Por Liliana Ottaviano 

En Argentina, el 10 de diciembre une dos memorias que resuenan con particular fuerza: el aniversario del retorno democrático de 1983 y el Día Internacional de los Derechos Humanos. No es una mera coincidencia del calendario. Ambos hitos señalan que la democracia no es sólo un régimen político, sino una práctica colectiva que se rehace en cada gesto de defensa de la dignidad humana.

En un presente político nacional marcado por fuertes tensiones —recortes sociales, cuestionamientos al rol del Estado, polarización y un clima discursivo que deslegitima al otro— la democracia aparece, simultáneamente, como frágil e imprescindible.  La democracia es una práctica “sin garantía”. Un sistema que se mantiene vivo porque no pretende clausurar la falta que habita toda organización social. Esa falta, lejos de ser un déficit, es la condición que impide la fantasía de completud que suele desembocar en autoritarismos, exclusiones y nuevos modos de odio social.

En un artículo anterior publicado en este mismo sitio bajo el título de “¿Qué hace la política con lo que no comprende?” (*) retomaba la idea de Alexandra Kohan sobre lo incierto en el amor para pensar lo incierto en la política. Sostuve entonces que la política, como el amor, se enfrenta a un resto inasimilable, a algo que no comprende del todo. Ese real que desborda las categorías disponibles también está presente en la democracia. Y lejos de ser un problema a corregir, es parte de lo que la mantiene viva y es su capacidad de alojar aquello que no domina, aquello que no sabe, aquello con lo que no puede, aquello imposible de gobernar.

Desde la perspectiva de la izquierda lacaniana, la democracia es precisamente el espacio donde se reconoce la falta estructural del poder, su imposibilidad de cerrarse sobre sí mismo. Una comunidad democrática acepta ese vacío, ese “no-todo”, para frenar los impulsos de omnipotencia que pueden convertir vidas en sacrificables. En este sentido, los derechos humanos no son un inventario estático ni un repertorio jurídico cerrado, sino un límite ético y político contra el deseo de totalización de los poderes estatales o fácticos. La tradición argentina de Memoria, Verdad y Justicia encarna esa ética. La apuesta a construir un lazo social que no se funda en la eliminación del diferente, sino en el reconocimiento de su dignidad.

En un escenario global en el que proliferan discursos extremos que prometen soluciones simples a malestares complejos, el 10 de diciembre recuerda que la democracia exige un trabajo paciente de interpretación de lo real. Ese trabajo —político y simbólico— sólo puede hacerse colectivamente. Sostener la palabra frente al intento de imponer silencios, reconstruir la igualdad donde se erosiona y crear nuevas formas de solidaridad frente a un mundo que insiste en fragmentarnos.

Las reflexiones de Jorge Alemán resultan especialmente pertinentes frente al avance del neoliberalismo, entendido no sólo como un modelo económico sino como una matriz de subjetivación. En obras como Horizontes neoliberales en la subjetividad, Capitalismo. Crimen perfecto y Soledad: común, advierte que el neoliberalismo promueve individuos aislados, desconectados del lazo común y, por lo tanto, más vulnerables a la seducción de proyectos autoritarios. Captura el deseo y lo orienta hacia la competencia, la meritocracia y la promesa de un goce ilimitado, clausurando la posibilidad de un común que no borre las diferencias. Frente a ello, la democracia y los derechos humanos se vuelven herramientas decisivas para restituir comunidad y disputar esa captura subjetiva.

El momento político argentino, con sus tensiones sobre el sentido de lo público, del valor de lo común y del rol del Estado debería operar como una invitación a reflexionar. La democracia no es la administración tranquila de lo dado, sino una tensión permanente entre lo instituido y lo que pugna por inscribirse. Ese resto impide que la política se reduzca a simple gestión o a puro mercado; es lo que abre el espacio para nuevas demandas, nuevas voces y nuevas formas de lazo social.

Celebrar este 10 de diciembre es, entonces, renovar una decisión colectiva: defender la vida, la palabra y la dignidad en un tiempo en que todas ellas se han vuelto objeto de disputa. Porque la democracia no ofrece garantías, pero sí algo más vital. La posibilidad, siempre frágil y siempre necesaria, de seguir construyendo juntos un porvenir que no se rija por el odio ni por el sueño imposible de un poder sin límites.

(*)https://derechoareplica.org/secciones/politica/1972-que-hace-la-politica-con-lo-que-no-comprende?highlight=WyJvdHRhdmlhbm8iXQ==