -escribe Marx-, con que prevalecían costumbres de los godos y vándalos en el norte de los árabes en el sur” (Ramos, Jorge Abelardo: “Historia de la Nación Latinoamericana”, Peña Lillo, p. 33, 2011).
Hubo una época en que España no era España. La península formaba parte de la impresionante influencia imperial de Roma, se componía de pequeñas reyecías, nobles, señores, siervos, caballeros, guerreros, clérigos y mendigos. Hubo un momento en que la población de aquella España, que no la era todavía, iba muy detrás en la disputa de un capitalismo en ciernes. Estaba habitada por celtas, visigodos, judíos, moros. Se desangraba en una fragmentación que hundía sus raíces en la prolongada incapacidad de gestar una unidad nacional. Hay dos elementos centrales, que cambian ese panorama. Uno es la caída de Granada en 1492 en manos de un nuevo líder continental y una conductora a la que se uniría en una alianza política fenomenal encarnada en un matrimonio. No es cierto que España, bajo el inflijo de semejante casal, reconquistó los territorios ocupados por iniciales bereberes durante 800 años. Lo que hicieron Fernando e Isabel fue conquistar, unificar y avanzar hacia el segundo momento crucial de la historia hispánica: la denominada “conquista de América”. La España de aquella época no pudo largarse a la mar océano hasta que el legendario andaluz llamado Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar, recordado como “el Gran Capitán” y familiar directo del rey logró, primero con sus cartujas de impecable diplomacia y luego con el desarrollo de depuradas técnicas militares -que todavía utilizan las fuerzas armadas españolas- para expulsar a los moros y judías de la península. La conquista de América, el descubrimiento más importante de la historia humana, su conversión en primera potencia mundial e incomparable imperio donde nunca se escondía el sol, constituyeron también un nuevo sentido de pertenencia, una todavía actual costumbre de cohabitar en la diferencia y el patriotismo. La aparición de las naciones como categoría histórica también se fue sucediendo en tiempos relativamente prietos. Ocurrió en Europa y aconteció también en América. Cuando el capitalismo se afianzó en su base imperial, Gran Bretaña desplazó a España en la hegemonía mundial, también en tiempos históricamente breves. Y las naciones que nunca fueron colonias estuvieron a salvo de una vocación de fragmentar, de separar, de desarticular. Cambió el mapa de las Europas, pero también sucumbió el Virreinato del Río de La Plata, el del Alto Perú y la revolución más temprana, la que hicieron los propios haitianos. Hubo una guerra civil larga, cruenta en los Estados Unidos, pero lo que allí se discutían eran las nuevas formas de producción capitalista, aunque el envoltorio de esa conflagración luciera contrariado por supuestos valores tales como la libertad, la patria, el honor, etc. El resultado fue una masacre. Pero en la misma hay que incluir el genocidio indígena y la amputación e inamovible supeditación de México. El resto de la historia americana casi todos lo recordamos. A cada intento emancipatorio sucedió una despiada forma de desarticulación, colonización y dominación en tiempos cada vez más raudos. Ocurrió con nuestros conflictos internos, con la prepotencia del puerto y su burguesía, de su oligarquía aliada. La guerra del Paraguay, uno de los tres genocidios del estado argentino fue una maniobra británica apoyada por las clases dominantes de la región. También fue un vergonzoso martirio que hizo que la república hermana nunca recuperara ni su burguesía incipiente ni la proporcionalidad de su población entre mujeres y hombres. El unitarismo oligárquico está lejos de haberse extinguido en el siglo XXI. ¿Por qué nos planteamos, si no es así, una geopolítica de La Pampa, incluso amasando la posibilidad de una salida al mar? ¿Qué impulso todavía no saldado nos llevó a Enrique Stieben o a un discurso inaugural de sesiones del Gobernador Marín de 1997 en notas anteriores? ¿Por qué el Gobernador Ziliotto convoca a la lucha ideológica en defensa de los pampeanos y ensaya -como su ministro político- la idea de “soberanía”? ¿Por qué se edita en esta etapa de la historia argentina el libro “La República de Santa Fe” del diputado Roberto Mirabella?
