Por Diego Tatián
No sé si existirá la idea del “arte como ética”, expresión compuesta de dos palabras inciertas de tan viejas, y ya corroídas por tanta deriva. ¿Qué sería la experiencia del arte como ética? No arte como expresión, ni como impresión. Ni como forma de conocimiento, ni como descubrimiento del mundo; ni trabajo, ni medio de vida, ni -¡dios nos guarde!- forma de comunicación… ¿Entonces? Solo acto de producir objetos que antes no estaban y queremos que estén en el mundo, en lo posible cerca nuestro, con los que compartir el espacio contiguo, tal vez como parte de una casa, sobre los que conversar un momento con quien acaba de llegar a ella. Hacer cosas solo para que estén ahí donde estamos, próximas a nuestra intemperie en el deambular de los días. Quizá desvaídos avatares de los penates que amparaban las viviendas en la Roma antigua. Pensado así, como modo de estar acompañado por objetos inútiles, o como una acción que nutre ese modo de estar, el arte debería perder su nombre, para solo ser: transformación de la materia en torno (los hallazgos fortuitos, los objetos al margen, la retención de lo que había sido desechado, los restos, el reciclado, el bricollage, el gesto pepenador de caminar mirando hacia abajo a ver qué hay) como parte de la vida activa. O quizá modo de ejercer el “carpe diem” horaciano, o la búsqueda del “día logrado” con la que es atribulado Peter Handke en el ensayo que lleva ese nombre.
A veces sucede que en el mediodía del día anochece (“Ed é subito sera”, dice uno de los versos más bellos de la poesía italiana). Pero nadie está exento de que en la medianoche de su noche amanezca, y entonces habrá que pensar en una “noche lograda”. Ambas cosas son frecuentes en política -aunque sin dudas la primera más que la segunda.
Regalar a los amigos esos objetos sin pretensiones es parte de la forma de estar que promete el arte como ética. Modo desparpajado de estudiar a los grandes maestros también.
La primera imagen es una cita lejana de un cuadro de Nicolás de Staël llamado “Retrato de Anne”. Está hecha sobre una madera encontrada en la vereda, durante una caminata por Argüello. La segunda cita una la bailarina de Klee, en una chapa herrumbrada que la intemperie embellecerá. Hay culturas que piensan el deterioro no como algo que estropea sino como algo que se agrega. En su libro “Esculpiendo en el tiempo” dice Tarkovsky que los japoneses ven en las huellas del crecimiento un encanto especial. Por eso se detienen en el color oscuro de un viejo árbol, en una piedra horadada por el viento, en las herrumbres de las cosas, e incluso en los bordes gastados de las obras de arte que pasaron por muchísimas manos. A estas huellas del envejecimiento los japoneses las denominan “saba”, palabra que traducida textualmente significa “mugre” o “roña”. Saba es la acumulación mugrienta inimitable, el encanto de lo viejo, la obra del tiempo. Y añade que “los japoneses intentan con ello apropiarse del tiempo como una especie de material artístico”.
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