Por Liliana Ottaviano


El 17 de octubre de 1945, en los suburbios de las ciudades, en las fábricas, en los obrajes y en las esquinas de los barrios populares, se gestó una gran marcha del pueblo. Una irrupción colectiva capaz de torcer el rumbo de la historia nacional.

Pero hoy no es 17 de octubre, eso todos y todas lo sabemos.

En 1949, en este país se sancionó la Constitución Nacional Justicialista. En ella se otorgó estatus constitucional a los derechos de las y los trabajadores, de la familia, de la ancianidad y de la niñez. Derechos que no podían quedar librados al antojo de algunos “trasnochados”, como advertía Perón en su discurso del 30 de septiembre de 1973. Aquella experiencia condensó una concepción política que reconocía a la clase trabajadora organizada como sujeto central de la vida nacional.

Mauro Benente, en La Constitución maldita, da cuenta de esa disputa estructural. Lo que para la clase trabajadora abría una expectativa de dignidad y protección, para otros sectores —con pretensiones de patrones— aparecía como una amenaza. No se trataba solo de un conflicto jurídico, sino de una pugna entre proyectos de país y entre sujetos sociales antagónicos.

Hoy nos encontramos inmersos en una economía dominada por el capitalismo financiero, sostenida por una oligarquía compuesta por los sectores históricos del poder económico, siempre dispuestos a reciclarse para conservar sus privilegios. Frente a ello, emerge un escenario en el que el sujeto histórico de la transformación —la clase trabajadora— aparece fragmentado, precarizado y, en muchos casos, desorganizado, mientras se reforman leyes y se erosionan derechos conquistados.

El discurso capitalista es profundamente astuto. En esa astucia logra reproducirse sin límites, concentrando riqueza en pequeños grupos de poder a costa del hambre y la miseria de millones de personas en distintas regiones del planeta. No admite la imposibilidad.  Se presenta como eficiente y sin fisuras, pero está condenado a estallar. Es depredador y, al mismo tiempo, insostenible. Está atravesado por la pulsión de muerte y por el imperativo de goce. En él no hay un exterior que lo limite y, fundamentalmente, el lazo social se rompe.

La fragmentación del sujeto político no es un fenómeno espontáneo. Es el resultado de políticas concretas que promueven el individualismo, la competencia y la desarticulación de toda forma de organización colectiva. Allí donde el lazo social se debilita, el capital avanza sin resistencia y la política se reduce a gestión del ajuste.

Por eso hoy, 18 de diciembre, los y las trabajadoras, las organizaciones sindicales, los movimientos sociales y todos aquellos sectores que viven de su trabajo y no de la especulación salen a la calle. No como gesto ritual ni como evocación nostálgica, sino como acto político consciente. Para volver a reconocernos como sujeto colectivo, para reconstruir el lazo social y para disputar el sentido del país que queremos. Por la Patria. Por la soberanía. Por nuestros recursos. Por nuestra gente. Por una Argentina verdaderamente federal, justa e inclusiva.