Es interesante detenerse en los adelantos de esta obra, que no pude conseguir hasta ahora. Allí Mirabella dice que “algo no funciona”. Y advierte “Basta de sacarle a Santa Fe, lo que es de Santa Fe”. El video se completa con jóvenes que dicen que si fueran independientes igual serían campeones del mundo. Un campesino enumera la producción santafesina y recuerda que exportan más que Uruguay y afirman que los tratan como a una colonia. El diputado detalla las injusticias y asimetrías que impone el puerto, afirma que no están integrados a un proyecto de nación, sino que son anexados donde los recursos, como hace dos siglos. Ponen de manifiesto un centralismo absurdo, los gastos fastuosos hechos en la CABA con dineros de todo el país. La alianza histórica entre el Estado nacional y la CABA. El gobierno de Milei, dice, es el extremo del unitarismo en la Argentina con su avasallamiento sistemático a los estados provinciales. Nuestro federalismo está herido de muerte. Los derechos de importación y exportación, desde 1860, son una discusión inconclusa en este país (1).
Frente a estas políticas y esta realidad de tensión creciente ¿qué piensa hacer el gobierno de Milei? ¿Podemos pensar que este es realmente un gobierno de Milei? ¿O se trata de algo nunca antes visto, mucho más truculento que una mega crisis económica y social, que está en manos de poderes ajenos y externos? ¿Son las provincias argentinas las víctimas propiciatorias de inéditas pulsiones centrífugas y fragmentarias que vienen a asegurar que la gran nación americana no habrá de cumplirse, pero que además la Argentina tal vez no vuelva a parecerse a la que conocimos? ¿Por qué presiona irracionalmente al infinito a los ciudadanos de lo que el gobierno llama y desconoce olímpicamente el interior? ¿Para lograr la profundización de las crisis de Tierra del Fuego, de Neuquén, de La Pampa, de la Provincia de Buenos Aires, de Santa Fe, de Córdoba, etcétera, por mencionar solamente algunas de nuestras provincias? ¿Y en ese caso, lo hace por su elemental maldad odiante? Milei dijo que quería que nos pareciéramos a Irlanda. Luego a Estados Unidos. Su política exterior se ata finalmente al trumpismo y al gobierno de Netanyahu. Yo percibo que estamos en una situación mucho más parecida a Yugoslavia antes de su violenta desaparición que a irlandeses o estadounidenses. Los enormes recursos de una Argentina con una deuda impagable ¿no la hacen más vulnerable si existe una profundización de una fragmentación simbólica? Dicho en otros términos: ¿cómo habrá evolucionado nuestra vara identitaria en los últimos años? ¿nos sentimos más proclives y seguros en La Pampa o sosteniendo una carencia absoluta de patriotismo por parte del gobierno neoliberal y extranjerizantes? Es obvio que después de doscientos años de historia común nos sentimos argentinos, pero también hay una pampeanidad, un sentido de pertenencia profunda que sedimenta y que el puerto estimula, se lo proponga o no, con sus políticas segregacionistas.
El sociólogo y filósofo francés Pierre Dardot, en una entrevista con Jorge Fontevecchia habla de “políticas de guerra civil” neoliberales, para distinguir a éstas del concepto clásico de guerra civil. Y define a esas políticas en clave foucaultiana diciendo que esas políticas de guerra civil que se dan contra los pueblos son guerras tecnológicas, ideológicas, jurídicas y financieras. Culturales y subjetivas. Se embate contra las minorías, el feminismo y el medio ambiente, pero también contra jubilados, desocupados o explotados y se hacen invocando catálogos y racionalidades como la gobernanza, las lógicas gestivas, la transparencia, el equilibrio de las cuentas públicas (prometemos ocuparnos de estos temas en otras entregas) , el endeudamiento, el empobrecimiento y la destrucción de deliberada de amplias capas sociales. Es decir, guerras totales. De forma tal que esas estrategias defensivas son equivocadas o al menos insuficientes. Hay que resistir contra cada uno de esos ataques, desde luego que pacífica y democráticamente. Pero dejar de pensar que la disputa defensiva contra la pérdida de algún derecho es la vía correcta si no se produce una comprensión de la necesidad de controvertir todas y cada una de ellas al mismo momento. No empecinarnos en dar solamente en la batalla cultural, cino también la ética y la material (2). Menuda enunciación, en un país cuyo pueblo sigue sin encontrar un canal que transporte al subsuelo de la patria sublevada. Maquiavelo definía la soberanía como un“proceso de construcción de la nueva soberanía desde una “acertada astucia” que combine las “dos inclinaciones diversas” de toda “ciudad” independiente: “de que el pueblo desea no ser dominado ni oprimido por los grandes; y la otra de que los grandes desean dominar y oprimir al pueblo. Del choque de ambas inclinaciones, dimana una de estas tres cosas: o el establecimiento del principado, o el de la república, o la licencia y anarquía”(3). En eso estamos.
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