Por Eduardo Luis Aguirre
La Argentina está siendo destruida sistemáticamente por un proceso de ocupación colonial que la mayoría del pueblo no pudo advertir a tiempo en su verdadera y macabra dimensión. Como en las guerras, las condiciones objetivas y subjetivas del desastre no fueron previstas y el ataque a sus bases culturales y políticas, su concepción libre y comunitaria del mundo y su tradición de país industrial terminaron de ser socavadas cuando se aceleraron mediante la irrupción de la sordidez vertiginosa y sorpresiva del mileísmo en el gobierno.
Las reservas políticas e institucionales, basadas en 80 años de cultura política de un estado de bienestar fueron desbordadas por una blitzkrieg deshumanizada y fulminante que en las décadas anteriores se expresaba como meros conatos de golpes blandos pero que permitían presagiar el contingente desenlace. La Argentina era un punto clave en la guerra de posiciones del imperialismo en la región, justamente porque es el único país que consolidó la memoria histórica de una patria libre, justa y soberana que se constituyó en una doctrina mayoritaria para su pueblo. El retroceso gradual, aunque no lento, de los últimos años, comenzaron a afectar sensiblemente en sistema de percepciones y la identidad de los argentinos. La identidad, el ser nacional, no es estático, se fortalece y se debilita por una multiplicidad de razones, cae y se reconstruye a lo largo de la historia, provoca la desazón del infraconsumo, la precarización y el aumento de los suicidios como sentimientos tan luminosamente comunes como los días del bicentenario. Va y viene. Avanza y retrocede. Y desde cada una de esas posiciones lucha y resiste. Se sorprende por el bombardeo inédito, pero responde. Sufre frente a la entrega del país y utiliza su clásica respuesta de ganar la calle. No es un fenómeno unívoco, pero hay muchos que identifican a los invasores como los malos de este tramo de la historia. Otros no, como siempre sucede. Son los indios amigos del siglo XXI. Los colaboracionistas despolitizados que perciben con lógica trascendental que primero hay que saber sufrir, y que después de esos padecimientos tal vez todo cambie. Es que la ocupación demandará años y la disputa por el sentido es una suerte de columna vertebral invariable de nuestra historia que ha demostrado su aptitud para atravesar clases sociales y difuminar los “intereses” de las mismas.
La militancia popular, después de dos años, sabe que lo peor no ha acontecido todavía. Como en la París ocupada, como en Paraguay invadido, como en la España asediada por el avance de tanques y aviones nacionales, sabe que únicamente cuenta con la movilización y la militancia para oponer a los traidores que no han trepidado en entregarlo todo. La salud, la vida, la economía, las fuentes de trabajo, las riquezas, la soberanía territorial, las industrias y el sentido de lo común. No puede menos que descreer, como un reflejo recurrente de la historia, que sus defensores no podrán detener al adversario en su marcha, violenta y macabra. Cree asimilar a los ejércitos desbordadados y en derrota a sus propios representantes. Lo espera todo de ellos, y no lo obtiene. Eso genera desesperanza, aunque los pequeños o no tan pequeños triunfos le indique que hay vida detrás de la sinrazón y el espanto, Espera que las instituciones lo liberen del flagelo pero ya sabe que eso implicará un esfuerzo titánico, que a su vez, también, demandará tiempo. Y que si bien habrá un renacer, el punto de partida de esa alborada implicará la recuperación de lo destruido, que es muchísimo. Un tejido social no se recompone de un día para el otro. Si pasamos de un país desendeudado a este festival de endeudamiento demencial en menos de una década, está claro que la vida ha cambiado drásticamente en la Argentina. Como lo decía Jorge Alemán: lo verdaderamente revolucionario es ahora conservar aquello que el neoliberalismo todavía no ha podido estragar. La evidencia de esa pesadumbre nos hunde en una angustia colectiva, en una suerte de niebla donde parece no haber direcciones certeras ni posibilidad de escrutar más allá de esa cerrazón. Nosotros, en este margen estamos lejos del capitalismo de nube que postula Varoufakis. No porque esa tecnología no nos concierna, sino porque la tarea impostergable de los argentinos será volver a industrializar el país. Esa fase defensiva es un pilar inexorable para multiplicar nuestro PBI. La distribución más justa del capital quedará cargo de lo viejo que funciona: el gran movimiento nacional y popular que nació aquel 17 de octubre.
Por ahora, solamente me interesa describir las nuevas comunidades emocionales, habitadas por la impotencia, la angustia, el miedo al futuro, la incertidumbre por el mundo que deberán vivir los más cercanos, el devenir del viejo espiral de la conciencia, la sensación abrumadora de la incomodidad y la tristeza, la deserción autoprotectiva frente a la información y la construcción cotidiana de espacios de paz solidaria, esparcimientos que operan a manera de paréntesis o exacerbación de las pasiones lúdicas como forma de oxigenar la catástrofe.