Por Eduardo Luis Aguirre
Hace unos días, me sugirieron mirar la serie “El vendedor de ilusiones”. Estaba solamente al tanto de que la obra trataba de la presunta estafa de la llamada “Generación Zoe” y esa simplificación cancelaba en buena medida mi interés. No suelo seguir películas que anclen en delitos. Quizás algo del orden de la fatiga moral ha precipitado ese prejuicio.
Hay días, momentos, donde se hace necesario buscar refugio en desmañados intentos de supervivencia frente a las graves situaciones problemáticas que depara la realidad y en esos casos nos permitimos el involucramiento en nuevos contextos que sean capaces de sustraernos momentáneamente del encapsulamiento en las reflexiones más preocupantes que nos interpelan.
Ese paréntesis decidí completarlo con aquel documental que a priori, resultaría un espacio pasatista y ligero, aunque humano, demasiado humano.
Pues bien, me equivoqué. Y no me refiero a la calidad del documental (un tema sobre el que carezco de herramientas para emitir opinión alguna), sino a una historia contada en tiempo real por sus propios protagonistas, desde sus respectivas ubicaciones en la maniobra.
En torno al documento se inscriben varias cuestiones que son cruciales. Existe una especie de rombo que se constituye a partir de aspectos puntuales que se imbrican en determinadas reglas que exceden al mero engaño, o que al menos permite abordar el mismo desde una mirada alternativa, aunque igualmente alarmante.
Primera cuestión. Hay un punto inaugural de la mirada que propongo, que radica en que una estafa perpetrada en toda la geografía mundial de habla hispana no podría haberse producido sin la participación de cientos de miles de víctimas. El dato numérico no solamente es sorprendente, sino que revela el delicado entramado de la maniobra capaz de capturar una subjetividad profundamente existencial, política e ideológica que opera con las mismas lógicas con las que la derecha va ganando posiciones en todo el mundo. Por eso la defraudación pudo funcionar atravesando fronteras, culturas y diferentes estilos gubernamentales en tantos países.
Segundo punto. La gente se asocia a una institución que hace del disfrute aspiracional vertiginoso una meta. Detrás de la pronunciación de determinados valores incomprensibles subyace claramente la idea de convocar a los sujetos a dejar la “cultura” e ingresar en el mundo de la “abundancia” y las “oportunidades”. Las oportunidades de enriquecerse, de apelar al esfuerzo propio, individual, dejando de lado cualquier otro emprendimiento común que no sea la afiliación a una congregación donde los “líderes” (que son sujetos que supuestamente ya han logrado los objetivos de enriquecimiento y ascenso social) permanentemente recurren a un marco filo religioso, a un estilo donde los postulantes cantan salmos y loas carentes de sentido en el marco de una supuesta capacitación dictada por los personajes que imaginamos. Coaching motivacionales y “ontológicos” cuyos gritos y frases desaforadas recuperan algo de lo místico, aunque en este caso la ética se agota en el pulimiento de las tácticas destinadas a asociar más parroquianos a un entramado descomunal que les aseguraría tener un auto, hacer un viaje, tener una casa o una cuenta bancaria. Algo que nunca han podido tener. En la consagración de esos “sueños”, curiosamente, se escuchan menciones que rubrican la inspiración en Dios.
Tercer punto. La estafa no se habría perpetrado si la producción de una subjetividad neoliberal no hubiera avanzado de una manera decisiva en el mundo. Generación Zoe se vuelve así una ilusión, pero también una obsesión para las futuras víctimas. Una fijación anclada en un territorio donde el individualismo ha contribuido a la creación de un hombre nuevo, el empresario de sí mismo, absolutamente imposibilitado de comprender la complejidad del mundo profundamente injusto que habita, donde la alienación proveniente de una ingeniosa conjura mística, avarienta y compulsiva, los conmina como zombies a dejar sus empleos, sus empresas y sus amarres comunitarios. No me interesa tanto “cómo pudieron dejarse engañar” sino explorar el mandato axiológico irrefrenable de la riqueza y la fruición por el supuesto placer que esa transformación vital podría depararles. ¿Qué punto neurálgico tocaron los organizadores? ¿cómo pudieron llevar adelante un emprendimiento revolucionario en términos de obtener consensos tan masivos sobre un estilo de vida de profundo empobrecimiento espiritual que no mereció cuestionamiento ni reparo alguno por parte de los asociados?
Seguramente la desesperanza, la frustración, el encallamiento de las democracias burguesas habilita esta revolución cultural conservadora a la que se afilian hasta sus propias víctimas. Víctimas en el delito y víctimas en la política y en su percepción del mundo. Ni las creencias trascendentes han podido poner coto a este conjunto de prácticas, creencias y retóricas que toman por asalto principios éticos como el sentido de comunidad, la solidaridad, la piedad, el sentido de pertenencia común y la posibilidad de distinguir las verdaderas contradicciones. En los nuevos discursos no habita otra épica que el esfuerzo individual para beneficio personal. Hay allí un nuevo punto de concordancia entre estas cosmovisiones y la habilitación de lo monstruoso.
Cuarto Punto. El rombo se completa con la habilitación de nuevos aparatos ideológicos capaces de inclinar la balanza de la remanida aunque innegable batalla cultural e inducir determinados intereses hasta ese momento en estado aparente de latencia. Las personas que se acercan a la generación afirman que los discursos livianos de los líderes “les cambian la vida y los empoderan”. El acceso a la abundancia ya no opera como objetivo sino como sueño. La vida misma se trastoca en esa búsqueda donde no se evalúa siquiera la idea de un” no posible”, donde no hay registro alguno del otro y las invocaciones a Dios trastocan las tradiciones máselementales de las religiones monoteístas. En los sueños del liberalismo extremo no hay espacio alguno para la rebeldía, para la observación de la mirada del Otro en tanto Otro, para la austeridad, la espiritualidad profunda o la justicia social. Hay un documento papal relativamente reciente que recuerda que “excluyendo al otro de nuestro horizonte, la vida se repliega sobre sí misma y se convierte en un bien de consumo”. Esa advertencia se conjuga con la pasión y el sacrifico cristiano, se reflejan especularmente en el pensamiento y la obra de Dussel (dar pan al hambriento, agua al que tenía sed, vestido al des- nudo, y una barca al náufrago). Las creencias trascendentes forjaron una ética de la solidaridad, una concepción cercana de lo común. El tercer milenio nos pone de cara al desmembramiento de esa moral universal que Habermas cree encontrar incluso en autores como Durkheim (uno de los padres fundadores de la sociología en el capitalismo moderno y sus formas de organización), capaz de mantener unida a una sociedad secularizada y “sustituir, en un plano abstracto, el consenso normativo de base que está garantizado ritualmente” (*). Ese afianzamiento, sin embargo, parece haber sido destituido en el altar providencial del sueño individual de la abundancia. Generación Zoe puede explicarse como el vertiginoso arraigo de una nueva utopía regresiva que traza una línea unitiva con las formas de elección que involucran las nuevas preferencias políticas. Una suerte de abdicación de la mediación simbólica que trastoca la histórica naturaleza del lenguaje y la ética del discurso. Este denominador común compila el engaño que se perpetra en la promesa de miles de sujetos escamoteados a lo común con las gramáticas más extremas del capitalismo salvaje cuyo control padecemos.
Cipriani, Roberto: Manual de sociología de la religión, Siglo XXI, Editores, Buenos Aires, 2011, p. 319.
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